Cuando Michael Young, un influyente sociólogo británico, escribió The Rise of the Meritocracy [El ascenso de la meritocracia] en la década de 1950, pensó el libro como una sátira, y la sociedad meritocrática que describió, como una distopía. El texto de Young, publicado en 1958, está escrito como si fuese un informe sociológico. En un imaginario 2034, un sociólogo preocupado trata de entender la causa de una serie de acontecimientos perturbadores: disturbios, ataques terroristas, un asalto al Ministerio de Educación.
¿Cómo es que la gente no es feliz, ahora que la sociedad se ha convertido en una perfecta meritocracia? ¿Por qué los pobres se sienten molestos con el orden social, una vez que el mérito finalmente ha triunfado sobre el linaje y la inteligencia ha reemplazado a la clase y las conexiones como boleto de acceso a la elite?
En el año 2034 de Young, la sociedad es una meritocracia diseñada concienzudamente. Se utilizan tests de inteligencia para identificar a los niños más talentosos, de manera que reciban la mejor educación y ocupen las posiciones más importantes en la sociedad. El talento ya no se desperdicia, ni se desperdicia nada en quien no tiene talento.
Una advertencia, no una guía
En la actualidad, sin embargo, tanto los liberales de izquierda como los de derecha leen la novela de Young como una guía más que como una advertencia, sostiene Petter Larsson. Columnista del diario más importante de Suecia, Aftonbladet, Larsson es autor de Riggat: Hur tron på meritokratin minskar chansen till en klassresa [Amañado. Cómo la fe en la meritocracia reduce las oportunidades de movilidad de clase], de reciente publicación.
Los liberales aman la idea de la meritocracia. Pero si bien la meritocracia promete igualdad de oportunidades, no puede crear igualdad de condiciones. La meritocracia es fundamentalmente la idea de organizar la sociedad como si fuera una carrera en la que gana el mejor (el más talentoso, el más trabajador). Pero para que haya (algunos) ganadores, también debe haber (muchos más) perdedores. La meritocracia no es el fin de la sociedad de clases, presupone su conservación.
Para los liberales que se oponen a las políticas redistributivas, la meritocracia es también la excusa perfecta. Si las posiciones en la sociedad se ganan estrictamente por obra del mérito, no solo no hay necesidad de redistribución, sino que la redistribución sería moralmente incorrecta, un colchón de plumas injusto, e injustificable, para quienes no se esforzaron lo suficiente, que a la vez envía todas las señales incorrectas a quienes sí lo hacen.
Profunda decepción
Young fue autor del manifiesto electoral «Afrontemos el futuro» [Let us Face the Future], con el que el Partido Laborista de Reino Unido obtuvo una aplastante victoria en 1945. El máximo logro del gobierno de Clement Attlee fue la creación del Servicio Nacional de Salud, posiblemente la institución redistributiva más poderosa en la historia del Reino Unido. Responsable de acuñar el término meritocracia con su clásico bestseller, Young sufrió una profunda decepción frente a la connotación positiva que adquirió en décadas posteriores.
«Elegir a determinados individuos para ciertos empleos de acuerdo con su mérito demuestra sentido común», destacaba en un artículo publicado en The Guardian en 2001 que se ha citado con frecuencia. Pero continuaba: «Sucede lo opuesto cuando quienes son considerados con mérito suficiente para algo en particular se consolidan en una nueva clase social que no tiene espacio para otros». En «marcado contraste» con el gobierno posterior a 1945, escribía, el gabinete laborista de Tony Blair estaba «en gran medida repleto» de «miembros de la meritocracia».
Jerarquía social almidonada
El mito de la meritocracia crea una jerarquía social almidonada y moralmente cargada. En la cima se encuentran quienes son considerados (y se consideran a sí mismos) los más merecedores. Se supone que ellos han ganado sus posiciones mediante la inteligencia, el talento y –sobre todo– su arduo trabajo. Merecen su estatus social, así como sus altos ingresos. Quienes se encuentran en el otro extremo de la escala social, por su parte, son considerados no merecedores de nada excepto su destino. Son debidamente confinados en el extremo inferior de la escala de ingreso y en el menor prestigio social.
El filósofo estadounidense Michael Sandel lo resume en La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?: «En una sociedad desigual, quienes llegan a la cima quieren creer que su éxito está moralmente justificado. En una sociedad meritocrática, esto significa que los triunfadores deben creer que han ganado su éxito mediante su trabajo y su esfuerzo».
Arrogancia y vergüenza
Sin embargo, esta individualización del éxito (y, en consecuencia, del fracaso) tiene consecuencias destructivas en ambos extremos de la jerarquía social. En la cima, engendra arrogancia; en la base, vergüenza. He aquí una potencial pieza faltante en nuestra comprensión del populismo de derecha. Como nos recuerda el experto Cas Mudde, los votantes del populismo de derecha no pertenecen mayoritariamente a la clase trabajadora, provienen de todos los segmentos de ingresos. En cambio, tienden a compartir otra característica: en una inmensa proporción son personas con bajo nivel educativo.
Quizás estos votantes no sean tanto los «perdedores de la globalización» como los perdedores de una sociedad construida sobre el mito de la meritocracia. En una sociedad tal, a los individuos con un bajo nivel educativo se les enseña a sentirse avergonzados: por no ser suficientemente inteligentes, por no haberse esforzado lo suficiente en la escuela.
Mostrarles algo de respeto es entonces la clave para reconquistarlos. Ese fue el leitmotiv de la campaña de Olaf Scholz que condujo a los socialdemócratas alemanes al triunfo en las elecciones de 2021 para el Bundestag.
Ningún modelo a seguir
Stefan Löfven, el ex-primer ministro sueco que es hoy presidente del Partido de los Socialistas Europeos, encarna una historia personal de movilidad de clase. Nacido en un contexto de pobreza, tuvo que ser dado en adopción por su madre cuando era un bebé. Löfven creció con una familia de acogida en el norte de Suecia. Soldador de oficio, tuvo un empleo masculino clásico de clase obrera. Gracias a la confianza depositada en él por sus compañeros de trabajo, ascendió en la escala social.
Primero fue elegido representante del Sindicato de Trabajadores Metalúrgicos. Con el tiempo, se convirtió en presidente de este sindicato con 300.000 afiliados. En 2012 fue elegido presidente del Partido Socialdemócrata. En 2014 se convirtió en primer ministro.
No obstante, Löfven ha rechazado siempre su representación como un modelo a seguir, la prueba viviente de que Suecia es el paraíso de la movilidad social. «Hay algo básicamente equivocado en ese razonamiento», sostuvo en su sentido discurso de despedida durante el congreso partidario de 2021. Su trayectoria de vida, explicó, había sido posible gracias a la ampliación del Estado de Bienestar. Sin embargo, aquellos liberales que con tanto fervor apoyaban los «desplazamientos de clase» como el suyo se oponían sistemáticamente a esa ampliación.
«Pero sobre todo», afirmó, «me opongo a esta idea burguesa de que la clase obrera es algo de lo que uno debería querer escapar». Y ofreció una visión progresista, no meritocrática: «Ser un trabajador no debería significar vivir en la pobreza, tener que deslomarse o tener miedo de morir durante el trabajo. Uno debería poder vivir bien, sentirse seguro, tener un empleo al que uno desee ir, tener la libertad y el poder de moldear la propia vida. Queremos construir una sociedad que sea tan buena para quien cuida niños como para quien gerencia un banco, para quien maneja un camión como para quien ejerce la medicina. Queremos construir una sociedad que sea tan buena para el soldador como para el primer ministro».
Seguramente el difunto Michael Young habría aplaudido.
Fuente: Social Europe. Traducción: María Alejandra Cucchi