Salvador Mari del Carril le escribe a Lavalle en una carta de esas que "se leen y se rompen" -según recomienda- que fusile a Dorrego. Un nadie en la historia. Tres ignotos que la historia les tiene reservado el rincón más oscuro del olvido confirman la condena a Julio De Vido. Es una condena que también la alimentaron los cobardes mentecatos que se permitieron dudar de él por su mala prensa, sin elementos. Hay hombres que encarnan, con su sola presencia, la historia viva del peronismo. Hombres de acción, de pensamiento y de coraje. Hombres que no se doblan ni se venden. Julio De Vido es uno de ellos.

De Vido es, en el sentido más jauretcheano del término, un hombre del pueblo que supo manejar la herramienta del Estado sin perder la esencia de obrero militante. No vino a administrar la miseria ajena, sino a proyectar grandeza colectiva. Creyó —y sigue creyendo— que el progreso no es un número en un PowerPoint, sino una ruta asfaltada, una fábrica abierta, una casa con luz, un país de pie. Por eso lo castigaron: porque no se dejó domesticar, porque no pidió disculpas por ser peronista, porque no cambió de idioma cuando cambió el viento. En esta tierra, los mansos suelen recibir premios y los valientes, causas judiciales.
Pero la historia no se escribe con editoriales ni con fallos a medida: la escribe el tiempo, y el tiempo suele darle la razón a los que resistieron por amor a la Patria. Gracias, compañero, por la entereza, por la lealtad sin dobleces, por demostrar que ser peronista sigue siendo, a pesar de todo, un oficio peligroso pero hermoso. Estas rejas pretenciosas pueden alojarlo en la tristeza por los propios; pero son un oropel que lo distingue de todo el resto porque semejante revancha se explica por los intereses que tocó. En tiempos donde abundan los opinadores de café y escasean los patriotas, tu figura es faro y trinchera. Y como decía Don Arturo, “los pueblos son grandes cuando tienen hombres que no se arrodillan”. Julio De Vido es, sin duda, uno de ellos.