Las elecciones presidenciales de 2019 marcaron un cambio de ciclo en la política uruguaya. Luis Lacalle Pou, dirigente del Partido Nacional (centroderecha) fue electo presidente luego de quince años de gobiernos del Frente Amplio, la formación de centroizquierda más importante del país. Aun cuando había sido la fuerza política más votada en la primera vuelta, con 39% de los votos, el Frente Amplio perdió por un estrecho margen de menos de dos puntos en el balotaje.
Lacalle Pou encabezó un gobierno que contó con el apoyo de otros dos partidos de la familia ideológica de la derecha: el Partido Colorado y Cabildo Abierto. A ellos se sumaron otras formaciones de menor envergadura. Era el inicio de lo que se conoció como Coalición Multicolor. El apoyo del Partido Colorado fue ciertamente importante. Se trata de un partido político con casi 190 años de historia, protagonista central de la construcción de la democracia uruguaya y de su Estado de bienestar, que, en las últimas décadas se ha inclinado hacia un perfil mucho más conservador. El caso de Cabildo Abierto es muy distinto. Se trata de un partido creado en 2019 por Guido Manini Ríos, un ex-comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, con un programa de derecha radical.
El gobierno se inauguró con la gestión de la pandemia de covid-19, de la que el presidente salió claramente fortalecido en términos de opinión pública. Bajo el discurso de la «libertad responsable», Lacalle Pou estableció restricciones menores a la circulación y desarrollo de actividades y logró una fuerte adhesión voluntaria de la ciudadanía, aunque los programas sociales implementados solo permitieron atenuar el impacto económico, especialmente en los sectores más vulnerables. Lacalle Pou también logró la aprobación de una ley ómnibus (la llamada Ley de Urgente Consideración) que incluyó medidas liberalizadoras de la economía, asuntos de reforma del Estado y disposiciones que fortalecían la orientación punitivista en seguridad pública. Durante 2020 y 2021 disfrutó de niveles de apoyo muy altos, mientras la izquierda parecía desorientada en su papel de oposición luego de 15 años en el gobierno.
El cambio de clima político se verificó a fines del segundo año del mandato de Lacalle Pou, cuando el Frente Amplio, el movimiento sindical y otras organizaciones sociales lograron recolectar firmas para realizar un referéndum para derogar la Ley de Urgente Consideración. Si bien en marzo de 2022 el gobierno logró que se mantuviera la ley por una mínima ventaja, el bloque político y social que encabeza la izquierda encontró una agenda movilizadora, redinamizó su maquinaria política y demostró que era capaz de representar a casi la mitad del país. En esa nueva etapa, el gobierno perdió el monopolio discursivo y la izquierda comenzó a ganar terreno.
Para comienzos de 2023, la situación experimentaría más cambios. Comenzaron a aparecer escándalos que involucraban al gobierno, incluso al círculo del presidente. El jefe de la custodia presidencial terminó preso por tráfico de influencias; dos de los principales ministros debieron renunciar porque estuvieron vinculados a la entrega de un pasaporte que le permitió a un jefe narco evadirse de un país extranjero; un senador clave del oficialismo fue juzgado por explotación y abuso sexual de menores luego de haber sido apoyado explícitamente por Lacalle Pou; el presidente del Partido Nacional debió renunciar luego de conocer que se jactaba de influir en ciertos fiscales; y más recientemente un alcalde y una diputada del partido de Lacalle Pou tuvieron que renunciar por irregularidades y abuso de funciones. Sus socios de gobierno tampoco estuvieron exentos de problemas.
Aún en ese contexto desfavorable, Lacalle Pou logró mantener un funcionamiento razonablemente articulado de la coalición que le aseguró apoyo parlamentario para sus iniciativas, y un alto nivel de aprobación a su gestión que se mantiene hasta hoy, con apoyos en el entorno de 50%. Eso explica que el gobierno haya mantenido una agenda política activa, que incluyó una reforma educativa y otra del sistema de seguridad social, ambas polémicas, confrontadas por la izquierda y los sindicatos y cuyos impactos en realidad solo se verán cuando sean aplicadas en años venideros.
Ensayo general y novedades en los liderazgos
El último domingo de junio se realizaron las elecciones internas, que son obligatorias para los partidos y voluntarias para los electores y cuyos resultados deciden las candidaturas presidenciales. 35% del padrón concurrió a votar y los resultados significaron un espaldarazo para la izquierda.
El candidato elegido por el Frente Amplio fue Yamandú Orsi, un profesor de historia con una década al frente del gobierno de Canelones, segundo departamento en importancia del país y un territorio con rasgos similares al promedio de la realidad económica y social del Uruguay, que administró con altos niveles de aprobación. Promovido por el expresidente José «Pepe» Mujica, Orsi logró 60% de los votos y derrotó a la intendenta de Montevideo, Carolina Cosse. Orsi y Cosse integrarán juntos el binomio electoral frenteamplista, que aparece como una opción que resume razonablemente bien las diferentes sensibilidades comprendidas en el Frente Amplio y se complementa en términos de perfiles personales y políticos.
En el Partido Nacional será candidato Álvaro Delgado, secretario de la Presidencia durante casi todo el gobierno de Lacalle Pou y considerado desde hace tiempo su mano derecha. En una decisión inesperada, polémica dentro de su partido y discutible para la mayoría de los analistas, Delgado eligió como compañera de fórmula a Valeria Ripoll, una dirigente sindical de los municipales de Montevideo, con trayectoria anterior en el Partido Comunista y actualmente panelista televisiva. El movimiento se interpretó como un intento de reaccionar a una mala votación de su partido, buscar un alfil que pueda aguijonear a la izquierda y complementar la oferta electoral con un perfil diferente.
En el Partido Colorado resultó electo Andrés Ojeda, un abogado mediático con escasa trayectoria política. Joven para los parámetros de la política uruguaya (40 años), basó su campaña en un discurso de renovación de la coalición de gobierno, algo así como un Lacalle Pou recargado. Casi sin aparato partidario, reunió 40% de los votos, y finalmente tuvo que acordar con el resto de sus correligionarios una fórmula más convencional. Lo acompañará el segundo en la interna, Robert Silva, el arquitecto de la reforma educativa del gobierno actual.
En Cabildo Abierto, el ex-general Manini Ríos repetirá su postulación de cinco años atrás, pero con un panorama bastante menos auspicioso que entonces.
Salvo este último caso, las candidaturas representan el arribo de una nueva generación a los cargos de máxima jerarquía de sus respectivos partidos, y su éxito puede representar una renovación importante en el elenco dirigente de la política uruguaya, caracterizada tradicionalmente por la longevidad de sus representantes.
Una campaña que puede ser decisiva
En el marco de una cultura política democrática articulada y de un sistema de partidos estructurado, en las elecciones uruguayas suelen confluir factores de largo plazo –donde operan las orientaciones ideológicas y las preferencias en relación a los valores-, de mediano plazo –en los que influye la perspectiva de la población sobre lo ocurrido durante el período de gobierno- y de corto plazo –en los que se expresa el impacto de la campaña electoral- que pueden ayudar a pronosticar el resultado.
En el largo plazo, el contexto no sugiere grandes cambios, pero sí la necesidad de prestar atención a matices. Aún con cierto deterioro en la última década, Uruguay es una sociedad con valores democráticos destacables en América Latina. Hay baja aceptación a las alternativas autoritarias, la insatisfacción con los gobiernos no se traduce en cuestionamientos radicales y, más allá de ciertos niveles de desencanto, los partidos políticos son vistos como un componente central del sistema. También se destaca por una valoración importante de la intervención del Estado en la economía y los asuntos públicos, lo que explica los límites que encuentran los proyectos liberalizadores. Sin embargo, las visiones igualitaristas expresadas en preferencias proredistributivas –que eran claramente mayoritarias cuando la izquierda llegó al gobierno– parecen haber perdido algo de terreno en los últimos tiempos, lo que se expresa en menor apoyo relativo a las políticas de asistencia social y los cambios tributarios.
En el mediano plazo, es importante tener en cuenta que las elecciones se llevarán a cabo bajo una evaluación claramente positiva de la gestión de Lacalle Pou. Sin embargo, cuando la evaluación se despersonaliza, los juicios sobre el gobierno no son tan claramente favorables, y cuando se evalúan las principales políticas públicas aparecen claroscuros. Entre los puntos altos la ciudadanía destaca la gestión de la pandemia y entre los puntos bajos ubica la seguridad y, en algunos casos, la marcha de la economía. En suma, Uruguay tiene hoy un presidente que carece de la posibilidad de reelegirse, pero que es mejor evaluado que su gobierno. Y tiene, a la vez, un gobierno que es mejor evaluado que varias de sus políticas.
El empleo y los salarios, que se vieron afectados durante la primera etapa del gobierno, se recuperaron en el último período. Pero la pobreza, que creció durante la pandemia, permanece aún en niveles más altos que los que había dejado el gobierno anterior. Las mejoras en el mercado de trabajo son relativas, en tanto el que crece es aquel ejercido «por cuenta propia», y los aumentos de ingresos solo se verifican en el quintil más alto de la sociedad. La inflación bajó a su menor nivel en muchos años, pero la contracara parece ser un atraso cambiario que está dificultando la competitividad. El crecimiento económico promedio del período ha sido moderado y el déficit fiscal, que el gobierno se planteó bajar como principal objetivo, se encuentra a niveles similares que antes y con mayor deuda pública. Los niveles de criminalidad, que se redujeron durante la pandemia, han vuelto a crecer, y ni los cambios legislativos ni la actuación policial parecen resultar muy efectivas. La mayoría de la población no vería mal un gobierno de otro signo, pero no espera ni desea cambios radicales.
En un contexto como este, la campaña electoral puede aparecer como el factor decisivo. Las principales preocupaciones de la población refieren a lainseguridad pública y a diferentes dimensiones de la economía, pero hay espacio también para que los distintos candidatos aborden temas más específicos.
Si bien con matices, ambos bloques parecen jugar los roles clásicos de gobierno y oposición. El Frente Amplio viene montado sobre evaluaciones claramente positivas de sus gobiernos anteriores, aunque evita que su propuesta sea meramente un déjà vu. De hecho, en los últimos tiempos, la campaña de la formación de centroizquierda ha hecho eje en lo que considera como las promesas incumplidas del gobierno de Lacalle Pou. En ese marco, el Frente Amplio promete reactivar el crecimiento económico, asegurar y mejorar los niveles de salario real, atender las situaciones de pobreza (especialmente la infantil) de manera urgente, rediseñar el sistema educativo con participación docente e ir hacia un concepto de «convivencia segura» asegurando la coordinación institucional y el compromiso colectivo en políticas de prevención y tratamiento diferencial a los distintos tipos de delito. Más allá de la cuestión programática, todo indica que Orsi es un candidato con empatía hacia los votantes y la posibilidad de llegar a electores por fuera del espacio de la izquierda, especialmente más allá del área metropolitana. Sus detractores lo acusan de ser un candidato poco concreto y pretenden ubicar al Frente Amplio como un partido de izquierda radical manipulado por los sindicatos.
En el Partido Nacional, Delgado se presenta de forma indisimulada como el sucesor de Lacalle Pou, lo que lo lleva a enfocar la elección casi como un plebiscito sobre el gobierno. Insiste en avanzar hacia un «segundo piso de transformaciones» que continuarían la hoja de ruta de Lacalle Pou, pero no logra capitalizar toda la popularidad del presidente. En las últimas semanas, se ha enfocado en propuestas más concretas, como algunas que se orientan a reducir el costo de vida mediante reformas en las reglamentaciones y rebajas tributarias al consumo y otras que establecerían un «premio monetario» de 6.000 dólares para jóvenes de sectores bajos que terminen la educación media.
En el Partido Colorado, Ojeda se inclina por buscar un Estado más eficiente a través de un mejor de funcionamiento, que incluiría alguna fusión de ministerios y la reducción del número de funcionarios públicos, al tiempo que promete reducciones tributarias para trabajadores y pasivos, así como aumentar los recursos a los programas orientados a la infancia y prestar especial atención a los temas de salud mental, un asunto que fue central en su campaña para las elecciones internas. Pero más allá de las propuestas, su campaña se centra más que nada en su figura. En Cabildo Abierto, mientras tanto, Manini Ríos pelea contra la indiferencia maximizando sus planteos punitivistas sobre la inseguridad ciudadana.
Como es común en Uruguay, un país conocido por sus numerosos plebiscitos, en el mismo acto de la elección se consultará sobre el apoyo para dos propuestas de reformas constitucionales. Una busca habilitar los allanamientos nocturnos como herramienta de combate a la criminalidad, y tiene el apoyo de la derecha y el rechazo de la izquierda. La otra pretende derogar la reforma previsional del gobierno, fijando en 60 años la edad de jubilación, igualar la jubilación mínima al salario mínimo nacional y derogar las administradoras privadas de fondos de pensión. Esta propuesta de reforma es promovida por el movimiento sindical y encuentra el rechazo de todos los candidatos presidenciales (la izquierda está dividida frente a la reforma). Sus potenciales impactos en el voto no están claros, ya que los electores pueden apoyar por separado cada propuesta.
Las encuestas muestran un panorama de dos bloques con peso similar, con la diferencia que el de la izquierda está constituido por un solo partido y el de la derecha por varias fuerzas que hoy forman parte de la alianza de gobierno. La izquierda se acerca a la mayoría absoluta en el área metropolitana, donde es hegemónica en los barrios populares, pero desciende levemente en zonas de sectores medios y cae en zonas de ingresos altos. Aunque cuenta con una mayoría relativa entre los jóvenes, su fuerte está entre los adultos de edades medias y cuenta con un apoyo claramente mayor entre las mujeres que entre los hombres. Si bien es fuerte en la capital, en el resto del país pierde peso frente al Partido Nacional. El Partido Colorado aparece tercero en casi todos los territorios.
Hay tres escenarios. En todos ellos el Frente Amplio confirmaría con holgura su condición de partido más importante del país, pero pequeñas variaciones en los resultados pueden tener consecuencias políticas significativas. El primero es una victoria del Frente Amplio en octubre con 50% más uno de todos los votos emitidos, algo que solo ocurrió en 2004. Esta probabilidad, por ahora, parece baja. El segundo es una victoria del Frente Amplio en primera vuelta con mayoría parlamentaria. Aunque luego deba disputarse un balotaje, sería casi un trámite formal. Para que se haga realidad ese escenario, el partido necesita alcanzar alrededor de 48% de los votos. Según las encuestas, es un resultado posible. El tercero es un triunfo de la izquierda sin mayoría parlamentaria, donde se abre la posibilidad de una segunda vuelta disputada con quien sea el contendiente del bloque de derecha (todo indica será que el del Partido Nacional). Allí será clave el porcentaje alcanzado en octubre: el favoritismo de la izquierda se mantendría con niveles de apoyo entre 45% y 47%, mientras que con porcentajes menores se plantearía un escenario más competitivo y abierto.
Con el Frente Amplio como favorito, las elecciones uruguayas se definirán, como en los últimos años, por pequeños márgenes, en el marco de una sociedad dividida en dos polos casi simétricos.