Moisés y el monoteísmo: abandonar la excepción

La obra del padre del psicoanálisis explica por qué, ya en los años treinta, rechazaba la idea de un Estado exclusivamente judío en Tierra Santa.

Freud contra el sionismo

TRADUCCIÓN: PEDRO PERUCCA

El psicoanálisis tiene algo que decir sobre la cuestión palestina y el sionismo por una razón histórica: Moisés y el monoteísmo, la última gran obra teórica de Freud, un texto de los años treinta, examina lo que está en juego genealógicamente en la entonces creciente demanda de un Estado judío y, en general, sobre la llamada metapsicología específica de la condición judía.

La posición de Freud frente al judaísmo es bastante dialéctica: mientras que por un lado se afilió al club B’nai B’rith y en su discurso de afiliación subrayó que, siendo completamente ateo e incluso antirreligioso, le parecía crucial insistir en el hecho de que era judío; por otro, subrayó que los judíos debían dejar de situarse como la excepción y, por el contrario, asumirse como uno de los pueblos que conformaban el Occidente moderno, junto a la cultura grecolatina.

 

Freud y el mito del pueblo elegido

En Moisés y el monoteísmo, las principales preguntas de Freud son: ¿Qué lleva a los judíos a considerarse como el «pueblo elegido»? ¿Cuáles son las consecuencias de mantener tal narcisismo? Uno de los primeros efectos que se pueden relacionar con esto es que, en la economía masoquista del inconsciente, el precio de tal posición privilegiada y de excepción en la práctica se traduce en ser un pueblo sistemáticamente perseguido, excluido y desterrado (el «pueblo elegido» también es elegido para ser el chivo expiatorio de otros pueblos).

Pero de esta posición única Freud deriva también las cualidades específicas de los judíos: una altísima capacidad de abstracción y de resiliencia, por ejemplo, y la cuestión de ser, más que ninguna otra, una civilización de la letra, sostenida por un libro y una lengua que curiosamente no tiene vocales.

Lo que Freud intenta conseguir en su testamento intelectual es el equivalente para su etnia de lo que en el tratamiento psicoanalítico se llama «atravesar la fantasía», empezando por desmitificar la figura de Moisés como fundador del judaísmo reunificado, ya que en realidad se trataría de un egipcio asesinado por los judíos en el episodio de la adoración del Becerro de Oro.

De este modo, el ideal del «pueblo elegido» queda reducido a una posición en la que se sostiene una falta. Porque han sido sistemáticamente perseguidos y nunca han tenido un Estado-nación, los judíos pueden conocer y reconocer la condición oprimida de cualquier otro pueblo, con el que serían solidarios más allá de su racialidad.

Podemos considerar que Freud acertó parcialmente en esto cuando vemos a rabinos jasídicos pronunciarse contra el Estado de Israel y a favor de la población palestina oprimida o al periodista judío Michael Brooks insistir en que no hay nada «complejo» en la cuestión israelí-palestina, ya que desde un punto de vista lógico (simbólico), la cuestión es simplemente que el Estado de Israel está repitiendo sobre los palestinos la misma opresión colonial que los judíos han sufrido históricamente (en lo que Freud definió en su momento como «identificación con el rival»).

 

Los EE.UU. de los años veinte como modelo del destino de Israel

Otra de las razones por las que Freud nunca simpatizó con el sionismo tenía que ver con que consideraba muy grande el riesgo de que los judíos le hicieran a otro pueblo precisamente lo que ellos habían sufrido (invertir los polos de su fantasía fundamental sin cruzarla).

Algunos sostienen que si Freud hubiera vivido para ver la solución final de las cámaras de gas nazis, habría cambiado de opinión. No estoy de acuerdo: Freud previó de algún modo que tal catástrofe ocurriría.

Por ejemplo, en un texto de Freud publicado recientemente, el Manuscrito inédito de 1931, critica la intervención de Estados Unidos en el Tratado de Versalles. Se trataba de un prefacio a una biografía del presidente estadounidense Woodrow Wilson, que debía escribir el embajador de Estados Unidos en Austria, William Bullitt, quien había invitado a Freud a realizar esta tarea a cuatro manos. La obra, publicada póstumamente, no fue reconocida como de estilo freudiano hasta que reapareció manuscrita con toda su brillantez. Freud autorizó a regañadientes su publicación poco antes de su muerte, en agradecimiento a los esfuerzos diplomáticos de Bullitt para sacar a su familia de la Viena ocupada por los nazis y darles asilo en Inglaterra.

A pesar de la polémica, esta obra estableció una especie de puente entre el primero de los «textos culturales» de Freud, Tótem y tabú, y el último, Moisés y el monoteísmo, sin olvidar su obra fundamentalmente antifascista (en forma anticipada) Psicología de las masas y análisis del yo.

En este breve prefacio, recientemente restaurado, Freud propone una metapsicología del cristianismo como prolongación natural del judaísmo: una religión que reconoce la castración universal, liberándose del imperativo del «pueblo elegido». Y por lo que respecta al personaje biografiado, Freud teme que la intervención de Estados Unidos en el Tratado de Versalles, en lugar de poner un final justo a la Primera Guerra Mundial, haya allanado el camino revanchista para otra guerra (Woodrow Wilson, de formación intelectual provinciana, participa en negociaciones de «paz» idealistas que nunca van más allá de la materialidad, abriendo inadvertidamente el camino para que Georges Clemenceau pretenda cobrarle una deuda impagable a Alemania).

La capacidad de Freud (pero también de Jacques Lacan) para predecir acontecimientos colectivos a partir de su práctica clínica es notable, casi profética. Esto nos lleva a pensar que, ante la «solución final» de los nazis contra los judíos, Freud se habría opuesto aún más a la aparición del Estado de Israel. Sin duda, Freud conocía el alcance de la inversión pulsional que un pueblo que había sufrido el Holocausto sería capaz de llevar a cabo si tuviera en sus manos el poder de un Estado-nación, asumiendo el papel de verdugo (aunque fuera su pueblo, ya que es algo que podría pasarle a cualquier pueblo).

Un comentario

  1. El célebre Viejo Maestro de Viena emerge nuevamente de su marmórea tumba conceptual para sentenciar, con su lapicera invicta, sobre la cuestión israelo-palestina. Mal que les pese a los santurrones del pensamiento políticamente correcto, Freud sigue resultando un disruptivo adivino de los destinos de las naciones.

    Vale la pena repasar las observaciones del inefable creador del psicoanálisis acerca del imaginario judío como «pueblo elegido». Un delirio de grandeza que, según el crack freudiano, no hace más que legitimar la sucesiva persecución de la que fueron víctimas los hebreos a lo largo de la historia. Un morboso masoquismo colectivo disfrazado de narcisismo mesiánico.

    Pero Freud, clarividente, vislumbraba también cómo aquella autoimagen mesiánica podía invertirse peligrosamente si el pueblo judío obtuviera su ansiada tierra prometida. Advirtió que correrían el riesgo de reproducir sobre los palestinos la matriz opresiva que tan bien conocían. Un brutal efecto boomerang geopolítico.

    Hoy, a la luz de los hechos, la lucidez profética del Viejo Maestro salta a la vista. El Estado de las potencias fácticas terminó perpetuando una violencia colonial diga lo que diga su verborrágica propaganda. La fantasía del «pueblo elegido» se volvió gangrena cuando giró su obsesión en la dirección contraria.

    Sin embargo, el único pecado de Freud fue la honestidad brutal. Sus advertencias sobre la semiótica de las masas resultaron incómodas para el lobby sionista. Preferían el relato edulcorado con que algunos rabinos siguen bendiciendo la istimación israelí.

    El dilema no se resolverá fácilmente. Pero honremos la memoria de este mayúsculo pensador no sometido a tribus. Su lupa sigue iluminando zonas oscuras donde campea el fanatismo. Y recordemos con él que detrás de todo conflicto religioso o étnico late siempre una contienda por la tierra y el power. Nada nuevo bajo el mesías.

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