Por E. Raúl Zaffaroni*
(para La Tecl@ Eñe)
Se dice que “la historia la escriben los vencedores”, frase de dudoso origen que suele atribuirse a George Orwell en plena Segunda Guerra. Sea quien haya sido el autor, lo cierto es que suele reflejar la realidad, por lo menos, en lo que hace a las historias “oficiales”, que se sintetizan en pequeños resúmenes aburridos, destinados a ser embutidos como la única realidad del pasado en la cabeza de millones de niños y adolescentes, a fin de domesticarlos para el presente y condicionarlos para el futuro en base a un pasado falso.
Si es verdad que fue Orwell quien lo dijo y en referencia a la historia del “norte”, cabe preguntarnos aquí, en el “sur”, quiénes escribieron la historia –o las historias- de nuestra América; dicho de otra manera, quiénes fueron los “vencedores” que escribieron nuestros relatos.
Ya entrado el siglo XXI -que cada vez se presenta como más complicado- pocas dudas nos van quedando acerca de que llevamos más de quinientos años de sucesivas formas de colonialismo y, por ende, está claro que los relatos “oficiales” provinieron de las plumas de los colonizadores.
Por cierto, no fueron Cortés ni Pizarro –que solo se ocupaban de robar oro-, sino que el colonialismo originario se limitó a proveer a los europeos las materias primas y los medios de pago para que extendiesen sus masacres por todo el planeta, con el llamado “neocolonialismo”.
El genocidio de nuestros originarios y la esclavización de millones de africanos fue la fuente de financiación de la genocida empresa “neocolonial” europea, con sus millones de muertos en Asia (las guerras del opio, Indonesia, la colonización brutal de la India), África (el Congo belga, los hereros, el “apartheid”) y Oceanía (la casi extinción de la población australiana).
¿Y en nuestra América? Las historias “oficiales” las escribieron hombres –creo que ninguna mujer- nacidos en nuestros suelos. Los “neocolonizadores” no tuvieron necesidad de mandarnos virreyes y tampoco autores de relatos, pues de todo eso se ocuparon nuestros obedientes procónsules de los intereses de esa etapa neocolonial.
Nuestras oligarquías vernáculas del siglo XIX se libraron de los libertadores: a algunos los mataron (Sucre y Monteagudo), otros se salvaron por poco (Bolívar), otros debieron tomar el camino del exilio (San Martín). Consumada esta tarea, asumieron la función de procónsules del neocolonialismo, desde el “porfiriato” mexicano hasta la oligarquía vacuna argentina, desde el patriciado peruano hasta la “República Velha” brasileña.
Fueron los “ilustrados” de estas oligarquías quienes se encargaron de escribir nuestras historias “oficiales”, pero no lo hicieron por mero entretenimiento de holgazanes, sino porque es bien sabido que a todo ejercicio del poder le es indispensable un discurso que lo legitime: no basta con las armas para sostener el poder, sino que también le es imprescindible el discurso y, sobre todo, uno que pretenda legitimar el presente, mostrándolo como la continuación de un pasado luminoso, al que se debe retornar, como al paraíso perdido.
Por supuesto que siempre hubo plumíferos dispuestos a escribir las historias “oficiales”, en especial si son bien retribuidos, no necesariamente con dinero, sino –a mucho menor costo-, con cátedras y honores académicos que resalten sus coloridos plumajes. Y los hubo a montones: elitistas, racistas, despreciadores de nuestros pueblos, que describieron a las oligarquías como adelantadas de la civilización y del progreso, en lo que –por descontado- se montaban ellos mismos, como su más fina y delicada expresión.
Es muy claro que, para escribir las historias “oficiales”, los “vencedores” se vieron obligados a ocultar y deformar no solo hechos, es decir que no les bastaba con mentir, sino que también debieron acallar o ignorar todo personaje, relato o perspectiva discordante. La historia escrita por los vencedores es –como la música- no solo una sucesión de sonidos, sino también de silencios. Pero es inevitable que alguno de estos silencios sea demasiado prolongado y hasta el oído menos sensible y habituado reconozca que falta algo o alguien.
Eso suele suceder cuando las historias “oficiales” tratan de hacer desaparecer a algún personaje molesto, pero de mucho volumen. Galasso llama a estos desaparecidos “los malditos” y, por cierto, desde hace muchos años se convirtió en el más ávido e inteligente recuperador de “malditos”, que gracias a sus investigaciones vuelven para seguir poniendo nerviosos a los repetidores de los relatos aptos para la “gente de bien”.
Nuestras oligarquías –como todo grupo humano- no dispusieron de un sistema de matricería humana perfecto, porque por fortuna no existe: se dice con acierto que al anarquista le puede salir un hijo policía y viceversa. Y por eso, a nuestras oligarquías, algunos hijos les salieron “fallados”. Entre ellos hay dos “Manueles” que es necesario recordar en nuestra América: el peruano Manuel González Prada (1844-1918) y el argentino Manuel Ugarte (1875-1951).
Sobre el pensamiento y la personalidad de González Prada se ha escrito mucho en Perú y lo reivindicaron como precursor e inspirador Mariátegui y Haya de la Torre, entre otros. Este hijo de la oligarquía devenido anarquista y defensor de trabajadores y pueblos originarios, no es un “maldito” en la historia peruana. Por cierto –y al margen- cuando releo el prólogo de Sartre al libro de Fanon, creo que lo podría haber escrito González Prada.
Pero con nuestro Manuel Ugarte no pasó lo mismo, pese a haber pertenecido a una generación posterior, de la que nos separa una distancia de menos de un siglo. Ugarte sigue siendo un “maldito” para nuestra historia “oficial”, uno de los “rescatados” por el infatigable Galasso.
No me extenderé en detalles sobre su vida, pero llama mucho la atención que los más exquisitos y refinados eurocentristas de nuestro medio cultural hayan ignorado nada menos que a un intelectual, hijo de la oligarquía, cuyos primeros esfuerzos estuvieron dedicados con mayor énfasis a la literatura, a cuyas obras escribieron prólogos Unamuno, Rubén Darío y Amado Nervo, que fue amigo y elogiado por los más reconocidos escritores epocales de nuestra América y de España y Francia, incluso tildado a veces de “afrancesado”, lo que negaba rotundamente.
Esto se explica porque este personaje, a caballo de los siglos XIX y XX, fue descubriendo nuestra América en sus largas giras de incansable viajero. Desde muy temprano, en las primeras décadas del siglo pasado, advirtió el peligro que implicaba el “destino manifiesto” asumido por Estados Unidos, el desplazamiento del poder planetario de Europa a Norteamérica, las primeras bravuconadas en México, Cuba y el Caribe. Comenzó a hablar contra el imperialismo y a pensar en lo que hoy se suele repetir sin cita de autor: “la Patria Grande”.
Ugarte se afilió al socialismo argentino, que seguía los pasos del gradualismo de Jean Jaurés, y fue el único representante de nuestra América en la Internacional de Amsterdam, donde molestó a los socialistas europeos con sus planteos anticoloniales, en apoyo a una minoría de ellos, pues la mayoría separaba el colonialismo del capitalismo y lo consideraba una “misión civilizadora”, mientras los mercenarios de Leopoldo II, para extraer más caucho, cortaban manos y pies y asesinaban a dos millones de africanos en el Congo. Lógicamente, cuando volvió a la Argentina lo expulsaron del abstracto socialismo teórico local, que nunca logró ver al pueblo que le pasaba por delante.
Las posiciones de Ugarte se inclinaron cada vez más hacia la esperanza en el surgimiento de un socialismo con ribetes nacionales, no locales sino regionales, de la “Patria Grande”. Eso determinó que fuese paulatinamente ignorado en nuestro medio, que su nombre dejase de ser mencionado, hasta que –también empobrecido- pasó la década infame olvidado por todos, aunque nunca abjuró de sus propósitos.
Para colmo, finalmente volvió a la Argentina para votar al peronismo, siendo embajador en México y en Cuba, hasta que, por desavenencias con la cancillería después del desplazamiento de Bramuglia, renunció a sus funciones diplomáticas, aunque no por eso dejó de apoyar al movimiento nacional. En 1951 regresó a Francia, donde falleció en ese mismo año, como resultado de un accidente, aunque se sospecha que fue un suicidio.
La figura de Ugarte fue rescatada en los años sesenta por Jorge Abelardo Ramos, en una serie de pequeños libros publicados con el pie de imprenta “Coyoacán” y, finalmente, magistralmente recuperado por Galasso, en una obra en dos tomos publicada por EUDEBA. Pero como eso no podía ser tolerado por la historia “oficial”, en 1976, el director ejecutivo de EUDEBA en tiempos de la dictadura –que parece haber sido un socialista del sector más antipopular- le entregó a Suárez Mason miles de libros que fueron quemados y, entre ellos, por supuesto, la edición de la investigación de Galasso sobre Ugarte.
Si bien pocos saben quién fue Manuel Ugarte, cuyo nombre recuerda solo una calle en el barrio de Núñez, cuyo nombre, salvo algún curioso que aburrido lo busque en su celular, pasará por alto incluso a quienes caminan por allí todos los días, pues ni siquiera es el barrio de Ugarte, que había nacido en Flores. Pero, a pesar de todo, los grandes silencios no se sostienen, y el libro de Galasso volvió de las cenizas, reeditado también por EUDEBA.
Ahora, un recientísimo documental de Felipe y Martín Pigna, con la participación de Leo Sbaraglia y Natalia Oreiro, resucita nuevamente su figura. Algunos más sabrán quién fue y tal vez no falten quienes echen un vistazo a sus libros, donde se sorprenderán por la extraña actualidad de textos centenarios.
En el siglo transcurrido desde sus más importantes y pioneros trabajos, se multiplicaron los estudios decoloniales y las visiones históricas desde el sur; se distingue ahora entre el colonialismo como fenómeno de poder y la “colonialidad” como captación y penetración ideológica en las mentes de los colonizados; se habla de una “epistemología del sur”; Enrique Dussel acaba de marcharse, pero deja un legado que ya nadie podrá borrar con silencios desacompasados.
No obstante, la historia “oficial” no se rinde y pretende glorificar los tiempos neocoloniales como los más esplendorosos de nuestro pasado. Ahora –hasta el momento al menos- no queman libros, porque les basta con borrar figuras y hechos de nuestra historia, explotar la idea de que todo es un eterno presente, para que nadie se pregunte por el pasado y, por ende, se lo pueda relatar con todas las mentiras que al actual colonialismo tardío se le ocurran.
Es más que obvio que las “fake news” no se refieren solo al presente, sino también al pasado, porque para postular una vuelta al pasado neocolonial, es necesario mostrarlo como un paraíso perdido: esta es la “fake new” más grosera de nuestro tiempo.
Por eso, nada parece ser más oportuno en este momento que volver a dar vida a la historia “no oficial”, la de los pueblos y su resistencia, devolviendo o poniendo en sus pedestales las figuras de los grandes precursores de nuestro pensamiento decolonial, en especial cuando la mentira se convierte en estridente silencio en torno de un personaje tan singular y de enorme volumen intelectual como fue Manuel Ugarte.
Ha habido desapariciones forzadas en forma de crímenes contra la humanidad, pero también hubo desapariciones históricas, cuando para justificar las desapariciones físicas, los “vencedores” creyeron necesario eliminar a algunos del pasado.
*Profesor Emérito de la UBA