En Pascua celebramos el acontecimiento de la resurrección de Jesús de Nazaret. La Iglesia nos dice que en esta conmemoración reconocemos y acogemos uno de los dogmas centrales de nuestra fe, por tanto, una verdad decisiva para nuestra salvación, pero, al mismo tiempo, un hecho difícil de creer[1], algo que llamamos «misterio»[2]. En efecto, si interrogamos con sinceridad nuestra conciencia, percibimos, tal vez con un estremecimiento de turbación, que no tenemos pruebas de que Jesús crucificado haya vuelto a vivir[3]. Nos basamos en las declaraciones de testigos oculares transmitidas de generación en generación, repetidas por personas honestas que, sin embargo, no estuvieron presentes en el momento en que Jesús se mostró a sus discípulos para tener la certeza de la resurrección. Quisiéramos que también a nosotros se nos hubiese permitido meter el dedo en la señal de los clavos y la mano en el costado abierto del Señor, de modo que, como Tomás, de incrédulos podamos tornarnos en verdaderos creyentes (Jn 20,27).
El camino del creer
El paso de la duda a la fe segura sobre el que acabamos de hablar nos parece haber sido el de los testigos oculares, a los que consideramos privilegiados y afortunados porque nos imaginamos que, para ellos, el creer fue fácil, rápido y casi automático. Y olvidamos que los apóstoles habían presenciado milagros asombrosos, habían visto a leprosos curarse y a ciegos recuperar la vista, estaban presentes cuando Lázaro salió del sepulcro, y con sus ojos vieron a Jesús venir a su encuentro caminando sobre las aguas. Sin embargo, el Maestro les reprochó varias veces su poca fe (Mt 6,30; 8,26; 14,31; 16,8; 17,20; etc.), y a pesar de tantos signos del poder sobrehumano de Cristo, en el momento de la pasión huyeron y negaron a aquel a quien habían confesado como su Señor (Mt 16,16; Jn 6,68-69).
Todo eso demuestra que ningún signo, por límpido y apabullante que sea, es capaz de producir automáticamente el asentimiento perseverante del corazón. La perplejidad y la sospecha frente a lo que resulta inexplicable siguen latentes en la conciencia y desembocan fácilmente en el escepticismo, en la desconfianza y en el rechazo. He ahí la razón por la cual, frente a un mudo que, por el gesto de Jesús, se pone de improviso a hablar, algunos dirán que ese rabí está dotado de un espíritu diabólico (Mt 12,24); y cuando un ciego conocido por toda la ciudad se vuelve capaz de ver porque uno le dijo que se lavara los ojos, los circunstantes se preguntarán si no hay en todo el asunto algún engaño, como una sustitución de la persona (Jn 9,18). Las autoridades religiosas de Jerusalén tuvieron que constatar que la tumba que ellos mismos habían sellado ya estaba vacía. Comenzaron entonces a hacer circular la idea de que el cadáver había sido robado (Mt 28,11-15). Y muchos siglos después, quienes estaban movidos por el espíritu racionalista sostenían que el Crucificado había sufrido solo una muerte aparente y que las denominadas apariciones del Resucitado no eran más que alucinaciones colectivas o manifestaciones histéricas sin fundamento real. La resurrección quedaba así liquidada como una fábula, bella, pero irreal.
Nosotros, para consolarnos, nos decimos que estos últimos discursos son los de los descreídos, que cierran los ojos frente a hechos certificados y a testimonios atendibles; los detractores del misterio de la resurrección serían comparables a los atenienses del tiempo de san Pablo, que, rechazando a priori todo acontecimiento de carácter sobrenatural, se alejaron con desprecio tan pronto como se hizo mención del acontecimiento de la resurrección de los muertos (Hch 17,32). No obstante, si nos basamos en los relatos evangélicos, ni siquiera para los apóstoles, ni siquiera para los que tuvieron la «visión» del Resucitado, creer era cosa descontada. Recorramos los textos evangélicos.
Según el evangelio de Mateo, «los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero dudaban» (Mt 28,16-17). Es posible que esta última frase nos sorprenda, pues no solo tenemos la declaración de que los apóstoles no creyeron en el testimonio de otros, ni a María de Magdala (Mc 16,11), ni a las mujeres que habían regresado del sepulcro (Lc 24,11), ni a los dos discípulos a los que Jesús se apareció cuando «iban caminando al campo» (Mc16,12)[4]. No: Mateo sitúa la duda en el momento mismo de la visión, y no solo a modo de denuncia respecto de alguno de los presentes[5], sino como la vivencia del conjunto del grupo apostólico.
El evangelio de Lucas, por su parte, nos muestra la dificultad que tuvieron los testigos para «reconocer» al Resucitado. Dos discípulos hacen un largo camino mientras discuten con uno al que consideran un forastero, sin imaginar que es su Maestro (Lc 25,15-24). Y los apóstoles, cuando Jesús en persona «se presentó en medio de ellos», «aterrorizados y llenos de miedo, creían ver un espíritu» (Lc 24,36-37). Constatando su turbación y sus dudas (dialogismoí) (vers. 38), Jesús hizo que lo tocaran, pero ellos —dice el evangelista— «no acababan de creer por la alegría» (vers. 41)[6], por lo que el Resucitado comió frente a ellos una porción de pez asado (vers. 42-43). No se nos ofrece una confirmación de si, finalmente, frente a esta última demostración, los apóstoles creyeron. Tal vez pueda suponerse, pero, como diremos más adelante, la fe no brota solo de una experiencia de índole corporal.
En el evangelio de Juan leemos algo semejante. María Magdalena «ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús» (Jn 20,14). La mujer ve en él al hortelano (vers. 17), le habla, escucha su voz, pero no reconoce a Jesús. Durante la aparición en el lago de Tiberíades, dice el evangelista: «Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor» (Jn 21,12): se trata de una constatación sorprendente, porque la pregunta «¿Quién eres?» sugiere una diferencia entre la imagen que se ve y lo que la persona realmente es[7]. La duda, la hesitación, la perplejidad y la resistencia frente a algo «increíble» pertenecen, en realidad, a la naturaleza del acontecimiento, expresan su aspecto inaudito e inimaginable (Is 48,6-7; 52,15), no solo inesperado, sino, como lo expresa la misma Escritura, directamente «imposible», similar al milagro del engendramiento por parte de una pareja de ancianos (Gén 18,13-14) o al parto virginal (Lc 1,34-37), o bien a la renovación de la agricultura después de una devastación total (Jer 32,27) o al nacimiento de todo un pueblo en un solo día (Is 66,8).
No basta, por tanto, ver para creer. Saulo de Tarso da testimonio de haber tenido la visión del Resucitado mientras iba camino de Damasco; ahora bien, al leer la descripción del acontecimiento en los Hechos de los Apóstoles constatamos que, en realidad, en ese momento él se vio afectado de ceguera, y solo después del encuentro con Ananías recuperó la vista, símbolo de la capacidad que había recibido de reconocer y aceptar al Señor (Hch 9,1-19; 22,6-16).
Recordemos, por último, la conclusión de la parábola de Lázaro y del hombre rico. La petición de este último de enviar al pobre que está en el seno de Abrahán a advertir a sus hermanos —porque eso garantizaría su conversión— obtiene como respuesta: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto» (Lc 16,27-31). Una declaración tal denuncia con claridad el engaño de una experiencia sensorial que tenga una eficacia incontrovertible[8].
Así, pues, de todas estas consideraciones extraemos la conclusión de que nuestra condición de discípulos del Señor no es tan radicalmente distinta de la de aquellos que fueron testigos oculares de la resurrección de Jesús. No negamos, por cierto, la importancia del testimonio que siguió a ese acontecimiento histórico, pero hacemos la precisión de que no estamos para nada desfavorecidos: más aún, precisamente a nosotros, que no estábamos presentes cuando el Resucitado se mostró a sus discípulos, se nos dirigió una palabra de gran importancia. En efecto, según el evangelio de Juan, el Señor afirmó, como una paradoja, en el momento mismo en que Tomás puso el dedo en las llagas del Crucificado: «Bienaventurados los que crean sin haber visto» (Jn 20,29).
No se trata de un magro consuelo. Por el contrario, para nuestra íntima alegría se nos indica el verdadero camino de la fe, el camino de quien accede a la verdad y se adhiere a ella porque renuncia a la pretensión de los ojos para confiarse a la penetrante fuerza persuasiva de la palabra. Ya nuestros padres tuvieron en el Sinaí la experiencia de que el contacto directo con Dios en el fuego resultaba peligroso, más aún, destructivo para la vida, y pidieron recibir la revelación del Señor mediante la palabra del mediador Moisés. Y Dios aprobó esa decisión diciendo: «Ojalá conservaran ese mismo corazón, temiéndome y observando cada día todos mis mandamientos, para que les fuera bien a ellos y a sus hijos por siempre» (Dt5,29). El camino de la vida y de la felicidad supone e impone el camino del creer, que se expresa como obediencia a la palabra: una experiencia de comprensión, de inteligencia espiritual, una adquisición personal, libre y creativa de la verdad.
En los relatos de las apariciones del Resucitado el componente de la palabra —y, por tanto, de la escucha— no solo acompaña de manera complementaria la experiencia de la visión, sino que constituye el factor más decisivo para creer. Cuando Pedro y el discípulo amado llegan al sepulcro constatan la ausencia del cuerpo de Jesús, en plena conformidad con lo que les había comunicado María de Magdala (Jn 20,1-2); ven también que los lienzos y el sudario habían quedado en la tumba, y notan que el sudario estaba «enrollado en un sitio aparte» (Jn 20,6-7). El evangelista (Juan) dice que el discípulo amado «vio y creyó» (vers. 8), porque —deducimos nosotros— intuyó el significado de esos enigmáticos detalles, pero es preciso notar el comentario del narrador: «Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos» (vers. 9). Por tanto, los signos siguen siendo indicios: pueden suscitar perplejidad, estupor (Lc24,12) y, tal vez, interrogación, pero su significado se desvela solamente cuando se «comprende» la Escritura, en la cual se anuncia el misterio de la resurrección.
Este hecho es confirmado claramente por la tradición lucana. En el evangelio de Lucas la manifestación del Señor resucitado se expresa dando a los discípulos signos «tangibles» de su estar vivo —como hemos indicado anteriormente: Lc24,39-43—. No obstante, Jesús, para hacerles conscientes del sentido de su historia y para hacerlos testigos de su misterio, recuerda a los discípulos las palabras que les había dicho mientras estaba con ellos (antes de la pasión), palabras que, a su vez, se fundaban en la antigua Escritura: «era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y Salmos acerca de mí» (Lc 24,44).
Por tanto, el acontecimiento de la resurrección solo es «comprendido» en su sentido y acogido con un auténtico consentimiento si es «visto» como el cumplimiento de la promesa divina de la que dan testimonio las Escrituras. El testimonio concorde de Moisés, de los profetas y de la tradición orante de Israel (Salmos) es la mediación necesaria para un profundo asentimiento creyente. Dice Lucas, en efecto, que el Resucitado no se contentó con dejarse tocar o con comer junto con los apóstoles —cosa que consideramos de manera espontánea como la prueba más segura de su resurrección—, sino que «entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y les dijo: “Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día”» (Lc 24,45-46). La apertura del entendimiento (ton noun) para comprender las Escrituras es una operación atribuida al Resucitado, es un don de revelación realizado mediante la palabra.
Eso mismo es, de hecho, lo que Jesús realizó con los dos discípulos de Emaús durante un itinerario que, según imaginamos, era el de un día entero de camino, un tiempo prolongado, necesario para que la «lentitud» del corazón —de los discípulos— para creer en las palabras de los profetas (Lc 24,25) pudiese ser asistida por la enseñanza paciente del Resucitado, que, «comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó —diermēneusen— lo que se refería a él en todas las Escrituras» (Lc 24,27). Esta explicación interpretativa no es una lección catedrática ni una exégesis del valor demostrativo y apologético, sino más bien un recorrido meditativo que hace descubrir el testimonio coherente de la promesa divina finalmente cumplida, un «abrir» espacios a la inteligencia y, sobre todo, conversación cálida que hace «arder el corazón» y lo prepara para el asentimiento y, consiguientemente para el deber de dar testimonio (Lc 24,32-35).
Pues bien, lo que el Resucitado hizo con sus discípulos lo retoma la Iglesia con humilde fidelidad en el rito solemne de la Vigilia Pascual. En ella, partiendo de la primera página de la Escritura (sobre la creación del mundo) y recorriendo los acontecimientos fundantes de la historia de la salvación, mediante la iluminación de la palabra de los profetas y la respuesta creyente del Salterio, el fiel es llevado a comprender y a saborear el anuncio admirable de la resurrección del Señor[9]. No es una catequesis, sino un itinerario de escucha en la oración, una iniciación mistérica y sacramental en la cual quien participa en la liturgia realiza —es más: debe realizar— la experiencia de un don de revelación que toca el corazón, que lo abre y lo hace pasar de la duda y el desaliento a la consoladora certeza de la verdad.
El camino que la liturgia lleva a realizar en la Vigilia Pascual es un modelo de lo que el creyente está invitado a realizar durante el año entero, durante toda la vida. De manera simbólica se indica un paso constante de la antigua economía de gracia al acontecimiento nuevo y definitivo de la salvación. Las lecturas del Antiguo Testamento son presentadas como prefiguraciones proféticas y como promesas del acontecimiento decisivo de la historia humana, el de la resurrección del Cristo; y las páginas del Nuevo Testamento, que dan testimonio del modo en que la salvación se dio en el Resucitado de entre los muertos, remiten a su vez, con impulso profético, al cumplimiento escatológico, a aquel acontecimiento de plenitud en el que la resurrección investirá como gracia perenne a toda la comunidad de los creyentes (cf. 1 Cor 15).
Este proceso de lectura, escucha, interpretación, comprensión y obediencia a la palabra es el camino de los creyentes, nunca del todo realizado, porque el misterio de la gracia del Señor es inagotable. Pero toda experiencia —todo «ejercicio»— que renueva en el fluir del tiempo la consoladora apertura a la verdad divina, cada momento en el cual, en la oración, se experimenta el gozo por el don de la revelación, es un momento de gracia en que se vive realmente la fe y, al mismo tiempo, se comprende aquello en lo que se cree. Y este instante es prometedor, estimula a ir más allá, a ascender hacia inteligencias más elevadas o, mejor, a descender hacia las profundas e insondables riquezas del misterio. Este camino se ve favorecido y sostenido por el acto de la escucha de las Escrituras divinas que se abren a nuestra consciencia porque el cordero inmolado, vencedor de la muerte, abre sus sellos (Ap 5,1-14) haciendo así entrar a los creyentes en el corazón de la verdad, a modo de permitirles el canto del Aleluya.
El acontecimiento de la resurrección como encuentro de salvación
La perspectiva que hemos tomado hasta ahora es la de la persona que, dispuesta a la escucha, realiza un recorrido espiritual que culmina en el acto de la comprensión y, por tanto, de la plena acogida del misterio de la resurrección del Señor. Si queremos recurrir a una imagen podemos pensar en los pies de las mujeres que se dirigen a la tumba, o en los de los apóstoles que corren para verificar si verdaderamente el cuerpo de Jesús no está más en el sepulcro, o en los de los discípulos de Emaús, que se alejan, pero después regresan presurosos a Jerusalén, o en los de Pedro, que se va a pescar y, después, se arroja al lago para ir al encuentro de su Señor. Son los pies de mujeres y hombres que se mueven, tal vez de manera vacilante, hacia el lugar de una revelación; y sobre estos pasos del ser humano hay una lámpara: la de la palabra de la Escritura, que ilumina, alienta, guía y hace ver íntimamente aquello que el corazón no se atrevía a imaginar.
La liturgia de la Vigilia Pascual lleva a la comunidad cristiana a recorrer un camino análogo. Este camino no está simbolizado solo por la procesión en seguimiento del cirio pascual, sino que se lo recorre de forma más real, aunque simbólica, en el proceso de la lectura y escucha de los textos del Antiguo Testamento —en el caso ideal, siete lecturas, para indicar un ciclo completo—, que concluyen con el anuncio de que «el Señor ha resucitado; sí, en verdad ha resucitado». Este momento litúrgico expresaría, por tanto, el compromiso «humano» en la celebración pascual, que prepara la acogida de la salvación en el rito eucarístico.
De todos modos, esta manera de ver las cosas es parcial y debe integrarse con la contemplación de la iniciativa de Cristo. En efecto, son los pies del Señor, su «venir» al encuentro de los suyos, lo que constituye la esencia del acontecimiento pascual —y, consecuentemente, de la celebración ritual—. Es Jesús resucitado el que —como nos dice el evangelista Mateo— «salió al encuentro» de las mujeres, que, habiendo dejado el sepulcro, iban de camino a ver a los discípulos —para referirles la aparición del ángel—. Y es significativo notar que ellas «se acercaron, le abrazaron los pies y se postraron ante él» (Mt 28,9), no solo como gesto de humilde adoración, sino también como reconocimiento simbólico de su camino hacia ellas.
En el evangelio de Lucas la primera manifestación del Resucitado es aquella en la que Jesús «se acercó y se puso a caminar» con los dos discípulos de Emaús (Lc24,15); y la última aparición —la de la Ascensión, como modalidad expresiva del triunfo celestial de Cristo— es introducida por la iniciativa de Jesús, que, precediendo y guiando a los discípulos, «los sacó hasta cerca de Betania» (Lc24,50).
Por último, el evangelista Juan completa esta perspectiva y subraya de manera reiterada que el Resucitado «entró» o «llegó» para encontrar a los suyos que estaban en una casa, a puertas cerradas (Jn 20,19.26). Es él, el Viviente, el que busca; es él quien se revela. Y en el último relato, el de la manifestación del Señor junto al lago de Tiberíades (Jn 21), es siempre el Señor el que tiene la iniciativa para hacerse reconocer en el signo de la pesca milagrosa, pero sobre todo en la palabra que expresa el perdón a Pedro y, en él, a todos sus compañeros. Cuando los pies de los hombres se mueven, los del Señor los han precedido, porque el misterio de la pascua es la obra del Señor Jesús, que, revelándose, salva a sus hermanos.
Este último aspecto —el de la revelación que salva— no interpreta el acontecimiento de la resurrección subrayando lo que ha sucedido en el cuerpo de Jesús en su paso de la muerte a la vida plena, sino que explicita el efecto salvífico que se sigue de su resurrección y que se realiza justamente en el acto de dar a conocer a los suyos su triunfo sobre la muerte.
Para ilustrar este tema recurrimos a la última parte del ciclo de José, el hijo de Jacob, amado por su padre de forma privilegiada y, justo por eso, objeto de los celos de sus hermanos, que deciden eliminarlo vendiéndolo como esclavo a extranjeros y declarándolo muerto —con una prueba falsa presentada a su padre, Jacob.
Es tradicional ver en el personaje de José y, en particular, en su destino sufriente una figura profética de Cristo, el Hijo predilecto del Padre, entregado a la muerte por la envidia de los suyos. Pero es aún más significativo examinar el relato del capítulo 45 del Génesis poniéndolo en paralelo con los relatos de las apariciones del Resucitado. Entre las numerosas aproximaciones ponemos de relieve solo tres elementos que nos hacen comprender mejor el aspecto salvífico de la resurrección.
1) Un tiempo de espera. José, utilizando sus dotes de sabiduría, se ha convertido en virrey de Egipto, ha alcanzado la plenitud de la gloria. Cuando ve a sus hermanos, venidos a Egipto a buscar trigo, no se da a conocer de inmediato. Más aún, según el relato bíblico pasan algunos años y son necesarios diversos encuentros y múltiples estratagemas antes de que se produzca el reconocimiento. Efectivamente, este largo período de tiempo es necesario para que el corazón de los hermanos se abra de forma gradual a la compasión, se sienta tocado por el amor tanto para con su padre Jacob —mortalmente dolorido a causa de la pérdida del hijo tan amado— como por su hermano pequeño, Benjamín —amenazado de sufrir la suerte del otro hijo de Raquel, vendido como esclavo—. José concede a sus hermanos el tiempo para recordar y, en esa memoria, hacer emerger la conciencia de su pecado y de lo que este ha producido como secuelas de dolor.
También en los relatos de las apariciones de Jesús notamos que, aunque más limitada en el tiempo, hay una dilación en el manifestarse del Resucitado. Pensemos ante todo en los tres días, del viernes al domingo, en los que los discípulos se encontraron a reflexionar sobre el sentido de los conmovedores acontecimientos, que no solo habían terminado de manera trágica para su Maestro, sino en los que ellos mismos habían sido protagonistas negativos, porque habían huido, habían negado y abandonado al Señor. Estos días son días de lágrimas: las de Pedro, mencionadas por Lucas (Lc 22,62), pero imaginamos también las de toda la comunidad implicada en la responsabilidad de la tragedia. Si nos referimos, después, al emblemático relato de los discípulos de Emaús, vemos claramente cómo Jesús se tomó tiempo para conducir a estas personas de un corazón cerrado en la confusión y la tristeza al momento radiante del reconocimiento.
Hay, sin embargo, otro aspecto, que todos los evangelistas refieren de forma concordante y que merece una reflexión: Jesús no se aparece de inmediato a los apóstoles, sino primero a las mujeres. Son estas las que tienen la visión de los ángeles que revelan el acontecimiento de la resurrección; y, por lo menos para Mateo y Juan, son también ellas las primeras en encontrar y reconocer al Resucitado. Este hecho se interpreta de manera habitual afirmando que las personas de corazón amoroso son las que más pronto reciben la revelación de Cristo. Sin duda, eso es verdad, pero querríamos hacer notar aquí el efecto que se produjo en la consciencia de los apóstoles: al dar testimonio de haber visto al Resucitado, estas mujeres, las únicas que siguieron al Señor hasta el Calvario, no podían no hacer surgir el recuerdo de la traición en quienes habían huido y no estaban preparados para recibir la misma revelación. En efecto, algunos de los apóstoles fueron al sepulcro, pero, a diferencia de las mujeres, no vieron al Señor (Lc 24,24). Este tiempo de dolorosa espera es necesario para hacer madurar en el corazón la capacidad de apreciar cuán misericordiosa es, al final, la visita del Señor resucitado.
2) La iniciativa del Resucitado. En efecto, no es para una actividad cualquiera —interior o exterior— de los discípulos que se da el encuentro con el Resucitado. Regresemos al relato del Génesis, que nos sirve como trasfondo. Cuando los hermanos ven a José no lo reconocen, no pueden imaginar que el virrey que se encuentra frente a ellos sea el hombre al que ellos mismos trataron como esclavo. Por tanto, es José, impulsado por el amor compasivo, el que se hace reconocer, diciendo: «Yo soy José, vuestro hermano, el que vendisteis a los egipcios» (Gén45,4). El hecho de declararse hermano hace comprender que el delito de sus familiares es asumido en una perspectiva de reconciliación. José relee la historia como un acontecimiento providencial, como una misteriosa disposición divina de la cual ha surgido la vida: «Ahora no os preocupéis —les dice—, no os pese el haberme vendido aquí [no penséis en vuestro pecado], pues para preservar la vida me envió Dios delante de vosotros. […] Dios me envió delante de vosotros para aseguraros supervivencia en la tierra y para salvar vuestras vidas de modo admirable. Así pues, no fuisteis vosotros quienes me enviasteis aquí, sino Dios; él me ha hecho padre del faraón, señor de toda su casa y gobernador de toda la tierra de Egipto» (Gén 45,5.7-8). El triunfo de José es interpretado en su verdad, como la acción admirable de Dios que reconduce todo, también el odio criminal, hacia una manifestación de bien, de modo que de la culpa brote, por milagro, el fruto estupendo de la vida. José ascendió triunfante al trono para salvar a los hermanos.
Ahora bien: justo esto es lo que sucedió, de manera perfecta, cuando Jesús se mostró a los suyos con las llagas de su pasión y, sin palabra alguna de condena, sin insinuación alguna de reproche por el pasado, les mostró los signos de su triunfo para hacer de esos signos el testimonio del amor que redime y salva. Pues Jesús va al encuentro de los suyos llevando la «paz» (Jn 20,19.26), una palabra de reconciliación dirigida a aquellos que lo habían traicionado, y con ellos relee la historia mostrando la «necesidad» del sufrimiento —no producido por el querer de los hombres, sino querido misteriosamente por el Padre— para que en él refulja la victoria de la misericordia y el acontecimiento prodigioso de la salvación divina. Haciéndose reconocer por sus discípulos, el Señor les dijo cuánto los amaba y cuánto era capaz ese amor de perdonar, curar y regenerar la vida.
3) El envío. El signo de la comunión reencontrada, el signo de la salvación concedida a aquellos que podían ser víctimas de su pecado y del remordimiento que le sigue, está dado por la investidura de los hermanos con el encargo de comunicar a los demás el prodigioso acontecimiento que han conocido. Los hermanos de José son invitados a ir a lo de su padre Jacob y alegrarlo por el hijo dado por muerto que, en realidad, no solo estaba vivo, sino que se había convertido en un magnífico principio de vida para toda la familia; y con Jacob, el padre, llega a participar de la alegría todo el clan reunificado y fortalecido por el triunfo del hijo perdido y ahora vivo y glorioso (Gén 45,9-13).
Del mismo modo, Jesús dice a las mujeres junto al sepulcro: «No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán» (Mt 28,10). Y a María de Magdala le dice: «Anda, ve a mis hermanos y diles. “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”» (Jn 20,17). La comunión plena con Dios (Padre) está al mismo tiempo asociada a la de la fraternidad humana, y de ella brota el kērygma confiado a la misión apostólica. El Resucitado da a los enviados su espíritu de amor, de modo que sus hermanos se conviertan en principio de perdón (Jn 20,22-23) y partan hasta llegar a los últimos confines de la tierra a anunciar como testigos el triunfo salvador de Cristo, que, muerto por amor, fue hecho Señor, principio de salvación para todas las naciones (Mt 28,19-20).
Esta es la pascua del Señor, un milagro patente (Sal 118,23), aquel en el cual lo que se había insinuado de manera velada en la antigua historia de hermanos halla su luminoso cumplimiento. Una historia que nos alcanza, nos salva y nos envía. Un acontecimiento que es para nosotros paso y vida.
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