El triunfo electoral de la derecha radical en las elecciones primarias argentinas del 13 de agosto es un hecho histórico, impactante y a un nivel inesperado por todos los actores. Conmocionó al sistema político. Se extendió por todo el territorio nacional, cruzó transversalmente la zona sojera más rica y los cordones metropolitanos más empobrecidos. Aunque al voto a Milei se lo suele caracterizar como un voto masculino, joven, digital y precarizado, en estas elecciones ha extendido su rango etario, de clase y cultural, cortando transversalmente geografías y capas sociales.
La elección fue en sí mismo un punto nodal de la crisis político-institucional, cuya máxima expresión es el debilitamiento de las dos coaliciones que conforman la representación mayoritaria del sistema político.
Se ha mencionado lo suficiente el hecho de que el fenómeno Milei es el emergente de un descontento general sobre la situación social y económica representada por niveles de inflación superiores al 100%, reducción de los ingresos, precarización e inestabilidad económica persistente. No es una crisis convencional ni es fruto de movimientos sociales subterráneos que salen a la luz. Se fue cocinando a lo largo de ocho años agónicos en los que, con alzas y bajas, el declive del bienestar de las mayorías y el crecimiento de las desigualdades ha sido una constante, horadando, a cada paso, mes a mes, en cada acción e inacción de gobierno, la legitimidad democrática en el que se fundó, desde 1983, el sistema político. Una prolongada agonía de inestabilidad donde las grandes mayorías vieron evaporar sus ingresos.
Pandemia, guerra y sequía multiplicaron las consecuencias del endeudamiento macrista y las restricciones impuestas por el FMI y aceptadas por la administración de Alberto Fernández. Al fracaso macrista le siguió la impotencia albertista que, abrazado a las banderas progresistas de la inclusión y el Estado presente, se despojó de cualquier tentativa por cambiar radicalmente la situación, abandonándose a la gestión prolija de lo que permitía y no permitía el FMI.
Al llamado grandilocuente del consenso social, le siguió una ensordecedora apatía política. A la carencia total de mística y proyecto, el peronismo se fue desangrando elección tras elección. Sin respuesta ante el fracaso en 2021, atravesó una letanía de sinsentidos administrados que terminaron con una gestión inerte, sin signos vitales. La presente coyuntura se fue configurando a partir de los esfuerzos para conservar la situación precaria sin que se desmadre, gestionando lo posible frente a presiones externas e internas. Sobre este escenario se va formando y fortaleciendo la oposición.
La sustitución del anterior Ministro de Economía por Sergio Massa como figura representativa de ese statu quo, capaz de negociar con la banca internacional y dar previsibilidad a los actores económicos, condensó el fracaso sin escapatoria en el que se fue hundiendo el partido oficial a la espera de un milagroso resurgimiento. La sequía que le siguió no fue más que un agregado de plomo a la pendiente en que sumergió una administración que fue perdiendo toda mística, toda militancia, a la espera de un milagro imposible.
¿Es Milei el nombre de la crisis, el significante vacío de la agonía nacional? ¿podría haberse nominado bajo cualquier otro nombre? Después de un gobierno neoliberal como el de Macri, que ganó las elecciones prometiendo que no iba a tocar los derechos conquistados, y uno nacional y popular de «consenso» con los poderes económicos, pretende tomar la posta el único que apareció por fuera de ambas experiencias.
Los análisis que se quedan en el «voto bronca» infantilizan a los sujetos votantes, subestiman las corrientes subterráneas que empujan el debate, no aceptan que estamos ante la presencia de una corriente ideológica global que ofrece una alternativa a la crisis del sistema político, un fenómeno que se viene dando a nivel internacional. Se trata de las opciones de una derecha radical que ha reingresado al sistema político mediante un proceso de transformación interna, que ha encarado batallas de largo plazo, que ha interpelado exitosamente a una porción significativa de sectores populares y esto requiere analizar el tipo de interpelación, el tipo de operación discursiva que le ha permitido asumir el liderazgo intelectual de franjas populares.
En la historia latinoamericana, las derechas radicales han logrado acceder al poder sobre todo como resultado de golpes militares apoyados por élites locales con sostén de Estados Unidos para conjurar el «peligro comunista». Con Macri en 2015, las élites económicas tomaron revancha frente al ciclo desgastado del kirchnerismo en el poder. Ahora el desafío cae en manos de la derecha radical, absolutamente exterior al sistema de representación política, que aspira —al parecer con cierto éxito inicial—, a sustituirla y radicalizar aún más la oferta neoliberal.
La producción de significado apunta a reducir la complejidad del sistema social. Los hechos del mundo real son demasiado complejos para entenderlos y gobernarlos en tiempo real. Esto obliga a reducir la complejidad mediante la adscripción a producciones de significado particulares, que atribuyen importancia a algunas características del mundo real en lugar de otras, y que simplifican la complejidad. La interpelación sobre ciertos temas implica no solo un ejercicio de interpretación y relectura de la realidad, sino que también tiene efectos constitutivos. Además, la estructuración de la interpelación mediante la institucionalización contribuye a la selección y retención de determinados sistemas de significado en lugar de otros.
Lo que se está evidenciando debajo de la disputa electoral es un conflicto político discursivo sobre la interpretación de la crisis. No basta, por lo tanto, tomar nota del descontento: necesitamos bucear en estas aguas removidas, donde se disputan significados e interpretaciones. La derecha radical ha tomado como antagonista al Estado protector como fuente del gasto improductivo, el derroche y la iniquidad, tocando alguna fibra sensible de amplios sectores sociales.
Cuando, en plena pandemia, los aplausos desde el balcón dieron paso casi imperceptiblemente a la furia antivacuna en las redes sociales, las fiestas clandestinas y el rechazo militante a la cuarentena, comenzó a proyectarse un nuevo escenario político, donde el giro antiestatal pegó un salto en calidad, alumbrado por los efectos devastadores en todos los planos —económico, social, psicológico— de la pandemia.
¿Qué fibra entonces toca el antiestatismo en porciones de las clases populares, de los trabajadores precarizados, de los jóvenes sin empleo? La del Estado injusto que mira para otro lado y deja en la precariedad y la inseguridad a los propios. El Estado de los sindicalistas, «de Baradel», de los que aún conservan convenio colectivo de trabajo, de los sindicatos que tienen a la población de rehén, a los piqueteros que para colmo son efectivos y consiguen planes, de los empleados estatales de las provincias que viven de los impuestos nacionales, mientras que otros, «los que trabajan», se encuentran agobiados por los impuestos.
No importa que la presión fiscal hoy en día sea la más baja en 19 años si con esos fondos se alimenta a los que secuestran al Estado. «Dinamitar el Banco Central», privatizar todo, cerrar ministerios podría ser una buena respuesta a tanta injusticia… por lo menos promete tomar revancha de los «privilegiados». Es decir, el ataque al Estado es, en realidad, un ataque de clase a los sectores populares que, víctimas de la exclusión, el desempleo y la precariedad, ahora pretenden vivir «de la teta» del erario público. Un discurso que no interpela solo a las clases medias acomodadas de Nordelta, sino al vecino de al lado que labura en un taxi 12 horas al día.
Es más simple la retórica de apuntar directamente a las instituciones públicas que se tiene enfrente en lugar de escalar hacia los formadores de precios, los que se benefician de la renta agraria mediante la disminución de los derechos de exportación, los mecanismos de sobre y subfacturación en el comercio exterior o los subsidios estatales a las empresas. Los capitalistas ahora son empresarios rehenes de la burocracia estatal. La lógica emprendedora conecta con la solución individual a la que aspiran o se ven empujados amplios sectores sociales.
La paradoja, desde el gobierno de Macri al de Alberto, es que el Estado aparece como capturado por sindicalistas, burócratas, piqueteros y la «casta política», en lugar de iluminar la captura de la decisión pública por las grandes corporaciones que se hicieron, bajo el macrismo, con porciones enteras del Estado (en primer lugar, el Ministerio de Energía y Minería, y el de Agricultura).
No es cierto que «la gente» agarró lo primero que tenía a mano para castigar al gobierno. Agarró a aquella corriente electoral que rechaza el derecho a la educación, la salud o la vivienda consagrado por la Constitución.
El antiestatismo se alimenta del discurso fallido de Alberto Fernández, que transformó en un eslogan vacío al «Estado presente» y la «inclusión social», mientras sus repetidos programas de congelamiento de precios se desvanecían antes de dar a luz. El resultado fue un alza general de las ganancias de las corporaciones alimenticias y una redistribución regresiva de la riqueza.
«Si ese es el Estado presente, prefiero dinamitarlo», fue la sentencia electoral del 13 de agosto. La bronca también se alimenta del resentimiento contra el más vulnerable en la campaña contra la inmigración que viene a robar la salud, la educación y el empleo argentino, en un país construido en gran parte con las manos del proletariado inmigrante. El repudio al Estado protector se alimenta sádicamente del repudio a los más débiles, a los que más necesitan la mano protectora del Estado, como los desempleados, los trabajadores, los inmigrantes o las mujeres y el colectivo LGTBI. Las fake news acompañan esta campaña anunciando que el Ministerio de las Mujeres acapara el 14% del presupuesto nacional.
Por supuesto, este tipo de discursos no son enteramente una novedad: recordemos la denuncia sobre la Asignación Universal por Hijo que formuló el exsenador radical Ernesto Sanz cuando afirmaba que era dinero «que se iba por la canaleta del juego y la droga». O la exgobernadora Vidal, que opinaba otro tanto sobre la droga de las villas o la superflua existencia de universidades en el conurbano.
Lo que cambia con la aparición de la derecha radical como fuerza política articulada y con escala nacional es la forma en que esas sentencias, disparadas aquí o allá como si fueran los exabruptos de la democracia, se vuelven un compendio sistemático y articulado por el que la Alt-Right nativa, siguiendo las recetas de Steve Bannon que contribuyó con tantos otros agrupamientos a nivel mundial a configurar su «batalla de ideas» para ganar «las mentes y los corazones» del pueblo. Y lo hace demoliendo el sentido colectivo de habitar en sociedad, llevando hasta el extremo el repudio a cualquier salida colectiva y solidaria, haciendo del individuo su máxima de justicia moral.
En esa fuente abrevan las salidas meritocráticas y emprendedoras, de defensa a ultranza de la propiedad privada, que alimenta la otra paradoja de la ecuación, por la que la mercantilización de la vida solo ha llevado, históricamente, a mayores niveles de desigualdad y pobreza.
Pero si es imprescindible decretar la desaparición del Estado protector, es menester llevar a su máxima expresión al Estado represor. La intervención del Ejército en la seguridad interior, la baja de la edad de imputabilidad y el uso indiscriminado de armas letales, además de la ideología importada de la liberalización total de la tenencia de armas por los privados, subió al tope de la opinión pública en la fatídica semana previa a las primarias, con una saga cotidiana de hechos delictivos.
Es porque la derecha radical inscribe su programa de seguridad represiva en el marco de una estrategia global de demolición institucional del Estado que Patricia Bullrich tiene bloqueado el acceso a nuevos contingentes del electorado de derecha o, incluso, ve peligrar su propia base electoral, aunque se ponga ronca pidiendo el Estado de sitio por tres saqueos inventados.
No es suficiente con un diagnóstico del nivel represivo de las políticas punitivistas cada vez más radicales que se están dando en toda Latinoamérica como resultado cínico de las propias políticas neoliberales. Hace falta entender las aspiraciones de orden y seguridad que persiguen los sectores más vulnerables que son los que más sufren los delitos por los efectos de la descomposición social.
La estructura narrativa de la interpelación «libertaria» está crucialmente mediada por la experiencia vivida por millones de personas que facilita en este contexto discursivo la permeabilidad de ideas que hubieran quedado en la más sombría marginalidad en otras circunstancias. Aunque la filosofía económica del monetarismo no gana votos en sí misma, forja los valores sociales de mercado, la responsabilidad personal del esfuerzo, la recompensa por los méritos propios y la competencia libre frente al debilitamiento moral que representa vivir de las dádivas del Estado (pagado con los impuestos de los que sí se esfuerzan).
Sobre esta filosofía se va formulando un sentido común ultraliberal-represivo-autoritario. La imagen de una articulación laclausiana de elementos heterogéneos es aquí pertinente, porque asume y construye desde el diálogo con determinados sentidos comunes populares. Pero esos sentidos están en abierta ruptura con la tradición nacional popular. Por eso no sería del todo pertinente evocar aquí el texto de Jean-Pierre Faye sobre los Lenguajes totalitarios, donde muestra cómo los discursos fascistas son enunciados recuperando ciertas consignas o temas “socialistas” y nacionales, cuyo hilo conductor se hilvana mediante homologías o identidades en las “palabras” socializantes empleadas.
Aquí, por el contrario, la derecha radical, asume un discurso híper capitalista y anti nacionalista que cortocircuita con la cultura de amplios movimientos populares, algo que Carlos Menem, por su raíz peronista, no tuvo problema en sortear. Por eso es más fácil que penetre las audiencias sub 30, desconectadas parcialmente de la historia nacional, cortados los hilos de una generación por la pandemia y por nuevas experiencias subjetivas donde lo digital cumple un papel relevante y por donde circulan mensajes con el formato ideal de lo simple, impactante y sin complejidades que explicar.
La narrativa de Milei fusiona el híper liberalismo económico, basado en la privatización y la eliminación del concepto mismo de justicia social, con el conservadurismo reaccionario del movimiento surgido al calor del rechazo a las conquistas del movimiento feminista. Su liberalismo moderno dio paso a la fusión de los temas del individualismo posesivo con el tradicionalismo conservador, renovado como reacción a las conquistas del movimiento feminista y el sentimiento de amenaza que implica ante el avance de los derechos de la comunidad LGTBI.
A la denuncia de la «ideología de género» se le adiciona la denuncia de la Educación Sexual Integral en las escuelas como el vehículo de esa ideología. El rechazo al aborto y el cierre del Ministerio de la Mujer en nombre de la «igualdad» coronan su giro ultramontano. Aquí también, más allá de tal o cual medida específica, su filosofía refuerza la fusión del retorno a una era dorada, de recuperación de los valores perdidos, pero también a transitar por lo nuevo. Ir más allá, al ultracapitalismo de mercado reteniendo los valores conservadores de la familia y la heteronormatividad.
La gran batalla político-cultural alrededor del papel del Estado, la seguridad social, la igualdad y el sentido de la justicia se está librando de manera aguda en este momento. Pero es importante saber, tanto para las fuerzas nacional populares y como para las de izquierda, que la derecha radical está hoy marcando el campo del debate.
Sus interpelaciones, por muy resistidas que sean, definen un temario general a partir del cual cada evento cotidiano se instala en la opinión pública mediado por los lentes de esa batalla. Es a partir de dicha mediación que se define el terreno discursivamente selectivo dentro del cual los partidos políticos deben competir para encontrar resonancia con las aspiraciones populares. Por ejemplo, se pone a discusión el rol del CONICET y se responde con las valiosas investigaciones que allí se realizan. Pero basta que se tire que una investigación tenga por título «Memoria queer e historia anal» para entrar en el terreno proceloso de explicar.
Si los camioneros y algunos movimientos sociales garantizan el control de precios en los supermercados, los sindicatos están secuestrando la libertad. Si el Plan Potenciar Trabajo es una herramienta válida de la economía popular, un grupo de paraguayos la usa para duplicar sus ingresos. Los paros escalonados y con aviso de los metrodelegados no son por la salud de los trabajadores y pasajeros amenazados por el asbesto, sino expresión de un grupo privilegiado que trabaja menos horas y gana más de 300 mil pesos por mes mientras tiene de rehén a la población laburante. Si la oferta de inmuebles para alquilar es escasa no se debe a la carencia de regulación pública sobre el mercado de alquileres como se hace en tantos países europeos, sino por la regulación infinita de una ley populista que al final perjudica a los mismos inquilinos.
Los medios de comunicación hegemónicos, fuera de cualquier análisis conspirativo ni considerarlos el fundamento de este giro, han cumplido un rol difusor de incalculable valor. La cuestión crucial del modo en que se explican estos eventos descritos que se dan cotidianamente es cómo se enmarcan y a quién se atribuye la responsabilidad dentro de la narrativa. No se trata tanto de los errores descriptivos y las distorsiones fácticas de la realidad que describen. Por ejemplo, podríamos explicar el valor del contenido de los estudios culturales transgénero para cualquier instituto científico en el mundo y para profundizar la democratización e igualdad en la educación; o explicar la mortandad por cáncer que implica el asbesto en los subtes de Buenos Aires, o mostrar que son los supermercadistas los que tienen de rehén a los consumidores y no la colaboración gremial con la Secretaría de Comercio Interior, o explicar los motivos por los que el Estado debe regular el negocio inmobiliario o el papel del Banco Central.
Se puede y se debe responder una a una las distorsiones de la realidad. Pero es fundamental analizar cómo son narradas cada una de ellas como parte de un conjunto, cómo construyen posiciones de sujeto que otorgan atribuciones y responsabilidades; cómo, para la selectividad discursiva impuesta por tales narraciones, estas no son simple e inequívocamente incorrectas, sino que están construidas de tal manera que sus explicaciones parecen adecuadas y sostenibles a los ojos de un gran público receptivo a obtener demostraciones prácticas de sus concepciones globales. Es lo que el británico Colin Hay describió en su análisis del thatcherismo como la meta-narración, que pasa a ser central para darle carnadura a su propia interpretación de la crisis.
La trama narrativa reúne e integra en una historia completa dichos eventos múltiples y dispersos y los esquematiza, como lo mencionaba Paul Ricoeur, otorgando un significado inteligible tomándola como un todo. Este «reclutamiento discursivo» de una variedad de eventos y fenómenos específicos (paros, marchas en el centro, cortes de luz, hechos de inseguridad, etc.) y las experiencias a las que dan lugar —sean vivenciales o, en la mayoría de los casos, imaginadas o vistas por redes sociales y medios de comunicación— son sintomáticos de una condición más genérica, que podemos reunir bajo el nombre de «crisis del Estado»: sobreexpansión asfixiante del Estado, impericia e ineficacia, secuestro sindical y piquetero de la libertad y la seguridad, la tiranía de la «casta política», populismo sin límites… todo lo cual conduce a un déficit fiscal creciente, a la destrucción de la moneda, al ahogo de la libertad de mercado.
La derecha radical no solo interviene en la crisis: es un factor de modelación de la crisis, al interpretarla como crisis del Estado interventor que ha sofocado las fuerzas de la sociedad productiva. Esta intervención ha tenido la fuerza suficiente como para penetrar en Juntos por el Cambio y desatar allí también las fuerzas más combativas de la derecha para derrotar, en su conjunto, las tendencias al consenso y el compromiso. El mayor triunfo del discurso de derecha radical ha sido imponer su misma agenda a Juntos por el Cambio y quebrar su unidad estratégica.
Entonces su discurso no es simplemente un recurso retórico, porque opera sobre hechos, contradicciones reales, tiene un «núcleo racional». Su virtud no está en su capacidad para «engañar» a los desprevenidos, sino en la modalidad y las formas de su lenguaje, abordando problemas reales y experiencias vividas pero articulándolas desde una lógica alineada de manera sistemática con las estrategias de derecha.
La clave del impase y la apertura de una agenda de crisis fue el debilitamiento del peronismo en el gobierno en tanto partido que representa a los sectores populares. Pero no deja de ser una coalición contradictoria y un compromiso entre la experiencia nacional popular más radical del peronismo representado por CFK y las tendencias centristas sin las cuales, se decía, el peronismo no lograba acceder al poder.
El triunfo se asentó sobre la base de la teoría del consenso interpartidario como prerrequisito de una amplia representación mayoritaria. Pero en cuanto asumió la gestión gubernamental debió lidiar con el endeudamiento, la pandemia, la guerra y por último la sequía. Y sobre todo, lidiar con estos factores exógenos y azarosos desde la perspectiva del consenso, lo que significó negociar con la burguesía agraria una y otra vez para evitar la sequía de dólares, una y otra vez con los formadores de precios para evitar mayores disparadas de los precios, y así sucesivamente con todos los factores de poder que esterilizaron cualquier medida tendiente a enfrentar la situación al nivel de radicalidad que requería.
Este compromiso con el capital exigía pedir paciencia y apoyo a las organizaciones populares, que prefirieron no confrontar a cambio de sostener en el poder a su propia representación. El resultado fue un continuo declive de expectativas y una defraudación generalizada. El recambio de Massa le dio continuidad a la administración de este declive, tratando de dar una solución «dentro de ciertos límites». En ausencia de iniciativas plenamente democráticas y efectivas para millones de personas, el Estado es en efecto cada vez más percibido como una poderosa organización burocrática ajena a su experiencia vital, sin sentido o incluso dañina, pues ya no siente que lo proteja y lo cuide. El Estado no es percibido como una institución efectiva y útil. Y es que este Estado «presente» ha tenido como objetivo principal gestionar la crisis de la deuda y del ingreso de divisas desde el punto de vista de los intereses del capital. Lo que no significó el más mínimo apoyo de las clases dominantes.
Otro triunfo de la derecha radical fue incorporar el concepto de crisis en el debate de la coyuntura electoral. El peronismo en el gobierno gestionó el Estado negando una crisis estructural, prometiendo gradualmente ir resolviendo problemas: primero la inflación, la deuda, los ingresos. La crisis, percibida como tal por los actores, le fue impuesta al peronismo por el discurso liberal de la crisis estatal que cosechó más votos. Cuando el candidato Massa reconoce errores y escucha la voz de las urnas, lo que reconoce es el lenguaje de la crisis, la crisis como percepción de la experiencia vivida mediada discursivamente, y reconoce, en los hechos, que una intervención decisiva es necesaria. Da paso entonces a una situación donde se gestionan contradicciones a otra muy distinta, que da lugar a una palpable sensación de crisis. Es allí, como dijimos, donde se entabla una feroz batalla por interpretar su sentido.
Para Gramsci, la crisis enmarca el contexto en el que se desarrolla la lucha ideológica por imponer una unidad transformadora a las estructuras del Estado a través de la reestructuración. De esta lucha se forja un proyecto estatal y hegemónico. El análisis anterior sugeriría, de hecho, que la lucha por imponer una nueva trayectoria a las estructuras del Estado se pierde y se gana no en el momento de la crisis, sino en el proceso mismo en el que se constituye la crisis. La «guerra de posición» de Gramsci es de hecho una guerra de narrativas en competencia, construcciones del sentido en disputa.
Como sea que en los próximos meses se enfrente la crisis, está ya aquí, abierta y declarada.