Por Diego Tatián*
(para La Tecl@ Eñe)
Una cabaña. Después de haber llegado casi por casualidad al remoto pueblo noruego de Skjolden, el filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein hizo levantar allí mismo una cabaña, bajo su dirección, en 1914. La construcción se emplazaba sobre una ladera escarpada a orillas del lago Eidsvatnet, cerca del fiordo de Sogne, y solo era posible llegar a ella por agua -o a pie, cuando el lago se congelaba en invierno. Su propósito era retirarse a trabajar en completa soledad sobre asuntos de lógica, durante al menos dos años de emboscadura ininterrumpida. Las pocas fotografías de la época que registran la cabaña (desmantelada en 1958, hoy en proceso de reconstrucción) transmiten algo no únicamente inhóspito sino aterrador. Bertrand Russell escribió en su diario: “le dije que estaría oscuro, y él dijo que odiaba la luz del día. Le dije que sería muy solitario, y él dijo que prostituía su mente hablando con personas inteligentes. Le dije que estaba loco y él dijo que Dios le guardará de la cordura”.
Debido al estallido de la Primera Guerra, el proyecto quedó pospuesto. O mejor sería decir sustituido por el de alistarse como voluntario en el frente de batalla -solicitó, precisamente uno de los puestos de mayor peligro, en el que la muerte era una posibilidad cierta. El biógrafo Ray Monk, escribe: “Al día siguiente [de su llegada], en el puesto de observación, esperó el bombardeo nocturno con gran ilusión. Se sentía como un príncipe en un castillo encantado”. Además de soldado, a lo largo de su vida Wittgenstein alternó oficios extraños -extraños al menos para alguien que provenía de una de las familias más ricas de Europa: jardinero, portero de hotel, avistador de aves en Irlanda, trabajador en una fábrica de jugos y, durante nueve largos años, maestro rural.
A lo largo de cuatro décadas, las estancias en el retiro de Skjolden fueron esporádicas. Volvió a la cabaña en 1921 -año de publicación del Tractatus logico-philosophicus-, tras la conclusión de la guerra. Para entonces, ya había renunciado a la enorme fortuna familiar, la importancia de Tolstoi para su pensamiento no había dejado de crecer, leyó Walden o la vida en los bosques de Thoreau y hacía del despojo su principio mayor. Construyó un embarcadero al pie de la ladera, donde un campesino del lugar, con quien apenas si tenía algún contacto, le dejaba provisiones. Cada tanto, subía a su bote en ese mismo embarcadero y remaba durante muchas horas por el lago. Escribió: “Mis días transcurren entre la lógica, silbar, pasear y estar deprimido”. Ninguna otra cosa deseaba más que estar lejos de Viena o de la vida universitaria en Cambridge -donde sin embargo volvió a enseñar desde 1930.
El período más largo que pasó en el refugio noruego duró dieciséis meses, entre agosto de 1936 y diciembre de 1937. Fue un tiempo desgraciado y lleno de angustia. Con todo, le escribe a Moore: “Creo que venir aquí ha sido lo más adecuado, gracias a Dios. No puedo imaginarme que pudiera trabajar en otro sitio que no fuera este. Es un decorado tranquilo, y quizá maravilloso; me refiero a su tranquila seriedad”. Su última visita a Skjolden fue con un amigo en 1950, ya enfermo, un año antes de su muerte.
La cabaña noruega no fue el único emprendimiento arquitectónico de Wittgensetein. Entre 1925 y 1927 -con la colaboración del arquitecto Paul Engelmann- construyó para su hermana Gretl una casa en Viena, igualmente demencial pero por razones quizá opuestas. Se ocupó obsesivamente de cada detalle, como el diseño que debían tener las llaves de los armarios, las manijas de las ventanas o los picaportes. No se halla lejos de las casas vienesas de Hundertwasser, que prescinden de las líneas rectas y están concebidas sin ninguna severidad, alegres, atiborradas de colores, en las antípodas el radical rigor wittgensteiniano (es impresionante sentir el contraste al salir de una y entrar en las otras). La casa para Gretl -quien finalmente decidió no vivir en ella, para enorme decepción de su hermano- estuvo a punto de ser demolida hace algunos años y fue salvada a último momento por el gobierno búlgaro para instalar allí un Instituto Cultural.
Las construcciones de Wittgenstein están al borde de lo inhabitable. Quizá sea esta la palabra que las orientó realmente.
Otra cabaña. Una reflexión sobre lo que es habitar, en cambio, resulta inseparable de la sencilla cabaña en Todtnauberg, un tranquilo paraje de la Selva Negra, donde el filósofo Martin Heidegger se mudó en el verano de 1922. Ubicada sobre una ladera -mucho menos pronunciada que el precipicio sobre el que estaba construida la de Wittgenstein- la Hütte de Heidegger tiene poco más de cuarenta metros de interior y se compone de un estar, la cocina, una habitación, un cuarto de trabajo y un retrete en la parte de atrás. No tenía agua corriente; debía ser buscada en el pozo con una cuba.
Como el de Wittgenstein, también el de Heidegger fue un proyecto de vida retirada inseparable del contenido y de las condiciones de producción de su pensamiento. Los dos mayores filósofos del siglo XX pensaron mucho de lo que pensaron en una cabaña elemental, emboscados, apartados todo lo posible de los grandes centros universitarios en los que se hallaban a disgusto. La cabaña de la Selva Negra era de madera como la del autor del Tractatus en Skjolden; como ella, era también pequeña y despojada en su interior -hasta el punto de que Heidegger no tenía libros allí, los dejaba en la casa de Friburgo. Era un lugar de pensar y de escribir, no de leer. Él mismo afirmó en reiteradas ocasiones que su filosofía no podía ser comprendida con independencia de las montañas donde fue pensada, ni del cambio de las estaciones que se dejaba ver desde la ventana de su austero gabinete de trabajo.
Los conceptos de “habitar”, “lugar” y “espacio” no son por cierto marginales en el pensamiento heideggeriano. Particularmente importante es un ensayo llamado “Construir habitar pensar” -de vasta influencia en la arquitectura-, leído originalmente durante un encuentro entre arquitectos y filósofos que tuvo lugar en Darmstadt en 1951 -año en el que Alemania se hallaba en plena reconstrucción de sus ciudades y en el que Wittgenstein moría en Cambridge. No se trata de un escrito sobre arquitectura sino de un texto filosófico sobre el sentido que tiene para los hombres habitar la tierra. Una reflexión, también, sobre la amenaza que creía advertir, se cernía sobre los “lugares” de la morada humana, muchas décadas antes de que el concepto de “no lugar” fuera acuñado por la antropología.
El de habitar es asimismo un concepto que aparece en “Poéticamente habita el hombre…”, así como en “El arte y el espacio” -escrito que surgió de un encuentro con Eduardo Chillida. Heidegger y Chillida se conocieron en Suiza en 1968. Al año siguiente colaboraron en ese proyecto común. El filósofo alemán escribió a mano su texto sobre una piedra litográfica y el artista vasco realizó siete litocollages, que convergieron en el libro. Se tiró una edición limitada de 150 copias de la obra, una pieza bibliográfica única y preciosa cuya impresión fue cuidadosamente supervisada por Chillida. Heidegger conocía la obra de Henry Moore, de Giacometti, de Brancusi…, pero fue el trabajo de Chillida el que inspiró su reflexión sobre el espacio. Se puede entender muy bien por qué.
Cuando en 1934 el autor de Ser y Tiempo recibe el ofrecimiento de una cátedra en la prestigiosa Universidad de Berlín, declina la propuesta con la escritura de un texto llamado “¿Por qué permanecemos en la provincia?”, en el que habla de la importancia de la cabaña para su tarea de pensamiento, del paisaje y del trabajo de labriegos y campesinos con quienes mantenía trato en la comarca. Muchas personas iban a encontrarse con él allí. Una de ellas fue Paul Celan. El contenido del coloquio que mantuvieron durante esa visita en el verano de 1967 se desconoce, pero el poeta dejó asentado en el libro de visitantes esta frase: “Al libro de la cabaña, con la mirada en la estrella de la fuente, con la esperanza de una palabra venidera del corazón”. En vez de por esa “palabra”, que se esperaba para mitigar el daño y que debió estar en el centro de la conversación, ese centro estuvo ocupado, al parecer, por un silencio. Sin embargo, el filósofo y el poeta volvieron a encontrarse varias veces después de esa visita; la última de ellas en 1970, un mes antes de que Celan se arrojara al Sena.
La misantropía ha acechado desde siempre la vida de los filósofos -que, como enseñó Deleuze alguna vez, no siempre es una vida de filósofo. La de Wittgenstein y la de Heidegger, de maneras muy distintas, sí fueron, en mi opinión, “modos de vida” en sentido fuerte. El retiro del mundo de las convenciones, de las rivalidades y las vanidades -de lo que los Antiguos llamaban simplemente “apariencia”- en busca de un lugar para pensar, donde respetar el tiempo de las ideas y mantener el asombro por las cosas, no deja comprenderse por una atolondrada imputación de “individualismo”. Procura más bien un desvío por fuera del mandato social que conmina a quienes trabajan con ideas y palabras a juzgar en continuación, a tomar parte en cada conflicto, a reaccionar de inmediato y opinar sin vacilar sobre todo lo que sucede (vorágine a la que Heidegger mismo sucumbió en 1933). Una vida de filósofo es siempre comprometida, a la vez que explora y extiende el sentido de esta palabra. Y al revés: el involucramiento social no siempre implica compromiso y puede ser una pura convención sin riesgo.
La cabaña de Wittgenstein ya no existe, sólo quedan sus cimientos. La de Heidegger es aún un lugar de peregrinación para sus lectores de todo el mundo.
*El autor es investigador del Conicet y docente de la UNSAM.