Disputas feministas en torno del sexo y la biología

La distinción entre sexo y género ha sido y es un pilar fundamental de la teoría feminista, ampliamente celebrada por haber permitido rechazar el esencialismo y el determinismo biológico. Sin embargo, en la actualidad, una vertiente del feminismo –el feminismo antigénero– la utiliza para hacer lo opuesto: dar una definición biologicista de mujer y varón. Las tensiones a la hora de concebir el cuerpo biológico y el papel de la biología en la determinación de la identidad dividen a los movimientos feministas y abren diversas discusiones.

«Sexo no es género»

En un monólogo de 2022, el humorista británico Ricky Gervais se burlaba de la cultura de la cancelación –y, como era de esperar, fue cancelado poco tiempo después–. En uno de sus chistes, Gervais advierte a las personas que disfrutan cancelando a otras que, en un futuro, ellas mismas podrían ser víctimas de la censura, ya que «nadie puede predecir qué será ofensivo en el futuro, porque es imposible saber cuál será la próxima masa dominante». Por ejemplo, continúa el cómico, lo más ofensivo que se puede decir hoy en día es: «las mujeres no tienen pene». Tras las risas del público, Gervais remata: «nadie lo vio venir». De hecho, agrega, seguro que diez años atrás no encontraríamos un tuit que dijera que las mujeres no tienen pene: «¿Saben por qué? No se nos habría ocurrido que tuviéramos que decirlo»1.

El humor suele ser un buen índice del clima de época, y el monólogo de Gervais captura con precisión cierto malestar hacia el progresismo en materia de género y sexualidad. La crítica a la denominada cultura woke2 está anudada a un sentimiento nostálgico por un pasado más sencillo, menos confuso, en el que resultaba fácil saber quién era varón y quién era mujer. A nadie se le habría ocurrido aclarar que las mujeres no tienen pene, porque habría sido como aclarar que un cuadrado tiene cuatro lados. La ecuación solía ser simple e infalible: tener pene equivale a varón, tener vagina equivale a mujer. Si bien ese pasado añorado es más ideal que real3, Gervais tiene un punto a su favor: vivimos un momento de profundas revisiones y debates sobre qué es ser mujer, varón o algo diferente.

En las redes sociales conservadoras hay un hashtag que condensa este rechazo a la (mal) llamada «ideología de género»: #SexoNoEsGénero. Este hashtag implica que, más allá de la identificación, los sentimientos y los pronombres elegidos, hay una verdad de fondo irrefutable: solo hay dos sexos y es el sexo lo que define a varones y mujeres. Por sexo, se entiende un conjunto de elementos corporales: cromosomas, gónadas, hormonas, gametos, genitales. Este hashtag suele ir acompañado de otros que, en conjunto, van delineando los contornos afilados de los movimientos antigénero: #SerMujerNoEsUnSentimiento; #MujerHembraHumanaAdulta; #Mujerxx; #StopDelirioTrans.

Lo más sorprendente, tal vez, es que esta crítica a la «ideología de género» ya no es exclusiva de grupos antifeministas, sino que es respaldada por una rama del propio feminismo. Desde mediados de 2010, en la esfera pública (en especial, en las redes sociales), apareció un nuevo tipo de feminismo que pide volver a tomar en serio el sexo y anclar la definición de mujer y varón en la diferencia sexual biológica. Estos «feminismos antigénero», como los denomina Mabel Alicia Campagnoli, «rechazan la categoría género mediante el constructo ideología de género, con la consecuencia de preferir el término ‘sexo’ para visibilizar sus problematizaciones e identificar al sujeto político feminista con el colectivo las mujeres»4. Para el feminismo antigénero, #SexoNoEsGénero es más que un hashtag, es el pilar de su activismo a favor de las mujeres cis y en contra de las mujeres trans.

¿Cómo puede ser que la distinción sexo/género, que fue empleada para combatir el esencialismo y el determinismo biológico, sea actualmente invocada para promover el esencialismo y el determinismo biológico? ¿Cómo puede ser que haya un feminismo «crítico del género» cuando el género fue una herramienta clave para rechazar el sexismo y la violencia machista? En las próximas páginas, quisiera explorar las disputas feministas en torno de la distinción sexo/género, así como comparar los distintos usos de la biología en las reflexiones feministas sobre la identidad. Una conclusión de esta comparación es que la teoría feminista antigénero suele caer en posiciones ingenuas y simplistas tanto sobre el sexo como sobre la biología.

Mujer, sexo y género

Comencemos con un resumen esquemático de los argumentos antigénero. El corazón de este enfoque es que las mujeres y los varones están definidos por su sexo: el sexo femenino implica tener un cariotipo xx, vagina y vulva; el sexo masculino, un cariotipo xy, testículos y pene. El sexo es una realidad material objetiva; no es algo que se asigna, sino que se observa. Además, no puede alterarse. Es cierto que pueden hacerse retoques y ajustes, pero estos son superficiales y estéticos; la verdad de fondo es inmutable. En general, se suelen incorporar explicaciones científicas para sustentar estas ideas: «Los dos sexos, masculino y femenino, evolucionaron en la Tierra hace más de 1.000 millones de años. El sexo de cada persona se fija en la concepción y depende de sus genes»5.

En contraposición al sexo (que es real, material, objetivo, binario e inmutable), tenemos el género. Hay dos formas en que los activismos antigénero entienden esta categoría. Por un lado, remite a un sistema social que genera dominación masculina y que asigna roles y comportamientos estereotipados a varones y mujeres. El género como sistema es una construcción social y, como toda construcción, puede ser transformada –de hecho, afirman que debería ser eliminada porque es opresiva hacia las mujeres–. Por otro lado, estos activismos reconocen que hay un uso de la categoría de género como sinónimo de identidad, por ejemplo, en la noción «identidad de género». Esta es la acepción que rechazan: las mujeres y los varones no son «identidades de género» porque, si así lo fueran, su identidad estaría determinada por el sistema de género, es decir, por los estereotipos sexistas. Si bien su concepción de «identidad de género» no se condice con los usos habituales o con la normativa internacional –los Principios de Yogyakarta definen la identidad de género como la vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente, una definición que nada dice sobre reproducir estereotipos sexistas6–, la tesis de fondo es que mujer y varón son sexos, no identidades. Esto tiene consecuencias para el tratamiento de las personas trans. Como remarca Sara Ahmed: «Al usar el sexo como si el sexo fuera natural, material y el género como si no lo fuera, algunas personas se vuelven ese ‘no’, no naturales, no materiales, ni siquiera reales, irreales»7. Las personas trans pueden sentirse como mujeres o varones, pero ser mujer o varón no es un sentimiento, es un hecho biológico.

Ahora bien, la distinción entre sexo y género no es un invento del feminismo antigénero, es una de las operaciones fundacionales del feminismo contemporáneo. Desde la década de 1970, la división entre lo biológico (el sexo) y los sentidos asignados a lo biológico (el género) fue un pilar de la teoría feminista. Evelyn Fox Keller llegó a afirmar que «los estudios feministas modernos (…) emergen con el reconocimiento de que, por lo menos, las mujeres son construidas más que nacidas –i.e. con la distinción entre sexo y género»8. El concepto de género permitió entender que «mujer» es mucho más que su biología y que la opresión machista no es causada por diferencias anatómicas. No obstante, en los años 70 y 80, «mujer» seguía siendo un término ambivalente. Por un lado, era utilizado como sinónimo de sexo femenino (mujer como hembra, mujer que se nace) y, por el otro, era considerado una construcción social históricamente situada (mujer como identidad, mujer que se hace). La frase de Gayle Rubin, de 1975, captura esta ambivalencia: «Una mujer es una mujer. Solo se convierte en doméstica, esposa, mercancía, conejito de Playboy, prostituta o dictáfono humano en determinadas relaciones»9. Es decir que una mujer es una mujer (biológica), pero adquiere ciertos atributos en manos de la cultura.

Ya en la década de 1980 la escisión entre biología y cultura, entre los datos crudos y la interpretación social, se mostró estrecha. Autoras como Donna Haraway advirtieron que al «sacar a las mujeres de la categoría naturaleza y colocarlas en la cultura (…) el concepto de género ha tendido a permanecer en cuarentena para protegerse de las infecciones del sexo biológico»10. Esa cuarentena fue útil para librarnos del biologicismo, pero no así para ocuparnos seriamente de los procesos biológicos, ni tampoco para establecer un diálogo productivo con las ciencias naturales.

Las epistemologías feministas de la década de 1980 aceptaron el desafío de Haraway, y así se inició una fructífera tradición de estudios feministas sobre el sexo y la biología. En este marco, los aspectos corporales no fueron tratados como datos crudos (i.e., hechos invariables y ajenos a los procesos sociales), sino que se interrogó sobre cómo esos datos eran creados y recreados en la interfaz entre ciencia y sociedad. En el campo de la filosofía, sucedió algo similar. Judith Butler, inspirada en Michel Foucault, atacó la distinción temporal entre sexo y género. El sexo no es considerado un fenómeno presocial, sino que estaría igualmente atravesado por sentidos y luchas de poder. Como señala Ahmed, Butler y otras seguidoras de Simone de Beauvoir consideran que «la biología importa, (…) pero la biología siempre forma parte de nuestra situación histórica»11.

Ahora bien, incluso esta forma de revalorizar el sexo fue considerada inadecuada por otras feministas. Los nuevos materialismos feministas, por ejemplo, cuestionaron la idea de que la construcción del sexo sea monopolio de la acción humana. El neomaterialismo feminista destaca que la biología misma es agente: muta, sorprende, se adapta y se readapta, al igual que lo hacen las instituciones sociales. El sexo ya no es un dato crudo, ni un dato cocido por el sistema heteropatriarcal. En todo caso, el sexo se cocina a fuego lento en una cocina en la que los chefs no son todos humanos. En los relatos neomaterialistas, la naturaleza misma es vista como una construcción dinámica y mutable, abierta a los cambios del entorno, pero también fiel a sus procesos internos.

En general, los nuevos materialismos y la epistemología feminista intentan no priorizar la cultura por sobre la biología, pero tampoco la biología por sobre la cultura. Su interés es estudiar el entrelazamiento entre aquello que llamamos natural y aquello que llamamos cultural. Anne Fausto-Sterling ofrece un ejemplo que patentiza la necesidad de superar el dualismo. Ella recuerda la historia de una cabra que nació sin patas delanteras y que vivió toda su vida saltando en sus patas traseras; tras su muerte, la autopsia reveló que la cabra tenía una espina dorsal en forma de «s», similar a la de los humanos y diferente de la del resto de las cabras. Lo que la autora argumenta es que la forma de su cuerpo se desarrolló como resultado tanto de su código genético como de su forma de caminar: «Ni sus genes ni su entorno determinaron su anatomía. Solo el conjunto tenía tal poder»12.

¿Cuáles son las diferencias y cercanías entre el feminismo antigénero y los feminismos de los que venimos hablando? Al igual que los feminismos de las décadas de 1970 y 1980, los feminismos antigénero reconocen que el sexo es diferente del género pero –y esta es una distinción importante– localizan lo propio de ser varón o mujer exclusivamente en el sexo. Este sexo, además, es considerado un dato crudo, sinónimo de variables objetivas y reales –una diferencia importante con los feminismos que lo consideran una construcción, ya sea social o naturocultural–. El género, recordemos, no puede ser el locus de la identidad porque remite a un sistema opresivo, y no podemos definirnos como mujeres por nuestra opresión. Si bien prácticamente todas las feministas aceptarían que el sistema sexista oprime, y que la categoría «mujer» no puede ser sinónimo de estereotipo, en autoras como Gayle Rubin en la década de 1970, Joan W. Scott en la de 1980, Judith Butler en la de 1990 y Sara Ahmed actualmente, el género es mucho más que esto. Los sentidos culturales pueden disputarse, los estereotipos ejercen presión, pero también pueden ser presionados. El género, en todo caso, es la arena en la que se constituye el significante vacío –o flotante– que es la categoría «mujer». Encontramos aquí otra diferencia medular: para Butler, Ahmed, Scott o Haraway, no hay una definición última de «mujer». La meta del feminismo no es establecer de una vez y para siempre qué es una mujer, como si pudiéramos encontrar un criterio absoluto, universal y fijo. Como veremos, ni siquiera el sexo nos da esa seguridad. En palabras de Scott: «No hay una esencia de ser mujer (o de ser hombre) que aporte un sujeto estable para nuestras historias; sólo existen iteraciones sucesivas de una palabra que no tiene un referente fijo y por lo tanto no significa siempre lo mismo»13.

Que no haya un referente fijo no significa que no podamos contar con definiciones precarias y contingentes. Cuando el vínculo férreo entre biología e identidad se ablanda, aparecen otros criterios que podemos utilizar, como la autopercepción. Aunque los movimientos antigénero conciben la autopercepción como un delirio ideológico, no es una operación tan extraña ni tan nueva. Pensemos, por ejemplo, en la categoría de «hijo» o «hija». Es cierto que la descendencia muchas veces es vista como un lazo de sangre, pero también ha cortado su nexo necesario con la biología. Una persona que adopta un bebé no cree que su hijo sea un «hijo falso» porque no es su copia biológica. Esto es lo propio de las categorías sociales: no tienen un sentido único, son «vacías» no porque no podamos llenarlas de significados, sino porque ese contenido siempre es disputado.

Que se haya ablandado el vínculo entre «mujer» y «biología» no significa que se haya «borrado a las mujeres», como temen las feministas antigénero. Más bien, es un índice de la contingencia y multiplicidad semántica que implica este significante. De nuevo, hay ocasiones en que seguimos utilizando «mujer» como sinónimo de «ser humano con vulva» –¿quién no le ha preguntado a una persona embarazada si va a tener una niña o un niño sobre la base de la observación ecográfica de los genitales?– pero, otras veces, este uso es insuficiente, como sucede con las mujeres trans. La tarea, quisiera sugerir a continuación, es ampliar los repertorios semánticos, encontrar definiciones ad hoc, contingentes y útiles al contexto.

La biología en disputa

Los feminismos antigénero se jactan de ser voceros del sentido común y suelen definir a las mujeres como «hembras adultas de la especie humana»14. No obstante, a menudo ofrecen descripciones intrincadas, menos intuitivas. Por ejemplo, J.K. Rowling, la autora de Harry Potter y una de las caras más visibles del feminismo antigénero, sostiene que una mujer es «un ser humano que pertenece a la clase sexual que produce gametos grandes»15. Una definición peculiar, por decirlo de algún modo, más cercana a viejos manuales científicos que a nuestros usos coloquiales. ¿Por qué traer a colación los gametos?

Como ya adelanté, el uso de nociones biológicas para fundar su idea del sexo es habitual en los feminismos antigénero. No solo repudian a los feminismos dominantes por negar supuestamente el sexo, sino también por «negar la ciencia»; por eso los llaman «ideológicos». Sin embargo, en el feminismo hay una larga tradición de lectura y análisis serio de las investigaciones de las ciencias naturales, por lo menos desde el auge de la epistemología feminista en la década de 1980. Estas epistemologías forman parte del legado de la filosofía de la ciencia de Thomas Kuhn y, como tales, se centraron en demostrar que no hay verdades eternas e indiscutibles en las ciencias, ni siquiera en las consideradas «duras». Las teorías científicas son falibles, suelen incorporar valores sociales, cambian con el tiempo, son objeto de debate. Esto no significa que sean falsas, sino que la rigurosidad, la adecuación empírica y la metodología no son antídotos frente a la contingencia del saber.

Con respecto al sexo, la epistemología feminista ha indagado en la historia de la biología para mostrar que esa verdad simple, universal y autoevidente de la que hablan los feminismos antigénero no existe como tal. Es cierto que, como reconoce Sarah Richardson, «el sexo a menudo es visto como el término simple de la ecuación sexo-género, fácilmente definido por referencia a una breve lista de materialidades objetivas, es decir, hormonas, cromosomas, gónadas y genitales»16. Pero sus estudios sobre las investigaciones biomédicas demuestran que el sexo es mucho más «salvaje» de lo que parece a primera vista. En los laboratorios, por lo menos, el sexo no es un atributo fijo y estable sino que es operacional, es decir, relativo al contexto de la investigación.

Hay dos características del sexo que las epistemologías feministas han problematizado: su binarismo y su inmutabilidad. En las clases de biología, hemos aprendido que el mecanismo de la diferenciación sexual funciona del siguiente modo: los genes determinan la aparición de las gónadas y estas, la aparición de los genitales (el modelo del sexo 3g, como lo denomina la neurocientífica Daphna Joel)17. En general, los genes asociados al cariotipo xx inician un proceso que da lugar al útero y, luego, los ovarios secretan las hormonas sexuales que generan la vagina y la vulva. Con un cariotipo xy tendremos, en cambio, testículos, cuyos andrógenos conformarán el pene.

En realidad, el modelo del sexo 3g es más complicado e involucra más variables. Autoras como Richardson y Fausto-Sterling se han dedicado a desmantelar el mito de que los cromosomas x e y son los directores absolutos de la orquesta del sexo18. Pero, además, hay ocasiones en que este modelo flaquea, como lo demuestran los nacimientos de bebés intersexuales (aproximadamente entre 1% y 2% de la población mundial, la misma cantidad de personas pelirrojas). Nuestra fe acérrima en el dimorfismo sexual suele olvidar que, antes de los dos meses de gestación, todo ser humano es equipotencial. Entre las semanas 8 a 12, la estructura pregonadal indiferenciada se convierte, en general, en testículos u ovarios. Los conductos internos también son equipotenciales y es la acción hormonal la que determina cuáles se degeneran y cuáles sobreviven. Por ejemplo, en personas xy, la acción de la hormona antimülleriana degenera el conducto de Müller, mientras que en personas xx, la ausencia de esta hormona convierte este conducto en trompas uterinas, útero y cérvix. El tubérculo genital también comienza indiferenciado y, a partir de la acción hormonal, deviene pene o clítoris. Como afirma Fausto-Sterling: «Con toda esta bipotencialidad dando vueltas, la niebla que rodea a los nacimientos intersexuales empieza a disiparse»19. Solo debe suceder algo fuera de lo común en alguno de estos niveles del desarrollo sexual para que el resultado no sea el habitual. Es por eso que la autora prefiere pensar el sexo como un espectro, más que como dos casilleros separados. La idea de espectralidad indica que existe una continuidad entre la masculinidad y la feminidad biológica: «Los casilleros discretos –como ‘naturaleza’ o ‘crianza’, ‘niño’ o ‘niña’– son demasiado simplistas para acomodar el desorden inherente que se encuentra en la naturaleza»20. En 2015, la revista Nature publicó una reseña de los últimos estudios científicos sobre el sexo biológico que llega a la misma conclusión: «La idea de dos sexos es simplista. Los biólogos ahora piensan que hay un espectro más amplio que eso»21.

Con esto no quiero insinuar que la biología niegue el dimorfismo sexual. Más bien, quisiera mostrar que hay diversidad y falta de consenso en la comunidad científica con respecto al binarismo. Hay quienes aseguran que el carácter excepcional o minoritario de la intersexualidad permite seguir afirmando que los sexos son dos. Pero hay otras voces que priorizan la figura del espectro y la continuidad. Insistir en que el sexo es indudablemente simple, objetivo y fijo –tal como lo hacen los feminismos antigénero– es desconocer la idiosincrasia de la biología misma que pretenden defender.

Ahora bien, si en términos de cromosomas y caracteres sexuales primarios y secundarios el binarismo admite excepciones, no ocurre lo mismo con los gametos. En este caso, solo hay dos: óvulo y espermatozoide. Es por eso que la definición de «mujer» como «el ser humano que produce el gameto más grande» –el óvulo– ganó popularidad entre quienes critican la «ideología de género». Como desafía la activista antigénero Helen Joyce: «Muéstrenme el tercer gameto y hablamos». El foco en los gametos, además de avalar el binarismo, permite defender la inmutabilidad del sexo: no es posible (por ahora) dejar de producir óvulos y comenzar a producir espermatozoides (o viceversa). Podemos tomar hormonas, podemos hacernos cirugías estéticas, pero cambiar de gametos es inviable.

Para defender la centralidad de los gametos, las feministas antigénero se comprometen con un valor adicional: el reduccionismo. Tomemos, por ejemplo, una frase del activista trans antigénero Buck Angel (sí, hay personas trans antigénero). Buck, que es un varón trans, ha señalado: «Mi realidad es que siempre seré una mujer biológica. En esa realidad, cambié mi espacio físico para parecer masculino. Eso no cambió mi biología»22. Pero ¿qué significa «biología» en este contexto? ¿Por qué algunos cambios solo trastocan la apariencia, pero no la esencia del sexo? Cualquiera que vea una foto de Buck –sus pectorales, su barba frondosa, sus brazos musculosos– reconocería que algo de su biología cambió a partir de su transición. La única forma en que una frase como esta puede tener sentido es si la leemos de forma reduccionista: ninguna de las alteraciones corporales cambió su sexo «de fondo».

El reduccionismo también ha sido objeto de disputa. En las epistemologías feministas, por ejemplo, el sexo remite a una amalgama compleja de distintos niveles biológicos (cromosomas, gónadas, hormonas, gametos, genitales y caracteres sexuales secundarios) y no puede ser homologado a solo uno de ellos. Ninguno de esos niveles es, por sí solo, sinónimo de «sexo» ya que «ninguno está presente en todas las personas etiquetadas como machos o hembras»23. Hay mujeres con hiperandrogenismo que tienen niveles de testosterona que no corresponden al promedio «normal» femenino; hay mujeres intersexuales con vulva y testículos que no descendieron; hay varones con síndrome De la Chapelle que tienen dos cromosomas x, pero genitales y gónadas masculinas. De cara a toda esta diversidad espontánea, reducir la «verdad» del sexo a una de sus capas (sea x, sea y, sea gametos, sea genitales) es una decisión, no una consecuencia necesaria de los datos científicos, ni una observación directa de la naturaleza.

Abandonar el reduccionismo complica pensar el sexo como inmutable. Es cierto que no podemos cambiar nuestro cariotipo ni nuestros gametos, pero hay otras dimensiones del sexo biológico que sí admiten transformaciones. Las hormonas son una de ellas. No solo porque es posible consumir testosterona o estrógeno sintéticos, sino porque son de por sí sustancias altamente sensibles al ambiente. Las hormonas complican cualquier división férrea entre lo interno y lo externo, entre lo innato y lo adquirido. Un estudio sobre paternidad en Filipinas, por ejemplo, demostró que los niveles de testosterona de los padres varían considerablemente dependiendo del tipo de relación que tengan con su familia. En los padres que más se relacionan con sus hijos e hijas suelen disminuir los niveles de testosterona en sangre, más que en quienes mantienen una relación más distanciada. Como señala Cordelia Fine, la testosterona no puede ser considerada un factor puramente biológico; sus niveles están intrínsecamente entrelazados con la historia y la experiencia subjetiva de su portador24.

De esta forma podemos ver que no hay una respuesta única y definitiva a la pregunta por qué es el sexo, ni en el feminismo ni en la biología. Solo podemos contar con respuestas provisionales y dependientes del contexto de discusión. Si lo que nos interesa es, por ejemplo, hablar sobre reproducción sexual mamífera, no está mal dividir a los animales, humanos incluidos, según sus sistemas reproductivos. Si queremos hacer afirmaciones generales sobre la población humana, no es un error señalar que, en la mayoría de los casos, el sexo es dimórfico. Pero si lo que nos interesa, en cambio, es legislar sobre el reconocimiento social y jurídico de las personas, la autodeterminación parece ser una herramienta más útil. Podemos aprender muchísimas cosas de la biología, pero no es la autoridad última para dirimir problemas sociales. Las ciencias naturales aportan herramientas útiles, pero también tienen sus límites. Hay preguntas cuyas respuestas dependen de fuentes adicionales, como el activismo y los derechos humanos. Un genetista podría demostrar que es imposible cambiar un cariotipo xx por uno xy, pero eso nada nos dice sobre la posibilidad de cambiar de género en los registros, ni nos obliga a tratar a esa persona en femenino. Como sugiere el médico Eric Vilain, dado que no hay un único parámetro biológico que prevalezca sobre los demás, al final del día, «si quieres saber si alguien es varón o mujer, lo mejor es simplemente preguntar»25.

Simplicidad o simplismo

En este artículo identifiqué algunas afinidades y diferencias entre los feminismos antigénero y otras vertientes feministas. La separación entre sexo y género no es un invento del feminismo antigénero, pero el modo en que este lo utiliza para definir a las mujeres cis y para negar la validez de las mujeres trans marca cierta especificidad26. Incluso aquellos feminismos que separan tajantemente lo biológico de lo cultural suelen considerar que «mujer» es una categoría política, una que se gesta al calor del sistema de género. Es cierto que el género, en tanto matriz cultural, ha sido históricamente opresivo hacia las mujeres, pero la cultura no es solo lo que nos sujeta, también es lo que nos vuelve sujetos, incluso sujetos de cambio.

La apelación al sexo como un medio para poner coto a las confusiones y titubeos sobre qué significa ser mujer o varón no siempre sale bien. Cualquiera que recorra la historia de la biología del sexo puede constatar que, lejos de llegar a una definición universal, las investigaciones científicas sobre el sexo no logran fijar su sentido. Pero, además, definirnos por nuestros genitales, gónadas o cromosomas tiene sus costos. En el caso de las mujeres, ha servido para mantenernos en «nuestro lugar»: la casa, la sala de maternidad, la familia. Es por eso que Ahmed remarca que «criticar el género pero no el sexo nos lleva en la dirección de un conservadurismo de género»27.

Quisiera cerrar este artículo aclarando que no es mi objetivo abonar una tesis idealista sobre el sexo. El sexo es material, el sexo es real, el sexo importa; el punto es qué entendemos por sexo. Inspirada en las epistemologías feministas, en este ensayo sugerí que el sexo es una realidad, un dato, y que incluso como objeto científico es complicado, revoltoso y motivo de debate. Pero, fundamentalmente, el sexo no puede ser el único criterio que logre resolver, de una vez por todas, la pregunta qué es una mujer. Los feminismos antigénero añoran un pasado más «simple», pero confunden simplicidad con simplismo. De este modo, no solo terminan aplanando la complejidad del sexo, sino que además niegan la riqueza y pluralidad de los saberes científicos.

Notas
  • 1.Puede verse el fragmento en «Ricky Gervais: Women Don’t Have Penises || Ricky Gervais 2024» en Ricky Gervais 2024, canal de YouTube, 22/3/2024, disponible en www.youtube.com/watch?v=6vikrbfxpsw; pertenece al especial Supernature (Netflix, 2022).
  • 2.La palabra «woke» proviene del inglés y se utilizaba inicialmente para designar a alguien consciente o «despierto» respecto de las desigualdades sociales, raciales y de género. Actualmente, es empleada de forma irónica o despectiva por grupos reaccionarios para designar un exceso de corrección política y victimismo.
  • 3.Hay registros de personas que se vestían con ropas «impropias» para su sexo por lo menos desde el Medioevo (si se las puede llamar «trans» o si es un anacronismo es objeto de debate). En el feminismo, la categoría de mujer nunca fue autoevidente. Ya en la Convención de Mujeres de Akron, Ohio, en 1851, Sojourner Truth, una mujer negra y ex-esclava, presentó un discurso titulado «¿Acaso no soy una mujer?», e inició así una larga tradición feminista de problematizar qué es y qué significa ser mujer.
  • 4.M.A. Campagnoli: «Feminismo antigénero, bandera colonial de la derecha. Una reflexión desde Argentina» en Encuentros Latinoamericanos vol. 8 Nº 1, 2024, p. 61.
  • 5.Sex Matters: «Sex and Gender faqs», disponible en https://sex-matters.org/resources/sex-and-gender-faqs/#sex.
  • 6.Este documento fue elaborado a petición del entonces Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (2004-2008) Louise Arbour por expertos en derecho internacional y derechos humanos de diversos países, reunidos en la Universidad de Gadjah Mada (Yogyakarta, Indonesia), entre el 6 y el 9 de noviembre de 2006. «Principios de Yogyakarta. Principios sobre la aplicación de la legislación internacional de derechos humanos en relación con la orientación sexual y la identidad de género», 3/2007, disponible en https://yogyakartaprinciples.org/wp-content/uploads/2016/08/principles_sp.pdf.
  • 7.S. Ahmed: «Crítica del género = conservadurismo de género» en Latfem, 2021.
  • 8.E. Fox Keller: «The Gender/Science System: Or, II Sex to Gender as Nature Is to Science?» en Hypatia vol. 2 No 3, 1987, énfasis mío.
  • 9.G. Rubin: «El tráfico de mujeres: notas sobre la ‘economía política’ del sexo» en Nueva Antropología vol. 8 No 30, 1987, p. 96.
  • 10.D. Haraway: «‘Género’ para un diccionario marxista: la política sexual de una palabra» en Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 1995, p. 227.
  • 11.S. Ahmed: ob. cit.
  • 12.A. Fausto-Sterling: Cuerpos sexuados. La política de género y la construcción de la sexualidad, Melusina, Barcelona, 2006, p. 43.
  • 13.J.W. Scott: «Género: ¿todavía una categoría útil para el análisis?» en La Manzana de la Discordia vol. 6 No 1, 2011, p. 99.
  • 14.«Declaración sobre los derechos de las mujeres basados en el sexo», disponible en www.womensdeclaration.com/es/womens-sex-based-rights-full-text-es/.
  • 15.J. K. Rowling: tuit, 6/4/2024, disponible en x.com/jk_rowling/status/1776616861888655835.
  • 16.S. Richardson: «Contextualismo sexual» en Análisis Filosófico vol. 42 No 2, 2022, p. 388.
  • 17.D. Joel: «Genetic-Gonadal-Genitals Sex (3G-sex) and the Misconception of Brain and Gender, or, Why 3g-Males and 3G-Females Have Intersex Brain and Intersex Gender» en Biol Sex Differ vol. 3 No 1, 2012.
  • 18.A. Fausto-Sterling: Sex/Gender: Biology in a Social World, Routledge, Nueva York, 2012; y S. Richardson: Sex Itself: The Search for Male and Female in the Human Genome, The University of Chicago Press, Chicago-Londres, 2013.
  • 19.A. Fausto-Sterling: Sex/Gender, cit., p. 23.
  • 20.A. Fausto-Sterling: «Gender & Sexuality», disponible en www.annefaustosterling.com/fields-of-inquiry/gender/.
  • 21.Claire Ainsworth: «Sex Redefined» en Nature No 518, 2015.
  • 22.Transsexual Unity, publicación en Instagram, 4/5/2023, disponible en www.instagram.com/p/cr1qnq1ovgh/?utm_source=ig_web_copy_link&igsh=mzrlodbinwflza==, énfasis mío.
  • 23.Katrina Karkazis, Rebecca Jordan-Young, Georgiann Davis y Silvia Camporesi: «Out of Bounds? A Critique of the New Policies on Hyperandrogenism in Elite Female Athletes» en The American Journal of Bioethics vol. 12 No 7, 2012, p. 6.
  • 24.C. Fine: Testosterone Rex: Myths of Sex, Science, and Society, W. W. Norton & Company, Nueva York-Londres, 2017.
  • 25.Cit. en C. Ainsworth: ob. cit.
  • 26.Si bien, por motivos de espacio, no pude desarrollarlo aquí, es importante recordar que este modo de pensar el sexo y el género y de negar la validez de las vidas trans no es estrictamente nuevo. El feminismo antigénero contemporáneo es deudor de teóricas feministas transexcluyentes que escribieron desde fines de la década de 1970 en adelante, como Janice Raymond, Sheila Jeffreys y Germaine Greer. Para una excelente revisión de los vínculos entre el presente y pasado de los feminismos radicales, v. Julieta Massacese: «Un perfil del movimiento radfem en la Argentina: taxonomías, antecedentes y polémicas» en Mora vol. 2 No 29, 2023.
  • 27.S. Ahmed: ob. cit.

Mariela Solana

Doctora en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Es investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) de Argentina y docente en la Universidad Nacional Arturo Jauretche (UNAJ), donde también es directora del Programa de Estudios de Género. Investiga sobre epistemología feminista, estudios feministas de la ciencia y tecnología, nuevos materialismos feministas y giro afectivo.

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