El universo se detiene, se tensa en ese instante efímero, a la vez eterno y decisivo; un fragmento de tiempo subjetivo, ¿un segundo?, aquel en que un hombre o una mujer se juegan la vida, o en todo caso la postergación de la muerte. Esta encrucijada se halla presente en toda fuga. Ella desata una acción siendo la inacción una de sus alternativas. Así, son imaginables centenares de estos instantes que los detenidos desaprovecharon o en los que se jugaron la oportunidad, tal vez única, de una irrepetible cadena de casualidades que configuran la trama de todo escape.
Pero antes de ese instante repentino, que se le aparece al detenido intempestivamente y que él mismo tiene que interpretar como verdadero y decisivo, en la fuga individual se ponen en juego otras emociones enfrentadas. Las consecuencias sobre los que quedan adentro. O con los propios, los familiares, que están afuera.
Miriam Lewin les hace esta pregunta a sus compañeras de la ESMA (Actis y otras, 2006): “¿Por qué creen que no nos escapábamos cuando nos dejaban solos en nuestras casas? […] si en realidad sabíamos que no teníamos la vida garantizada volviendo a la ESMA, al contrario”. Entre todas elaboran una respuesta. “Una de las razones que nos bloqueaban era la posibilidad de la represalia contra seres queridos, contra nuestras familias […] y la otra razón que nos daba vueltas en la cabeza era que si se escapaba uno, corría peligro la vida de los demás […] Cuando te dejaban en tu casa solo, los demás presos, los que vos querías, eran rehenes”.
¿Existe una sola forma de fuga? En la película Brazil (Gilliam, 1985), Sam Lowry, el protagonista, se escapa de su torturador cuando en su mente, enajenada por los tormentos, sueña ser rescatado y llevado a la libertad. ¿Los que enloquecieron en la tortura, se fugaron?, ¿y los sobrevivientes azarosos de los campos?, ¿los que fingieron conversión?, ¿los colaboradores? ¿Ellos se fugaron?
Horacio Domingo Maggio, “El Nariz”, era delegado general y miembro de la Comisión Interna del Banco de la Provincia de Santa Fe en su casa central. Comenzó su militancia en las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), antes de la fusión con Montoneros.
Perseguido por su actividad política y gremial, su casa en Santa Fe fue allanada en el verano de 1975. En aquel momento, Horacio aprovechó los corsos del carnaval para entrar disfrazado al domicilio y buscar unos papeles. A su hermano Roque lo habían matado en enero, un tiempo antes de que lo secuestraran a él. Su cuñada, María Adriana Esper, había sido ejecutada en Córdoba un año antes.
“El Nariz” tenía 29 años, estaba casado con Norma Valentinuzzi, también militante, y tenían dos hijos, Juan Facundo de 4 años y María Eva de 2. En la tarde del 15 de febrero de 1977, una patota de la ESMA lo secuestró mientras caminaba por la Avenida Rivadavia, a una cuadra de la Plaza Flores. Alguien dice que lo marcó la “Coca” Bazán, una ex montonera que colaboraba decididamente con los marinos.
Fue entonces que descendió a los rincones del terror de la ESMA, lo torturaron, lo atormentaron, mientras retenía las imágenes que luego transmitiría por primera vez de parte de una víctima: “Las condiciones en que desarrollábamos nuestras vidas son dignas de la época anterior a la Asamblea del año XIII […] La mayoría de los secuestrados estábamos acostados las veinticuatro horas del día sobre un colchón en el piso, separados estos por tabiques de madera […] A todos nos colocaban, desde el primer día, grilletes en las piernas, capucha o anteojitos (que no permiten ver) y a otros se los ataba a una bala de cañón. El lugar está poblado de ratas, a tal punto que muchas veces las sentíamos caminar por nuestro cuerpo […] la sarna estaba a la orden del día”.
Estuvo 11 meses en el campo de concentración más emblemático de la dictadura. Cuando después de su fuga le preguntaron por qué creía que no lo habían matado, su hipótesis fue que los prisioneros eran tratados como rehenes, que en algún momento los militares iban a tener que dar explicaciones del terror que habían desarrollado, que especulaban con la desmoralización de los luchadores populares y sus organizaciones, que su doctrina era la de imponer el terror en la sociedad.
Como tantos otros sobrevivientes, “El Nariz”, aparte de ser beneficiado por el azar, entendió los modos de la supervivencia y les actuaba un converso comprensivo. Había logrado ser uno de los elegidos, un compañero muy seductor y comprador -dicen las que lo conocieron- (Actis y otras, 2006).
17 de marzo de 1978: día de la fuga
A pesar de que en Ese infierno (Actis y otras, 2006) se afirma la versión de que la fuga de El Nariz fue en el contexto de una salida para despachar sobres en un correo (en otra versión se dice que lo habrían sacado a comprar útiles en una librería y que en esa circunstancia logró engañar a sus captores), en un documento elaborado por el Partido Montonero el 27 de abril de 1978, se reseña un reportaje que le hiciera el periodista Richard Boudreaux, de la Agencia United Press. En él, se encuentra la versión que Horacio contó en primera persona y que difiere de las anteriores. De acuerdo con él, lo llevaban un día de semana en un traslado que supuso podría ser a Coordinación Federal. Serían entre las seis o seis y media de la tarde. En el camión había tres guardias adelante en la cabina y cuatro atrás en la caja donde estaba él. Estaba lloviendo. En la avenida Corrientes y Paraná (o Montevideo, cree), el camión se detuvo por el semáforo. Horacio, al que no le habían atado ni pies ni manos, percibió el segundo de la encrucijada decisiva. Nunca sabremos si dudó por un instante, porque en un impulso saltó del vehículo atravesando una lona que estaba suelta en la parte de atrás y entró a correr a todo lo que le daban los pies alejándose de sus captores. La lluvia le golpeaba la cara mientras esperaba los disparos que no llegaron. Sintió, todavía incrédulo, que la sorpresa había jugado a su favor con el agregado de la circunstancia de que estaban en pleno centro de la ciudad. A pesar de que los guardias se lanzaron detrás de él para correrlo, al prófugo lo hacía volar la desesperación y no lograron alcanzarlo. A las dos cuadras, con el corazón que se le escapaba del pecho, fingió tranquilidad, paró un taxi y se alejó del lugar.
Unos pocos días después, sonó el teléfono en la casa de la madre. Le dijeron solo tres palabras y colgaron: “El pájaro voló”. El que había llamado —se supo mucho después- era José Luis Taboada, que alguna vez había estado en la casa de la familia. Su mujer también era Maggio, una prima hermana de ellos. Antes, una noche, él también había recibido una llamada. Del otro lado de la línea, escuchó que le decían: “Soy Horacio. Llamá a mi mamá y decile que el pájaro voló. Simplemente eso: El pájaro voló”. Con su esposa se tomaron un colectivo hasta el centro, y desde un locutorio mandaron el mensaje.
Horacio estaba libre pero ni por un instante pensaba en irse. Se había conectado nuevamente con lo que aún quedaba de la organización y vivía decidido a denunciar las atrocidades de los campos, las torturas y vejaciones de todo tipo que había padecido y que otros todavía sufrían. Surgido de las entrañas del horror, su militancia ahora pasaba por hacer conocer al mundo lo que estaba sucediendo. Desde la clandestinidad “El Nariz” garabateó sus notas de denuncia, que empiezan así: “El que suscribe, Horacio Domingo Maggio, argentino, con Documento Nacional de Identidad N° 6.308.359, ex delegado general, miembro de la Comisión Gremial Interna del Banco Provincial de Santa Fe, Casa Central, se dirige a ustedes a efectos de relatarles mi amarga experiencia que tuve en calidad de secuestrado por la Marina Argentina”. Su relato es el primero contado por una víctima, anticipo de lo que en los años siguientes lograrían otros testimonios.
A partir de sus denuncias se conoció que Norma Arrostito, a quién la dictadura había declarado muerta en un enfrentamiento, había estado prisionera en la ESMA y que allí había sido asesinada. Que también estaba Roberto “Beto” Ahumada, dirigente nacional de la Juventud Peronista, igual que Sara Osatinsky, Alicia Pirles, Oscar De Gregorio y Alicia Eguren, entre otros; que la Sra. De Oraci, socióloga y ex decana de la Facultad de Turismo de Mar del Plata había sido “torturada colgada cabeza abajo y picaneada por todo el cuerpo”; que también había visto a la madre de Juan Carlos Dante Gullo y a las monjas francesas Alice Dumon y Renée Duquet:
“Las hermanas estaban con ropa de civil y muy golpeadas y débiles, ya que para llevarla al baño (a la hermana Alice) tenían que sostenerla dos guardias, pues no se podía tener en pie. En esa misma oportunidad le pregunté si las habían torturado, a lo que me contestó afirmativamente y me expresó que la habían atado a una cama, totalmente desnuda y le aplicaron la ‘picana’ por todo el cuerpo […] Estuvieron en la ESMA unos 10 días aproximadamente, la mayoría de los cuales fueron interrogadas y torturadas. Luego fueron ‘trasladadas’, junto con las otras once personas no sé dónde”.
También contó que la patota llevaba “a cabo acciones contra sus ‘colegas’ de Ejército como el atentado a Ricardo Yofré” y las formas sucesivas que habían usado para desprenderse de los cadáveres que culminaron con los vuelos de la muerte para arrojarlos al océano.
La carta fue escrita a mano, pero hizo varias copias a máquina con papel carbónico. Estas fueron enviadas al embajador de Francia; al consejero de prensa de la embajada francesa; al embajador de los Estados Unidos, Raúl Castro; a monseñor Raúl Primatesta; a monseñor Vicente Zaspe; a monseñor Juan Carlos Aramburu y a la Conferencia Episcopal Argentina; a la agencia France Press; al periodista Richard Boudreaux de Associated Press; a las agencias nacionales, sindicatos y comisiones internas, periodistas, políticos, y a la propia Junta Militar.
Aun así “El Nariz” no se quedaba quieto y los provocaba. Llamaba al chupadero desde teléfonos públicos que no pudieran ser detectados y los puteaba. Les anunciaba aquello que, sin saberlo, luego se haría realidad, que iban a terminar condenados en un juicio como el de Nüremberg.
Mientras, la Marina lo buscaba por todas partes. Horacio todavía tenía que acercarse a su familia. Necesitaba ver a su compañera y a sus hijos. Para ello, aprovechó la noche del 25 de junio cuando el país salió a las calles a festejar el triunfo en el mundial de fútbol. Era el mejor momento. Especuló que ese día nadie lo andaría siguiendo. Cuenta su hijo Juan Facundo: “El día que la Argentina ganó el Mundial salimos a festejar, de noche […] era en provincia. Nosotros vivíamos en Caseros. En una esquina nos detenemos y sube una persona en la parte de atrás: medio corazonada, medio adivinando… era papá. Estaba sin bigotes. Le miro las manos y le veo la marca de los grilletes, la quemazón de las muñecas: eso lo vi. Llegamos a casa, todo estaba oscuro, y prenden la luz: ahí nos dimos un abrazo”.
4 de octubre de 1978: la recaptura
Unos meses después, una patota del Ejército cercó a Maggio en Chilavert. Se resistió, oculto en una obra en construcción: algunos relatos cuentan que agotadas las municiones terminó defendiéndose a cascotazos. Lo asesinaron. Al enterarse, el jefe de inteligencia del Grupo de Tareas 3.3.2, Jorge “Tigre” Acosta, pidió especialmente por su cuerpo, que fue llevado a la ESMA y exhibido ante sus compañeros. En 2006, Ana María Martí, una de las detenidas del centro clandestino, declaró en la megacausa que condenó a prisión perpetua a los genocidas del centro clandestino. En su testimonio contó que el “Tigre” Acosta en persona la bajó al playón, hasta una ambulancia con las puertas abiertas frente a la que obligaban a desfilar a los desaparecidos. La fuga los había afectado y ahora vivían su muerte como un triunfo. Estaban exultantes. Cuando Ana estuvo frente al cuerpo de Horacio, Acosta le empujó la cara hacia el cráneo destrozado, hasta que su nariz se empapó de la sangre del muerto: “Esto es lo que te va a pasar a vos si te escapás” —le dijo.
Norma Valentinuzzi, la compañera de Maggio, también militante, al saber del crimen se exilió junto a sus dos hijos, la más chica de dos años. Volvió a Caseros, su barrio, en 1979, como parte de la Contraofensiva Montonera. Fue detenida el 11 de septiembre a una cuadra y media de la casa. Por algunos relatos de sobrevivientes, se cree que estuvo en Campo de Mayo. Sigue desaparecida. Los chicos fueron refugiados por la familia de Rubén Dorado, hasta que una de las abuelas apareció en su casa para buscarlos. Fueron criados por ellas.
Como una profecía, el hombre que logró escapar del submundo del terror termina su carta diciendo: “En la seguridad de que estos ‘señores’, autores materiales de asesinatos y torturas, tendrán que rendir cuentas de sus actos ante el Pueblo y ante Dios, y esperando que mi testimonio sirva a tal fin, además de esclarecer uno de los episodios más oscuros y siniestros de la historia argentina, póngome a su disposición para todo aquello que Uds. consideren necesario. Atentamente”, HORACIO DOMINGO MAGGIO. D.N.I. 6.308.359
Actis, M.; Aldini, C.; Gardella, L.; Lewin, M.; Tokar, E. (2001). Ese infierno. Conversaciones de cinco mujeres sobrevivientes de la ESMA. Buenos Aires: Sudamericana.
Acerca del autor / Ernesto Salas
Licenciado en Historia (UBA). Docente y Coordinador de la Editorial UNAJ. Es autor de los libros: La Resistencia Peronista: La toma del frigorífico Lisandro de la Torre (1990), Uturuncos. El origen de la guerrilla peronista (2003); Norberto Habegger. Cristiano, descamisado, montonero (2011, junto a Flora Castro), De resistencia y lucha armada (2014); Arturo Jauretche. Sobre su vida y obra (Comp.) (2015) y ¡Viva Yrigoyen! ¡Viva la revolución! (2017, junto a Charo López Marsano).