El domingo 13 de agosto tuvieron lugar en la Argentina las elecciones Primarias, Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO). Se ha escrito, conversado, debatido y analizado largo y tendido al respecto de los resultados de las mismas. Pero hay una conclusión a la que se puede llegar sin necesidad de ninguna reflexión de gran profundidad: la extrema derecha tiene unas posibilidades considerablemente altas —más de lo que la mayoría creía antes de los comicios— de llegar a la Casa Rosada a través de la fórmula presidencial compuesta por Javier Milei y Victoria Villarruel.
Los casi 30 puntos porcentuales que el binomio presidencial de La Libertad Avanza cosechó en esta elección no pueden explicarse exclusivamente por el corrimiento a la derecha del debate público y la sociedad argentina. En efecto, existe cierta naturalización de la violencia política que tuvo como hito principal el televisado atentado fallido contra Cristina Fernández de Kirchner, y también seguramente contribuya al escenario la reacción antifeminista tras la ola de conquistas y avances en materia de derechos. Pero ninguna de las dos situaciones es suficiente para explicar el fenómeno que presenciamos hoy.
Lo que vemos es un extraordinario nivel de insatisfacción y disconformidad entre las mayorías populares tras el fracaso de los últimos dos gobiernos (el encabezado por Mauricio Macri y el liderado por Alberto Fernández). Varios años de deterioro o estancamiento del poder adquisitivo del salario, un mercado de trabajo con crecientes niveles de informalidad y unos índices de inflación verdaderamente galopantes son algunas de las circunstancias que han concurrido para que Javier Milei se presente como el actor político capaz de canalizar el descontento de la sociedad argentina.
Milei se muestra rebelde, auténtico, distinto y furioso. Para muchos ofrece una esperanza —la de una alternativa de poder que aún no ha gobernado— que confronta con «la casta» y que dice que solucionará el drama de la inflación mediante la dolarización. De esa manera, asegura, los argentinos cobraríamos «más y mejor», en la moneda que de un tiempo a esta parte ha devenido en fetiche de las clases altas y desvelo de las clases medias. En ese camino seríamos conducidos por alguien que, hasta el momento, no ha fracasado (porque no ha tenido la oportunidad), por lo que merece, al menos en esta situación de desesperación, el beneficio de la duda. ¿No es lógico que muchos se sientan convocados por una opción así?
Sin embargo, comprender los motivos que pueden llevar a un trabajador a votar por Javier Milei no puede impedirnos tomar dimensión de la amenaza que él representa. El modelo que busca construir es el de una Argentina en la que los derechos laborales estén determinados por la voluntad del mercado, sin un Estado que pueda mediar entre capital y trabajo o garantizar condiciones mínimas de vida para los sectores más vulnerables de la sociedad y sin una moneda nacional. En definitiva, para él, el capitalismo no le ha dado suficiente lugar al capital y al mercado, y sus planteos contra la esencia del Estado contradicen las experiencias y el funcionamiento de todas las economías modernas.
Sus declaraciones, incluso, van más allá: se ha referido a la posibilidad de vender niños como «una discusión filosófica», se ha posicionado a favor de la eventual constitución de un mercado de órganos, ha planteado que incluso las calles podrían ser privatizadas, y ha calificado al calentamiento global como «una mentira del socialismo». Al mismo tiempo, las lógicas deshumanizantes son moneda corriente en sus apariciones públicas. En esa línea, hace poco tiempo se refirió a los socialistas como «excremento humano».
Mientras tanto, Victoria Villarruel, su candidata para la vicepresidencia, es una de las expresiones más oscuras del armado político de La Libertad Avanza. Defensora de los genocidas y torturadores de la dictadura militar de 1976-1983, esta abogada oficia como una suerte de vocera del espacio en cuestiones que exceden a la economía, y tiene como objetivo principal destruir y retrotraer por completo las políticas de Memoria, Verdad y Justicia que el pueblo argentino supo llevar adelante y que han sido, en muchos aspectos, un ejemplo para el mundo. En la persona de Villarruel reside, probablemente, la mayor tentación de darle un viraje autoritario a un eventual gobierno de su espacio.
Pero lo que se vota el 22 de octubre no es un balotaje, aunque lo parezca. Ese día tendrá lugar la primera vuelta de las elecciones presidenciales. En ese sentido, vale preguntarse por la otra cara que presenta la derecha para estas elecciones, el «segundo tercio» en los resultados de las elecciones primarias: Juntos por el Cambio, el espacio del expresidente Macri. Su candidata, Patricia Bullrich, ha quedado muy desdibujada, bastante desorientada y en parte desbancada por Milei como representación electoral más competitiva de la derecha radicalizada. No parece contar con mayores chances de entrar al balotaje.
De todos modos, aún sin su histrionismo y con un mayor foco en la agenda punitivista de seguridad, las coincidencias de Bullrich con el candidato de La Libertad Avanza son evidentes. Ambos acuerdan, entre otras cosas, en que los derechos laborales y el accionar del Estado tienen la cualidad intrínseca de perjudicar a la economía. Mauricio Macri, por su parte, aunque oficialmente sea referencia de Juntos por el Cambio, tras bambalinas, es sabido, tiene acciones en ambas candidaturas. Por ello no es descabellado pensar que las dos fuerzas políticas articularán acciones conjuntas en el Congreso e incluso en un eventual gabinete.
Dado este desalentador escenario, las elecciones generales que se avecinan exigen un posicionamiento claro y contundente. Votar en contra de la derecha, sobre todo cuando se presenta de manera tan descarnada y habla sin ningún tapujo, se convierte en una necesidad histórica. Y la única candidatura presidencial capaz de forzar la realización de una segunda ronda electoral y triunfar en el balotaje es la lista oficialista de Unión por la Patria, con el ministro de Economía Sergio Massa a la cabeza, acompañado por el Jefe de Gabinete Agustín Rossi.
Este apoyo, claro está, no implica una valoración positiva del gobierno saliente de Alberto Fernández, ni una expectativa en la fórmula encabezada por Massa. Tampoco implica ninguna claudicación de la lucha o un abandono de las banderas más transformadoras del movimiento popular. Se trata de un voto en defensa de los derechos conquistados, del papel del Estado como garante de unas condiciones mínimas de existencia y de los marcos más elementales de una democracia que, aunque maltrecha, constituye la base desde donde hacer partir la construcción de una sociedad más justa.
Pero, además, debemos tener presente que la lucha política contra los sectores reaccionarios no se agota en un proceso electoral. Un eventual triunfo en las urnas no se traduce automáticamente en una victoria política. Recuperar las calles y reactivar a una militancia en gran medida desmovilizada serán tareas claves para la próxima etapa, independientemente de los resultados de los comicios. La movilización popular deberá ser una herramienta fundamental para impulsar avances, forzar transformaciones y, en un contexto adverso, también resistir a los embates.
Ya vendrán tiempos de discusión, actualización y balances. ¿Cómo hemos llegado hasta esta situación? ¿En qué fallamos? ¿De qué manera volver a convocar a la juventud? ¿Cómo dar respuestas sólidas (tanto discursivas como concretas) a problemas como la inseguridad, abordadas en el debate público casi exclusivamente desde discursos reaccionarios? ¿Cómo reformular lo programático para dar cabida a trabajadores que no responden a las lógicas tradicionales, como los autónomos o los encuadrados en la economía popular? Estas serán, sin dudas, algunas preguntas a las que deberemos encontrar respuestas.
Pero respecto del desafío inmediato, la experiencia de Brasil nos indica el camino. Lula da Silva reunió tras de sí las voluntades de un gran frente democrático para vencer electoralmente a Jair Bolsonaro. Solo de esa manera, en unos comicios que incluso así fueron reñidos, fue capaz de volver a la presidencia de Brasil. Pero el pueblo brasileño tuvo que pasar por cuatro años de gobierno de Bolsonaro que dejaron tierra arrasada.
En Argentina, en cambio, aún estamos a tiempo de evitar el arribo de la extrema derecha al gobierno. Y aunque Sergio Massa dista bastante de ser Lula da Silva, la capacidad destructiva de Javier Milei y compañía sin dudas es equiparable a la del bolsonarismo. Está en nuestras manos intentar impedir que la lleven adelante.