Por Eduardo Grüner*
(para La Tecl@ Eñe)
Lo siniestro, es archisabido, es un concepto, o categoría, o noción, o intuición, que Sigmund Freud hizo notorio en el campo del psicoanálisis. Como quien les habla no es psicoanalista, se siente lo suficientemente irresponsable como para borronear su extensión a otros registros discursivos, como el literario, e incluyendo, nada menos, el de lo político.
La palabra alemana que usa Freud -también es algo conocido- es UnHeimlich, de prácticamente imposible traducción precisa: habrá que conformarse con rodearla de aproximaciones. Heimlich remite a lo familiar, lo cotidiano, lo íntimo, lo ya conocido que se da por sentado, lo “hogareño” en el sentido estricto, pero también en el amplio del espacio en el que el sujeto se siente seguro, confortable, protegido. Un espacio que puede incluir a la propia familia, al grupo de amigos, al equipo de fútbol, al partido o movimiento político si se lo tiene, a la clase social, al sistema democrático, a la propia patria.
El prefijo Un, obviamente, es la negación de todo eso. Negación, pero no supresión ni borradura: lo que Freud llama el “núcleo” del espanto en lo UnHeimlich tiene que ver, justamente, con esa ambigüedad inquietante: lo familiar, cotidiano, etcétera, sigue presente, pero ahora como amenaza terrorífica; no hay sustitución, sino superposición: lo UnHeimlich no es una metáfora, es la otra cara o el reverso de lo Heimlich, como las horripilantes serpientes de la cabeza de la Medusa asomando entre los pliegues de las rubias y serenas trenzas de la Venus de Botticelli, analizadas por ese gran estudioso de lo UnHeimlich en el arte que es Aby Warburg.
Todo esto hace a la dificultad de la traducción que mencionábamos. Limitarse a decir “lo siniestro” es una cierta tachadura de la ambigüedad: lo siniestro es siempre y solamente horroroso, y entonces perdemos uno de los componentes del “núcleo” que menciona Freud. Lo mismo sucede con otras acepciones que se han ensayado: “inquietante extrañeza”, “ominoso”, “perturbante”, y así. Lo in-familiar es tentador porque guarda fidelidad literal al original, y porque conserva la ambivalencia, pero en castellano tiene el inconveniente de que pueda confundirse con lo “novedoso”, lo “inesperado”, lo “sorpresivo”, ahora sí pudiendo perder el aspecto amenazante y terrorífico, ya que algo nuevo o inesperado podría ser asimismo y únicamente una agradable sorpresa. Más importante aún, el significante “novedad” es sumamente engañoso: en la lengua freudiana se incluye, en el núcleo de lo UnHeimlich, lo que se denomina el automatismo de repetición, en una acepción que ya antes del médico vienés había aparecido en la pluma de ese pensador danés que Lacan llama “el más grande explorador del alma humana antes de Freud”, Sören Kierkegaard, que escribía que la condición de una verdadera repetición es que aparezca como novedad. Es decir, que el asalto de lo real amenazador que nos golpea ahora como caído del cielo (y es difícil resistir la tentación de decir “de las fuerzas del cielo”), ese asalto de lo real y esa amenaza ya tenían sus condiciones inscriptas en la “familiaridad” democrática anterior, solo que en estado de lo reprimido ahora retornante. Y el propio Freud nos señala que en ciertas regiones de habla alemana no es necesario decir UnHeimlich, porque ya la palabra Heimlich contiene la posibilidad de aquella ambivalencia.
Bien. Balbuceemos un poco esas hipótesis de extensión a otros terrenos que insinuábamos hace un momento. En verdad es algo que hace el propio Freud, quien toma sus ejemplos fundamentalmente de la literatura, analizando situaciones “siniestras” como las del doble, o los objetos o seres inanimados que cobran vida (como si dijéramos perros muertos hace mucho, pero que no solo hablan, sino que dan consejos políticos a altos mandatarios). Se le ha criticado mucho a Freud esta actitud, digamos, estetizante, que investiga su concepto en el arte en lugar de en el sufrimiento humano. Bueno, salvando las debidas distancias, yo debo estar muy identificado con Freud porque voy a hacer exactamente lo mismo, aunque no sin recordar que él mismo aclara que su abordaje “estético” lo es en el sentido de la Aisthasis de los antiguos griegos; vale decir (cito textualmente), de “todas las cualidades de nuestra sensibilidad”, incluidas las físicas del goce de los sentidos, de tal modo que en lo “estético”, todo el cuerpo -comprendido su sufrimiento- está comprometido.
En fin, me gustaría referirme a un escritor judío praguense que escribía mayormente en alemán, fallecido en 1924, de nombre Franz Kafka. Es el mismo Franz Kafka del cual Borges afirmaba que el secreto de su literatura no es que sus relatos se parezcan a pesadillas, sino que son pesadillas. O sea que Kafka -que en una página de sus extraordinarios diarios dice también él “desesperar de las metáforas”- escribe directa y literalmente esos sueños ominosos, y lo hace (al menos en las buenas traducciones) con un lenguaje absolutamente transparente y cotidiano, “familiar”, diríamos: como si ya su estilo mismo fuera la práctica de lo UnHeimlich siempre presente en su narrativa.
El caso es que, sobre Kafka, ya se sabe, se han escrito bibliotecas enteras de interpretaciones de sus textos desde cualquier perspectiva, de la sociológica a la metafísica, de la psicoanalítica a la teológica, de la jurídico-política a la del delirio surrealista. No habría por qué privarse de una más: la de suponer que todo el mundo kafkiano es el de lo “siniestro familiar” puesto en acción.
Tomemos, por ejemplo, las tribulaciones del señor K -que ni apellido tiene- en esa novela de título nada indiferente para los argentinos, El Proceso. Como se recordará, una mañana se le informa al señor K que ha sido acusado de un delito grave. Allí comienzan sus peregrinaciones laberínticas por los pasillos de la burocracia jurídico-estatal, hasta que finalmente se lo encuentra culpable, se lo condena a muerte, y efectivamente en la última página se lo ejecuta. Todo ello sin que nunca el señor K, ni ninguno de los otros personajes (incluidos jueces y abogados), ni por supuesto nosotros los lectores, nos enteremos jamás de qué se lo acusaba, ni si realmente era culpable o inocente. Porque lo único que importa es que la maquinaria funcione, como si tuviera una vida propia para cuyo metabolismo los sujetos humanos fueran un alimento circunstancial. Es esa “vida propia” maquínica, con sus rutinas de automatismo repetitivo, lo que se vuelve de repente aterrorizante, precisamente en tanto es la Ley más “familiar”, haciendo lo que corresponde desde el punto de vista formal o instrumental.
Porque, entendámonos. Lo que Kafka nos hace presenciar es la “figuración” del Terror por la propia Ley, no por su abuso, su mal uso o su ausencia. La de Kafka es una hazaña filosófica inaudita. Si El proceso es (entre infinitas otras cosas) la intuición anticipada de los totalitarismos modernos -como muchos han querido entenderlo-, lo es en la medida en que su Terror es la normalidad. No hay allí –al menos no se hace alusión explícita a esas cosas– dictaduras ni “estados de excepción”: hay, simplemente, la Ley funcionando comme il faut: como maquinaria anónima e impersonal, cuyos engranajes deben mantenerse aceitados sin preguntas por la ética o la justicia de los hechos.
De manera que aquí tenemos un primer síndrome de lo UnHeimlich: la Ley “normal”, con su pretensión de universalidad abstracta, que desconoce la amenaza particular que podría representar para cada sujeto en determinadas circunstancias. El Terror perfectamente legalizado, y quizá en democracia, puesto que no se nos dice lo contrario. Retengámoslo, por favor, por unos minutos.
Siempre sin salirnos de Kafka, nos asomamos a otra pequeña parábola. Se trata del brevísimo cuento titulado “Ante la Ley”. Allí, en efecto, un campesino llega ante las puertas del majestuoso edificio de la Ley, seguramente con la intención de ser recibido para reclamar sus derechos. El portón está entreabierto, pero custodiado por un guardia fuertemente armado en su garita. El campesino se sienta, esperando que el guardia le franquee la entrada. Pasan las horas, los días, las semanas, los años, las décadas. El campesino, ya muy anciano, está agonizando. El guardia se inclina sobre él y le dice: – ¿Por qué nunca entraste? Esta puerta estaba abierta para ti. Ahora que vas a morir, la cierro.
Tenemos aquí una segunda figuración de lo UnHeimlich: la de la “normalidad” de una espera paciente que conduce a la muerte. Podríamos haber citado muchos otros textos que ilustran ese drama de la espera inútil: ahí está Esperando a Godot de Samuel Beckett, o El Desierto de los tártaros de Dino Buzzatti. El cuento de Kafka, además de la contundencia de su brevedad, tiene la ventaja de que el objeto de deseo, el motivo de la espera, no está eternamente ausente como en Beckett y en Buzzatti: al contrario, es una presencia física, masiva, material, que está perfectamente al alcance de la mano. Es solo el sometimiento del campesino al Poder lo que impide que el contacto se realice. El efecto de lo siniestro-familiar es precisamente ese: la cercanía del edificio, el portón acogedoramente abierto, son lo mismo que aplasta y finalmente mata al paciente trabajador.
Permítanme ahora correrme de la ficción y hacer un poco de historia, sin ninguna sorpresa, ya que se trata de cosas muy conocidas. En enero del año 1933, en Alemania, la mayoría del pueblo, entusiasmada por lo que se les aparecía como una inédita novedad, eligieron como Canciller (en ese entonces la máxima autoridad institucional del Reich) a un personaje grotescamente payasesco, ex cabo del ejército, pintor de tercera categoría, grosero y gritón, pero que prometía una radical refundación nacional que produciría un mileinio, perdón, un milenio de felicidad teutónica. Bien; a las pocas semanas de gobierno ya era completamente claro que la política del obsceno aullador solo podía conducir, a la corta o a la larga, a la catástrofe. Sin embargo, tanto aquellos que lo sostenían con convicción, como aquellos que lo habían votado quizá con reservas, pero con grandes esperanzas, esgrimieron básicamente dos argumentos para no cuestionar activamente su poder despótico: primero, que el Führer había sido consagrado mediante elecciones irreprochablemente legales y formalmente democráticas; segundo, que el gobierno aún llevaba poco de andar, que había que darle tiempo, tener paciencia, esperar.
No necesito aclarar que al menos los sectores más instruidos del pueblo alemán conocían algo de la obra de Freud, y ni qué hablar de la literatura de Kafka. De ambos, tanto como de la historia, podían haber aprendido algo sobre el funcionamiento de lo UnHeimlich. Por ejemplo, que décadas de democracia no son garantía alguna para evitar el retorno del Terror que habíamos creído poder sepultar tan solo por el recurso instrumental a la Ley, puesto que a veces es justamente ese recurso, abstraído de las circunstancias sociales y políticas concretas, el que puede producir la Repetición disfrazada de Novedad. Como si hubiéramos olvidado aquello de que todo documento de cultura lo es también de barbarie, o que, en la sociedad de clases, para citar a un amigo, la lógica de la Ley es menos neutral que un fusil.
Y del campesino kafkiano podían haber aprendido que la resignación paciente, la esperanzada espera para que finalmente el Poder nos entreabra alguna puerta para reclamar nuestros derechos, es una actitud que solo puede conducir a la Muerte, a la que por supuesto basta esperarla. Un final que el campesino podía haber evitado con un poco menos de sometimiento a la Ley vigente y un poco más de resolución para refundar la Ley si fuera necesario, y con un poco más de impaciencia, al menos la suficiente como para juntarse con una multitud de otros campesinos que, haciendo caso omiso del guardián, abrieran la puerta a patadas, y no se limitaran a reclamar, sino a reapropiarse de sus derechos secuestrados.
——————————————————————————–
*Sociólogo, ensayista y crítico cultural. Doctor en Ciencias Sociales de la UBA.