Vacas tristes

El 25 de septiembre de 1972, Alejandra Pizarnik cogió una tiza y en el pizarrón de su departamento de Buenos Aires escribió: “No quiero ir / nada más / que hasta el fondo”. Regresó a su habitación, ingirió 50 pastillas de seconal sódico y murió. Tenía 36 años.
Oh vacas tristes, entre la duda y la verdad
y sedas  y delicia de la sombra
mejor hagamos un mundo
para que Alejandra se quede
Juan Gelman

 

Por Blue Apple
@YarielSuarez612
Flora Alejandra Pizarnik nació el 29 de abril de 1936 en Avellaneda, Argentina, en una familia de inmigrantes ucaniano-judíos que llegaron a Sudamérica huyendo de la Segunda Guerra Mundial. Tuvo una infancia difícil. Las comparaciones con su hermana eran constantes.

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Myriam reflejaba el ideal materno de “la hija perfecta”. En cambio, Alejandra era la caótica, la rara, la rebelde. El asma, su condición de extranjera y el arrastre de la última sílaba lastran su autoestima. Obsesionada con su cuerpo, inicia una gradual adicción a los fármacos.

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En la secundaria, la introvertida ‘Buma’ descubre su gran pasión: la escritura. Lectora de Proust, Joyce, Sartre y los surrealistas franceses, desde joven va dejando huellas de lo que más tarde será el eje de su obra: la infancia perdida, la búsqueda de identidad y la muerte.

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En la Navidad de 1959, ya con 24 años, decide emprender un viaje a París. Allí se desarrolla como escritora, periodista y lectora de ensayistas franceses. En la Ciudad de la Luz encuentra la perfecta articulación de soledad y compañía que necesitaba para vivir.

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“Ha llovido hermosamente. Leí varios libros, escribí varios poemas, no hablé con nadie y descubrí que me sentía “casi feliz”. Exceptuando las veces que me acordaba: estás en París; tienes que salir, tienes que ver. Entonces la angustia. Mañana; juro que mañana saldré.”

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Con Julio Cortázar mantuvo una intensa amistad. Se admiraban más allá de la literatura. Es de sobra conocida la última carta que le envió el escritor argentino. “Yo te quiero viva, burra, y date cuenta que te estoy hablando del lenguaje mismo del cariño y la confianza.”

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Durante los 4 años que residió en Francia, fue incansable en su actividad literaria. Tradujo a Michaux, Césaire y Artaud. Estudió en La Sorbona. Trabajó en la revista Cuadernos. Su poemario ‘Árbol de Diana’, con prólogo de Octavio Paz, es un clásico de la lengua hispana.

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En 1964 regresa a la Argentina. Un hecho la atormentaría por siempre: el fallecimiento de Elias, su progenitor. A partir de entonces, sus páginas se volvieron más grises. “Apagaron la luz en mí – no del todo, puesto que sufro. La muerte de mi padre hizo más real mi muerte”.

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A los continuos cambios en su vida se sumaron las pastillas, esas tan necesarias para convocar el sueño, aunque también la sumían en una profunda angustia que culminó con un primer intento de suicidio, en 1970. El precio de la delicadeza es, muchas veces, la propia vida.

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La poesía se le empieza a negar. En su Diario escribe: “Bloqueo. Toda la noche intenté escribir o leer. En vano.” En medio de una profunda depresión, publica ‘El infierno musical’, ‘Genio Poético’ y una edición en formato libre de su ensayo ‘La Condesa sangrienta’.

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Alejandra odiaba los domingos y los días soleados. Y eligió la madrugada del 25 de septiembre de 1972 para quitarse la vida. Aquel fin de semana había salido con permiso del hospital psiquiátrico donde se hallaba internada. Aquel día, la jaula se volvió pájaro.

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Su obra es breve espacio de reflexión. Encontró, a través del lenguaje escrito, la manera de desahogarse y transmitir sus sentimientos. El universo pizarnikiano es un diálogo entre ella y “sus voces”. Alejandra no murió de poesía, vive en ella.

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Analistas suyos han destacado su sexualidad, que transita entre vertientes lesbianas y bisexuales, quizás presionada por la sociedad de una época que la llevó a encerrarse en el armario. A Alejandra le asustaba la palabra “homosexual”. Nunca confesó serlo.

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A pesar de su corta vida, dejó uno de los archivos literarios más desgarradores y excelsos del siglo XX. Un diario de casi mil páginas, relatos cortos, poemas, novelas y su correspondencia constituyen el vasto legado de la “poeta maldita”.

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“Alejandra / Alejandra / debajo estoy yo / Alejandra.”

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