Por Rocco carbone*
(para La Tecl@ Eñe)
Los personajes principales de El nombre de la rosa (1980) de Umberto Eco, los mismos de la película homónima (1986) de Jean-Jacques Annaud, son Guillermo de Baskerville, fraile franciscano y sutil filósofo, ex inquisidor, y su discípulo Adso de Melk. Hacia fines de 1327 Guillermo y Adso llegan a un monasterio benedictino ubicado en las montañas de los Apeninos toscanos. Encuentran la abadía conmocionada por una serie de hechos misteriosos: las muertes inexplicables de varios monjes. Investigan y descubren que todos los monjes tienen algo que ocultar: algunos, “vicios” de la carne; otros, “vicios” del espíritu. En el transcurso de la investigación, Adso mantiene su primer encuentro sexual con una joven de una comunidad campesina de los alrededores de la abadía. Adso se enamora de esa joven, que presumiblemente es la Rosa que da título a la novela, y que usa su cuerpo para conseguir comida y resolver las penurias que asedian su existencia miserable. Otro personaje que participa de la investigación es Bernardo Gui, dominico al servicio de la Inquisición, el tribunal utilizado por la Iglesia para perseguir la herejía. A Bernardo no le interesa ni persigue la justicia; tampoco la causa de los asesinatos. Antes bien, se preocupa por perseguir a la Rosa por esclava del diablo, su amo, proxeneta y marido. El inquisidor exorciza la sexualidad femenina y “prueba” que la Rosa está poseída por una lujuria insaciable y que por lo tanto es una bruja.
El exorcismo enlaza un juicio, la cámara de tortura (donde se activan aparatos mecánicos y psicológicos) y desemboca en la condena a muerte: deberá arder en la hoguera. Bernardo es un cazador de brujas que, con el poder de la Inquisición, afirma la supremacía masculina y por ende la de dios, tanto en la abadía como en el pueblo vecino, que se encuentra en los alrededores de la fortificación. Su función es arrinconar la condición femenina en un rol servil: servir a un hombre, a dios, respetar un contrato matrimonial (desigual por definición). El inquisidor santifica la supremacía masculina e induce a los hombres a temer a las mujeres, a verlas como destructoras de la condición masculina, que además es la propia condición de dios. Dios ha sido creado a imagen y semejanza de un hombre: basta ver cómo lo representa Michelangelo en la Capilla Sixtina.
La propia comunidad de la Rosa la salva de la pira sacrificial porque no ha presenciado el juicio de Bernardo Gui, cuyo público son los monjes de la abadía. El tribunal de la Inquisición, en tanto agencia exterior al pequeño pueblo de la Rosa, no logra reducir la autonomía de juicio de sus habitantes. Entonces, estxs se insubordinan en contra de los milicos que acompañan al inquisidor y los apedrean. De esto desciende una enseñanza: la lucha siempre tiene sentido. Y enamorarse también. Digo esto porque Adso tampoco hace propio el sentido común del inquisidor y quiere salvar a la Rosa. La lucha, como el amor, el afecto, la amistad, la solidaridad nos ponen al reparo del sentido común de esos poderes que son más poderosos que nosotrxs. Los poderes lóbregos se pueden vencer si se interrumpe su sentido común.
El sentido común es una suerte de saber inmediato que puede pensarse como una pequeña sagacidad y, sobre todo, como una intuición sencilla de las cosas. Se suele apelar a él para justificar una acción, para formular una justificación o explicar una decisión. Su elaboración se da sobre la base de la experiencia -por ende, en el corazón del sentido común late cierta dosis de experimentación- y de la observación de la realidad. Cuando el sentido común es intervenido por una agencia exterior al sujeto se suele verificar la reducción de su autonomía de juicio, el embotamiento de su capacidad crítica. Esas agencias en la Argentina son la mediaticidad monopólica y las redes antisociales, aparatos de propaganda del poder fascista de la Libertad Avanza.
Silvia Federici es una profesora italiana, feminista, que trabaja en los Estados Unidos. Es conocida, entre otras cosas, porque militó la remuneración del trabajo doméstico. Quiero recuperar una experiencia que cuenta en uno de sus textos más emblemáticos, Calibán y la bruja, que me sugirió la lectura de una nota de Ana Ojeda, “Las fuerzas del suelo” (https://www.eldiarioar.com/opinion/fuerzas-suelo_129_11215283.html). Calibán es hijo de una bruja, Sycorax, y ambxs son personajes emblemáticos de La tempestad de Shakespeare, pieza que atraviesa la cultura latinoamericana. De hecho, lxs encontramos en Calibán del cubano Fernández Retamar, en Una tempestad del martiniqués Aimé Césaire, en una reescritura argentina que hizo la artista plástica Silvina Pachelo y así… Federici cuenta que en 1609 en el pueblo de St. Jean-de-Luz, a unos 10 km de Biarritz y unos 30 de San Sebastián (País Vasco), un inquisidor, Pierre Lancre, a lo Bernardo Gui, hizo un juicio masivo para quemar en una pira sacrificial a 600 mujeres. Mientras el inquisidor disponía su escenografía siniestra, los hombres de St. Jean-de-Luz se encontraban en alta mar, participando de la temporada anual del bacalao. Al no estar en tierra firme no presencian los juicios, no son parciales a la propaganda del inquisidor, y por lo tanto no son atravesados por la configuración del sentido común que declaraba brujas a sus madres, esposas, hijas o sobrinas. Mientras están aún en el mar alguien les avisa que el inquisidor está por quemar a las mujeres del pueblo y ese año la campaña del bacalao termina dos meses antes. ¿Qué dice Federici? “Los pescadores regresaron, garrotes en mano y liberaron a un convoy de brujas que eran llevadas al lugar de la quema. Esta resistencia popular fue todo lo que hizo falta para detener los juicios”.
¿Por qué, a 100 días del gobierno de la Libertad Avanza, el campo nacional y popular tolera la crueldad que ese poder nos suministra a diario? Porque estamos regimentadxs en el sentido común de ellos, digitado por un aparato colosal de propaganda, configurado por la mediaticidad monopólica, las redes antisociales y la racionalidad del mercado llevada a la estatalidad. La propaganda del fascismo siembra en nosotrxs (en el campo popular) una profunda alienación psicológica, fragiliza la solidaridad de clase y hace tambalear el poder colectivo que aparece cada vez que nos organizamos. A través de su sistema de propaganda y de constitución de sentido común, las clases dominantes, el poder fascista de la Libertad Avanza, somete de manera eficaz a la (tendencialmente) totalidad de nuestro campo. El sentido común de ellos nos hace dependientes de esos grupos dominantes y nos impide enfrentarnos al poder de gobierno para reclamar la redistribución de la riqueza, la igualdad social o nuestro derecho a gobernar. Va a explotar cuando -también- podamos interrumpir nuestra participación en la construcción de su sentido común.
Este texto contiene lenguaje inclusivo por decisión del autor.
*CONICET.