Jesús anuncia la venida del Reino con palabras e imágenes destinadas a impresionar y alegrar a los caminantes y a los trabajadores del campo, a los que miran el mundo con los ojos bien abiertos y escuchan el canto de los pájaros y la voz del Elegido. Las palabras y las imágenes del Evangelio están ancladas en la tierra de Palestina, pero al mismo tiempo adquieren una resonancia universal. Allí donde la Sabiduría ha puesto su nido, las parábolas se hacen eco de las historias en las que Jesús escondió la perla del Reino.
Cargada de pacientes obras hidráulicas, de duro trabajo en los cultivos en terrazas, la sabiduría china tiene su manera específica de responder a las parábolas evangélicas.
En este artículo nos gustaría hacer converger las imágenes y los relatos de ambas tradiciones, para que brillen con nuevos colores al entrelazarse. Porque es, en efecto, a través de tales encuentros e intersecciones que el Reino viene hoy hasta nosotros.
El escenario
Comencemos por «ver con la vista de la imaginación»[1] a Jesús, tal como nos lo describe el Evangelio de Mateo en el capítulo 13. La multitud es tan numerosa que tiene que subir a una barca para hablarles. La gente se sienta en la orilla, y la barca flota suavemente en el agua. En la corta distancia creada por su vaivén, todo se ha calmado. El movimiento del agua sugiere algo sobre la sabiduría de Dios, que nadie puede retener ni usurpar. Las colinas que dominan el lago muestran todos los colores de la creación. Su esplendor nos recuerda que todo lo bueno viene de lo alto, como los rayos que descienden del sol[2].
Esa agua, esas colinas reflejadas en ella, pueden recordarnos una frase de Confucio: «El sabio ama el agua, el bueno ama la montaña. El sabio es activo, el bueno es tranquilo. El sabio es alegre, el virtuoso vive mucho tiempo»[3]. Aquí no hay un contraste entre el agua y las colinas, sino complementariedad: el sabio tiende naturalmente a la virtud, el que es virtuoso no puede dejar de ser sabio. El agua y las colinas forman juntas un paisaje que despierta nuestra contemplación, nuestros sentidos interiores.
Como señala Mencio, «contemplar el agua es un arte»[4]. La mera contemplación del agua enseña muchas cosas[5]. Una de ellas, expresada por Mencio en el pasaje que acabamos de citar, es que el agua que fluye no avanza sino hasta haber llenado todos los vacíos; del mismo modo, quien se ha embarcado en la búsqueda de la sabiduría no debe detenerse hasta haber completado su viaje.
Pero los textos chinos ofrecen aún más ideas: el agua se somete a todo, pero supera cualquier obstáculo[6]; móvil, siempre cambiante, adopta todas las formas posibles: si está en calma, puede convertirse en un espejo, aunque en sí misma es algo difícil de percibir; «lo que va al agua y entra en ella se limpia y purifica»[7]; y, lo más importante, «el agua hace bien a las criaturas y no contiende, se queda en el lugar que los hombres desdeñan»[8].
Inmediatamente, aparecen voces que acompañan a Jesús. Sus palabras y acciones, el anuncio del Reino y la curación de los enfermos dan lugar a una narrativa popular con sus diversas modalidades, fantasías y sueños, y con la esperanza que expresan. Esos rumores sobre él proporcionan la materia prima para la narración evangélica[9]. Jesús tiene la reputación de una persona que obra milagros, pero la multitud no parece separar el poder de sus actos del de su palabra. Se dirige en particular a los marginados, a los abandonados; les da el deseo y la fuerza de romper las cadenas que impiden su libertad. Más en general, su mensaje libera a todos del peso de la tradición, de la angustia interior y de la violencia, invitando a todos a dirigirse a los demás según un estilo de comunicación libre y nuevo.
Como un eco lejano de la forma en que Jesús se sitúa entre su pueblo, podemos recordar al legendario emperador Shun, que permaneció un año entre los pescadores. Este no les dio ninguna instrucción a ellos, pero al final los pescadores se ofrecieron mutuamente las bahías y los pozos profundos, los lugares más favorables para la captura de peces[10].
Este es, pues, el Jesús sentado en la barca. Para sus oyentes constituye un enigma, porque su libertad le aparta de las normas establecidas. Permanecer fiel a esta libertad significa para el propio Jesús plantear una prueba, formular una pregunta: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Lc 9,18). Todos se sienten interpelados por la libertad de Jesús. Su mensaje y su persona se convierten en una misma realidad. También en el Tao Te Ching se subraya la unidad entre la enseñanza y la figura del maestro: «Mis enseñanzas son fáciles de entender y fáciles de poner en práctica; sin embargo, pocos en el mundo las entienden y pocos saben cómo ponerlas en práctica. Mis palabras tienen un origen; mis obras tienen un principio; pero quienes no las conocen no me conocen»[11].
Jesús no atemoriza a la multitud anunciando la llegada inminente y amenazadora del último día. Afirma que «el tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca» (Mc 1,15), pero el acercarse o alejarse de las realidades anunciadas depende de cada uno. Jesús prefiere utilizar imágenes sencillas y tranquilas: un campo, una lámpara, un poco de levadura… Este lenguaje presta toda su profundidad a las ocupaciones de la vida cotidiana. Para hablar del «misterio» divino (Mc 4,11) oculto en el mundo, es necesario revelar el misterio de las realidades más humildes. «El árbol más grande nace de un pequeño brote. La torre más alta nace de un montículo de tierra. Un viaje de mil millas comienza con un paso»[12].
Por supuesto, la llegada del Reino es también la del juicio de Dios, pero a quien juzga Dios es al hombre que juzga a los demás. Así pues, Jesús predica la confianza, la humildad y, desde luego, no el triunfo político de Israel. Todos pierden sus puntos de referencia. El anuncio del Reino es una enseñanza nueva que exige una actitud nueva. Se trata de redescubrir a Dios desde la perspectiva de un niño. En efecto, en un niño pequeño hay una fuerza sin límites… «El que está lleno de virtudes es como un niño recién nacido. Los insectos venenosos no le pican, las bestias feroces no le apresan. Las aves de rapiña no se apoderan de él»[13]. Y esto basta para desafiar a una sociedad construida sobre una imagen estrecha de Dios, sobre un modelo rígido. En la multitud, cada uno de los oyentes tendrá que plantearse la inversión de valores provocada por Jesús.
La venida del Reino
¿Qué predica Jesús y qué tienen que predicar sus discípulos? Podemos responder con una sola expresión: «la venida del reino de los cielos». Un acontecimiento, pues, y no una doctrina.
¿Qué es el reino de los cielos?[14] El término, en las escrituras hebreas, se refiere a un tiempo en el que Dios reinará directa y eternamente sobre su pueblo (cfr. Ex 15,18); a un tiempo en el que triunfará la justicia sobre los que oprimen a los pobres, y el triunfo de la paz sobre los que se imponen con violencia.
La lengua hebrea entiende por «reino» una forma de gobernar, no un territorio[15]. Al mismo tiempo, en el pensamiento judío, cuando Dios reine realmente sobre su pueblo, entonces se revelará que es el soberano de todo el mundo[16]. Está claro que si Jesús comienza su vida pública es porque cree que ese momento está cerca. A los setenta y dos discípulos que envía, les dice que proclamen en cada ciudad y en cada lugar por donde pasen que «El reino de Dios está cerca» (Lc 10,9). Pero está igualmente claro que Jesús sugiere, desde el principio de su predicación, que el reino de los cielos es más grande y misterioso de lo que solemos imaginar, y que ciertamente no será el instrumento de guerra con el que muchos fantasean: Dios no tiene intención de comportarse como un conquistador. «Si el Santo sabe salvar a los hombres, es porque no rechaza a ninguno»[17].
Jesús nunca define el Reino: lo propone constantemente mediante comparaciones, mediante parábolas: «El reino de Dios es como…»[18]. Es como el trigo que crece por sí mismo, como la levadura que hace crecer la masa, o también como el grano de mostaza. Obsérvese que estos tres breves relatos presentan el reino como una realidad virtual, aún no realizada y, sin embargo, ya presente: el reino de Dios es una fuerza que dará dimensiones inesperadas, o una fecundidad inesperada, al campo, al brote, al pan que se está preparando. Otro pasaje del Tao Te Ching parece ir en este sentido: «Al mirarlo no lo vemos, pues es invisible. Al escucharlo no lo oímos, pues es inaudible. Al palparlo no lo oímos, pues es impalpable. […] Lo insondable es un flujo permanente que no admite nombre. […] Al mirarlo de frente, no vemos su rostro, al seguirlo, no vemos su espalda»[19].
Cada vez que dejamos que las palabras de Jesús obren en nosotros, nuestras capacidades – de actuar, de comprender, de comunicar, de amar – crecen como lo hace la espiga de trigo, como la harina en la que se esconde la levadura. El Reino de Dios ya está ahí, entre nosotros, en medio de nosotros (cfr. Lc 17,21), y se realiza a través de las acciones con las que, impulsados por la inminencia de su venida, nos comprometemos como individuos y como comunidad.
Semillas y frutos
«Un sembrador salió a sembrar…». La parábola del sembrador (cfr. Mt 13,1-9; Mc 4,1-9; Lc 8,4-15) refleja la variedad de suelos típica de la región, que da lugar a diferentes rendimientos (o incluso a la ausencia total de frutos). La parábola tiene su punto focal en el rendimiento extraordinariamente alto que se obtenía en los buenos suelos (de treinta a cien por cada uno, cuando lo normal era cinco por uno), con lo que se pretende mostrar cómo la fertilidad natural es sólo una pálida imagen del fruto que dará la predicación del Reino[20].
Más que en la fecundidad en sentido estricto, otra de las parábolas de Jesús (cfr. Mc 4,26-29) insiste en el misterio relacionado con el proceso de germinación y, por analogía, en el modo en que Dios prepara la llegada del Reino. La fuerza no está en el agricultor, sino en el grano que germina. La sabiduría china insiste en la paciencia de permanecer inactivo hasta que llegue el momento: Mencio se burla del hombre «que arrancó sus plantas de arroz porque le preocupaba que no crecieran». Este, mientras pensaba que estaba «ayudando a las plantas de arroz a crecer», las mataba[21].
Sin embargo, cuando las condiciones están maduras, el tiempo de espera debe ir seguido de una acción rápida. El tiempo de la cosecha está marcado por la abundancia y la alegría, pero también es tiempo de discernimiento. Lo que estaba oculto ahora se ha revelado, y el trigo se separa de la cizaña: «Entonces diré a los cosechadores: arranquen primero la cizaña y átenla en manojos para quemarla, y luego recojan el trigo en mi granero» (Mt 13,30).
En la antigua China, en la época de la cosecha, la gente se alegra por los dones del Cielo: «Cargamos las vasijas, / las de madera y barro, con ofrendas. / En cuanto sube la fragancia, / Dios huele el dulce sabor»[22].
A través del relato de las parábolas, la obra salvadora de Dios continúa la de la creación: las mismas realidades, los mismos procesos se manifiestan en la naturaleza y en el mundo sobrenatural. El realismo de las parábolas de Jesús deriva de la convicción de que existe una analogía entre el orden natural y el espiritual. El reino de Dios es intrínsecamente similar al proceso de la naturaleza y de la vida cotidiana.
El reino de los cielos no viene de arriba; sin embargo, la acción de Dios, si sabemos reconocerla, puede convertir nuestros corazones y nuestras mentes y hacer que cambiemos nuestro comportamiento de forma tan radical que se instaure un reino de justicia y paz cuando llegue el tiempo de la cosecha. El Reino de Dios ya está presente en la experiencia de conversión de quienes escuchan la palabra de Jesús y en la comunidad de sus discípulos. Pero, al mismo tiempo, la resistencia causada por los hábitos, la incredulidad y el pecado parece tan fuerte que podemos pensar que tal vez Jesús esté predicando una mera utopía.
El modo en que Jesús reflexiona sobre el misterio de la germinación nos revela otro misterio: «Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Jesús ve el sentido de su propia vida en la perspectiva del misterio de la germinación y, una vez más, parece que son el secreto y la oscuridad los que proporcionan la garantía de la abundancia futura. Por un lado, el reino de los cielos es una realidad «natural»; por otro, el desarrollo y el crecimiento de la vida pasan por la sepultura, el don total de lo que somos, la disposición a entrar en un estado de «no-ser». En efecto, «el Santo se pone al servicio del no-ser y practica la enseñanza sin palabras. […] Cuando la obra está hecha, no se detiene en ella. Precisamente porque no se detiene en ella, su obra no se pierde»[23].
Jesús es la semilla sembrada en la tierra, la más pequeña de las semillas, que, sin embargo, se convertirá en el árbol que da cobijo a las aves del cielo (cfr. Mt 13,31-32)[24]. En el grano se esconde el tesoro. «El Santo esconde el jade en su seno»[25]. Así, el reino de los cielos ya no es una utopía, sino que se inscribe en el presente: está «en medio de nosotros», en la medida en que se crea una comunidad que vive siguiendo el ejemplo de Jesús. Y esta comunidad, multiplicándose, prepara, en el curso de la historia, la cosecha del Reino.
Parábolas, lenguaje del tiempo que viene
A Jesús le encanta expresarse a través de historias. Los Evangelios sinópticos relatan 43 parábolas suyas diferentes. Y el Evangelio de Juan sugiere aún más historias y otras imágenes. El mismo término «parábola» aparece 48 veces en los Evangelios sinópticos. Todas las culturas están familiarizadas con el arte de hablar en imágenes, y este modo está muy presente en la lengua hebrea. La palabra-imagen es comparada por el maestro hebreo a una linterna que permite descubrir un tesoro escondido en la oscuridad[26]. Este arte de la imagen puede compararse evidentemente al género literario de la fábula o el acertijo.
Sin embargo, la parábola no es sólo una imagen, es también un relato, introducido a veces de manera solemne por Jesús. ¿Cuál es la diferencia entre una mera imagen y un relato? En este último, se produce una transformación entre la conclusión y el principio. El relato puede ser muy breve, apenas distinguible de una simple imagen, salvo por el hecho de que en él se introduce un cambio. Algunos de los relatos sobre Jesús se basan en elementos en los que todo el mundo está de acuerdo, porque buscan ante todo obtener el consenso de los oyentes. Otros relatos, en cambio, se basan en algo insólito, algo sorprendente. Pero el arte narrativo de Jesús se basa siempre en la sencillez, en la brevedad. En este arte, cada detalle es significativo e impresiona. El oyente es llevado ante todo a participar, a emitir un juicio, a entrar en la historia y hacerla suya[27].
Ninguna parábola por sí sola puede definir lo que el Reino significa para nosotros, pues es todo el mundo de las parábolas el que evoca la riqueza de la venida de Dios entre nosotros. Nada nos ayuda a comprenderlo mejor que el capítulo 13 de Mateo, con el que hemos comenzado nuestra reflexión. Este capítulo está organizado como una especie de universo condensado: al principio, Jesús entra en la barca; la última parábola que presenta es la de la red, como si volviera a la situación concreta en la que se encontraba en ese momento, o como si describiera lo que acababa de hacer mientras hablaba[28].
En el original griego se dice que los pescadores recogen en sus redes «toda clase de peces», hasta que la red está «llena», es decir, hasta que «todo está cumplido». En el tiempo que transcurre entre el principio y el fin, Jesús nos hace observar diversas situaciones humanas: agricultores diligentes, mujeres que preparan el pan y la harina, mercaderes que buscan un negocio, gente que duerme mientras crecen las semillas, enemigos que intentan en vano perturbar el trabajo… Si leemos las parábolas relacionándolas entre sí, nos damos cuenta de que todos los aspectos del mundo, todas nuestras experiencias, están conectadas entre sí en una red de significados a través de la cual toda nuestra vida nos habla de Dios. Nuestra comprensión de la llegada del Reino procede del conjunto de imágenes e historias que se ofrecen a nuestra reflexión.
Historias en diálogo
A medida que se explican los relatos de Jesús, comprendemos que es legítimo, incluso necesario, relacionar las parábolas con otros relatos, otras imágenes, otras enseñanzas, para discernir el modo en que la sabiduría divina habita en el mundo de la sabiduría humana. Y así, como es natural, las parábolas evangélicas están llamadas a encontrarse con la sabiduría china.
Desde luego, los relatos ideados por Jesús no dicen todo lo que expresa la sabiduría china, ni ésta es equivalente a la enseñanza de las parábolas evangélicas. Pero la interacción entre ellas ilumina aún más el misterio, que es como el murmullo de la Fuente en medio de nosotros.
La sabiduría china, tal como se expresa en los textos antiguos – es decir, desde la época de Confucio hasta los primeros tiempos de la dinastía Han – recurre preferentemente a cuentos, sentencias y fábulas[29]. Y lo que es más importante, tiende a borrar y a desplazar implacablemente el propio «posicionamiento»: al menos en su expresión taoísta, la sabiduría china toma como modelo al niño, al tonto, a veces al loco[30], hasta el punto de remitirnos siempre a los dos extremos del nacimiento y de la muerte, que desafían cualquier «posicionamiento».
La sabiduría china revela así que toda verdadera búsqueda de la sabiduría se basa en la pérdida, la transición y la huida[31]. Los sabios deben ser cautelosos «como quien en invierno vadea un río», porque la sabiduría misma puede fallar, «como el hielo que está a punto de derretirse»[32]. La sabiduría china se apoya en este elemento de transición de lo sólido a lo fluido, en el momento exacto en que uno pierde pie y, sin embargo, debe seguir adelante.
El predominio de metáforas acuáticas en sus relatos y retórica sugiere que no pretende tener un «fondo», una enseñanza esencial, sino que es fluida y no tiene fondo. Y así, lo que podría llamarse la «fragilidad» tanto de las parábolas del Reino como de los relatos emblemáticos de la sabiduría china es exactamente lo que hace que sus caminos se encuentren.
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