El 4 de marzo de 2023 el pleno de la Asamblea Nacional aprobó con 104 votos el informe de la Comisión Especializada Ocasional que recomienda enjuiciar políticamente al presidente Guillermo Lasso. Dicha comisión se constituyó a mediados de enero, luego del escándalo propiciado por revelaciones periodísticas que aportan serios indicios tanto de corrupción en las empresas públicas a cargo de funcionarios de plena confianza del primer mandatario como de vinculación de altas esferas gubernativas con la denominada «mafia albanesa». Uno y otro caso están conectados por las redes de influencia política de Danilo Carrera, mentor y cuñado de Lasso e integrante del directorio del Banco de Guayaquil, presidido hasta 2012 por el ahora presidente y del que él y su familia son grandes accionistas: se trata del caso «Gran Padrino», como conoce la opinión pública, en alusión a Carrera, el affaire en curso.
Tanto la votación parlamentaria -el oficialismo quedó completamente aislado en el pleno- como los develamientos de los grandes medios y la intervención de Fiscalía, dos sectores que hasta hace poco operaban con lealtad al gobierno, evidencian que, más allá de una eventual destitución presidencial, está en curso una transición que desdibuja los alineamientos y factores de poder que habilitaron, hace un lustro, el dominio de las elites y la derecha sobre el aparato estatal.
Más que a los escándalos en curso, no obstante, la fragilidad presidencial responde a la crisis estructural del país, comparable con aquella que llevó a la dolarización de la economía (1999-2000), a la escasa capacidad de gestión de los noveles cuadros de derecha libertaria que acompañan a Lasso y a su nula disposición democrática para reconocer aliados y adversarios. Los resultados de las elecciones locales y del referéndum del 5 de febrero pasado (que incluía un conjunto muy variado de reformas) hicieron eco de estas tendencias y sepultaron las aspiraciones de Lasso de recuperar oxígeno de cara a la incierta segunda mitad de su mandato.
Contornos de la crisis
Ecuador es uno de los pocos países sudamericanos (junto con Venezuela y Surinam) que, hasta 2022, no habían recuperado los ritmos de crecimiento anteriores a la pandemia. Se aprecia incluso cierto decrecimiento en relación con 2019 (de 101.700 millones de dólares a 97.750 en 2021, según datos del Banco Mundial). Luego de dos años del llamado «efecto rebote», tras la trepidante caída del PIB en 2020 (7,8%), apenas se estabilizan las cifras de desempleo (3,8% para enero de 2023, aunque ese porcentaje sube a 5,1% para las mujeres). En el mismo lapso, además, empeora el subempleo (de 57,4% a 65,2%) y el empleo pleno (de 38,8% a 34,8%), según reporta el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos. En tales condiciones, la pobreza está estancada en 25% desde 2019 y la extrema pobreza creció de 8,9% a 10,7% entre ese año y junio de 2022. De igual forma, mientras 60% de los hogares no cubren el valor de la canasta básica, las desigualdades se acentúan y el índice de Gini pasó de 0,456 en 2019 a 0,48 en 2021.
En este escenario, luego de la reapertura de las fronteras tras la pandemia, entre 2021 y 2022 el país asiste a una suerte de segunda gran ola migratoria -más de 190.000 personas salieron de Ecuador en esos años-, que empieza a ser comparada con la estampida provocada en el cambio de siglo por la crisis financiera y el salvataje estatal a la banca.
Si en aquellos años el destino privilegiado por los y las migrantes era Europa (por vía aérea y sin necesidad de visa hasta 2003), hoy en día se reactivan las rutas hacia Estados Unidos atravesando por tierra Centroamérica y México. El Tapón del Darién, el peligroso paso entre Colombia y Panamá, ha visto multiplicar el tránsito de migrantes provenientes de Ecuador en los últimos meses, que ha superado a los desplazamientos de venezolanos y haitianos por esa vía. A pesar de las múltiples amenazas, familias enteras usan esa ruta como forma de eludir la exigencia de visado impuesta por Guatemala y México (en tiempos de Andrés Manuel López Obrador), luego de que detectaran inusuales movimientos migratorios de ecuatorianos entre 2017 y 2019.
La opción migratoria por vías altamente riesgosas no solo es una respuesta desesperada ante la agobiante crisis, sino una medida racional de la población ante el brutal incremento de la violencia y la inseguridad. Así, mientras los crímenes asolan las ciudades, medianos y pequeños negocios enfrentan a diario las extorsiones («vacunas») de la delincuencia a cambio de supuesta protección. Quienes se niegan a pagar son amenazados o eliminados. ¿Cuánto más peligroso que eso puede ser desplazarse por el Darién?
Ecuador cerró 2022 como el año más violento de su historia. La Policía Nacional reportó 4.450 asesinatos y más de 332 feminicidios (189 de ellos, a manos de la delincuencia organizada). La tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes llega ya a 25,5, lo que hace del Ecuador el sexto país más violento de la región, incluso por encima de México. Si en años previos las matanzas en centros penitenciarios se volvieron usuales, ahora se cuentan a diario asesinatos por sicarios a plena luz del día. Guayaquil registró 1.537 de estos casos en 2022, lo que ya la convierte en una de las ciudades más violentas del mundo. Aún más desolador es el panorama en Esmeraldas (63 asesinatos por cada 100.000 habitantes en 2022), provincia que concentra la mayor tasa de población negra/afro del país y que, no por casualidad, ha sido históricamente excluida de los «beneficios» del desarrollo.
En esas y otras ciudades, el gobierno ha recurrido sucesivamente a la declaratoria de estados de excepción y al despliegue conjunto de militares y policías. Nada de esto ha detenido, empero, la violencia del narcotráfico que, articulado con bandas delincuenciales locales, ya no solo controla las cárceles sino también extensas zonas asociadas al tránsito de cocaína. Hoy en día, más de un tercio de la producción colombiana llegaría a Estados Unidos y Europa a través de Ecuador. La debilidad estatal para hacer frente al problema se profundiza por los nexos de la fuerza pública con el crimen organizado. El embajador estadounidense en Quito habló de «narco-generales», mientras crecen las denuncias de colusión criminal entre la Marina ecuatoriana y el narcotráfico. En tal entorno, los indicios de vinculación entre la «mafia albanesa» y el entorno presidencial no podían sino amplificar el repudio a la figura de Lasso. Para inicios de febrero de 2023, según Perfiles de Opinión, solo 10% de la población aún cree en el jefe de Estado.
Las masacres carcelarias, la guerra entre organizaciones criminales, la presencia regular del narcotráfico en el territorio, en fin, la capacidad de la violencia para corroer el tejido social e instituir órdenes alternos aparece como la dimensión más siniestra y novedosa de la nueva crisis que enfrenta el Ecuador tras más de dos décadas de dolarización.
El compromiso para sostener este sistema monetario -supuestamente amenazado por el excesivo gasto en tiempos del gobierno de Rafael Correa- ha estado en el corazón del discurso político de Lasso y de su antecesor Lenín Moreno (2017-2021), y contribuye a justificar la enorme acumulación de reservas internacionales en el Banco Central y el conjunto de la política económica vigente. A enero de 2023 las reservas internacionales alcanzan 9.353 millones de dólares, una cifra récord en lo que va del siglo y que Lasso exhibe como el mayor éxito de su gestión. Aunque en un sistema dolarizado no se requieran reservas para respaldar la moneda, el gobierno y sus entornos celebran el bajo riesgo de iliquidez del sistema monetario y, por tanto, la imposibilidad de la desdolarización. Ese «logro» macroeconómico contrasta con el estancamiento del ritmo de crecimiento de la economía y el deterioro de los servicios públicos, en el contexto de una reducción draconiana de la inversión pública.
Si en 2018 Moreno aprobó, en el marco del acuerdo (aún vigente) con el Fondo Monetario Internacional (FMI), la Ley de Fomento Productivo, que impide movilizar crédito interno para gestionar liquidez o que el sector público crezca más de 3% anual, en los dos últimos años Lasso encajonó la inversión pública en 2,1% del PIB en 2021 y en 1,8% para 2022, la menor inversión en dos décadas.
Además de la fijación ideológica con la contracción del gasto, semejante política gubernamental se entiende como parte de las condiciones que los tenedores de deuda han impuesto al país para asegurar el cumplimiento de los pagos de capital e intereses. En medio de los altos precios del petróleo y el incremento de las remesas, la acumulación permanente de reservas internacionales ofrece esas garantías a los mercados financieros y solo es posible con un programa de austeridad radical, indiferente del padecimiento general de la sociedad por la recesión y el desmantelamiento de derechos básicos.
Cuando en 2020 el Ministerio de Economía de Moreno anticipó pagos de deuda externa a bancos extranjeros (2.000 millones de dólares) en el peor momento de la pandemia -con hospitales desabastecidos, médicos impagos y muertos en las calles-, quedó delineada la nueva fase de subordinación de la economía nacional al capital financiero que Lasso representa. Mientras crece el endeudamiento (74.030 millones a junio de 2022) y las tasas de interés permanecen elevadas -por la propia negativa (dogmática) a que el Banco Central preste dinero al fisco-, los acreedores privados de bonos emitidos por el gobierno incrementan exponencialmente sus rendimientos a costa de la parálisis del Estado y la destrucción de la riqueza social. Por ello, la aún lejana posibilidad de destitución de Lasso ha elevado todavía más el riesgo país. Este solía ser el indicador predilecto del presidente, pero su hundimiento político, su desastrosa performance en la administración pública y la falta de crecimiento económico real, incluso a pesar de las enormes reservas, intranquilizan a los mercados hace ya tiempo.
Bajo la lupa
Ni en su peor pesadilla pudo imaginar Lasso que, a pocos días de su derrota electoral del 5 de febrero, la Fiscalía allanaría las oficina del palacio presidencial de Carondelet, en concreto, las oficinas del subsecretario jurídico de Presidencia, frente al propio despacho del primer mandatario. El caso remitía a denuncias de corrupción en Petroecuador. Todo el sector de empresas públicas está bajo la lupa de la justicia y la opinión pública, pues Lasso concentró el poder sobre ellas en uno de sus antiguos CEO del Banco de Guayaquil, Hernán Luque, prófugo tras las filtraciones periodísticas.
Tanto la fiscal Diana Salazar como el portal multimedia La Posta -principal difusor del escándalo en curso- han operado, desde el viraje de Moreno, como brazos de hierro del bloque dominante en la deslegitmación y acoso, primero, del correísmo y su legado estatal y, tras los paros nacionales de 2019 y 2022, del conjunto del campo popular encabezado por el movimiento indígena y el presidente de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) Leonidas Iza.
En este entorno, el virtual distanciamiento de esos actores del gobierno desacomodó el tablero. Aun más cuando uno de los asambleístas más cercanos al poder, Fernando Villavicencio, ratificó que Lasso conocía el expediente «León de Troya» -que implica al entorno de su cuñado con la «mafia albanesa»- y que facilitó, junto con mandos policiales, el archivo de la investigación antinarcóticos (apoyada por Europol y la Administración de Control de Drogas de Estados Unidos [DEA, por sus siglas en inglés]). Algo parecía quebrarse por «arriba».
Las lecciones de deontología periodística de los medios oficialistas a los «rebeldes» de La Posta, que ciertamente jugaron la lógica del algoritmo para dosificar sus entregas y acumular likes, son una pieza en el compendio de estrategias para administrar la verdad, más que documentarla. En todo caso, es claro que en los últimos tiempos la política ecuatoriana se cocina más en los opacos triángulos entre justicia, policía y medios que en las arenas del conflicto democrático. El vigente episodio no es la excepción. Dos grandes filtraciones de La Posta hacen crujir las instituciones: la primera contiene una serie de audios que colocan a Carrera como tramitador de nombramientos y contratos públicos a través de su amigo Rubén Cherres. La segunda es la filtración de un informe policial (2021) sobre el papel de tales personajes en una red albanesa de narcotráfico.
Aún enfrentado a las denuncias provenientes de su campo, Lasso reiteró el guion de descalificar a sus críticos e insinuar una desestabilización en curso. En un durísimo discurso transmitido en cadena nacional, esta vez arremetió contra la prensa, las instituciones judiciales y el Ministerio Público sin ofrecer, además, explicaciones sobre los escándalos que lo rodean. Justificó su intervención en nombre del honor mancillado de su familia, no de su deber democrático de rendir cuentas, y fue indulgente con su cuñado, a quien solo reprochó su «poca suspicacia» al «dejarse utilizar» por gente deshonesta. Al insinuar la cercanía de La Posta con «quienes controlan las cárceles», el presidente retomó el discurso que desplegó contra quienes impulsaron el «no» a las preguntas del referéndum, incluida la que abría la posibilidad de extraditar a narcotraficantes a Estados Unidos, a quienes denominó «narcopolíticos».
El desconocimiento de la legitimidad de sus opositores -calificados según las coyunturas de golpistas, terroristas o delincuentes- ha sido transversal al mandato de Lasso y explica, además de la crisis social provocada por su programa de gobierno, la estrechez de sus alianzas políticas. Aún peor, mientras el presidente blande a destajo el calificativo de «narcos» contra sus adversarios, 61 políticos y políticas fueron objeto de atentados durante la reciente campaña: las elecciones más cruentas de la historia. Cuando desde «arriba» se banaliza la violencia, grupos sociales y mafias se sienten autorizados a ejercerla. Quienes investigan al «Gran Padrino» ya han sido amenazados en días recientes.
Como fuere, en el vigente ejercicio de control de la Asamblea Nacional, Lasso ratificó su menosprecio democrático: a pesar de la gravedad de las denuncias, no compareció a dar su versión ante el llamado del Poder Legislativo. Anteriormente, ya había procedido de igual forma en tres coyunturas críticas: las sesiones de control (octubre de 2021) respecto a sus empresas offshore (caso Pandora Papers); las deliberaciones por la «muerte cruzada» (amenaza de disolución del Congreso y adelantamiento de elecciones legislativas y presidenciales) activada tras la represión al paro nacional de junio de 2022; y la investigación parlamentaria (octubre de 2022) sobre el feminicidio de María Belén Bernal dentro de la Escuela de Policía.
El presidente esquiva sistemáticamente los procedimientos de control popular. Rehúye así su propia palabra y el debate abierto del que depende, en democracia, todo proceso sustantivo de rendición de cuentas. Un poder que no se justifica públicamente ante la sociedad asume formas despóticas. El alto mando policial implicado en el archivo de la investigación sobre la «mafia albanesa» tampoco acudió a la Asamblea. ¿Deliberante u obediente? En medio del desmembramiento de su bloque político, Lasso no está para exigir nada a una policía que luce como su último gran alfil.
¿Juicio político?
En medio del silencio presidencial, el Informe de la Comisión Ocasional multipartidista habla de «presuntos delitos contra la administración pública y la seguridad del Estado» como elementos centrales del juicio político del presidente. Múltiples organizaciones sociales exigen, por su parte, su dimisión. La Conaie lo ha sugerido mientras advierte que el presidente no tiene legitimidad para disolver la Asamblea (a través de la muerte cruzada) y gobernar en solitario hasta la celebración de las elecciones anticipadas.
Esta última es la única vía institucional que restaría a Lasso si la Corte Constitucional -último filtro del procedimiento- avala el juicio político. Sería un escenario explosivo. La Corte, no obstante, ha tendido a sostener el orden político vigente. Antes de su pronunciamiento, además, los interpelantes deben enviar la solicitud expresa para el enjuiciamiento. La redacción final de esta ha reabierto tensiones interpartidarias: no hay acuerdo sobre los causales a invocar. Además, el protagonismo de Revolución Ciudadana (RC), el partido de Correa, en la comisión y en la conducción política de la causa -aupada por su éxito en las elecciones locales, tras las victorias en Quito y Guayaquil- exaspera los ánimos del movimiento Pachakutik (PK), que ya ha dado señales de desmarcarse de su votación del 4 de marzo. No sería la primera vez, durante el mandato de Lasso, que la Conaie es desoída por PK, que un día fuera el brazo electoral del movimiento indígena. Iza ya reprochó a PK su ambivalencia. Irónicamente, la suerte presidencial puede depender de cómo se dirima la tensión indígena entre movimiento y partido.
Como fuere, la coyuntura desafía la capacidad de la política para trazar salidas democráticas a la crisis. Si la destitución de Lasso conecta con las aspiraciones de las mayorías y puede debilitar el enquistamiento de ciertas elites sombrías y parasitarias en las instituciones, no es claro que el resto de la clase política esté en mejor disposición para dirigir de modo amplio y creíble cualquier transición estatal. En el colapso de su proyecto, el bloque de poder ha irradiado su descomposición al conjunto de la representación política. La vigente crisis orgánica del Estado abarca esta cuestión. No están activas aún las nuevas fuerzas sociales que puedan descifrarla.