Italia y más allá: La hegemonía cultural de la ultraderecha se ha dirigido a la cultura popular

Recientemente se ha descubierto que la primera ministra de Italia, Giorgia Meloni, es pariente lejana de Antonio Gramsci. Aunque políticamente se ubican en extremos opuestos, Meloni ha emprendido una campaña por el control de las instituciones culturales cuyas razones Gramsci comprendería bien... y nosotros no tanto.

Cómo hacer mainstream a la extrema derecha

Giorgia Meloni, exfascista y actual primera ministra de Italia, es pariente lejana del teórico comunista Antonio Gramsci. A primera vista, esta revelación, descubierta por genealogistas italianos a principios de diciembre, podría parecer una trivialidad interesante, divertida, pero en última instancia carente de sentido. Sin embargo, Meloni, a pesar de no compartir nada de la política de su antepasado, surgió de un proceso de transformación social que al autor de los Cuadernos de la cárcel no le costaría nada comprender.

El ascenso de Meloni se vio impulsado por un cambio cultural conservador más amplio que normalizó su punto de vista vinculándolo a la imagen que Italia tenía de sí misma, en un intento de conseguir lo que Gramsci habría llamado «hegemonía». Así fue como, por ejemplo, Fratelli d’Italia, el partido de Meloni, tomó su nombre de las palabras de la primera línea del himno nacional del país.

Al igual que la guerra, la cultura es la continuación de la política con otros medios. Desde que se instaló en el Palazzo Chigi, los pretorianos de Meloni han sido enviados enérgicamente a todos los puestos clave de la infraestructura administrativa cultural del país. Se ha producido una furiosa toma de poder en museos, teatros, orquestas, ferias y premios literarios, la Bienal de Venecia y las universidades.

En la radiotelevisión nacional, la Rai, todos los presentadores de los principales programas informativos han cambiado aparentemente de la noche a la mañana para reflejar la actual división de poderes. La Rai tiene tres canales principales: Rai 1, Rai 2 y Rai 3. Desde las últimas elecciones, TG1, el programa periodístico de la Rai 1, se ha transformado en el gabinete de prensa de Fratelli d’Italia; TG2, en el megáfono de Forza Italia, y TG3 en el portavoz del Partido Democrático, de centroizquierda, blando heredero de lo que alguna vez fue el Partido Comunista Italiano.

El muro entre la clase política y el cuarto poder se ha hecho especialmente poroso bajo el mandato de Meloni. Como recompensa por su servicio de confianza a su gobierno, ungió ministro de Cultura a Gennaro Sangiuliano, antiguo director de TG2. Se trata de un hombre que, mientras presidía la ceremonia de entrega del Premio Strega —el equivalente italiano del Pulitzer—, confesó cándidamente que no había leído ninguno de los libros que habían entrado en la lista de finalistas.

Sin embargo, los postfascistas italianos no son culpables de hacer nada nuevo. Fuertemente vigilada por Estados Unidos, que hizo todo lo posible por socavar a la izquierda y evitar el ascenso del comunismo durante toda la posguerra, Italia siempre ha luchado por desarrollar instituciones culturales independientes. De hecho, durante mucho tiempo los partidos políticos italianos han colocado sin pudor a su gente en puestos de influencia, en función de su cuota electoral. Este juego de amiguismo se ha hecho tan popular que incluso tiene su propio nombre, «lottizzazione» o «sistema de botín», practicado descaradamente por los partidos de centro durante décadas.

Al igual que Donald Trump, que nombró asesor a su yerno Jared Kushner, Meloni también ha practicado una forma de gobierno nepotista. Su cuñado Francesco Lollobrigida ha ocupado el cargo de ministro de Agricultura y ha utilizado su plataforma para pregonar teorías conspirativas del Gran Reemplazo durante discursos oficiales.

En la práctica, esta apuesta por la hegemonía cultural se ha dirigido en gran medida a la cultura baja y popular. Una exposición sobre J. R. R. Tolkien en Roma, que ha generado no pocas controversias, intentó demostrar que el panteón cultural de esta extrema derecha había cambiado. Afuera el espumoso racista Julius Evola, el filósofo del fascismo Giovanni Gentile y el poeta futurista de extrema derecha Filippo Marinetti, adentro la trilogía antimoderna El señor de los anillos. Friedrich Nietzsche y Richard Wagner abandonaron el recinto; los herederos del fascismo son ahora mucho más populares. En el festival Atreju, la conferencia cultural de Fratelli d’Italia, el magnate multimillonario Elon Musk y el primer ministro británico Rishi Sunak fueron invitados de bienvenida.

El postfascismo italiano ha logrado hacerse mainstream, transición que fue suavizada a través de la adopción de la guerra cultural anglófona por gran parte de la derecha italiana. Han conseguido trasplantar con éxito la batalla angloamericana contra el «marxismo cultural» a Italia, donde, a diferencia de Estados Unidos, la izquierda ha tenido durante mucho tiempo una fuerte influencia sobre las instituciones mediáticas del país, aunque en gran medida sobre las de la alta cultura.

En Italia, la «alta cultura» ha sido generalmente dominio de la izquierda. Las principales razones son la fuerte corriente anticomunista que dominó la política italiana de posguerra e impidió que la izquierda tomara el poder político, relegándola al ámbito cultural. Los democristianos gobernaron el país bajo la estrecha tutela estadounidense en la era posterior a 1945, hasta que los escándalos de corrupción los aplastaron a principios de la década de 1990, allanando el camino para el dominio de Silvio Berlusconi. Durante la liberación de 1943-45 de los nazis y sus aliados fascistas, el Partido Comunista Italiano (PCI) dirigido por Palmiro Togliatti, temeroso de la hostil influencia estadounidense, optó por una vía parlamentaria en lugar de revolucionaria hacia el socialismo.

Apartado del poder, Togliatti construyó a través del PCI una vasta red capilar de instituciones como la Case del Popolo, clubes de trabajadores donde la gente corriente podía aprender su Marx y su Stalin diarios. El fascista Movimento Sociale Italiano (MSI) siguió siendo durante todo este periodo una cohorte minoritaria formada por lunáticos nostálgicos de Mussolini. Esto creó un extraño equilibrio de poder en una democracia bloqueada en la que nunca se permitió a la izquierda radical ganar el poder electoral, lo que llevó a la formación de un pacto no escrito entre la Democracia Cristiana y el PCI.

Los democristianos se hicieron cargo de la economía, la ley y el orden, los asuntos exteriores y los medios de comunicación, mientras que las circunstancias relegaron al PCI al control de la cultura y las artes. Como resultado, todas las grandes editoriales y la mayoría de los intelectuales, artistas, académicos e instituciones culturales públicas siempre han tenido una perspectiva posmarxista.

Hoy en día, con la izquierda casi inexistente, la derecha ha tenido libertad para hacerse con el control de la esfera cultural. Pero a falta de un enemigo claro, ha tratado la cultura como el medio a través del cual puede marcar su diferencia con la corriente política dominante. Los liberales italianos lo han hecho autoproclamándose defensores de los derechos civiles mientras impulsaban la privatización y los recortes de gastos. Mientras tanto, los postfascistas —obligados a seguir la línea fiscal impuesta por Bruselas— han tenido que exagerar sus diferencias culturales para enmascarar el consenso neoliberal compartido entre ellos y sus oponentes liberales.

Mientras los postfascistas y los liberales sigan estando de acuerdo sobre el tamaño del déficit italiano, la dureza de la política migratoria y el peligro del gasto público a gran escala para la economía, los museos y los programas de televisión seguirán siendo los únicos lugares en los que las diferencias políticas puedan salir a la luz.

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