Las actividades con mayor precariedad son la construcción, donde 7 de cada 10 varones carecen de seguridad social. Para 8 de cada 10 mujeres, el peor empleo es el trabajo doméstico.
Dos aclaraciones preliminares: así como no hay un peronismo, un feminismo, ni un terraplanismo, tampoco ser joven significa una sola cosa, ni se agota en la definición de un solo agrupamiento. Si bien para las políticas públicas –que se nutren de recortes etarios para segmentar beneficiarios– “ser joven” implica tener entre 16 y 24 años, esa segmentación –según para qué tipo de mercadeo– puede variar bajando el piso (incluso de imputabilidad) hasta los 14 años y el techo hasta los 30/34 años (o más, para el mercado patológico de la pubertad perenne).
Y he aquí un hallazgo de la vida real por sobre el marketing de la meritocracia y la juventud como panacea: ser joven no es una gran virtud ni un mérito que requiera ningún talento. Con nacer y crecer, pero no tanto, alcanza. Si se es joven, mujer, pobre, transgénero y, digamos, comunista, ya la juventud es un valor secundario y relativo a un menú de posiciones desfavorables.
Aquí la juventud radicaría en la posibilidad –rebeldías mediante– de cuestionar los patrones de identificación material y cultural forjadas por cierta adultez burguesa, conservadora y mezquina. Pero puede salir mal y que en nombre de un supuesto recambio generacional (la ola de los sub 40, digamos), se ratifiquen los valores y las mañas de los que ceden el uso de las marcas tradicionales, sean comerciales, científicas o políticas.
El último informe del “Panorama de empleo asalariado informal y la pobreza laboral” del Instituto Interdisciplinario de Economía Política (IIEP), reelabora una serie de datos provenientes del Indec y presenta algunas conclusiones sobre la realidad de los jóvenes en el mercado laboral.
Según el Instituto dependiente de la Universidad de Buenos Aires y el Conicet, la tasa de informalidad general del mercado laboral argentino era del 36,7% al tercer trimestre 2024. Es decir que casi 4 de cada 10 trabajadores laboran sin aportes jubilatorios, vacaciones, obra social, aguinaldo ni cobertura por accidentes laborales.
En el caso del agrupamiento juvenil la tasa duplica la total del sistema, elevándose hasta el 64,3%. Esto es que 6 de cada 10 trabajadores jóvenes no poseen relación de dependencia formalizada con sus patrones. La abrumadora mayoría de ellos y ellas son además pobres, pues como dice el informe padecen “una penalidad salarial”. En promedio, esa penalidad es de -40,2%; es decir que si el salario formal promedio calculado oficialmente es de $640.470, un trabajador informal (jóvenes en su gran mayoría) con igual nivel educativo, calificación y puesto cobraría $383.000. Pero si además la precariedad laboral afecta a una mujer, el salario baja hasta los $363.851 (-5,2% promedio).
Esto no sólo garantiza salarios de indigencia o pobreza (que afectan al 58% de los informales totales), sino que dificulta enormemente una de las características que –según filósofos como Darío Sztajnszrajber– define indubitablemente a la juventud: “Ser joven es levantarse todos los días, sintiendo que todavía podemos proyectarnos hacia el futuro, sintiendo que el futuro me pertenece” o está al alcance de la mano la posibilidad de tomarlo. ¿Qué puede proyectarse, al menos materialmente y sin entrar en la dialéctica entre cultura y materialidad, con un salario de indigencia o pobreza? Vivir en estado de supervivencia diaria no permite proyectarse mucho que digamos.
La conclusión es que en los últimos 15 años y después de que el primer ciclo kirchnerista bajara del 49,7% en que la habían dejado De la Rúa y Duhalde al 30%, el nivel de informalidad se mantuvo relativamente estable, en valores que se mueven entre el 32% y el 37%.
Desde la recuperación posterior a la pandemia, casi 7 de cada 10 nuevos empleos fueron de asalariados no registrados y cuentapropistas no profesionales: unos 2,4 millones de trabajos de mala calidad o reñidos con el concepto de trabajo decente. Incluso con leyes laborales y cierta actitud proactiva en términos inspectivos, el Frente de Todos no pudo generar sino empleos de mala calidad, para una tasa de desocupación (6,2%) que enorgullecería a cualquiera que no mire lo que hay adentro de cada dato.
Si antes estábamos en peligro de convertirnos en un país cínicamente dispuesto a soportar una pobreza estructural (inalterable y con informalidad incluida) del 30%, hoy promoviendo modalidades laborales precarias, premiando la no registración laboral y ampliando la jornada laboral hasta 12 horas –cuando se cumplen 106 años de la Semana Trágica, durante la cual lograr la jornada de 8 horas le costó la vida a 800 trabajadores y decenas de desaparecidos–, estamos a nada de convertirnos en un país en el que varios millones o una amplia mayoría, estaría dispuesta a soportar niveles de informalidad del 40%, con picos en trabajadores jóvenes del 60%.
Si bien el desarrollo evolutivo de los prejuicios sitúa su aparición en los 4 o 5 años, su refinamiento y consolidación se verifica con el correr de los años; así las cosas, hay quienes aseguran que uno tiene la edad de los prejuicios o valoraciones a priori que porta. La verdadera segmentación etaria sería algo así como “un día sos joven y al otro estás discriminando socialistas, judíos, negros o gays” o el no tan remanido “un día sos joven y al otro día estás pisoteando a cualquiera para amasar tu primer millón”.
El racismo biológico o ideológico (que incluye al religioso, por cierto), el dogma de fe que reemplaza al análisis racional e histórico, la homofobia y el materialismo como un absoluto indiscutible sin remordimientos, tienen mucho más de 100 sino miles de años. Es posible que, según este edadismo cultural, nos encontremos con fenómenos sorprendentes: ancianos de 20 y jóvenes de 60 años.
Y hablando de jóvenes y viejos. Párrafo final para el bombazo que explotó en las redes y que no tuvo nada que ver con la basura revuelta de Wanda Nara y Mauro Icardi. Andy Chango renunció en vivo a uno de los cuatro canales de streaming más vistos por jóvenes y “adultescentes”. Lo hizo diciendo: “Hay contenidos e incontinencias y el streaming se basa en incontinencias, en decir hablar boludeces todo el tiempo. Y a mí me está doliendo, y como estoy grande (es decir joven), hice discos y me gusta el arte, en este momento renuncio. Blender, los amo, pero no puedo aguantar ni un segundo más así”.
Hablar boludeces todo el tiempo, sobre cualquier cosa, con o sin datos, con cierta gracia, velocidad y desparpajo, es el nuevo atajo, el novedoso patrón de identificación y consumo para los jóvenes que quieren pasar de informales y pobres a cuentapropistas prósperos, o hasta millonarios. Porque finalmente, ¿qué es ser joven hoy sino ser streamer? ¿O lo que es lo mismo decir –como asegura el mismísimo Guille Aquino– qué es ser joven sino una vulgar segmentación de mercado?