Feminismo: Para salir del páramo

En la actualidad, el feminismo argentino ocupa algunos lugares ya establecidos social e institucionalmente; por lo demás, ha retornado a los márgenes de la escena pública. Aunque nos jactemos con orgullo de que Milei nos señale discursiva y ocasionalmente como uno de sus principales enemigos, lo cierto es que –por motivos que intentaremos descifrar en este ensayo– de un tiempo a esta parte el feminismo perdió la centralidad que ocupaba hace no tanto.

¿Dónde están las feministas?

De la masividad a la dispersión: un balance de los últimos nueve años en el feminismo argentino (y algunas notas de cara al porvenir).

Hoy el feminismo no interpela o, siendo amables, interpela poco, menos de lo que quisiéramos (creer). Es más, socialmente, el nombre feminista recobró una carga peyorativa que se creía saldada: sus demandas son vistas como meramente progresistas, una política de minorías que reclama privilegios a costas de las grandes mayorías del pueblo, una ideología doctrinaria, responsable de derrotas electorales y del mismísimo giro a la derecha. Los dispersos intentos por parte del feminismo de responder esta embestida resultan infructuosos, en un contexto general de despolitización y sin rumbo ni propuestas contundentes para mover las placas tectónicas de este peligroso avance.

Para salir del páramo en el que nos encontramos es necesario hacer un balance de los últimos nueve años y divisar los aciertos, los contratiempos y, de ser necesario, los yerros, y que dicho balance sirva para trazar una estrategia de cara al futuro. Pongamos como punto de partida el 3 de junio de 2015, no porque haya allí algún momento fundante (como muchos y muchas, a tal punto conmovidxs, hablaron y hablan de “cuando empezó el feminismo”), sino más bien un punto de inflexión: algo se tuerce en esa masificación. Qué es eso que ya no volvería a ser igual sigue siendo materia de discusión, pero medio millón de personas en las calles a lo largo y ancho del país fue un hecho insoslayable, aun para quienes veían en el feminismo una radicalidad histérica, una contradicción secundaria o un progresismo estéril.

Lo que siguió es historia conocida: movilizaciones, asambleas, notas periodísticas, discusiones, desnaturalización de prácticas hasta entonces arraigadas en las estructuras patriarcales que gobernaban –y gobiernan– lo personal y lo político. Feministas en todos lados: de las calles a las escuelas, los sindicatos, las organizaciones, las redes sociales, la academia, los barrios, los medios de comunicación, la literatura, el cine, los escenarios, las editoriales y un largo etcétera. De repente, el prisma de lo que en los años subsiguientes adquiriría el nombre de “perspectiva de género” –aunque no esté del todo claro qué es lo que tal sintagma indica– lo invadió todo y ya nada pudo ser mirado de la misma manera. Lo que empezó como una denuncia a los femicidios como máximo exponente de la violencia sexual y de género se expandió para señalar todo un entramado de violencias macro y micro, estructurales e íntimas. El feminismo pasó de estar en los márgenes a ocupar el centro de la escena pública y a tener algo que decir sobre cada tema. En buena hora.

Es necesario hacer un balance de los últimos nueve años y divisar los aciertos, los contratiempos y, de ser necesario, los yerros, y que dicho balance sirva para trazar una estrategia de cara al futuro.

En 2018, una nueva marea, ahora teñida de verde, volvió a inundar las calles y los pañuelos por el aborto legal se multiplicaron de par en par. A lo largo de meses, el Poder Legislativo discutió en comisiones, primero, y en el recinto, después, la ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo. Ganamos las calles, no así el derecho. Ese mismo año estallaron las denuncias judiciales y públicas sobre abusos y violencias sexuales, que también inundaron, a su manera, los sentidos del feminismo. De 2019 en adelante, lo que había sido ocasión de participación y politización se adormece, se dispersa o, simplemente, merma. ¿Dónde están las feministas? es una pregunta que a menudo se plantea con malicia para reprochar la presencia o ausencia selectiva pero que, declinada en la primera persona del plural –dónde estamos nosotras y nosotres, feministas–, puede ser la ocasión de una interrogación comprometida y sincera para un balance de nuestro pasado, nuestro presente y nuestro porvenir. Hacia ahí nos dirigimos.

2015 – 2018: los años virtuosos

El 3J 2015 no es la primera vez que el feminismo y los activismos femeninos y sociosexuales ocupan el espacio público de forma multitudinaria, articulando una heterogeneidad de espacios de diferentes signos y colores políticos y apolíticos. Desde los albores del retorno democrático y el primer 8 de marzo en 1984, cuando la Multisectorial de la Mujer convocó a una movilización en la Plaza de los Dos Congresos con más de tres mil participantes, diferentes agrupaciones y campañas articuladas se han manifestado en las calles, con mayor o menor impacto, para elevar demandas al Estado. Algo impensado para los feminismos previos a la última dictadura argentina, que preferían concentrarse en el terreno de lo personal concebido como político y abocarse a la búsqueda, el cuestionamiento y la transformación de la propia subjetividad en grupos de concienciación. Para las mujeres peronistas, la movilización como forma de lucha no constituía ninguna novedad: el 17 de octubre de 1945 estuvieron en la Plaza de Mayo para reclamar la liberación del General Perón y fueron miles las que el 9 de septiembre de 1947 se acercaron al Congreso de la Nación para exigir el voto femenino, sin contar a las que el 19 de septiembre de 1973, además de manifestarse en Plaza Once para apoyar la candidatura de Perón luego de dieciocho años de proscripción, al grito de “mujeres son las nuestras, las demás están de muestra”, hicieron pública la constitución de la Agrupación Evita, el frente de mujeres de Montoneros.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y, sin embargo, sin ser un hecho totalmente novedoso, el 3J 2015 marcó un punto de inflexión para el movimiento feminista y otros movimientos circundantes –y, por cierto, para la sociedad en su conjunto–. No solo por la cantidad de gente movilizada: un hecho puede valer por su tamaño (cuántas personas participaron, cuántos micros se llenaron, cuántas cuadras ocupó la columna, cuál fue la repercusión mediática, cantidad de likes, cantidad de compartidos) pero no es solo una cuestión numérica –aunque tan a menudo se ajuste a su métrica–. Cierta intensidad política se juega en la masificación. Así, las fotos panorámicas de plazas llenas (o vacías) funcionan por su impacto. ¿Hay tamaños?, sí; ¿hay números?, sí; ¿hay cuentas?, también. Pero no hay quien no sepa que los números son, parafraseando a Silvia Schwarzböck, el momento menos político de la política. O, como sostuvo Cristina Fernández de Kirchner en la carta que hizo pública luego de las elecciones primarias, abiertas, simultaneas y obligatorias de 2021: “No leo encuestas, leo economía y política y trato de ver la realidad”. Detrás de los números o, mejor dicho, delante, antes, a los costados y por todos lados, hay una politización que no cabe en los límites de la medición cuantificable. Porque a partir de allí las revisiones de los entramados hetero-cis-patriarcales que nos gobiernan tuvieron un impacto masivo inédito: femicidios, abusos sexuales, división sexual del trabajo, brecha salarial, maltrato laboral, violencia por motivos de género, transfobia, lesboodio, cisexismo, patrones corporales, poder biomédico, invisibilización, techos de cristal y un largo etcétera fueron denunciados aquí y allá. No miente la consigna “nos mueve el deseo de cambiarlo todo”, donde “todo” funciona como un horizonte abierto, sitio de disputa por lo que allí cabe.

Y esas disputas que se dieron en distintos ámbitos y de forma dispersa (discusiones en escuelas, entre grupos de amigxs, en las redes sociales, en revistas, en libros, en mesas familiares, en el trabajo, en la televisión) encontraron su cauce político –es decir, organizativo– en las asambleas que se sucedieron de 2016 en adelante. Allí, los movimientos feministas, de mujeres, lesbianas, bisexuales, travestis, trans, no binaries, migrantes, gordxs, indígenas, negras, afrodescendientes y afroindígenas, sindicalistas, trabajadoras de la economía popular, entre otros, nos encontramos en sucesivas reuniones dos veces por año para coordinar las movilizaciones del 8 de marzo y del 3 de junio y redactar el ya tradicional documento en el que se consensúa una pluralidad de demandas de diferentes espacios, agrupaciones y organizaciones políticas y sociales. Desde aquel 3J 2015, en el que un grito común “Ni una menos” nos congregó en las calles, hasta el 2018 corrió mucha agua bajo el puente: los sucesivos 3J, el primer Paro de Mujeres del 19 de octubre de 2016, el Paro Internacional de Mujeres 8M de 2017 y el Paro de Mujeres, Lesbianas, Bisexuales, Travestis, Trans y No Binaries 8M de 2018.

Detrás de los números o, mejor dicho, delante, antes, a los costados y por todos lados, hay una politización que no cabe en los límites de la medición cuantificable.

Esos años fueron virtuosos porque logramos ensanchar los alcances del feminismo para que dejara de ser un reducto de posición marginal –ya reivindicada, ya reprochada– y pasara a formar parte de los centros de la escena política. Hay que recordarlo, no solo en todos lados se hablaba de feminismo o de “temas feministas”, sino que el feminismo tenía algo para decir sobre los diferentes temas sociales, ¡y la sociedad escuchaba lo que el feminismo decía! Hubo quienes se quejaron de la pérdida de radicalidad del movimiento en vistas a su masificación y hubo quienes celebraron lo que se les presentó como una revolución inevitable. A distancia de estas dos posiciones terminales, hay quienes nos preguntamos por las condiciones de emergencia del fenómeno porque no vemos allí ni una derrota ni una victoria anticipadas sino más bien una posibilidad. Sabemos que nada surge ex nihilo y que nada perdura porque sí, y entonces: ¿cómo sucedió?

  • Lo mejor que nos dejó el kirchnerismo: politización y participación popular

En los variados balances sobre los doce años y medio de gobiernos kirchneristas hay una cuestión sobre la que nunca se hace suficiente hincapié: la ruptura del dictum posdictatorial según el cual hacer política era algo peligroso, inservible o un negocio. Si las últimas dos décadas del siglo XX componían un paisaje centrado en el individuo y su vida privada –a medida que en el mundo entero se declaraba la muerte del marxismo–, los albores del siglo XXI argentino (y buena medida latinoamericano) vinieron a desafiar la pretendida victoria neoliberal, volviendo a poner a la política en el centro de la vida social. Así, el proyecto político nacional surgido en 2003 inauguró una escena pública que, reivindicando la participación política y la militancia, ofreció un nuevo impulso para los reclamos populares.Como bien desarrollan Mercedes Barros y Natalia Martínez1, sin interpelarlos directamente,la experiencia kirchnerista logró una conmoción popular de los feminismos, gracias a una novedosa movilización del discurso de Derechos Humanos. Al situar los gobiernos democráticos precedentes (el pasado inmediato encarnado en el menemismo) en una línea de continuidad con la última dictadura militar (el pasado distante cuyas consecuencias se prolongaban hasta el presente), amplió la crítica a la impunidad hasta indicar no solo los crímenes del terrorismo de Estado sino también la desigualdad y la exclusión, dando lugar a una nueva comunidad amparada en los Derechos Humanos y la justicia social. Cuatro son los efectos que, siempre siguiendo a estas autoras, el vínculo amistoso entre el kirchnerismo y los Derechos Humanos tuvo sobre los feminismos a través de su vínculo amistoso con Madres y Abuelas de Plaza de Mayo: 1) un cambio en la percepción del ámbito estatal, que llegó a generar una identificación de parte de los feminismos y los movimientos socio sexuales con la gestión de gobierno; 2) la reivindicación de las banderas históricas del peronismo, deshaciendo a su paso el histórico antagonismo entre feminismo y peronismo (como se puede ver no solo en los frentes feministas de agrupaciones kirchneristas sino también en nuevas agrupaciones feministas y kirchneristas); 3) el llamado a la juventud y la consiguiente reivindicación feminista “somos las hijas de las Madres”; 4) el desplazamiento de las demandas de los organismos de Derechos Humanos hacia otros reclamos populares, que produjo a su vez un desplazamiento en las fronteras de lo que podía llegar a inscribirse en el nombre feminista.

El proyecto político nacional surgido en 2003 inauguró una escena pública que, reivindicando la participación política y la militancia, ofreció un nuevo impulso para los reclamos populares.

Así, la Educación Sexual Integral (Ley 26.150), la Asignación Universal por Hijo (Ley 24.714), la “jubilación para las amas de casa” (Ley 26.970), el Matrimonio Igualitario (Ley 26.618), la Ley de Identidad de Género (26.746), el programa Ellas Hacen fueron políticas públicas que, sin haber formado parte de una agenda feminista, se inscribieron en la discursividad más amplia de los Derechos Humanos, desde la que lograron interpelar al feminismo “como un llamado desfasado”, en el decir de Barros y Martínez, haciendo a su vez que las demandas feministas se inscribieran en el imaginario popular como nunca antes lo habían hecho. Como se ve, estas políticas jamás podrían haber sido percibidas como “meramente progresistas”: formaban parte de una concepción sustantiva (es decir, ni liberal ni institucionalista, sino decididamente igualitaria) de la democracia y los Derechos Humanos, articulando dimensiones de reconocimiento, redistribución y participación.

Por lo demás, es insoslayable el efecto que ha tenido Cristina Fernández de Kirchner como presidenta una y otra vez de la Argentina en el imaginario social con respecto al lugar adjudicado a lo femenino. Entonces, no es casual que el primer Ni Una Menos haya tenido lugar en los últimos meses del segundo mandato de Cristina, y no en su contra, como algunos tendenciosamente leyeron esa movilización, sino como su condición de posibilidad.

  • Un enemigo común: el macrismo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ese impulso que nos llevó a tomar las calles el 3 de junio de 2015, primero, y de 2016, después, se encontró con una feroz represión en la marcha de cierre del Encuentro Nacional de Mujeres2 de Rosario, que se sumó a las políticas de ajuste y empobrecimiento propias de la etapa que había empezado con el triunfo electoral de la Alianza Cambiemos en diciembre de 2015. Si ya en la convocatoria para la movilización del 3 de junio de 2016 se hacía referencia a los distintos entramados de violencia que subyacían a las agresiones sexo-generizadas, específicamente, la violencia económica, con la convocatoria a un cese de tareas bajo la consigna “si nuestras vidas no valen, produzcan sin nosotras”, el Paro del 19 de octubre posicionó al Ni Una Menos como un movimiento en contra de las políticas de ajuste y precarización del entonces gobierno de la Argentina.

Así, demandas que no tenían en su positividad nada en común –igualdad de condiciones laborales, cupo laboral trans, justicia por los femicidios y travesticidios, lucha contra la discriminación de las mujeres indígenas, negras, afrodescendientes y afroindígenas, denuncia de la complicidad estatal con las redes de trata, anticapitalismo, denuncia de la precarización de lesbianas mayores, crítica a la patologización de los cuerpos gordos,  denuncia de la violencia ginecológica, críticas al especismo, demandas de la población con VIH, por nombrar sólo algunas– compartían, al menos parcialmente, un enemigo común que las frustraba: el neoliberalismo encarnado en la Alianza Cambiemos. Ni se conectaban en su inmediatez ni constituían una caja de resonancia en la que cada una permitía diagnosticar la otra: fue el trazado de una frontera antagónica con un otro radicalmente excluido lo que permitió la articulación de la pluralidad de demandas que componían las asambleas y las movilizaciones.

  • Hegemonía: no hace falta renegar de eso

Ahora bien, este proceso de articulación podría haber sido una mera alianza táctica o, en términos de Ernesto Laclau, “un vago sentimiento de solidaridad”. Y sin embargo, logró ser algo más: configuró una identificación política novedosa que excedió la necesidad meramente pragmática de juntarse con otres. La demanda “Ni una menos”, es decir, la lucha contra los femicidios, en principio una consigna entre otras, adquirió una centralidad tal que fue tomada por distintas demandas y apropiada por distintos grupos (con o sin existencia previa), llenándose de contenidos nuevos, dislocando contenidos iniciales, produciendo incluso sentidos contrapuestos y la concomitante disputa por ellos, como dan cuenta algunas de las variaciones que experimentó la consigna: “Con ajuste no hay Ni una menos”, “Ni una menos por aborto clandestino”, “Sin ESI no hay Ni una menos”, “Ni una menos en las cárceles”, “Sin justicia económica no hay Ni una menos”, “Ni una trans menos”. Vaciándose tendencialmente de su sentido inicial para llegar a ser el nombre de algo que lo excedía, se convirtió en el locus de la articulación de una pluralidad de demandas feministas, del movimiento de mujeres, de la disidencia sexo-genérica, de colectivos migrantes, del activismo gordx e intersex, de trabajadorxs de la economía popular, de mujeres negras y afroargentinas, de sindicalistas, entre otras.

Así, sin ser el soberano de su sentido, es decir, sin poder controlar lo que se inscribía en su nombre, “Ni Una Menos” hegemonizó la escena pública feminista, algo que muchos vieron con suspicacia (¡las propias integrantes del colectivo llegaron a rechazar la hegemonía Ni Una Menos!), arguyendo que: como consigna, eclipsaba o, peor, cooptaba las luchas tanto preexistentes como coetáneas y, como colectivo, sus integrantes aparecían como las portavoces del feminismo silenciando a otras y digitando los destinos de un movimiento que no les pertenecía. Y sin embargo, la hegemonía Ni Una Menos fue ocasión, como consigna, de un nuevo impulso para demandas que, aisladas en su particularidad, no reunían la fuerza suficiente para tener recepción política y social, así como de una revitalización de luchas pasadas que habían sido olvidadas o incluso borradas de nuestras memorias. Y como colectivo, fue ocasión de una conducción necesaria para reunir lo que de otra forma se encontraba disperso y de la posibilidad de instalar una lengua que habilitaba a su vez que otras tomaran la palabra.

La demanda “Ni una menos”, es decir, la lucha contra los femicidios, en principio una consigna entre otras, adquirió una centralidad tal que fue tomada por distintas demandas y apropiada por distintos grupos.

¿Puede haber habido una jerarquización de las demandas?, ¿que estas hayan tenido más eco que aquellas?, ¿que tales otras hayan sido deliberadamente postergadas? ¿Puede haber habido una selección arbitraria de las historias que se narraban? ¿Puede haber habido usos ilegítimos de la representación, ya para favorecer determinadas construcciones de poder, ya para hacerse de fama personalista? Ciertamente. Pero con lo que salió bien y con lo que salió mal, con los aciertos y los errores, en los años 2015-2018 brotó en torno al Ni Una Menos una politización inédita, una participación totalmente inesperada, que logró organizarse para construir un feminismo popular y antineoliberal con un impacto tal que se constituyó como uno de los pilares centrales de la lucha contra el macrismo y que forzó, a su vez, a los más dispares ámbitos (la política, las empresas, las organizaciones, las escuelas, los programas universitarios, los sindicatos, los medios de comunicación, los centros culturales, la publicidad y un largo etcétera) a hacerse eco de ello.

2019 – 2023: anatomía de una caída

El 2018 fue el año del Aborto Legal: la “marea verde” inundó las calles feministas hasta entonces teñidas de rosa. El 19 de febrero, la Campaña por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito convocó a un pañuelazo federal. Cuatro días después, es decir, dos después de la enorme movilización sindical del 21F, el entonces presidente de la Nación, Mauricio Macri, promovió el debate por la legalización del aborto en el Congreso. Una nueva masividad llenó la Plaza de los Dos Congresos martes tras martes, acompañando las discusiones en el recinto. Los pañuelos verdes se multiplicaron de par en par y no quedó ámbito donde no se discutiera si pañuelo verde o pañuelo celeste, si “mi cuerpo mi decisión” o salud pública, si mujeres o cuerpos gestantes, si en el hospital o con misoprostol, si objeción de conciencia, si autonomía y autodeterminación, si, si, si…

En junio, la Cámara Baja dio media sanción al Proyecto de Interrupción Voluntaria del Embrazo y festejamos la transversalidad como virtud de la política feminista, pues el corte no había estado dado de forma partidaria sino que había habido particiones en el interior de casi todos los bloques. Nos abrazamos con Lipovetzky y nos emocionamos con el discurso de Lospennato, lo que no debiera haber sorprendido a nadie: ¡si cuatro diputadxs de la Alianza Cambiemos participaban de “l@s sororas”, el equipo a cargo de la coordinación operativa en el interior del recinto! Dos meses más tarde, en la fecha que quedaría registrada en algunas de nuestras memorias como “8 de aborto”, la Cámara Alta rechazó el proyecto. Lloramos la derrota pero no nos preguntamos o no nos preguntamos lo suficiente por qué los feminismos o, mejor dicho, ciertos feminismos, priorizaron en pleno macrismo una transversalidad que incluyó alianzas con ese espacio que hasta hace no tanto era el enemigo común que, como indican los documentos consensuados en asamblea, era caracterizado como un gobierno de ajuste, represión, precarización, criminalización de la protesta, estigmatización de la migración, entre tantas otras críticas que allí se esgrimían. ¿Qué quedaba en pie de la otrora contundente proclama de un feminismo antineoliberal y popular?

Quien sí visualizó la importancia de la unidad antineoliberal fue Cristina Fernández de Kirchner, cuando, en el Foro Mundial de Pensamiento Crítico organizado por CLACSO en noviembre de ese año, convocó a un “frente social, cívico, patriótico en el cual se [agruparan] todos los sectores que [eran] agredidos por las políticas del neoliberalismo”, animándose a discutir la “grieta” entre pañuelos verdes y pañuelos celestes al agregar que la división entre “los que rezan y los que no rezan” era “un lujo que no nos [podíamos] permitir”, porque “en nuestro espacio hay pañuelos verdes pero también hay pañuelos celestes y tenemos que aprender a aceptar eso sin llevarlo a la división de fuerzas”, aunque un mes antes hubiera conducido a todo su bloque a votar a favor de la ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, la misma noche que sostuvo que el movimiento nacional, popular y democrático debía incorporar lo feminista.

En diciembre de 2018, Thelma Fardin denunció pública y penalmente a Juan Darthés por abuso sexual. Aunque hubo quienes consideraron este hecho como un antes y un después en la lucha contra la violencia sexual y de género, ya desde el año anterior proliferaban escraches y “listas negras” aquí y allá, pero sobre todo en un terreno relativamente novedoso: las redes sociales. Al calor del “no nos callamos más” (pero acaso también amparadas en el Me Too), toda acusación se convertía automáticamente en delito bajo un único valor de verdad: la subjetividad de la víctima.3 Así, los esfuerzos por ampliar la noción de violencia hasta dar cuenta del entramado político, económico, social y cultural que ampara cuando no promueve los hechos concretos de violencia sexual y de género se desvanecían al calor de la creciente discursividad de la responsabilidad individual y de la división del mundo en dos clases de personas: víctimas y victimarios. De pronto, todas éramos abusadas si no violadas y todos eran violadores en acto o en potencia. Había que revisar la propia biografía para encontrar allí las huellas de abusos en cualquier experiencia non grata y la mera acusación hacía las veces de prueba: yo te creo, hermana.

Los pañuelos verdes se multiplicaron de par en par y no quedó ámbito donde no se discutiera si pañuelo verde o pañuelo celeste, si “mi cuerpo mi decisión” o salud pública, si mujeres o cuerpos gestantes, si en el hospital o con misoprostol, si objeción de conciencia, si autonomía y autodeterminación, si, si, si…

Hubo quienes hablaron de un “momento jacobino” necesario y confiaron en que el tiempo haría su trabajo de moderación. Pero el problema no era la radicalidad: no hay nada radical en la promoción del pánico sexual ni en el imperativo jurídico-disciplinario-securitario según el cual hay que defender (una porción de) la sociedad. El problema es que, acaso a nuestro pesar y casi sin que nos diéramos cuenta, el feminismo se entrelazaba precisamente con la lengua neoliberal que pretendía combatirEl individualismo y la meritocracia se tradujeron a una retórica en primera persona del singular transparente que detenta la verdad de sí y debe empoderarse o deconstruirse según el caso y a la búsqueda de culpables que deben ser castigados. Los discursos sobre relaciones de poder e interseccionalidad quedaron a la sombra y por doquier emergieron emprendedores de sí cuya voluntad bastaba para hacerse o deshacerse.

El feminismo organizado no tuvo la fuerza para frenar este fenómeno (por mucho que se lo haya criticado en artículos, ensayos y conversaciones dispersas) ni para proponer algo nuevo que pudiera conducirlo hacia otros lugares. Quizás porque era un fenómeno imparable, quizás porque nos dimos cuenta algo tarde, quizás porque no supimos cómo hacerlo. Cómo torcer la neoliberalización de la lengua feminista y socio sexual es una pregunta difícil sobre la que esperamos alumbrar algunos aspectos hacia el final de este ensayo.

En un escenario diferente, que se abrió en mayo de 2019 con el video que publicó Cristina Fernández de Kirchner en el que anunció la fórmula presidencial del sello Frente de Todxs, con un enemigo común que ya no era tan común de cara a las elecciones presidenciales y –algo de lo que no se habla tanto– con la fractura del colectivo Ni Una Menos Capital Federal, que dejó una vacancia en la conducción de las asambleas, asistimos a una crisis de la hegemonía “Ni Una Menos” que llevó a un fin de ciclo de aquello que había comenzado en 2015.

El individualismo y la meritocracia se tradujeron a una retórica en primera persona del singular transparente que detenta la verdad de sí y debe empoderarse o deconstruirse según el caso y a la búsqueda de culpables que deben ser castigados.

En 2019, poco antes del cierre de las listas electorales, se volvió viral la etiqueta #FeministasEnLasListas, que abrió el interrogante sobre el 50% de mujeres candidatas que, siguiendo la ley de paridad de género en ámbitos de representación política, los diferentes partidos políticos se devanaron los sesos para encontrar: ¿eran feministas esas mujeres?, ¿estaban comprometidas con los derechos de mujeres, lesbianas, travestis y trans o simplemente eran “esposas de” o “funcionales a”?

Desde distintos niveles del Ejecutivo que asumió en 2019 (nacional, provinciales y municipales), se crearon ministerios o secretarías, según correspondiera, de Mujeres, Géneros y Diversidad, y las feministas que no habían podido integrar las listas electorales encontraron distintos lugares en la gestión. Provenían de organizaciones políticas, de sindicatos, de agrupaciones feministas o transfeministas, de la academia y de Twitter; con más o menos experiencia en políticas públicas; con ansias para transformar y para escalar; con y sin perspectiva nacional y popular, en suma: con perfiles tan dispares como los que caracterizaron el conjunto del Frente de Todxs.

A los tres meses de iniciada la gestión, estalló la pandemia y perdimos el espacio público que había distinguido décadas de lucha en general y los últimos años de efervescencia feminista en particular. Sin espacios de encuentro y de discusión, sin horizontes claros ni consignas aglutinadoras, se tornó aún más difícil sostener aquello que daba impulso a un movimiento plural y potente. Quienes ya contaban con espacios de pertenencia retornaron a ellos, pero quienes participaban de manera silvestre se dispersaron y no encontraron en el encierro de la cuarentena más que las ya generalizadas y totalmente despolitizantes redes antisociales.

A fin de 2020 se legalizó el aborto. En junio de 2021 se sancionó la Ley de Cupo Laboral para personas Travestis, Transexuales y Transgénero, y en julio se decretó el DNI No Binario. Ante la derrota del peronismo en las elecciones legislativas de medio término, asistimos a cierta resurrección de la discusión sobre el antagonismo entre feminismo y diversidad sexual y de género, por un lado, y campo popular, por el otro, bajo la idea de que este tipo de políticas de minorías y de corte progresista se había llevado a cabo en desmedro de las políticas de mayorías que deberían haberse enfocado en los problemas económicos del pueblo “común” empobrecido. Esto podría haber dado lugar a un fructífero debate sobre minorías y mayorías, sobre lo material y lo simbólico, sobre progresismo y populismo. Pero el feminismo, espantado ante semejante diagnóstico, prefirió indignarse y considerarlo un backlash de su revolución, clausurando tal posibilidad. Para socavar el argumento de un feminismo piantavotos, dos años después y ante el triunfo de La Libertad Avanza y Javier Milei, los feminismos se esmeraron en demostrar que las mujeres votaban masivamente otras opciones electorales y que, de no haber sido por ellas, la derrota habría sido peor. Es estadísticamente innegable, ¿pero es políticamente interesante? O, mejor dicho, ¿qué aporta a la construcción del rumbo que el feminismo y los movimientos socio sexuales deberían tomar?

Un año antes, el primero de septiembre de 2022, se consumaba el intento de magnicidio contra la compañera Cristina Fernández de Kirchner, el cual, de formas sutiles y no tanto, era promovido desde el Poder Judicial y massmediático a través de lo que hoy llamamos “discursos de odio”. El atentado contra Cristina, se sabe, no fue solo contra ella; fue un atentado que buscaba disciplinar al peronismo, al pueblo y a la militancia. La semana anterior, la militancia organizada y silvestre se había congregado en las inmediaciones de su casa y había sostenido una vigilia permanente para cuidarla y defenderla. Las feministas se sumaban tímidamente a la lucha contra la proscripción y el lawfare, y por la democracia¿Hasta qué punto se animarían a encuadrarse tras la conducción de Cristina? ¿Se dejarían interpelar por el devenir popular de su propio movimiento y por el devenir feminista del movimiento nacional y popular? Hasta ahora, nada se lo impide hacerlo.

El atentado contra Cristina, se sabe, no fue solo contra ella; fue un atentado que buscaba disciplinar al peronismo, al pueblo y a la militancia.

2024 y de ahora en adelante

En las asambleas para organizar el 8 de marzo se habla de unidad, se habla de transversalidad, se denuncia el ajuste y se denuncia la represión, se reivindica la lucha que hizo caer la ley ómnibus y se exige frenar el DNU, se expone el hambre y se expone el empobrecimiento, se canta paro, paro, paro, paro general, se le contrapone el “paro popular” porque no todas pueden parar, se enuncian conflictos particulares, se describen los comedores y las ollas vacías, se proponen consignas, se dice movilización masiva y plural. Unos meses más tarde, la movilización del 3J se organiza para “decir NO a la Ley Bases” y denuncia al gobierno que no entrega los alimentos a los comedores y que despide trabajadores mientras aumenta el hambre, las deudas y la violencia. Marchamos todxs juntxs (aunque nunca estamos todxs); todxs juntxs, sí, pero: ¿unidxs?, ¿organizadxs? ¿Compartiremos algo? ¿Qué nos re-úne una, dos o tres veces por año en movilizaciones conjuntas?

Si los gobiernos peronistas son los que más y mejor han satisfecho las demandas feministas y sociosexuales, cuando gobierna el neoliberalismo (o, mejor dicho, cuando no gobierna el peronismo) es cuando mejor les va a los feminismos en materia de acumulación militante –como dijera Laclau, son las demandas insatisfechas las que articulan un pueblo–. Es por lo tanto esperable que se vengan buenos años para el movimiento: que se sumen militantes a sus filas y que gane espacio en el debate público.

Marchamos todxs juntxs (aunque nunca estamos todxs); todxs juntxs, sí, pero: ¿unidxs?, ¿organizadxs? ¿Compartiremos algo? ¿Qué nos re-úne una, dos o tres veces por año en movilizaciones conjuntas?

Para que este promisorio porvenir se plasme en una victoria concreta –y, digámoslo sin vueltas: ganar significa sumar militantes organizadxs–, necesitamos superar la triple carencia que caracteriza actualmente a nuestro movimiento. Este es nuestro diagnóstico: al feminismo le está faltando 1) un Príncipe (o voluntad política), 2) una estrategia y 3) un programa. Si lograra reunir estos tres puntos, podría sobreponerse a su actual adormecimiento y dispersión, y ganar una potencia aun mayor a la que ya ha logrado a lo largo de su historia. Si además lograra hacerlo enmarcado en el proyecto nacional y popular, su éxito lograría incluso desbordar el nombre “feminista” hasta radicalizar la política sin más, haciendo realidad eso de que “nos mueve el deseo de transformarlo todo” y mostrando que no era solamente una consigna.

Hasta aquí, el objetivo. Y ahora, algunas hipótesis sobre cómo lograrlo.

  • 1) El Príncipe – más que la asamblea: organización

La asamblea es la forma con la que Ni Una Menos ha convocado, de 2016 en adelante y de cara a cada movilización, al feminismo organizado y silvestre. Heredero de los grupos de concienciación de los años setenta, de los talleres de los Encuentros Nacionales de Mujeres en los años ochenta y de las asambleas barriales, populares o vecinales que se constituyeron luego de la insurrección del 19 y 20 de diciembre de 2001, el dispositivo asambleario se erige sobre los pilares de la soberanía popular, la democracia directa y la construcción horizontal, como una forma de hacer política diferente a la tradicional, es decir, hetero-cis-patriarcal. Bajo la ilusión de inmediatez y transparencia de aquello que allí se expresa y la potencial conexión de todo con todo, ha llegado a ontologizarse como táctica feminista por excelencia (¡a veces, incluso como su estrategia!) hasta constituirse en una verdadera Idea platónica, cosa en sí de la política feminista.

Si “cuando no se sabe qué hacer, se llama a asamblea”4, ¿qué sucede cuando  se sabe qué hacer o, por lo menos, qué se quiere hacer? Es cierto: en los momentos de crisis, es decir cuando algo se pone en jaque para, invariablemente, transformarse, muchas veces no se sabe qué hacer. Para el feminismo (y hay que recordar que esto es tan solo un nombre), 2015 fue uno de esos momentos de crisis o quizás haya que decir que un momento de crisis, pues el crecimiento exponencial de los femicidios y la atención social y mediática que se les prestó nos puso en jaque conminándonos a querer hacer algo para transformar esa situación, fue tomado a cargo por los feminismos tanto preexistentes como los que emergieron de esa misma situación. Nadie sabía qué había que hacer para frenar la escalada de una violencia cuya caracterización como violencia sexual y de género ya comenzaba a expandirse para transformarse en un nudo central en nuestra sociedad y acaso, así, se convocó a asambleas. Pero a casi diez años de ese grito común, ¿no deberíamos estar en otra posición: la de  saber qué hacer? Y, si ese fuera el caso, si hubiera, como propone Violeta Kesselman, “premisas comunes, líneas de avance claras y conducción estratégica definida”, ¿no estaríamos en condiciones de que emerja “un fantástico instrumento de poder y construcción política: la organización vertical”5? Cada vez que vamos a la asamblea pasa lo mismo: habla una, habla otro, cada quien expone sus demandas sectoriales y en algún momento estas quedan plasmadas (o no) en una movilización y en un documento. Y después, cada quien se vuelve a su sindicato, su organización o su casa, según el caso. Si tuviéramos un propósito establecido, ¿no necesitaríamos una organización algo más duradera, que distribuya tareas y responsabilidades, y que ordenara las acciones no solo dos veces por año sino todo el tiempo?

 

2) La estrategia – más que transversalidad: conducción

Transversalidad es una de esas palabras que de un tiempo a esta parte ha pasado a integrar el catálogo de Verdades Feministas: porque no gusta tanto la idea de unidad (¿demasiado peronista?), porque así fue como logramos la media sanción de la IVE en junio de 2018 (aunque haya sido con la unidad antineoliberal que logramos efectivamente sancionarla en 2020) o porque se supone que el feminismo no responde a ningún bloque de poder previamente consolidado (sus problemáticas recorren todo el arco político).

Ahora bien, la transversalidad puede ser una buena táctica para lograr algún objetivo concreto, incluso para convocar a los diferentes espacios existentes, pero ¿qué ocurre si se convierte en la estrategia de los feminismos? ¿Cómo se traza el límite, por caso y por llevarlo al extremo, con las feministas de La Libertad Avanza, si lo hay? Es necesario poder trazar un enemigo claro y compartido: alguien con quien no hay lengua común y que queda, por tanto, del otro lado de la frontera antagónica. Para quienes quedamos de este lado, ese antagonismo no puede desdibujarse cuando las diversas luchas temáticas lo requieren: tiene que ser persistente y tiene que ordenar las tácticas y las estrategias, que es lo mismo que decir que necesita una conducción clara y legitimada. Para eso, todas y todxs nos debemos un largo proceso de sincera reflexión, primero, sobre la cuestión de la conducción en general, y luego, sobre la conducción feminista en particular. Aquí, algunos apuntes.

Uno. No hay que tener miedo de la palabra conducción. No significa autoritarismo ni dirección de conciencia ni lavado de cerebro ni sumisión ni suspensión de la singularidad. Es simplemente una forma de organizarse para hacer las cosas en la que la decisión, el momento político por excelencia, está en manos de la conducción, sin que la decisión signifique todas las decisiones sino tan sólo la estratégica. Las diferentes decisiones que se deben ir tomando para llevar tácticamente a cabo la decisión estratégica están a cargo de las diferentes instancias de responsabilidad. De “menor rango” no significa de “menor importancia” sino tan solo que responden a un campo de acción más acotado que depende de y compone a su vez un campo político más extenso. Y esto, visto desde la perspectiva del recorrido de un o una militante, es perfectamente razonable, porque implica un proceso de aprendizaje, algo que hoy en día está muy devaluado porque todo el mundo cree que sabe todo (aunque la gente se la pase anotándose en cursos y talleres). Lo que sea que se haga en las distintas formas e instancias de la militancia se aprende a medida que se lo hace y eso da las herramientas para asumir mayores responsabilidades que representan, a su vez, mayores desafíos y nuevos aprendizajes.

Dos. Hay conducciones en el feminismo. Por supuesto, no hay una conducción táctica ni una conducción estratégica –es decir, no hay una conducción orgánica– pero no por ello deja de haber conducciones solapadas. A veces les dicen “referentas”, a veces son nombres propios seguidos en redes sociales (el significante no perdona), a veces están sobre el escenario, a veces hacen la tarea fina de la “rosca”, a veces sus voces se convierten en las voces de muchxs. ¿Queremos discutir qué formas de conducción nos parecen legítimas y cuáles no o incluso qué significaría –por qué no– una conducción feminista? Formidable. Pero para ello es necesario reconocer este lazo como uno central de la política.

Tres. Como el feminismo no tiene respuestas para todo ni todos los problemas pueden resolverse solo con feminismo (ni siquiera los problemas planteados en términos netamente sexuales o de género), es necesario integrar esta y otras militancias temáticas en un proyecto más amplio, lo cual no significa abandonar ni relegar las luchas específicas sino organizarlas con otras. Ahora bien, ¿cuál debería ser ese todo más grande? Hagamos un diagnóstico verdaderamente esquemático del presente: gobierna La Libertad Avanza con altos grados de adhesión popular. Si esta es nuestra frontera antagónica, ¿cuál es el nombre que encarna lo que queda de este lado? ¿Quién constituye en las memorias feministas y socio sexuales los años más potentes en materia de reconocimiento social y cultural, redistribución económica y participación política? El nombre de Cristina Fernández de Kirchner es ideológico y pragmático a un tiempo: por lo que el kirchnerismo legó en materia de participación y específicamente en términos sexo-genéricos, por el llamado al proyecto nacional, popular, democrático y feminista, pero también porque de un tiempo a esta parte quienes atacan al kirchnerismo lo han homologado al progresismo, al igual que le ha sucedido al feminismo, y esta sintonía puede ser un excelente punto de anclaje para la discusión política actual. ¿Hasta qué punto estaría el feminismo dispuesto a dejarse conducir por este todo más grande que representa Cristina? ¿Y hasta qué punto estaría dispuesto el peronismo a dejarse conducir a su vez por el feminismo?6

  • 3) El programa – más que un documento: una línea de acción

Los documentos feministas que se consensuan en asamblea, conjugando las demandas de los distintos espacios que la constituyen, valen más por lo que sucede a lo largo de su elaboración que por su contenido. Al final, no los lee (casi) nadie o, si alguien los lee, funcionan más como un archivo que como un programa político para orientar la acción y ordenar la práctica. La pregunta que habría que hacer –ya lo decía Lacan– es: ¿cuál es el deseo detrás de las demandas? O, en otros términos: ¿qué quiere el feminismo? Si en 2015 nos nucleó la violencia sexual y de género; y en 2018, el aborto, hoy en día la pregunta qué es lo próximo es una que muchxs se hacen pero nadie osa responder. Y sin embargo, necesitamos poder formular un programa político: algo más que un conjunto de demandas o un pliego de reivindicaciones coyunturales en donde hay tanto que al final no hay nada.

Y acá una pequeña digresión con respecto al feminismo popular, término que todxs decimos pero, en general, para significar cosas muy distintas, porque o bien lo decimos en clave sociológico-demográfica para indicar el feminismo de las pobres o bien lo decimos en clave populista como la articulación de una identidad o bien lo definimos como aquello que no es: ni feminismo neoliberal, ni feminismo académico, ni feminismo institucionalista y así. Pero, al final del día, si una se pregunta: feminismo popular, ¿qué es?, hay una tarea pendiente.

Necesitamos poder formular un programa político: algo más que un conjunto de demandas o un pliego de reivindicaciones coyunturales en donde hay tanto que al final no hay nada.

Si históricamente se concibió el feminismo como teoría feminista, desestimando toda politización que no se ajustara al catálogo de turno, de un tiempo a esta parte se le contrapuso a esta concepción ciertamente elitista su contracara igualmente problemática: la de romantizar lo popular (el barrio, el territorio, la olla). Para rebasar esta doble tentación actual, el feminismo necesita dos dimensiones que deben ir a la par: territorio y formación. O, como decía Mabel Di Leo: adoctrinamiento es organización y organización es adoctrinamiento. Si la militancia hiciese solo territorio, bastaría una encuesta casa por casa y ver qué piensa “la gente” para definir la línea política; si la militancia hiciese solo formación, bastarían una serie de premisas que todxs deberían asumir cuando el despertar feminista toca la puerta. Entonces –y volviendo– lo que el feminismo necesita hoy esun programa que entrelace estas dos dimensiones (territorio y formación) para pasar de las encrucijadas de un feminismo popular a un feminismo militante.  Siguiendo la definición de Damián Selci de militancia como “responsabilidad por la responsabilidad del otrx”, un feminismo militante debe tener por objetivo ante todo que más y más compañerxs devengan feministas militantes. Para ello, es necesario volver a interpelar y volver a persuadir. ¿Cómo? Con ideas contundentes, consignas claras y acciones efectivas, sin desviarnos hacia provocaciones inocuas y con tres dimensiones que deben desarrollarse conjuntamente: el reconocimiento cultural, la redistribución económica y la representación política. El feminismo no es progresismo, como se oye decir por aquí y por allá, pero puede serlo si sus proclamas y utopías se reducen a demandas de reconocimiento cultural (libertades civiles y derechos humanos) sin redistribución económica ni participación política. Es por eso que, sin descuidar la diferencia, es menester generar condiciones de igualdad para fomentar la participación.

Para eso, es necesario abandonar la enunciación victimista propia de la violencia sexual y de género para que en su lugar reemerja el análisis social, económico, político, cultural sobre las relaciones de poder y, si eso sale bien, que de allí surjan propuestas creativas para su profunda transformación. Por nuestra parte, proponemos, para empezar a pensar un programa, centrar el eje en la división sexual del trabajo. Si nuestros problemas centrales provienen de la deuda externa tomada por la administración de Mauricio Macri en 2018, lo que falló en el período 2019–2023 fue la gestión económica del gobierno de Alberto Fernández y los problemas primordiales radican hoy en el ajuste y el hambre del gobierno de Javier Milei, entonces es necesario volver a poner el acento de la reflexión en la distribución de la riqueza. Es un asunto estructural que atañe a la experiencia cotidiana: un problema palpable que, en su politicidad, puede dar curso a una creciente participación. Permite abordar las problemáticas específicas de cada colectivo identitario sin tener a la identidad en su centro y obliga a articular la tan mentada “perspectiva de género” con la clase, la raza, la sexualidad; es decir que obliga al feminismo y a los movimientos sociosexuales a salir de sí mismos y encontrarse con un mundo “cis-hetero-patriarcal” con el que, quizás, se tenga más en común de lo que se cree.

*          *          * 

Hasta aquí llega este balance que pretende ser un puntapié para empezar a pensar estratégicamente el porvenir del feminismo en Argentina a partir de una revisión crítica de lo sucedido en los últimos nueve años. La reflexión sobre este cortísimo pasado y su evaluación deberían permitirnos, junto a un diagnóstico del presente, caracterizar el camino a seguir. Va de suyo que no todxs estarán de acuerdo con lo aquí esbozado y acaso se quiera discutir las hipótesis planteadas. Si algo de ese debate se suscitara, el objetivo de este ensayo ya estaría cumplido. Si además hubiera acuerdos, si se compartiera aunque sea parcialmente el balance y la propuesta, entonces estaríamos en condiciones de dar curso a una enriquecedora conversación y construcción política.

 


* Malena Nijensohn es doctora en Filosofía y autora de La razón feminista (2019).

NOTAS

  1. Barros, Mercedes y Martínez, Natalia, “Populismo y derechos humanos en el devenir masivo de los feminismos argentinos”, La aljaba. Segunda época. Vol. XXIII, 2019.
  2. Hoy en día, Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Travestis, Trans, Bisexuales, Intersexuales y No Binares.
  3. Y sin embargo, el femicidio en 2017 de Micaela García había dado estado público a las discusiones sobre feminismo y punitivismo (Sebastián Wagner, quien la secuestra, viola y asesina, tenía antecedentes penales por abuso sexual y gozaba de libertad condicional), con un desenlace completamente diferente: una ley que lleva su nombre y que establece la capacitación obligatoria en temática de género y violencia de género para todas las personas que se desempeñen en la función pública en todos sus niveles y jerarquías en los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial de la Nación en la República Argentina.
  4. Gago, Verónica, La potencia feminista. O el deseo de cambiarlo todo. Buenos Aires: Tinta Limón, 2019, p. 165.
  5. Kesselman, Violeta, “Verticalismo”, en La posibilidad del siglo. Cinco ensayos para el pensamiento de la militancia. Buenos Aires: Pedro Díaz & Gluck Ediciones, 2020.
  6. Se me dirá que Cristina se ha definido una y otra vez como “femenina, no feminista”. Así lo ha vuelto a hacer al inaugurar el Salón de las Mujeres en el Instituto Patria. Será, entonces, nuestro primer motor inmóvil que, sin ser movido por nada, pone todo en movimiento.

Un comentario

  1. Es raro que no se den cuenta de por qué pierde impulso el feminismo. Viven en la nube de pedos que ellas mismas se tiran y creen que están todos con ellas. Muy de secta.

    ¿No saben que muchas de las que fueron al “Ni una menos” estaban en contra del aborto? Este oportunismo de sumar gente con reclamos distintos como si se tragaran todo el combo ideológico, no está bien.

    Es lo que me pregunto también de cierta organización en la que participo: ¿por qué si la gente que convocan pertenecen a diversísimas opiniones políticas, los dirigentes son de extrema izquierda? Y después mandan a la gente a una batalla cultural perdida, en la que los generales no miden las fuerzas sino que mandan a luchar a favor del bien y en contra del mal.

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