Trabajadores mineros en huelga en Maerdy Colliery, Gales, 6 de marzo de 1985. (John Downing / Daily Express / Hulton Archive / Getty Images)
UNA ENTREVISTA CON
Reflexionar sobre las emociones de la derrota política puede ser perturbador y difícil, pero es innegable que estas experiencias forman parte de la vida contemporánea de la izquierda. Desde la derrota electoral de Bernie Sanders hasta el aplastamiento por parte del Estado de la oposición al oleoducto Dakota Access, pasando por las promesas incumplidas de cambio tras las revueltas por George Floyd de junio de 2020, la historia reciente estuvo salpicada de momentos de enorme agitación seguidos de la atroz sensación de haber perdido terreno.
En su nuevo libro, Burnout: The Emotional Experience of Political Defeat (Burnout: La experiencia emocional de la derrota política) Hannah Proctor traza una genealogía histórica de la derrota política explorando ocho emociones —melancolía, nostalgia, depresión, burnout, amargura, trauma y duelo— fundamentales para entender el panorama contemporáneo de la izquierda. Argumenta que los sentimientos negativos son una parte ineludible de la organización y nos ofrece varios métodos que los individuos y colectivos de la izquierda utilizaron históricamente para trabajar estas emociones.
Cal Turner y Sara Van Horn hablaron con Proctor para Jacobin sobre la importancia de abordar las emociones difíciles de trabajar para transformar la sociedad, cómo las ideas de autosacrificio a menudo chocan con la realidad vivida y lo que realmente significa la esperanza.
¿Por qué es importante prestar atención a sentimientos negativos como la depresión, el agotamiento, la amargura y el duelo? ¿Qué se pierde cuando ignoramos esos sentimientos?
Tanto en mi experiencia personal como en mi trabajo académico de investigación de las historias revolucionarias, el coste psicológico de la lucha política surgió como un problema una y otra vez, aunque de diferentes maneras en diferentes momentos históricos y en respuesta a diferentes experiencias de organización. Sin embargo, no parecía haber nada que tematizara o teorizara explícitamente esas experiencias, ni había muchos recursos disponibles para la gente de izquierda que ayudaran a dar sentido a esas emociones a medida que surgían.
Al escribir el libro, pensé mucho en las secuelas de los grandes movimientos históricos, pero también me interesaba el agotamiento que se produce al organizar durante mucho tiempo y al tratar de mantener el impulso a largo plazo, especialmente frente a las tensiones interpersonales. ¿Qué pensamos de las tensiones interpersonales desde una perspectiva política?
Me interesa saber si minimizar la importancia de estas experiencias —o tratarlas como problemas individuales y no colectivos— podría en realidad exacerbarlas. Si minimizas tus propias experiencias emocionales, ¿qué implicaciones colectivas tiene eso? ¿Podría haber una forma de reconocer estos sentimientos, en lugar de pretender que uno puede deshacerse de ellos? Ese fue mi punto de partida para el libro.
¿Qué experiencias personales influyeron en tu deseo de escribir Burnout?
Cuando empecé a escribir el libro, era muy alérgica a la idea de incluirme en él. No soy más que una académica aburrida y estaba escribiendo sobre revolucionarios de verdad, así que me parecía casi ridículo incluirme en el libro. Pero cuanto más escribía, más perverso me parecía escribir un libro sobre cómo «lo personal es político» sin hablar de mí misma.
Los movimientos estudiantiles de 2010 y 2011 en el Reino Unido marcaron realmente mi interés por este tema. Tuve la peculiar experiencia de entrar en ese movimiento cuando ya estaba menguando. No viví el apogeo del movimiento, sino sus consecuencias. Fue una experiencia muy formativa para mí.
Otra experiencia importante fue participar en formas permanentes de organización, no como parte de un gran movimiento sino simplemente asistiendo a reuniones semanales e intentando hacer campaña por cambios locales. La parte central del libro trata de las formas de lucha continuas y del «trabajo diario», un término que procede de Ella Baker.
Termino el libro hablando de una experiencia que tuve aquí, en Glasgow. En mayo de 2021 hubo una redada de inmigración en Kenmure Street que fue resistida por la gente de la comunidad local. Ocurrió justo cuando la gente empezaba a salir de los encierros de COVID. Quería terminar el libro reflexionando sobre la poderosa experiencia emocional de estar en la calle con otras personas, que me pareció especialmente significativa tras un periodo de aislamiento total.
Por supuesto, las luchas políticas no sólo tienen que ver con los sentimientos, pero ese tipo de experiencias positivas también son muy significativas desde el punto de vista subjetivo; cambian a las personas. No quiero dar a entender que la gente sólo se forma por lo horrible y deprimente que es todo; las experiencias de solidaridad y victoria también son realmente importantes.
Escribes que «incluso los revolucionarios que desdeñaban las cuestiones y teorías psicológicas a menudo describían en la práctica estar rodeados de personas que se derrumbaban, caían, se hundían en la depresión o buscaban ayuda psicoterapéutica en respuesta a sus compromisos políticos». ¿Podría hablarnos de la imagen del revolucionario abnegado y de sus tensiones?
Creo que el autosacrificio revolucionario y lo que Huey P. Newton llama «suicidio revolucionario» es una tradición extremadamente importante e inspiradora dentro de la lucha revolucionaria. Recientemente, tuvimos el ejemplo extremo de la autoinmolación de Aaron Bushnell: un caso de autosacrificio por una causa política que, desde luego, no quisiera caracterizar como patológico ni como otra cosa que no fuera un poderoso acto político
Sin embargo, la mayoría de las personas implicadas en la lucha política no van a entregar literalmente su vida a una causa de ese modo y tendrán que seguir viviendo mientras luchan. En el libro, examino ejemplos históricos de personas que sí intentaron vivir con un compromiso total y lo que ocurrió cuando no pudieron hacerlo.
En la introducción hablo de Pasajes de la lucha revolucionaria en el Congo del Che Guevara, donde se ve claramente esta contradicción. Por un lado, Guevara dice que el militante ideal debe ser muy fuerte y disciplinado. Pero luego habla de su experiencia de estar allí y de lo difícil que le resultó. Se critica a sí mismo por tener arrebatos emocionales o querer retirarse del grupo para leer. No era tan fácil en la práctica ser el militante ideal que sacrifica sus intereses individuales en aras del colectivo.
No tengo ningún problema con las declaraciones retóricas de compromiso político total; la cuestión que me interesa es cómo pueden deshacerse las cosas en la práctica. En el capítulo sobre la amargura, hablo del Weather Underground en Estados Unidos, donde grupos militantes muy pequeños adoptaron procesos de autocrítica entre ellos. Se pasaban horas reprendiéndose unos a otros por las formas en que se desviaban de ser los revolucionarios perfectos.
Según todos los indicios, fue una experiencia horrible. No los hizo mejores revolucionarios sino que los hizo sentirse fatal. Había una sensación de pureza política absoluta, en la que incluso dedicar tiempo a leer un poema hacía que los demás se preguntaran: «¿Por qué te dedicas a esa actividad burguesa cuando deberías estar repartiendo volantes a los trabajadores?». Me interesan esos lugares en los que la retórica del compromiso absoluto y la abnegación entran en conflicto con la realidad de ser simplemente una persona.
¿Por qué es importante historiar y desnaturalizar las experiencias de burnout político? ¿Qué ejemplos históricos analizas en el libro?
El burnout político es algo que la gente experimentó en muchos contextos diferentes sin llamarlo «burnout», porque ese término no existía hasta cierto momento de la historia y la gente tenía diferentes formas de entender sus experiencias. Rastreo la historia del término porque soy consciente de que ahora se utiliza de una manera particular en muchos libros de autoayuda y no quería utilizarlo sin pensar en los cambios de significado.
Hoy en día, la nostalgia no es algo que se pueda diagnosticar, pero en el siglo XIX era una condición patológica que tenía una definición médica. Tras la derrota de la Comuna de París, por ejemplo, los comuneros supervivientes enviados al exilio en Nueva Caledonia, en el Pacífico Sur, acabaron diagnosticándose a sí mismos esta enfermedad llamada «nostalgia».
Me interesaba el hecho de que estos radicales políticos se hubieran diagnosticado a sí mismos algo que suena tan poco radical, porque el origen de la nostalgia es básicamente una añoranza patológica. ¿Es un problema para los historiadores de la izquierda tener nostalgia de las luchas pasadas? La nostalgia, como algo que mira hacia atrás, ¿siempre va a ser bastante conservadora?
¿Podrías hablarnos de la Terapia Roja y de lo que aprendiste estudiando a ese grupo?
Terapia Roja era un grupo de personas que se conocieron a través de su participación en la organización. Eran comunistas y liberales de izquierdas en el Londres de los años setenta. Muchos habían participado en los movimientos estudiantiles de finales de los sesenta. Muchos vivían en casas ocupadas en el este y el sur de Londres, y participaban en luchas por la vivienda, luchas obreras y el movimiento de liberación de la mujer. Muchos vivían y criaban a sus hijos de forma colectiva.
Lo que me llamó la atención cuando leí el panfleto de Terapia Roja fue que no crearon el grupo por lo difícil que era existir bajo el capitalismo. Lo crearon porque les resultaba muy difícil vivir de forma alternativa. Habían experimentado muchas tensiones entre ellos y estaban respondiendo a las dificultades de intentar organizar la vida de una manera no normativa. Se inspiraron en una mezcla ecléctica de cosas: antipsiquiatría, freudomarxismo, terapia del grito primitivo. Y hacían terapia entre ellos.
Este tipo de terapia no es una solución para las crisis mentales graves, y no creo que la Terapia Roja pretendiera serlo. Pero lo que me pareció interesante, después de haber conocido o leído sobre bastantes de los antiguos miembros del grupo, es que muchos de ellos acabaron formándose para ser psiquiatras o psicoterapeutas. Obviamente, en cierto modo, es una historia de profesionalización y de convertirse en parte del sistema que una vez criticaron. Pero uno de los miembros dijo que había organizado sesiones de terapia gratuitas durante el movimiento Occupy en Londres y que, por tanto, había conservado el interés por la relación entre las cuestiones psicológicas y la política. Me interesaba saber cómo habían seguido comprometidos políticamente a través de sus prácticas terapéuticas, en lugar de que la terapia fuera vista como una retirada de la política (algo que algunos de sus compañeros afirmaron en su momento).
¿Cuál es el papel de la esperanza en la lucha política?
Mientras estudiaba la derrota de la huelga de mineros en el Reino Unido en la década de 1980, leí algunos relatos de mujeres que participaban en labores de solidaridad, como Women Against Pit Closures. Cuando los leí por primera vez, me centré en las devastadoras secuelas de la huelga, pero cuando estaba terminando mi libro volví a leer algunos de los mismos relatos y encontré verdaderas fuentes de esperanza en cómo las personas describían haber sido absolutamente transformadas por sus experiencias de participación y compromiso políticos. Fueron cambiadas para siempre.
Es importante aferrarse a las experiencias positivas de luchas políticas pasadas. No carecen de sentido y siguen vivas. El problema es que aún así perdieron. ¿Qué hacer con eso? No lo sé. Es difícil extraer de ello lecciones de esperanza, porque por increíbles que fueran esos momentos de solidaridad y por significativos que hubieran sido para la gente. Si pierdes, pierdes: eso no se puede deshacer.
Mike Davis dijo una vez: «Lucha con esperanza, lucha sin esperanza, pero lucha absolutamente». Me llamó mucho la atención porque, en cierto modo, quizá no necesites tener esperanza, pero eso no significa que te rindas. Eso es muy distinto a equiparar desesperanza con rendirse. Davis está diciendo: «Las cosas están muy, muy mal, y no debemos engañarnos al respecto, pero hay que luchar de todos modos».
Me pareció muy útil esta idea de que se puede seguir adelante y seguir luchando. Es fácil escribir en un estilo de izquierda entusiasta, y quizá también sea estratégicamente útil hacerlo a veces, pero me pareció un poco falso dados mis temas.
Me llamó mucho la atención la conclusión del libro de Vincent Bevins If We Burn: The Mass Protest Decade and the Missing Revolution, que trata sobre los enormes movimientos de protesta de la década de 2010 en todo el mundo. Se pregunta por qué fracasaron tantos de estos movimientos. Habló con muchas personas involucradas en todos estos movimientos diferentes y casi todo el mundo con el que habló dijo lo absolutamente transformadores a nivel subjetivo que fueron estos movimientos. Las experiencias colectivas de euforia cambiaron realmente a la gente.
Pero, al mismo tiempo, perdieron. Y perder en lugares como Egipto significó obviamente algo mucho más grave que la tristeza de la gente en el Reino Unido después de que Jeremy Corbyn perdiera las elecciones. Bevins dice que algunas personas llegaron a considerar esos sentimientos como políticamente sin sentido en retrospectiva, ya que no se basaban en ningún tipo de cambio material duradero, mientras que otros se aferraron a la memoria y a la sensación de que lo que habían sentido en las calles en el momento álgido de una lucha proporcionaba una visión real de una sociedad diferente.
Bevins deja la cuestión abierta porque los activistas con los que habló tampoco podían decidirse. A diferencia del mío, el suyo no es un libro sobre sentimientos, pero acaba atrapado entre estas dos realidades: el hecho de la derrota y el recuerdo de esa sensación casi mágica. Ese es precisamente el tipo de tensión que me interesa.