En su estado actual la medicina ha logrado alargar la vida, pero no la calidad de vida: muchas veces, más que alargar la vida, la medicina solo retarda la muerte. Ello ha dado lugar a la palabra «eutanasia» con la que, más que buena muerte, queremos decir buen camino hacia ella; y ha reclamado el «derecho a morir dignamente», el cual, desde la forma egótica como tendemos a razonar los humanos, confunde la dignidad con la ausencia de malestar y con el no necesitar a los demás[1].
Sin entrar en el mérito de la cuestión[2], lo que me gustaría comentar aquí es que esa situación descrita ha cambiado también la reflexión sobre nuestro final: se atiende más a la muerte como «salir de», que a la muerte como «llegar a». Y no estaría mal preguntarse por lo segundo.
Sigue valiendo, no obstante, el término clásico: «descanso». Pero ese descanso es concebido más como un dormirse (tan profundo que ni siquiera tienes sueños), que como una auténtica plenitud: más como descanso en la nada que como «descanso eterno».
El cuerpo: ¿cárcel o esplendor?
Antes de intentar asomarnos un poco a ese «llegar» concebido como plenitud, lo antedicho sugiere unas reflexiones previas sobre el cuerpo y su natural degradación (la cual parece contradecir lo dicho). En ellas encontraremos la clásica dialéctica de todo lo humano. En efecto: los platónicos hablaban antaño del cuerpo como cárcel o prisión del alma. Hoy, nuestra idolatría de la juventud y nuestro asombro ante sus promesas (tan pocas veces cumplidas, por otro lado), junto con nuestro miedo a la caducidad (ante la que preferimos cerrar los ojos), nos han llevado a despreciar a los griegos, a concebir el cuerpo no como cárcel sino como expresión del alma. Y acuñamos aquel dicho tan repetido de que no tengo un cuerpo, sino que «soy» un cuerpo.
Como tantas veces ocurre, lo que se discute aquí son medias verdades que no son incompatibles («subcontrarias», las llamaban los clásicos). Los griegos percibieron también el asombro de los cuerpos: ahí están Praxíteles y Fidias y las discusiones sobre si la estatura ideal era la equivalente a siete cabezas o a ocho, y si los pechos debían tener una forma u otra… Pero la vida era entonces mucho más breve. Y nosotros deberíamos comprender que, ante la posibilidad de vivir en silla de ruedas y con pañales, decir que «somos» nuestro cuerpo es decir que somos una birria. Por algo rezaba el salmista: «no me rechaces ahora que soy viejo. Me van faltando las fuerzas, no me abandones» (Sal 71,9).
En conclusión, no deberíamos contraponer sino sumar. Pero ¡qué difícil nos es a los occidentales pensar y sentir dialécticamente! Desde nuestro cartesianismo hereditario buscamos siempre «ideas claras y distintas» que solo pueden ser tales porque son fragmentos de verdades más amplias, más complejas y más globales. La materia no es mala, por supuesto y con permiso de Platón. Pero es inerte y necesita ser animada. El cuerpo puede ser expresión, pero es también prisión. Y desde aquí brota la pregunta que suscita la muerte como liberación, a saber: si hemos de quedarnos solo con la muerte como liberación «de», o si hay alguna posibilidad de hablar de la muerte como liberación «para», en el atisbo o la sospecha de un más allá. La razón y la ciencia no pueden responder a esta pregunta porque escapa a sus competencias; y tanto al que afirma como al que niega se le puede objetar: ¿cómo lo sabes?
La muerte: ¿salida o llegada?
Podemos reformular esa pregunta decisiva del subtítulo con unos preciosos versos de José María Valverde, dedicados a un amigo ateo marxista: «Ese amigo marxista, tierno padre, / ¿no ha de querer la clara alienación / de amar y ser amado tras la muerte?».
«Alienación», lo llama Valverde, eligiendo una palabra típicamente marxista. Pero, dándole la vuelta a esa palabra tan marxista, no la usa ahora en el sentido de enajenación, sino en el sentido de algo «ajeno»: inesperado. Y ahí se expresa el choque de dos experiencias muy nuestras y que no parecen compatibles: lo que se atisba de eternidad en el amor y lo que se experimenta de caducidad en la vida cotidiana.
Un ejemplo de ese atisbo testarudo lo tenemos en esa práctica tan inconsistente como universal e ineliminable: el cuidado de las sepulturas (con flores y todo) y las visitas a los cementerios. Analicémosla un momento. Tanto el creyente como el increyente (aunque por razones diversas) deben reconocer que allí no queda nada real del difunto: la expresión castellana de «los despojos» me resulta bastante pedagógica. Para dar un famoso ejemplo de España, podía ser deleznable que Franco hubiese sido sepultado en el llamado «Valle de los Caídos». Pero el lenguaje de «sacar de allí a Franco» resultaba un poco analfabeto, aunque refleja esa obsesión inconsciente de que «algo queda»; tan opuesta a aquel lenguaje cuaresmal de la antigua liturgia: «eres polvo y volverás al polvo».
Por suerte ya no les ponemos comida a los muertos como en las culturas más primitivas: algo hemos avanzado. Pero sigue inmutable esa seguridad de que allí no queda solo recuerdo sino también algo de presencia. Y esa curiosa seguridad, llega a provocar el aguante de 32 horas de cola para «dar el adiós» a una reina de Inglaterra que ya no está allí, pero que uno desea que esté «un poquito». Quizá es aquello de Pascal de que el corazón tiene sus razones que la cabeza no entiende; o que la experiencia del cariño y la admiración nos abre a unos abismos donde podemos perdernos, pero que no por eso dejan de ser solo abismos reales y no simples ausencias.
Por todo lo que acabo de exponer, creo que la respuesta a ese choque de experiencias opuestas nunca la encontraremos por el camino de la razón; por ejemplo (para nosotros los occidentales): por el camino de una filosofía que afirma la existencia de un alma inmortal (la cual, además, se concebía como «infundida» por el Creador en el cuerpo y no como brotando del cuerpo mismo). Y esto, no solo por el dualismo que implica esa respuesta filosófica, sino porque la cárcel del espacio en que estamos inmersos nos impide pensar extraespacialmente.
Puede ser, entonces, que la verdadera respuesta a nuestra pregunta no vaya por la línea de la inmortalidad sino de la resurrección: para cristianos, por esa afirmación paulina de una «corporalidad transformada» como don[3], y revelada en la Resurrección de Jesús de Nazaret como «primicia» (1 Cor 15,20). Y allí donde no exista esa fe cristiana que fundamenta la esperanza, la respuesta puede darse como una esperanza intuitiva en que todas las mortalidades de esta vida no logran borrar ese atisbo de eternidad que se nos da tantas veces. Es decir: los meros saberes son igualmente inseguros en este campo. Quedan los caminos de una fe esperanzada o de una apuesta esperanzada cuyo fundamento se desconoce pero que no por eso es irracional[4]. Puede servir de ejemplo la afirmación de un hombre, tan racional por otra parte, como Theodor Adorno: «el pensamiento de que la muerte sea simplemente lo último es impensable»[5]. Ahora bien, y esto es muy importante: en ambos casos, se trata de una confianza que no imagina; porque nuestra pobre imaginación daña siempre a la verdadera confianza: «viviremos, amaremos y gozaremos», decía Agustín. Y no hace falta más.
Pero lo que importa destacar es el papel que juega el amor auténtico en estas maneras de tomar posición. Y digo «auténtico» porque se trata del amor como don gratuito, no como apropiación interesada. Amor gratuito que tantas veces se asoma en nosotros cuando se va una persona y nos duele no habernos portado mejor con ella durante su vida. O cuando pensamos en los seres queridos que ya se fueron y casi nos parece que los queremos más, ahora que ya no pueden sernos rivales ni obstáculos.
Un no sé qué que queda balbuciente
Recordemos un aforismo de Gabriel Marcel: «querer a una persona es como decirle: tú no te puedes morir». Algo parecido expresa, sin saberlo, una preciosa canción catalana: «encontraremos a faltar tu sonrisa» porque te has ido; pero a pesar de tu marcha queda algo tuyo, entrevisto en «este corazón que ahora guarda la pena tan amarga de tu despedida»[6]. A pesar de la experiencia de que nuestros amores suelen ser frágiles, amenazados y pasajeros, el amor transmite siempre lo que cantaba aquella película: «un golpe de eternidad» (un coup d’éternité). Y lo transmite precisamente porque se trata de un amor «más fuerte que nosotros» (plus forte que nous)[7]. Y puestos a cantar, no olvidemos aquello de la zarzuela: «agüita que corre al mar, no puede volver atrás; así es también mi cariño…»[8]. Nietzsche intuye también algo de eso cuando, con su típica falta de matices, hace clamar a su Zaratustra que «todo placer pide eternidad»[9]. Y Simone Weil le corrige sin saberlo cuando atisba que es más bien el dolor injusto el que reclama una eternidad reparadora[10].
Todo eso se dará pocas veces, al menos de manera plena. Pero, cuando se da, transmite esa esperanza desnuda que antes he llamado «intuitiva» o «todavía no fundada». En cambio, cuando se trata de una esperanza fundada en la promesa de Alguien – en el caso cristiano, en el significado de la Resurrección de Jesucristo – uno sabe bien que no tiene la experiencia y la constatación material de aquello que cree: pues en eso precisamente consiste la fe, a diferencia de la seguridad material; y Jesús ya dijo que dichosos los que creen sin haber visto. Pero sabe también que esa fe tiene consecuencias para esta vida. Consecuencias mal expresadas en aquellas imágenes del juicio, seguido de una condena (¡exterior!) al cielo o al infierno. Expresiones deficientes que Juan de Yepes intentó mejorar con su frase tan citada: «al atardecer te examinarán del amor».
Pero esas expresiones deficientes podemos reformularlas mejor diciendo que la fe en la resurrección convierte la vida humana en una especie de autogestación o de «embarazo consciente»: en todo aquello que hace, el hombre «se hace». Se realiza así aquel atisbo genial de la sabiduría griega: «llega a ser lo que eres»[11] que, sin saberlo, reformuló también el Nuevo Testamento: «somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que somos; cuando se manifieste seremos tan parecidos a Él que le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 1-2). Y eso era consecuencia de la experiencia vivida en Jesucristo, que siendo Hijo de Dios desde la Encarnación, llegó a ser plenamente Hijo en su Resurrección.
Consecuencias para esta vida
Todo lo anterior cambia definitivamente el valor de esta vida humana. Simone de Beauvoir explicaba que la razón de nuestro interés por el hombre es «que no tenemos otra cosa mejor». Es la argumentación lógica desde la increencia. Desde la fe cristiana se puede añadir otra fundamentación de más peso: la razón del humanismo es que la vida humana tiene un valor divino, ha recibido por la encarnación «una dignidad absoluta», como canta la liturgia de la Iglesia[12]. Y eso tiene después consecuencias prácticas que no siempre percibimos.
«Abbá: en tus manos pongo mi vida». Y eso, dicho desde una experiencia de desamparo. Fiarse totalmente y no querer saber más. Valga el ejemplo de Etty Hillesum que, en el tren hacia Auschwitz, confiaba plenamente en Dios como su roca firme. Nuestros últimos años suelen ser un tren difícil y sabemos a dónde nos lleva. Pero de ninguna manera pueden compararse con los trenes que iban a Auschwitz cargados de judíos. Por eso, si la vida es como una especie de embarazo consciente en el que uno termina dándose a luz a sí mismo, conviene prepararse conscientemente para ese final en el que uno se entrega deliberadamente. Y por si, dados los avatares de la vida y la medicina, la muerte nos sorprende de repente o inconscientes, acostumbrarse a repetir esa aceptación constantemente. Pero también tranquila y confiadamente[13].
A modo de apéndice
Para alentar la reflexión, cito estas palabras de Etty Hillesum, que encontramos en la edición completa de su Diario y que pueden ser un ejemplo de esa esperanza que hemos expuesto en este ensayo: «La posibilidad de la muerte está tan absolutamente integrada en mi vida que, por así decirlo, he ensanchado mi vida con la muerte al aceptar la muerte, la destrucción, sea del tipo que sea, como parte de esta vida. No quiero entregar una parte de esta vida a la muerte por temerla y no aceptarla. Esa falta de aceptación y todos esos temores hacen que la mayoría de las personas se queden con un pedazo de vida miserable y mutilada que apenas merece ese nombre. Casi suena paradójico: al no aceptar la muerte en nuestra vida, no vivimos una vida plena, mientras que si integramos la muerte en nuestra vida la estaremos ensanchando y enriqueciendo… Todo es tan sencillo: no hacen falta reflexiones profundas. De pronto la muerte ha entrado en mi vida, grande y sencilla, y lo ha hecho de una forma natural, casi silenciosa… Últimamente, lo siento con creciente intensidad, hasta en mis más pequeñas actividades y percepciones cotidianas se cuela una pizca de eternidad»[14].
Y Etty nos enseña otra forma de entrega de la muerte: cuando se trata de las personas queridas y su partida, llegamos a convertirla de pérdida en entrega. Después de haber escrito infinidad de veces que no podría soportar la ausencia de J. Spier (S), luego de su muerte prematura escribe agradecida: «Tú has liberado en mí las fuerzas de las que dispongo. Me has enseñado a pronunciar el nombre de Dios sin reservas. Has sido el intermediario entre Dios y yo y ahora tú, mi mediador, te has ido y ahora mi camino conduce directamente a Dios. Es bueno que así sea, lo presiento. Y yo me convertiré a su vez en mediadora para todos aquellos a los que pueda llegar» (15 septiembre 1942, por la noche)[15].
Y al día siguiente: «¿Se espera de mí que ponga una cara solemne o triste? Pero yo no estoy triste. Quisiera juntar las manos y decir: soy tan feliz y estoy tan agradecida que la vida me parece bella y llena de sentido. ¡Dios mío, te estoy tan agradecida por todo! Seguiré viviendo con esa parte de los muertos que vive para siempre e insuflaré nueva vida a esa parte que está muerta en los vivos y, de este modo no habrá más que vida. Una gran vida Dios mío» (16 septiembre 1942)[16].
Al final, no queda más que la lírica para expresar algo que, por su grandeza, es inexpresable para nuestra pequeñez humana. Lo que no sabía Etty es que, poco más de un año después le acompañaría, entrando desnuda y pacificada en una cámara de gas en Auschwitz. Pero cabe decir, entonces, que aquello que se entrega, cuando efectivamente se entrega y no se nos arrebata a la fuerza, no lo perdemos nunca. Ese es el gran misterio del amor.
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Amén.
«La materia no es mala, por supuesto y con permiso de Platón. Pero es inerte y necesita ser animada.»
Por lo menos desde Darwin podemos decir que la vida se transmite, además de forma material. Esa materia no necesita ser animada, se anima sola.
Muy audaz cuando quiere preguntarle a la ciencia «¿cómo lo sabes?» cuando la filosofía se saca de la manga cualquier hipótesis (como la existencia de un alma inmortal) y la discuten sin rozar siquiera el piso.
«Por suerte ya no les ponemos comida a los muertos como en las culturas más primitivas: algo hemos avanzado.»
Valiente afirmación cuando «a los ojos del mundo» ninguna cultura es superior a otra. Bien los católicos ahí.