Por Pedro Karczmarczyk*
(para La Tecl@ Eñe)
NOTAS SOBRE TECNOLOGÍA Y POLÍTICA
“Arde en las cosas un terror antiguo, un oscuro y secreto soplo que llena las piedras de grandes agujeros” este verso de Horacio Molina, que cito de memoria, me parece capturar el imaginario de un tiempo apocalíptico, como es probablemente el nuestro. Flota en el aire la idea de que somos testigos de un cambio de época, e incluso podría tratarse, para los diagnósticos más extremos, del fin del mundo. Todo lo sólido se desvanece en el aire y, a causa de esta glotonería, el aire comienza a sentirse espeso, irrespirable. Los medios digitales parecen estar cambiando no sólo la manera en la que nos comunicamos, y en consecuencia nos relacionamos unos con otros, sino algo más profundo, la manera en la que existimos. Esta situación se impone como una convicción, aún cuando los contornos de la misma no se aprendan todavía sino de manera nebulosa.
No soy especialista en el tema, pero me siento convocado, ya que las consecuencias de éste, evidentemente, no se restringen a los especialistas. Por ello voy a intentar reunir algunos elementos para ajustar cuentas, o comenzar a hacerlo, ante todo conmigo mismo, lo que no quiere decir sino que voy a intentar esbozar una reflexión con restos de otras reflexiones que en distintos momentos me atravesaron y que son como maderos a los que me aferro en medio del naufragio de algunas viejas certezas, pero también maderos que he debido soltar, estratégicamente, para evitar que me arrastre la corriente.
Lo primero es, tal vez, volver a las categorías de lo moderno y lo posmoderno. Hace unos años, en el momento en que me tocó ingresar a la universidad, suceso que tuvo lugar en un año tan convulsionado como 1989, estas categorías producían estruendo en un mundo en el que los sucesos se movían a gran velocidad. Unos años antes, en las clases de geografía humana del secundario se nos daban a probar las mieles de la teleología en la forma de datos brutos, al enseñársenos que algo así como la mitad de la población mundial vivía por entonces bajo regímenes socialistas o democracias populares, dato que animaba en algunos la convicción de que faltaba cada vez menos. En el 1989 argentino encontrábamos todo junto, un intento de copamiento de un cuartel militar por un grupo guerrillero, que fue reprimido salvajemente, sin miramientos por los derechos humanos, encontrábamos también a los militares planteando su pliego de demandas con las armas en la mano, a la hiperinflación y el subsuelo de la sociedad argentina aflorando a la superficie a través de los saqueos de los comercios donde se almacenaban alimentos. También llegaban a nuestras orillas, desde hacía algunos años, los ecos de la Perestroika. En ese contexto, las discusiones sobre la posmodernidad ganaban espacio en los suplementos dominicales de los diarios y en las revistas culturales, azuzadas, presumo, por la necesidad de comprender una realidad evidentemente movediza, empeñada en romper los esquemas que hasta entonces servían a tal efecto.
Las discusiones sobre modernidad y posmodernidad se estructuraban, en su recepción más masiva al menos, en torno a la cuestión de la historia, en términos de su continuidad o caducidad, es decir, en términos de la vigencia de la idea de un sentido de la historia. El “fin de la historia” comenzaba a dejar de leerse como un “genitivo subjetivo”, el fin detentado o poseído por la propia historia, como la meta hacia la que la historia se dirige, para leerse con fuerza creciente como un “genitivo objetivo”, como algo que la historia padece o sufre, es decir, como la conclusión o la clausura de la historia. El efecto de esta discusión, conjugado con una serie inaudita de acontecimientos históricos, suscitaban en cualquiera la pregunta sobre si los eventos a los que asistíamos no eran los estertores o el canto de cisne de la historia. La impugnación de la categoría de lo posmoderno intentaba por entonces retener la historia como proyecto, analizando las razones por las cuales éste no había cuajado. Cito de memoria algunos títulos que van en este sentido: Las ilusiones del posmodernismo, de Eagleton, El Asedio a la modernidad, de Sebreli, la proteica compilación realizada por Casullo sobre El debate modernidad-posmodernidad, o un título que lo resume todo, “La modernidad, un proyecto inconcluso” de Habermas.
Simultáneamente se veía como el neoliberalismo se afianzaba en el mundo, cosa que sorprendía, incluso en estas tierras, pioneras en este experimento social. El neoliberalismo proyectaba su imagen de modernización tecno-económica y, en consecuencia, suscitaba muchas preguntas sobre la relación entre esta dimensión, la tecno-económica, y las otras dimensiones o promesas de la modernidad, vinculadas sobre todo a una organización de la sociedad que sería igualitaria en virtud de su racionalidad.
El libro de Lyotard, La condición posmoderna, aparecido originalmente en 1978, parecía poder alojar todas estas discusiones ya que es un libro sobre la crisis de los “grandes relatos”. Lyotard plantea una cuestión de gran interés, según la cual el saber está ligado a un conjunto de condiciones de existencia heterogéneas, diferentes al propio saber. La heterogeneidad de estas condiciones consiste en que funcionan de una manera distinta que el saber, y que repercuten de algún modo sobre el mismo. Lyotard ubicaba con agudeza el momento en el que escribía, 1978 como dijimos, enmarcándolo de una manera sorprendente. En efecto, Lyotard colocaba ese fenómeno entonces novísimo, en el marco de una manera particular de comprender una disputa milenaria, aquella entre la ciencia y los mitos, o los relatos. Según esta manera de comprender esta disputa, la ciencia, al desacreditar a los relatos o mitos, acaba a la larga por suscitar, el problema de su propia legitimidad. Nuestro reparo con la versión de Lyotard no es menor, radica en que hay otras formas de comprender esta emergencia, es decir, su causa, que no se remiten a la estructura discursiva de la ciencia, sino a su posición social, a la fractura que produce en la autoridad del mito, y a la fractura de su función política, ideológica, pero eso no viene al caso ahora, aunque no está demás dejarlo asentado, advertirlo. La verdad de la ciencia en disputa con los mitos, argumentaba Lyotard, no podía quedar meramente enunciada, sino que debía ser justificada, legitimada. Pero esta tarea excede, por definición, a la ciencia, por lo que se debería apelar entonces a algo diferente a la misma, a una “meta-narrativa”, a un discurso en el cual la verdad de la ciencia debía ser examinada. El examen tiene por objeto justificar o legitimar la verdad de la ciencia clarificando las condiciones que deben cumplir los enunciados para formar parte de la misma, digamos, por caso, coherencia y verificación experimental. El examen de la ciencia implica así la idea de un legislador que establece las condiciones que debe satisfacer la ciencia. Ahora bien, una vez abierta esta puerta, la cuestión se traslada, comprensiblemente, a la legitimación del legislador.
Una metanarrativa, o un “gran relato” se distingue de los “meros relatos” o “mitos” que la ciencia destruye para constituirse, ya que una metanarrativa debe, por fuerza, ser un discurso único, total. La metanarrativa implica una posición jurídica, señala con el dedo, enjuicia, ya que debe legislar sobre la verdad, pero al legislar sobre la verdad se ve obligada a legitimar simultáneamente la propia posición de legislador que asume. Como consecuencia de ello, el meta-narrador debe, sean cuales fueran sus preferencias culinarias, abandonar la dieta unilateral y volverse omnívoro. La metanarrativa tendrá que preguntarse por la legitimidad de todo, no sólo del saber, sino también por la legitimidad de las artes, de las técnicas, de la educación y de la política. En otros términos, una metanarrativa es necesariamente un discurso sobre el todo y el origen, está obligada a absorberlo todo, a no dejar lugar más que para sí misma. La caracterización de la metanarrativa se acerca vertiginosamente, como vemos, a la idea clásica de la filosofía.
Luego de algunos agudos análisis, Lyotard concluía entonces que los grandes relatos entraron en crisis por una mutación en el orden del saber. Conviene detenerse en este punto, porque no carece de complejidad, y porque tiene la capacidad de traernos de aquel lejano y conflictivo fin de siècle XX a nuestros días. Lo primero que hay que aclarar es el significado y el alcance de este término, el “saber”. Al señalar que la posmodernidad es una mutación en el orden del saber, Lyotard no quería indicar que los ejemplos paradigmáticos del saber, aquellas verdades que lo son “para siempre”, como el teorema de Pitágoras por ejemplo, fueran a dejar de serlo. Piezas como estas son como pequeñas joyas en el repertorio del saber, porque, con un mínimo entrenamiento matemático, cualquiera puede, en cualquier momento, volver a realizar la demostración y hacer que la evidencia de la misma se apersone ante nosotros. Pero, si miramos las cosas con un poco de cuidado, veremos que, incluso en casos como éste, lo que realmente importa no es tanto la primera vez en sentido cronológico en la que alguien pensó esta demostración, experimentó la evidencia que le es propia y exclamó, según conviene al mito de la razón. “¡Eureka!” (¡La encontré!). La historia está llena de ¡eurekas! inconsecuentes, de acontecimientos sin posteridad, de primeras veces en el sentido cronológico que no son más que abortos culturales. Un acontecimiento en el orden del saber está ligado a su comunicación, a su transmisión, a su tradición, sea esta oral o escrita. Saber y tradición van entonces, hasta cierto punto, de la mano. No hace falta, sin embargo, ser una luminaria ilustrada para comprender que tradición no equivale a saber, ya que lo que se transmite tradicionalmente excede con mucho al saber, pero lo que aquí queremos decir no es que la tradición es el saber, sino que es la condición del saber. Sin tradición una invención no es saber, sino una concepción sin porvenir.
Lyotard, que había estudiado a Husserl en su juventud, conocía muy bien el problema que el carácter indispensable de los documentos, le planteaba a una filosofía como la fenomenología, que quería anclar las “verdades para siempre”, por ejemplo aquellas que emergen con la geometría, entendiéndolas como verdades ideales que tienen su asiento original en el fondo de la subjetividad,. Ahora bien, a través de los documentos la idealidad se ve expuesta a la fragilidad del mundo, a las inclemencias del clima, por así decirlo. Lyotard podía, por ello, también comprender los desafíos que el soporte del saber impone sobre el propio saber. Con gran agudeza Lyotard veía, en 1978, algo que años después estaría para todos claramente expuesto a la luz del sol. Lyotard decía: nada que no se traduzca a bits de información podrá contar de acá en más como saber. Las razones de Lyotard eran sencillas, la inscripción del saber en bits de información pasaba a ser la condición del saber, una condición de su tradición, de su transmisión, y en consecuencia, la condición de la existencia del mismo. Un saber intraducible a bits de información sería, de allí en más, según Lyotard, un saber sin porvenir y, en consecuencia, un no-saber.
Lyotard enunciaba esta situación con una fórmula que posee ecos de algunos análisis marxianos de la fetichización, la emergencia del mundo digital constituye, decía Lyotard, “una exteriorización del saber” respecto de quien sabe. El saber se desubjetiviza, se vuelve objetivo, y queda entonces expuesto a su mercantilización.
Con todo, nos interesa destacar un elemento del argumento de Lyotard que mencionamos al pasar más arriba: “con un mínimo de entrenamiento matemático”, dijimos, cualquiera puede realizar nuevamente una demostración, y hacer que su evidencia se apersone una y otra vez. El saber, entonces, no sólo tiene condiciones objetivas, “documentales”, imprescindibles para su transmisión, es decir para su existencia, sino que también tiene condiciones “operatorias”, sin las cuales tampoco es transmisible. No cabe llamar propiamente “subjetivas” a estas condiciones, a nuestro entender, porque el peso del argumento cae sobre el hecho de que “cualquiera puede” pero sin embargo este “cualquiera” no es en realidad absolutamente cualquiera, sino que está calificado, es “cualquiera con un mínimo de entrenamiento matemático” y este entrenamiento implica, ante todo, una práctica ya establecida, otros participantes en la misma, etc. Esta calificación introduce una discontinuidad que podemos expresar como una boutade: no cualquiera es cualquiera.
Este elemento operatorio, que aparece en todos los saberes, incluso en las matemáticas, no es una mera dotación natural de los individuos humanos, como podríamos pensar que lo son el sentido de la vista o el oído, sino que es más bien una habilidad para ver u oír que resulta del ejercicio continuado, se trata de una capacidad de prestar atención que es, al mismo tiempo, una capacidad de pasar por alto, sin la cual lo relevante del caso quedaría oculto. Cuando destacamos que se trata de una habilidad o capacidad adquirida, lo que queremos indicar es que no hay el elemento operatorio sin más, es decir, un único elemento operatorio, sino una multiplicidad de elementos operatorios de acuerdo a los diferentes ámbitos. El músico o el poeta no sólo escuchan, sino que poseen un oído singular, el oficio del historiador no está hecho sólo memoria, sino también de un olvido cultivado, el matemático no se detiene en la tinta con la que está escrita una fórmula como si lo hace un grafólogo. Este elemento operatorio es lo que, pomposamente, llamamos Bildung al hablar de los saberes y las artes, pero evidentemente forma parte también de los oficios y las técnicas: el baquiano se orienta inmediatamente en su territorio, el mecánico entiende de motores, de sus ruidos y lamentos, e incluso, nuestro sentido de la orientación, que se ha “objetivado” en un dispositivo como el GPS, cumpliendo las previsiones de Lyotard, pero ello no nos dispensa de traducir operatoriamente las instrucciones del dispositivo GPS, poniendo en en contexto estas instrucciones si queremos llegar a destino evitándonos malos tragos. Hace algunos años nomás las instrucciones de “google-maps” para llegar a pie desde China a Japón proponían llegar a pie a la orilla del mar y… ¡nadar algunos cuantos kilómetros!
Ahora bien, si en lugar de focalizarnos en un elemento operatorio determinado, como la habilidad matemática, que requiere, según dijimos, de entrenamiento matemático, nos focalizáramos en cambio en el elemento operatorio en general, lo que veríamos es su presencia generalizada, cualquiera posee un oído singular o una mirada particular para alguna u otra cosa. En este sentido cualquiera es singular. No hay lo operatorio en general sino que hay componentes operatorios singularizados en distintas prácticas.
Me detengo en este punto porque es una parte del diagnóstico de Lyotard que conviene revisar con cuidado, es, a nuestro entender, el “punto ciego” de su análisis, es decir, el lugar donde Lyotard deja de poder pensar y donde nosotros podemos pensar otras cosas. Lo que Lyotard destacaba entonces es que el viejo principio que ligaba el saber a la paideia, o a la figura de la Bildung, de la formación del espíritu y de la persona, iba a caer crecientemente en desuso, hasta su extinción, como consecuencia de la aludida mutación en los soportes del saber. El saber se exterioriza respecto del “sapiente”, decía Lyotard en una dudosa traducción castellana de “savant”. Es cierto que, por ejemplo en las humanidades, un conjunto de habilidades relacionadas con el saber, como el conocimiento de las obras de referencia, las localizaciones de las obras en las bibliotecas, el conocimiento de las revistas especializadas en determinada área, el reconocimiento autoridades, y una serie de procedimientos utilizados para jerarquizar las contribuciones, para reparar y pasar por alto algunas cuestiones, se han visto notablemente transformadas con la disponibilidad casi inmediata de una masa inaudita de información. Se trata de algo que cualquiera que ejerza la docencia en esas áreas podrá reconocer, creemos. Pero, sin embargo, como lo muestra el ejemplo del GPS, la dimensión operatoria no ha sido suprimida, por ello lo más que podemos decir es que algunas dimensiones que antes la requerían, ahora no la requieren. Pero, incluso aceptando esto, es dudoso que se pueda establecer que haya habido una genuina retracción de la dimensión operatoria, ya que esta no es cuantificable. Si dejo de creer en algo, ciertamente tengo una creencia menos, pero no por eso tengo menos creencias en sentido absoluto. Esto ocurre porque nuestras creencias constituyen un continuo. Ahora bien, sería tan absurdo pretender enumerar exhaustivamente las cosas que creo como enumerar exhaustivamente las cosas que sé hacer.
Detengámonos un momento más en el dispositivo GPS. Antes hicimos dos puntualizaciones al respecto, por u lado, que el dispositivo parece “objetivar” lo que antes era subjetivo, nuestra capacidad y, por otra parte, que esta “objetivación” no era completa, ya que el elemento operatorio, presumiblemente “subjetivo” seguía siendo necesario. Si examinamos el primer elemento, veremos que en realidad la idea de una “objetivación” o una “exteriorización” no captura lo que está en juego. Sumemos ahora algunas consideraciones más: por una parte, la amplitud de lo que ofrece el dispositivo GPS debería ya ser suficiente para descartar su consideración como la “exteriorización” u “objetivación” de algo que estaba dado previamente, ya que obviamente nadie tenía una capacidad o sentido de la ubicación tan extendido. Por otra parte, corresponde hacer una precisión sobre nuestro señalamiento sobre la persistencia del elemento operatorio. Tampoco aquí se trata de la permanencia de algo que estaba dado previamente, sino de una transformación. Hace algunos años, en el marco de unos desarrollos tecnológicos toscos comparados con los de hoy en día, los teóricos de la inteligencia artificial crearon una sigla que sintetizaba las habilidades requeridas en relación de los usuarios con los dispositivos “inteligentes”: RAT. La sigla remite a la expresión inglesa “Repair, attribute and all that”, “reparar, atribuir, y todo eso” y alude al hecho de que los usuarios humanos constantemente “reparan” la inadecuación de las respuestas de la máquina, “atribuyendo” esas inadecuaciones a la inteligencia a de la máquina (lo que la máquina “quiso decir”, por ejemplo), pasan por alto sus inadecuaciones, etc., sin reconocer el aporte que su propia inteligencia realiza en este proceso. El caso de ir a nado desde China a Japón es un caso extremo, pero el uso de dispositivos como el GPS constantemente nos enfrentan con opciones de esta naturaleza de menor magnitud. La RAT no está tan lejos, conviene señalarlo, del trato que nos dispensamos unos a otros en las interacciones interhumanas.
Clarificar este punto es importante porque la irrupción de la inteligencia artificial vuelve a poner esta cuestión en el candelero. Insistentemente aparece la pregunta por los impactos que tendrá la inteligencia artificial en la esfera pública. Los motivos de inquietud son claros. La IA abre, a través de procesos como la clonación de la voz y de la imagen posibilidades inauditas para las fake news. También está la planteada la cuestión acerca de si algunos asuntos de la gestión de lo público no podrían ponerse con provecho en manos de máquinas. El filósofo Youval Harari ha sido taxativo al respecto: “que si la IA se hace cargo de la conversación, la democracia se ha acabado.”
Para reflexionar sobre este punto conviene recoger algunas discusiones que ha suscitado la aplicación de la inteligencia artificial en la construcción de automóviles realmente autómatas, que no requieren un conductor. Este asunto ha generado agudos dilemas éticos sobre los “casos difíciles”, aquellas situaciones que no pueden resolverse sin un costo ético, que nada permite, más bien al contrario, descartar que se presenten. Por ejemplo, un automóvil “inteligente”, sin conductor, ante una rotura de sus frenos podría tener que decidir entre las opciones de atropellar a un conjunto de niños que cruza la calle o a un anciano que espera el colectivo en la parada, o bien chocar contra una pared que destruirá el vehículo sin dañar a terceros, pero con mayores riesgos para la tripulación del automovil. E incluso todavía deberíamos considerar la posibilidad de que el automóvil vaya vacío, ¿qué hará en ese caso? A partir de cuestiones como estas, podemos comenzar a hablar de automóviles “egoístas” y “altruistas”. Sin embargo, lo importante es no perder de vista que estamos hablando de decisiones que en cierto sentido han sido anticipadas en el entrenamiento de modelos. Como lo explican Stigman y Blinkins en un libro reciente, el desafío de la IA no pasa hoy, como ocurría hace algunos años, por la estructura que la hace posible (la red neuronal artificial), sino por los muchísimos parámetros que establecen la fuerza de las conexiones y el sesgo de cada una de sus neuronas. Esos parámetros nos dicen estos especialistas: “…se aprenden en la interacción con enormes volúmenes de datos, diferentes grados de feedback humano y mecanismos adversariales o de autoaprendizaje.” (Stigman, M. Y Blinkins, S. La nueva inteligencia artificial y el contorno de lo humano, un fragmento del libro fue publicado cono el artículo “Entre la utopía y la distopía” Le monde diplomatique. Edición Cono sur, agosto de 2024). Federico Kusko en otro artículo de esta revista también destaca la importancia de los datos, ya que “…un modelo de IA entrenado con datos de una región o grupo social puede conducir a errores o malas interpretaciones cuando se aplica a otro contexto.” (“Libres o tecnodominados”). En el artículo que citamos, un fragmento de su libro, Stigman y Blinkins destacan el rol crucial que la inteligencia artificial podría desempeñar en la disputa entre Estados Unidos y China mediante una sugerente comparación con el rol que la bomba atómica desempeñó durante la guerra fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética.
Estas reflexiones plantean una cuestión política crucial, la necesidad de instituciones internacionales que regulen el uso de la inteligencia artificial, y otros asuntos. Concordamos con estas cuestiones, que ponen a la política por delante de la tecnología, plantean el problema en un escenario defensivo, que es necesario, y que podríamos resumir en los términos de: ¿cómo evitar que una catástrofe se derrame sobre nuestras vidas?
Sin contradecir el punto fundamental de esta línea, la necesidad de instituciones internacionales en un mundo globalizado, nos gustaría señalar que la reflexión política se pone por delante muy tímidamente, es decir, la reflexión política está desatada en términos de imaginación tecnológica, pero firmemente atada en términos de imaginación política.
Por ello querríamos explorar la politicidad de la tecnología desde otro ángulo, uno que esté más a nuestro alcance. El punto que encontramos conflictivo en el análisis de Lyotard, la permanencia de un elemento operatorio, que hemos denominado su “punto ciego”, nos servirá para eso. Tiremos un poco más del hilo para ver si llegamos al ovillo. La persistencia del elemento operatorio puede ser vista de dos maneras. Una de ellas, la perspectiva más clásica, es verlo como la persistencia obstinada de la individualidad humana a través de las distintas mutaciones en el saber, en las técnicas y en la tecnología. La otra manera de considerarlo, que nos parece mucho más prometedora, es ver en la persistencia del elemento operatorio no tanto el índice de una individualidad preexistente, sino reconocer en él un proceso de destrucción y reconstrucción. Se trata de lo que señalamos antes como una “precisión”, el GPS no sólo conserva como un residuo nuestras habilidades operatorias, sino que implica una transformación de las mismas. Otro ejemplo puede servir para ilustrar este punto, en el momento en el que salieron salieron las cámaras digitales que ofrecían encuadrar a través de una pantalla digital, era común ver a la gente haciendo contorsiones extrañas para tomar una fotografía, a aquellos que tenían la costumbre de tomar fotografías les costaba mucho tener la cámara a distancia de su rostro. Lo que queremos decir es que a partir de estas “transformaciones” se configura una individualidad que es “nuestra individualidad”, pero a la que ya no podemos considerar como un dato, sino que debemos pensarla como como un proceso en curso, siempre en curso, que se ve afectado ya sea por factores “externos”, como las aludidas mutaciones en el saber y en las técnicas, ya sea por factores “internos”, como nuestro propios deseos.
La técnica es una dimensión original de la aventura de la vida humana, aquello que hace a la singularidad de un animal que no se adapta a su medio, sino que adapta el medio a sus deseos, que son tan diversos como imposibles de colmar. La técnica separa a los seres humanos de la animalidad, y aunque ésta sigue siendo su condición, opera como una condición singularizada. Nuevamente aquí podríamos apelar a la fórmula, no hay la animalidad humana, hay animalidades humanas. Los seres humanos, en tanto que seres de deseos, se debaten desde siempre con su ambiente, superando una y otra vez su impotencia innata, apelando a la inteligencia y teniendo que responder a aspiraciones siempre renovadas. Dicho en otros términos, el sentido de la técnica, y de la vida humana, está en superar la impotencia de los seres humanos frente a aquello que, en sí mismos o fuera de sí mismos, aparece como una naturaleza.
Algunos estudios aparecidos desde el la década de los 80s del siglo pasado han cambiado fuertemente nuestra concepción de la tecnología, cuyo origen no se remonta, como se creía hace no tanto tiempo, a la revolución científica del siglo XVII, sino a concepciones milenaristas que desde el siglo XII invirtieron la idea dominante según la cual en el paraíso Adán no tenía necesidad de la técnica. De acuerdo con estas ideas, el trabajo manual era valorado negativamente y el ocio positivamente. Evidentemente, esta concepción tenía motivaciones sociales vinculadas con la organización de la sociedad. Hacia el siglo XII, sin embargo, diversos pensadores comenzaron a considerar que la técnica era un aspecto de la virtud cristiana a través de la cual los seres humanos podían restituir su semejanza original con Dios, abriendo así la posibilidad de “un nuevo Adán” que advendría por medio de la técnica y el ingenio. La tecnología ha nacido entonces como una tecno-teología, y si no es plenamente moderna ya desde su nacimiento es porque su orientación inicial miraba hacia el pasado, hacia la restitución de un estado perdido ya definido, y no a avanzar hacia el futuro comprendido como algo abierto. Ésta es, sin dudas, una diferencia fundamental, de aquellas que hacen época, pero ello no obsta para que la adherencia teológica haya seguido siendo eficaz en la tecnología, en la medida en que los tecnocatastrofismos y los tecnoprofetismos han sido una constante en el desarrollo de la tecnología. Estos elementos se ven más claridad en relación a los avances tecnológicos que permiten avanzar en la gestión de la vida, pero su presencia está en toda la línea de los desarrollos. Este es un elemento que, nos parece, conviene tener en cuenta para intentar pensar con claridad sobre este punto.
El sentido de la técnica, dijimos, no radica en sí misma sino en sobrepasar la impotencia de los seres humanos frente a aquello que, tanto en sí mismos como en su exterior, aparece como naturaleza, como algo fijo. Esto quiere decir que la técnica está animada en deseos humanos, aunque ello no significa que se encuentre a discreción de los mismos. En efecto, cuando el proyecto tecnológico fue formulado explícitamente como un proyecto dirigido al futuro, a partir del siglo XVII, se vio sometido a las constricciones de una forma realidad diferente, la de la economía que por entonces se constituía. Es por ello que entendemos que es crucial enfatizar la relación de la técnica con la individuación, es decir, la relación de la técnica con los deseos humanos. Distinguir claramente la realidad de la técnica de la de teología y de la de la economía, es decir, distinguir sus autonomías relativas, luego veremos en qué medida son ejercidas, ofrece la oportunidad de romper con el sino fatalista, recordando que la teología y la economía tal como la conocemos, en su versión capitalista, aunque aparezcan como presupuestos naturales, no son sino maneras peculiares, y por tanto contingentes, de gestionar los deseos, limitando otras formas de individuación y en consecuencia la emergencia de otros deseos. Romper con la idea del individuo concebido como un átomo (en su lugar propondríamos la idea de nudos en una red), como lo hace la idea de la técnica como individuación que hemos esbozado a partir del punto ciego de Lyotard, puede ayudarnos a remover las estructuras que producen de manera incesante esta realidad, la de unos sí mismos tristemente encerrados en un aislamiento ilusorio, pero no por ello menos eficaz, para revitalizar en cambio los lazos vivificantes que el individuo puede mantener con el medio físico, técnico y social.
Intervenir colectiva y activamente sobre la cuestión “¿qué hacer con la tecnología?” nos transporta a la cuestión de qué hacer con la economía, con los presupuestos teológicos y con la política. Las respuestas no pueden ser un asunto sólo de expertos, sino la consideración de deseos y de proyectos, y la construcción de vínculos que aumenten nuestras potencialidades y reduzcan así nuestra impotencia. Por otra parte, podemos dar por descontado que eso no nos llevará a una respuesta unánime y exenta de conflictos, pero sí tal vez permitirá inclinar el terreno desde el temor hacia las posibilidades y los proyectos, es decir, hacia los deseos, eludiendo las alternativas que dominan la escena, es decir, evitando que sean el lucro, o las presuposiciones teológicas que refuerzan algunas de nuestras limitaciones las que decidan.
Profesor de filosofía contemporánea en UNLP / Investigador en CONICET.
¿Y qué pasa si, ante la disyuntiva de la humanidad de resolver las necesidades humanas mediante un salto cualitativo en lo científico, tecnológico, técnico y espiritual, el deseo de algunos o muchos es quitarle los recursos a otros?
Hay puntos de inflexión en la historia humana en que hay que crear e inventar las soluciones para que la especie sobreviva y tenga futuro.
Pero no todos lo ven así, a pesar de que la historia es muy clara en esto. Hay gente que, ante esa incertidumbre, que demanda jugársela por un camino creativo, no opta por éste sino por la geopolítica de guerra para asegurarse los recursos del futuro y eliminar el riesgo de que otros que no sean ellos los consigan.
Toda época histórica supone una base y potencialidad productiva y distributiva la que, asentada en la ciencia y tecnología vigente, la que, si no se renueva con nuevos descubrimientos de principios, se cae en círculos viciosos que tienden a la guerra y la autodestrucción.
Está ocurriendo casi exactamente lo que pronosticaba JDP en los ’60 y principios de los ’70.
Él decía que si el reordenamiento geopolítico lo hacían los imperialismos iba a ser en perjuicio de los pueblos. Era necesario que el tercer mundo se organice para ser una fuerza que proponga el reordenamiento aumentando la producción y mejorando la distribución.
Esto último es lo que está sucediendo ahora. Bajo la orientación de China y Rusia, el ex tercer mundo, a través de múltiples organizaciones regionales y continentales, está vislumbrando el lugar que le corresponde en el mundo del futuro.
Sin embargo, el imperialismo angloamericano se opone intensamente a eso y diseña y ejecuta guerras geopolíticas para privar al tercer mundo de las naciones soberanas (Rusia y China) que lo están orientando.
Es decir que, como decía JDP, el imperialismo, en este caso, angloamericano, opta por la guerra y la supresión biológica, mientras que, China y Rusia y gran parte del mundo (India, Brasil, muchos países de Asia y África, etc.) opta por el reordenamiento geopolítico racional, basado en principios de cooperación entre soberanías y en base a la ciencia y la tecnología como fuerza motriz de la economía, más allá de los dogmas de las escuelas económicas occidentales.