El empoderamiento de las futbolistas ha sido un factor clave en el camino de construcción de un deporte más igualitario

Los cuerpos de las mujeres han sido históricamente controlados y sometidos a normas sociales que han limitado su aporte a la sociedad en diferentes ámbitos. El espacio social del deporte no ha sido la excepción, ya que se encuentra inmerso en relaciones de poder en los que la hegemonía masculina y sus atributos socialmente impuestos son los protagonistas. Prácticas patriarcales que el neoliberalismo potencia exponencialmente. Solo recordemos que en la base de toda cadena de carencias socioeconómicas siempre hay una niña. La pobreza y la indigencia son indicadores feminizados. Gol.

Historias y encrucijadas del fútbol femenino en América Latina

Los recientes avances en el fútbol femenino latinoamericano tienen detrás una historia de combates por la igualdad. Las mujeres de nuestro continente enfrentaron estereotipos y prohibiciones hasta alcanzar la formación de ligas nacionales. Pese a los indudables avances, todavía tienen terreno por ganar.

<p>Historias y encrucijadas del fútbol femenino en América Latina</p>

El 23 de marzo de 1895, en el estadio Crouch End de Londres, dos equipos conformados íntegramente por mujeres disputaron el primer partido de fútbol femenino de la historia reconocido oficialmente. El evento había sido organizado por el British Ladies’ Football Club (BLFC) y los combinados estaban formados por mujeres del sur y del norte de Inglaterra. Nettie Honeyball, la organizadora del club y del evento, ni siquiera usaba su nombre real. La razón era simple: era una activista por los derechos de la mujer y buscaba evitarse algunos problemas. Cuando Honeyball fundó el club y explicó los motivos por los que luchaba, fue contundente. Su pretensión era «mostrar al mundo que las mujeres no son las criaturas ornamentales e inútiles que los hombres creen». Y esperaba «con ansia el momento en que las mujeres puedan sentarse en el Parlamento y tener voz en la dirección de los asuntos, especialmente en aquellos que más les conciernen». Honeyball creía que el mundo del deporte iría abriendo rápidamente el camino a las mujeres. Pero lo que parecía entonces una realidad encontró obstáculos muy rápidamente.

La práctica futbolística de las mujeres había tenido sus primeros partidos, pero pronto iba a tener sus primeras prohibiciones. En cuanto el fútbol femenino comenzó a mostrar su potencial en Inglaterra, las autoridades futbolísticas –eminentemente masculinas– cambiaron su posición. En 1921, Inglaterra le quitó al fútbol jugado por mujeres su carácter oficial, como luego lo harían Alemania –donde este estuvo prohibido entre 1941 y 1970– y Francia –donde la práctica comenzó a ser puesta en entredicho en 1933 y estuvo prohibida desde 1940 hasta 1970–. En muy pocos años quedó claro que las mujeres estaban siendo excluidas de ese deporte y que para ejercitarlo debían reorganizarse en un proceso de lucha que les permitiera exigir la autodeterminación de sus cuerpos y sus actividades. Esa lucha no necesariamente se producía en los países en los que se efectuaba una prohibición concreta, sino también en aquellos sitios donde el prejuicio y la crítica operaban como una forma de exclusión velada. Lo prohibieran explícitamente o no, en buena parte del mundo, durante el siglo XX, quedó claro que para los organizadores de ese deporte el problema no era el fútbol, sino las mujeres.

Al menos desde principios del siglo XX, el fútbol fue interpretado y entendido no solo como un juego masculino, sino también como uno en el que la masculinidad se reforzaba. De modo análogo, el ejercicio futbolístico femenino era percibido como nocivo –se aplicaban criterios de «salud»– y como incorrecto –cuando se apelaba a patrones ético-sociales–. El estereotipo instalado indicaba que la mujer debía tener un rol de resguardo del hogar y de la maternidad, y se asumía que prácticas como la del fútbol las alejaban de ese ideal de realización. Las mujeres debían evitar «deportes con roce» y en los que pudieran existir situaciones agresivas, condiciones todas que se adjudicaban a la masculinidad. En ese marco, el desarrollo del fútbol femenino debió atravesar no solo una serie de barreras económicas –ligadas a la sujeción de las mujeres a los hombres–, sino también evidentes trabas culturales. América Latina no fue la excepción a esa regla.

A diferencia de Europa, donde varios países establecieron procesos de prohibición explícitos que condenaron a las mujeres a practicar el fútbol en situaciones recreativas o de puro amateurismo, en América Latina el proceso no siempre operó con prohibiciones explícitas. En Argentina, donde el fútbol femenino despegó en la década de 1920, no fue necesaria la censura. Los prejuicios alcanzaron. La participación de mujeres en el fútbol fue tachada de «invasión», y un proceso similar se vivió en Chile, donde clubes como Las Atómicas y Las Dinamitas, que comenzaron a desplegar su juego en la década de 1950, fueron ridiculizados por la prensa y parte de la sociedad. Como afirman Brenda Elsey y Joshua Nadel en el libro Futbolera: A History of Women and Sports in Latin America, los comentarios según los cuales las mujeres solo pretendían «jugar al fútbol únicamente para atraer a los hombres» eran moneda corriente. Este tipo de situaciones lograron confinar a las mujeres a un lugar subalterno en la práctica del fútbol, rol que en buena medida se asentó también en los estereotipos y las labores que debían realizar las mujeres en las sociedades latinoamericanas. Aunque las prohibiciones no fueron tan comunes, las hubo en algunos países. En Brasil, por ejemplo, se decidió rechazar de plano la práctica femenina de ese deporte durante más de 30 años. En 1941, durante la presidencia de Getúlio Vargas, se emitió el decreto ley 3199 en el que se afirmaba que «a las mujeres no se les permitirá practicar deportes incompatibles con la condición de su naturaleza». El mensaje era claro: se trataba de controlar los cuerpos de las mujeres luego de que el fútbol femenino despegara en el país. De hecho, en la década de 1930, solo en Río de Janeiro había más de 15 equipos femeninos que, en muchos casos, concitaban más atención que los integrados por varones.

Pese a que las prohibiciones y las exclusiones basadas en formatos culturales sobre lo que «debían» y «no debían» hacer las mujeres se sucedieron durante todo el siglo XX, el fútbol practicado por mujeres no dejó de organizarse. Los movimientos feministas, que cobraron notoriedad desde la década de 1970, incorporaron paulatinamente este tema en su agenda y contribuyeron al proceso de numerosas mujeres que buscaban oficializar lo que, en muchos casos, desarrollaban de modo amateur. De este modo, ayudaron a visibilizar una práctica que no había dejado de estar presente, pero que había parecido ausente. La investigadora brasileña Silvana Goellner acierta cuando afirma que «silencio no significa ausencia», en tanto el hecho de que las mujeres no hayan sido visibilizadas jugando fútbol y hasta se les haya prohibido hacerlo no implica que no lo hayan practicado en diversos espacios y bajo distintos significados. Este proceso, unido a los de redemocratización de la región, tuvo consecuencias claras: para la década de 1980, muchas mujeres habían organizado nuevamente prácticas futbolísticas de relevancia y comenzaron a demandar su oficialización.

¿Un nuevo tiempo?

Durante la década de 1980, el fútbol femenino vivió un proceso de expansión global. Los levantamientos de las prohibiciones –que fueron produciéndose desde la década de 1970– provocaron una reorganización en los países europeos que, hasta entonces, habían tenido políticas más restrictivas. En 1980, y tras la prohibición, Alemania celebró la primera Copa DFB femenina. Por su parte, en 1983, España desarrolló la primera edición de la Copa de la Reina de Fútbol. Al año siguiente se disputó la Primera Copa Europea de Fútbol Femenino, que contó con la participación de 16 seleccionados. Estaba claro que los tiempos estaban cambiando.

América Latina no fue ajena al proceso de expansión. Durante la segunda mitad de la década de 1980 se formó la Asociación Argentina de Fútbol Femenino, aunque no fue hasta 1991 cuando se puso en pie un campeonato de equipos integrados por mujeres. Durante esa misma década, en Chile también se produjeron procesos importantes, en tanto clubes como Universidad de Chile y el Everton desarrollaron sus primeros equipos femeninos. En Brasil, el cambio fue abrupto, a punto tal que, en 1991, fue el único país latinoamericano que logró participar de la primera Copa Mundial Femenina de Fútbol. Ese evento, desarrollado en China, fue central en el desarrollo del deporte. Al ser el primer torneo de fútbol femenino avalado por la Federación Internacional de Fútbol Asociación (FIFA), impulsó a muchas futbolistas latinoamericanas a organizarse para demandar la organización de ligas nacionales. No es casual que desde 1991 –el mismo año en que se disputó esa copa mundial– comenzara a desarrollarse la Copa Americana Femenina, organizada por la Confederación Sudamericana de Fútbol (Conmebol). Este torneo funcionó en un doble sentido: por un lado, evidenció los avances del fútbol femenino en la región a nivel de selecciones y, por otro, impulsó ese mismo desarrollo y el de los propios equipos nacionales –en tanto el fútbol femenino se volvió más competitivo, aun cuando la verdadera profesionalización todavía estuviera lejos en los ámbitos locales–. Si la primera edición del campeonato tuvo solo a tres seleccionados (Brasil, Chile y Venezuela), en la segunda, disputada en 1995, el número ascendió a cinco (Brasil, Argentina, Chile, Ecuador y Bolivia) y en la tercera, de 1998, ya se contaba con diez seleccionados femeninos participando del torneo (a los precedentes se sumaron Colombia, Paraguay, Perú y Uruguay). Sin ser vistas todavía como profesionales dentro de sus países, las jugadoras comenzaban a participar a nivel de selección para representar a sus países en los torneos internacionales organizados por las confederaciones. Precisamente a partir de las medidas de la FIFA se construyó una estructura para promover la organización de campeonatos de fútbol. Es decir, comenzó a institucionalizarse esta práctica deportiva en las mujeres. Desde entonces, ellas han luchado por la profesionalización del deporte, con la intención de dedicarse exclusivamente a él como forma de subsistencia.

Aunque hasta hace pocos años la práctica futbolística siguió siendo amateur o semiprofesional, los cambios sociales fueron dando cada vez mayor lugar a las mujeres para esta actividad. Pese a que los estereotipos no siempre se derribaron y los ideales de mujer siguieron estando dominados por criterios machistas, las modificaciones en la estructura del trabajo y en las sociedades latinoamericanas habilitaron un proceso de expansión del fútbol femenino. Este proceso fue impulsado, además, por el auge de los movimientos feministas a comienzos de este siglo, cuyas críticas al sexismo, a la falta de autonomía de las mujeres y a los estereotipos planteados en el mundo del deporte permitieron avanzar también en el terreno deportivo.

Pese a que el desarrollo del fútbol de mujeres en América Latina dista mucho de ser homogéneo, en los últimos años se han producido algunos avances significativos. Las nuevas normativas de la FIFA, impulsadas en buena medida por la lucha de las mismas mujeres, habilitaron modificaciones sustanciales en las diferentes arenas nacionales, fortaleciendo los campeonatos y las ligas. En 2016, la Conmebol exigió a los distintos clubes de fútbol masculino de América del Sur que tuvieran ramas femeninas para poder participar en la Copa Libertadores y la Copa Sudamericana. En 2017, solo un año después de esa determinación, se produjo una explosión de equipos femeninos dentro de los clubes más importantes de América del Sur. Ese proceso llevó que las ligas femeninas a escala nacional se vieran fortalecidas. Hoy, países como Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, Brasil, Bolivia, Perú, Ecuador, Venezuela, Colombia, Panamá, Costa Rica y México cuentan con ligas de fútbol femeninas en proceso de estructuración, organizadas por las federaciones y por las entidades adscritas a estas que se encargan de administrar y reglamentar los campeonatos de fútbol profesional dentro de los países. Sin embargo, la situación varía de país a país.

En el actual escenario latinoamericano, México y Brasil se cuentan entre quienes más han avanzado en términos de profesionalización. En sus ligas, las jugadoras firman contratos anuales y obtienen, aunque con diferencias, salarios relativamente aceptables. En esos países, los clubes que participan en la primera división de fútbol masculino poseen también equipos femeninos con los mismos nombres, y los partidos son transmitidos por diferentes canales de televisión y redes sociales. En el caso de Brasil, cuentan también con segunda y hasta tercera división. Otros países, como Chile y Paraguay, han progresado en esta materia, aunque sus planes de profesionalización se proyectan para 2026. Aunque en algunos casos, como el de Bolivia, todavía hay un visible atraso en la materia, la mayor parte de los países latinoamericanos tienden al objetivo de hacer del fútbol femenino un deporte profesionalizado. Esto se constata en el hecho de que los partidos de las ligas sean transmitidos por canales de televisión o por redes sociales de los clubes o las entidades encargadas del torneo, así como por la estructuración progresiva de sistemas salariales que comprenden el desarrollo futbolístico como una actividad laboral. Hoy, la situación oscila entre las bonificaciones y los contratos realmente profesionales, en los que las jugadoras obtienen una paga por su trabajo deportivo, así como garantías laborales y de salud. Sin embargo, en la mayoría de los campeonatos las jugadoras latinoamericanas todavía no perciben lo suficiente para dedicarse exclusivamente a la práctica del fútbol, aunque su pertenencia a un equipo les demande gran parte de su tiempo y compromiso.

El empoderamiento de las futbolistas ha sido un factor clave en el camino de construcción de un deporte más igualitario. Cabe resaltar que las luchas de las futbolistas se han dirigido muchas veces contra las entidades rectoras del fútbol en cada uno de los países, exhibiendo las relaciones de dominación y desigualdad de las que tradicionalmente han sido objeto. En los países en que los colectivos feministas han sido más fuertes se han producido, consecuentemente, no solo mayores conquistas, sino también aperturas de espacios en los que las mujeres han desafiado la lógica de la masculinización del fútbol. Es, por ejemplo, el caso de Argentina, donde la ex-futbolista Mónica Santino creó la Asociación Civil La Nuestra, que ofrece entrenamientos totalmente gratuitos a niñas y mujeres en Buenos Aires. Lejos de centrarse solo en el asesoramiento técnico y táctico del deporte, Santino apuesta porque en su asociación se produzcan reflexiones feministas en torno del fútbol. El desafío, en tal marco, excede por mucho al de la profesionalización. En tanto el fútbol practicado por mujeres no se reduce a cuestiones de organización y estructuración, sino que debe romper barreras socioculturales relacionadas con el orden social de género, los espacios de reflexión y lucha permiten allanar ese camino.

Los cuerpos de las mujeres han sido históricamente controlados y sometidos a normas sociales que han limitado su aporte a la sociedad en diferentes ámbitos. El espacio social del deporte no ha sido la excepción, ya que se encuentra inmerso en relaciones de poder en los que la hegemonía masculina y sus atributos socialmente impuestos son los protagonistas. Los discursos sexistas todavía predominan en la dirigencia futbolística masculina –en ocasiones de forma explícita, aunque la mayoría de las veces de forma indirecta– y llevan aparejadas discriminaciones reales. Y es que, a pesar de los caminos formales de profesionalización, todavía queda un camino para la consecución de la igualdad. El hecho de que los campeonatos femeninos sigan teniendo una corta duración, escasos patrocinios, baja visibilidad en los medios, contrataciones a corto plazo y poca inversión en la formación de base se deriva, en buena medida, de un sexismo naturalizado en la sociedad y en el propio ámbito deportivo. Pese a los obstáculos, se puede afirmar que, si antes de 2017, buena parte de las ligas femeninas y de los torneos de fútbol de mujeres se encontraban, en América Latina, en el más franco amateurismo, la situación ha cambiado. La región oscila hoy entre el fútbol femenino semiprofesional y el profesional, aunque el panorama cambia cuando se observa comparativamente el fútbol masculino con el femenino. Las grandes sumas de dinero que reciben los jugadores profesionales masculinos se distancian de manera significativa de las que reciben las mujeres, lo que indica que hoy ese es uno de los principales desafíos.

Las mujeres se organizaron antes y se organizan ahora. En un contexto de avances, su propósito puede ser hoy más ambicioso: garantizar largos periodos de competencia anuales, propiciar la creación de segundas y terceras divisiones, establecer criterios de contratación y de salarios dignos para todas las jugadoras, reafirmar la necesidad de transmisión de los diversos partidos de las ligas y torneos y aumentar el financiamiento para el desarrollo del fútbol de base. El proyecto sigue siendo construir una arena deportiva en la que las características biológicas no sean el primer indicador para garantizar a las personas condiciones dignas y oportunidades de crecer en el ámbito deportivo. El fútbol en América Latina sigue siendo un campo en disputa. En ese campo, y no solo en el de juego, luchan las mujeres.

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