Por Gaston Fabián
“Lo primero que hay que hacer es captar la especificidad del momento, con el análisis de las fuerzas en lucha, identificando—esto es importante—cuál es, en cada momento, el enemigo principal a derrotar. La otra cosa que hay que hacer es estar quieto sobre la fase, no alterarla, como a menudo sucede con la larga duración. Las coyunturas son fases de un mismo tiempo. Solo quien posee intelectualmente el tiempo histórico se puede mover con eficacia en la corta duración”.
Mario Tronti
En unas semanas se van a cumplir 110 años del día en que las socialdemocracias alemana y francesa votaron en sus respectivos parlamentos los créditos de guerra que dieron comienzo a una de las mayores carnicerías humanas de la historia. ¿Por qué es importante recordarlo? Porque se parece bastante a nuestra propia actualidad. Aquella decisión de los antiguos defensores de la paz y la hermandad entre los pueblos puso a los obreros de un país y del otro a matarse entre sí. Fue la bancarrota de la II Internacional, que implosionó de vergüenza. Entre los protagonistas y testigos de la infamia hubo dos decorosas excepciones: Jean Jaurès y Karl Liebknecht. Hombres de principios, que no claudicaron a las presiones y denunciaron en cada lugar que pudieron la delirante y suicida borrachera que estaba en curso. Jaurès, en realidad, no llegó a ver el desenlace. El 31 de julio, tres días después del estallido del conflicto, un fanático ultranacionalista lo asesinó de un balazo en la cabeza. ¿Y qué hicieron sus camaradas de partido? En vez de solidarizarse, levantaron la mano en favor del militarismo y el imperialismo. Liebknecht no corrió una suerte muy distinta. Luego de romper la disciplina partidaria y votar contra el financiamiento del “esfuerzo bélico”, el 1 de enero de 1916 lo echaron del SPD, algo más tarde lo metieron preso por “alta traición” y en medio de la fallida revolución alemana de 1918-1919 un grupo paramilitar de extrema derecha lo fusiló por la espalda, la misma fatídica noche en la que ejecutaron a Rosa Luxemburgo. Todo durante el gobierno socialdemócrata de Friedrich Ebert. La República de Weimar nació barriendo esos crímenes debajo de la alfombra. Sin el clima de impunidad reinante, hubiese resultado imposible el surgimiento del nazismo.
Convengamos que idéntico efecto demoledor ocasionó en la política argentina el atentado contra Cristina Fernández de Kirchner. Las balas de milagro no salieron, pero dejaron a la democracia herida de muerte. Lejos de ir hasta el fondo de la investigación, el Poder Judicial cerró filas detrás de la hipótesis de los “locos sueltos” y se ahorró tener que exponer a los verdaderos responsables del ataque, que hoy están en el gobierno. No olvidemos que ni el presidente ni su ministra de seguridad—que sería la candidata del macrismo en las últimas elecciones—se pronunciaron al respecto. El resto de la dirigencia del llamado “centro democrático” apenas se expresó tímidamente, sin intenciones de molestar al poder. Por eso a 40 años del retorno de la democracia los fantasmas de la dictadura se hicieron más presentes que nunca. Por eso a pesar de ser una y otra vez escupidos, insultados y humillados por Milei, que los trata como ratas y coimeros, buena parte de la dirigencia “opositora” mantiene una actitud colaboracionista, compuesta por discursos grandilocuentes que después no se condicen con sus resoluciones. Frente a los golpes recibidos, su espectáculo es un gran agarrame que lo voto, para luego vendernos la “genialidad” de la táctica parlamentaria y las concesiones que le arranca al gobierno.
Por eso, en síntesis, le entregan la Argentina en bandeja a un aspirante a tirano de factoría, que ya declaró que su propósito es destruir el Estado por dentro. Ninguna resistencia, ninguna dignidad. Es la casta en su versión más cínica y cruda, paseando por el mercado persa que balcaniza el país a cambio de embajadas, cargos, sobres y obras de poca monta. No quisieron desmentir a Milei, quisieron confirmarlo y sacar su tajada; les interesa que el libertario haga el trabajo sucio de transformarnos en un país cómodo para los dirigentes e incómodo para la gente. Entonces resignaron cualquier identidad y trayectoria para convalidar en un Congreso militarizado y vallado por la represión estos nuevos créditos de guerra que conocemos por Ley Bases. No la guerra de Alemania contra Francia, Inglaterra y Rusia o viceversa. La guerra del capital transnacional contra nuestra Argentina; contra el Estado, contra el pueblo, contra los bienes naturales comunes. Infames traidores a la patria.
¿Qué hacer? ¿Cómo salimos de este atolladero? Regresemos por un momento al ejemplo inicial. La solución de la crisis de la II Internacional se cifra y se condensa en un seudónimo: Lenin. Ya va un siglo de su muerte. Pero quizá sea pertinente revisar los motivos de su triunfo. En 1914 la posición de Lenin contra la guerra estaba en una ínfima minoría al interior de los partidos socialdemócratas. Él, sin embargo, empezó a llamar a las cosas por su nombre. En períodos de confusión y desconcierto, de divorcio entre la palabra y la acción, no es un mal comienzo. Diría que es el único posible. Desde que sacrificaron la causa del proletariado en el altar del patrioterismo más burdo, Lenin, con “hondísima amargura”, tomó la decisión de referirse a la socialdemocracia infiel con un mordaz apodo: socialchovinismo. Ante la gravedad de las críticas, los acusados le devolvieron al ruso las gentilezas y lo calificaron de escisionista, de querer romper la unidad, cuando ellos mismos dividían a los trabajadores enfrentándolos en una guerra sin sentido (como el programa del FMI, en los 80, 90 y ahora, dividió a trabajadores con y sin derechos). ¿Qué contestaba Lenin? Que la unidad sin precisión ideológica y política, sin horizonte de cambio, sin lealtad doctrinaria, no es verdadera unidad. Tampoco le temblaba el pulso al llamar traidores a estos pusilánimes, lo cual no es un agravio, sino una descripción objetiva. Por el contrario, decía que la tarea de los socialdemócratas tenía que ser combatir el chovinismo en su propio país y el oportunismo en su propio partido. De ahí la consigna de transformar la guerra mundial imperialista en guerra civil revolucionaria, que fue lo que sucedió en 1917. En medio de un glacial escepticismo, Lenin escribía: “La Internacional proletaria no ha perecido ni perecerá. Las masas obreras crearán la nueva Internacional por encima de todos los obstáculos”. ¿Cómo reconstruir la Internacional? “Es una obra difícil que requerirá no poca preparación y grandes sacrificios y en la que serán inevitables las derrotas. Más precisamente porque se trata de una obra difícil hay que realizarla únicamente con quienes quieran hacerla, sin temor a romper por completo con los chovinistas y con los defensores del socialchovinismo”.
Una vez mas: el ajuste no cierra sin represión.
¿A qué vamos con esto? A que en un contexto de capitulación de la soberanía nacional, de saqueo de nuestros recursos, de ajuste cruel, de empobrecimiento generalizado, no podemos tolerar el oportunismo si nuestro deseo es constituirnos como alternativa real y creíble para una sociedad quebrada y atomizada. La oposición espartana a la Ley Bases de la gran mayoría de los legisladores de Unión por la Patria debe ser solo el principio. No es poco si tenemos en cuenta que estas reformas estructurales hubiesen sido imposibles sin el acompañamiento deshonroso de peronistas, radicales y “progresistas” de convicciones endebles, muchos de los cuales apelaron al escándalo cuando Cristina quiso modificar varias de las cosas que funcionan mal en el país. Conste que le otorgaron facultades delegadas a un personaje violento, autoritario y depravado, que se cree un profeta y hace comparaciones ridículas con Moisés. De eso no se debería volver, si omitimos mencionar que en Argentina se puede entrar por una boleta y salir por la otra o cometer grandes atropellos contra el pueblo y reaparecer con algún lavado de cara como salvador nacional (solo el kirchnerismo consiguió durante un importante tramo de nuestra historia reciente interrumpir esa atmósfera de impunidad, con el juicio político a la Corte o la muerte de Videla en una cárcel común, sin llegar a perforar el manto de la complicidad civil, aunque pudo nombrarla, despertando una hostilidad que no cesa). La conclusión que tenemos que sacar es que, así como con los créditos de guerra se disipó la ilusión socialdemócrata, ahora estamos presenciando el final de la ilusión democrática, que revela su verdadera esencia: nuestra democracia es una democracia de la derrota.
Que los poderes fácticos tienen la mayor responsabilidad sobre esto no cabe ninguna duda. Que bombardearon sistemáticamente a la sociedad para llenarla de odio y distraerla de lo importante, tampoco. Javier Milei no sería presidente si las principales corporaciones no hubiesen fogoneado las condiciones, de la misma manera en que la burguesía alemana impulsó la llegada de Hitler para exterminar el comunismo y la lucha de clases. Lo dejó claro hace unos días Alfredo Leuco: cualquiera menos Cristina. Por lo tanto, el “centro democrático” definió plegarse a esta estrategia bélica. La idea de que el Congreso puede ponerle límites de verdad a Milei es una falacia. Esto no quita la validez de la construcción de acuerdos parlamentarios sobre ciertos temas, como para mejorar la fórmula previsional de las jubilaciones. Pero en la discusión de fondo, el Congreso no puede hacer nada, porque el “centro democrático” ya rifó la democracia frente a la dictadura del capital transnacional. Los límites los pondrá el pueblo o no los pondrá nadie. Hay que asumirlo y estar a la altura de los diagnósticos. Si nos quedamos en pedirle autocrítica a la derecha tradicional o a los grupos económicos por la realidad que estamos viviendo, apenas acertaremos en la carátula, pero políticamente no nos va a resolver nada, porque lo primero que tenemos que resolver es nuestra propia crisis. De hecho, carece de sentido caracterizar el síntoma Milei sin caracterizar el síntoma de kirchnerismo reprimido que hoy padecemos. Tal vez la desinhibición ultraderechista de Milei nos sirva de estímulo para lograr esa liberación que venimos postergando en vanas especulaciones sobre la “correlación de fuerzas” o insustanciales desvelos para “cuidar la unidad”.
Entre 2003 y 2015 el kirchnerismo fue la encarnación del espíritu peronista. Fin. No hay otro peronismo. El pejotismo menemista paleolibertario de los dirigentes que se salvan a costa de la gente es lo que Néstor decidió derrotar. El kirchnerismo levantó las banderas de la transgresión y la rebeldía. Hay que volver a levantarlas, recuperar la autoestima. Sin que nos importe el qué dirán. Que digan lo que quieran. Nada duradero se puede construir con dirigentes o poderes que nos acompañan por una conveniencia circunstancial; con tránsfugas que se cuelgan de los votos de Cristina pero luego son capaces de vender a la madre. Confiar en nuestra militancia y en nuestro pueblo es dar los debates de frente, sostenerse en la verdad, apostar fuerte por un futuro distinto, aunque los medios nos demonicen y el gobierno nos tilde de terroristas o comunistas. Da igual. Lo decisivo es saber qué queremos. Frente a tantas tentaciones y presiones, no fue fácil mantener los bloques compactos para rechazar la Ley Bases. Pero más difícil aún es disponer de un programa común que nos unifique y nos vuelva a conectar con las aspiraciones de amplios sectores de nuestro pueblo. Si hoy aterrizáramos en la Casa Rosada, si tuviéramos mayoría en ambas Cámaras, ¿sabemos cuál sería nuestra Ley Bases? O, para decirlo en nuestros términos, ¿cuál es nuestra Constitución de 1949? Repetir como un mantra que hay que hacer lo mismo que en 2003 es una tontería. Néstor y Cristina tuvieron un plan de gobierno, basta con leer Después del Derrumbe para comprobarlo. Pero hoy la coyuntura nacional, regional y mundial es demasiado compleja y diferente a lo que fue en aquel momento. Así como tenemos la obligación de frenar las avanzadas de Milei sobre los derechos y sobre el nivel de vida de la sociedad, tenemos que imitar a Lenin cuando, en medio de la guerra y la traición socialdemócrata, se replegó en Berna para estudiar a Hegel con profundidad. Poniendo en suspenso la ansiedad y la desesperación que evidentemente sentía y que manifestó más de una vez, pudo Lenin ir madurando lo que luego sería la posición bolchevique.
Moderar el discurso no sirvió de nada. Hay que hacer más kirchnerismo.
Nosotros no tenemos que hacer lo que hicieron los bolcheviques. Es una mera analogía, aunque muy ilustrativa. Tenemos que devenir kirchneristas. Nada de “volver mejores” en el lenguaje de los otros. Porque la victoria de Milei tiene mucho que ver con el hecho de que la conformación del Frente de Todos en 2019 fue una equivocada respuesta a la pregunta sobre por qué perdimos en el 2015. Con Alberto de presidente, el kirchnerismo interiorizó el antikirchnerismo y se moderó cuando, en rigor, debía proponer a la sociedad un paquete de reformas para superar la crisis que dejó Macri y transformar el país en el sentido que indican nuestras tres banderas. Nos faltó leer a Cooke, quien en la década del 60 planteaba que era un craso error barajar como hipótesis para recuperar el poder la reconstrucción del “frente del 45”, porque significaba no haber aprendido la lección del golpe del 55. En nuestro caso, quisimos reparar lo que alejó a Alberto o Massa del kirchnerismo, que fue lo mismo que nos conmovió y acercó a muchos de nosotros. Y, aun así, el poder no modificó un ápice su caracterización. Intentamos ser más diplomáticos, menos confrontativos… y de todas formas nos cagaron. Ahora estamos pagando las consecuencias, con un mamarracho fascista como presidente. ¿Se sensibilizó el establishment? De nuevo Leuco: cualquiera menos Cristina.
“Ganar las elecciones para fracasar en el gobierno es un mal negocio”, decía Perón. Porque traicionamos la confianza del pueblo. Pasarnos de rosca amagando a dar batallas que nunca se concretan ha dañado considerablemente nuestra reputación y nuestra credibilidad. Por eso tenemos que volver a las bases de lo que somos. Volver a la doctrina, volver a Perón, para nuestra generación, es volver a Néstor y Cristina, con la actualización doctrinaria que amerite. El gobierno del Frente de Todos fue un alfonsinismo sin Juicio a las Juntas, una réplica de la democracia de la derrota, con su crisis de deuda, su tensión inflacionaria, sus embates reaccionarios. Ahora parece que transitamos, en una especie de círculo vicioso, el doloroso “camino de los 90”, de una manera quizá más agresiva, con tintes fascistas, no como “fin de la historia” sino como refundación de lo anti-argentino. Massa como alternativa no era más que Cardozo frente a Cavallo y lo que no pudo solucionar como ministro lo tributó como candidato. Consumada esa derrota, el kirchnerismo tiene que definir qué quiere ser. Necesitamos como una bocanada de aire fresco salir de la nostalgia y de la etapa de diagnóstico en la que estamos atrapados desde el 2019. Una vez que se diagnostica, hay que sacar consecuencias, asumir en la praxis una posición, reconocer un antagonismo. Acabada la ilusión reformista, rematado el país por la traición demoliberal (es la jerga de Perón), prisioneros de esta triste Década Infame de la que no logramos salir, se vuelve imperioso resurgir con ánimo revolucionario y comprometernos con un programa de transformación social que deberá ser tan agresivo y tan poco contemplativo como el de Milei, si es que queremos seguir siendo un país y no un puñado de enclaves coloniales regidos por una legislación vip, de mayor jerarquía que la propia Constitución.
Hoy la contradicción principal no es entre democracia y dictadura/tiranía, que fue la base de la pasada campaña, porque la mayoría silenciosa que votó a Milei lo hizo desinteresada por la cuestión democrática y no se dejó asustar por ningún cuco. Un pueblo abatido y fatigado puede tolerar un tirano perverso. Es lo que pasa cuando con la democracia no se come, ni se cura, ni se educa. La estrategia del frente democrático está agotada. Para contrarrestar la apatía y volver a enamorar necesitamos regresar al sendero de la revolución nacional, porque nuestro antagonista no es otro que un gobierno de ocupación extranjera legitimado por los votos. Ante la proscripción judicial, el atosigamiento de los medios y el chantaje del poder económico, hay que darle a Cristina las herramientas para que conduzca este proceso. Nuestra única y mayor herramienta es el pueblo organizado, disciplinado, convencido. Sin un proyecto y una orientación que nos inviten a caminar, la herramienta se verá oxidada y desencantada. El desafío del momento es volver a generar entre nosotros la magia y la mística de que podemos cambiar las cosas a pesar de las terribles adversidades, de que podemos movilizarnos en función de una causa justa. Retomar las bases del peronismo es partir del axioma de que se persuade y se contagia desde el ejemplo, no con bonitos discursos. Es nuestro ABC. Decidamos qué queremos y perseveremos, sin miedo a los tropezones, sin que ningún oportunista sea la cara de nuestras derrotas. Las derrotas son también un semillero de fortalezas. El miércoles entre gallos y medianoche el “centro democrático” nos arrojó al fondo del pozo. Pero sin saberlo, nos concedió la posibilidad de volver a levantarnos una vez más, de sentirnos más kirchneristas que nunca. El kirchnerismo será revolucionario o no será nada. Seamos.
No es el gobierno el enemigo. El enemigo son los poderes globales oligárquicos que, organizados como Imperio, usan a figuras locales para poder succionar recursos de Argentina.
Se necesitan nuevos dirigentes salidos de una amplia reorganización del movimiento nacional y popular y el peronismo que dé cabida a todo lo que haya que debatir a fin de adoptar resoluciones concretas.
Cristina tiene que jugar un papel importantísimo en esa reorganización.
Es el momento de satisfacer los deseos de las bases potencialmente militantes, de las que saldrán elementos hasta ahora desconocidos.
Pero esa política de promoción tiene que estar vigilada y, en lo posible conducida, por los más experimentados.
Cristina tiene que adoptar, a pesar de sus características personales, una postura mucho más activa respecto a todo lo relacionado con el compañerismo y la competencia entre compañeros de causa, que no es lo mismo que lucha entre adversarios.
El internismo es como una enfermedad crónica que no se quiere tratar y se lo deja al enfermo así porque puede sobrevivir con eso. Pero todo tiene un límite, más allá o más acá.
Alguien debe tomar la iniciativa para reorganizarlo todo.
No nos va a salvar la «militancia» en sentido general, porque la dirigencia refleja los mismos vicios que hay por doquier en la base. Pero lo que hay que hacer es remover en la base para que surjan o resurjan otras figuras que, esperemos, no tengan los mismos vicios que tienen los ya conocidos.
Así se va apostando a un recambio de dirigentes y a una selección de elementos más depurados.
Los mayores vicios son: el sectarismo, los intereses de círculos, las ambiciones personales desproporcionadas, la falta de valores morales e intelectuales, emociones negativas relacionadas al temor y las reservas mentales respecto al surgimiento de nuevas figuras en la militancia, el ideologismo, etc., etc.
Todo eso, acumulado una y otra vez, va conspirando contra el dinamismo de las agrupaciones y organizaciones de base.
Así que los dirigentes más concientes de todas estas cosas deben ir tomando nota y empezar cuanto antes a abrir más los espacios en las bases y que todos los compañeros viejos y nuevos se puedan manifestar, intervenir, ser escuchados y considerados, pero no por pensar que deben reemplazar a los que se considera fracasados, sino para ensanchar la representatividad en la base y aumentar las probabilidades de que personas más cultivadas en lo moral e intelectual puedan marcar la diferencia.
Esto es necesario para recuperar y revitalizar el espacio nacional y popular con vistas a poder gobernar la Argentina en el corto y mediano plazo y alinear a nuestro querido país con el movimiento mundial de países Brics que, en todos los continentes, se resisten a renunciar a las perspectivas del desarrollo para sus pueblos en un mundo de soberanías que cooperen en pos del mejoramiento material y espiritual de todos los pueblos postergados del mundo.