Mientras el capitalismo recicla su brutalidad bajo ropajes libertarios, la revolución se repliega sobre el duelo. En la madurez de la vida, Mario Santucho recupera la figura de su padre para pensar la actualidad de un gesto heroico que nos sacuda de la parálisis. ¿Es posible reinventar la lucha sin caer en la victimización que nos propone la política progresista?
(Este artículo fue publicado originalmente en inglés por la revista The Ideas Letter)
Acabo de cumplir cincuenta años. El optimismo de la voluntad me dice que llegué a la mitad de la vida. Pero el pesimismo de la razón susurra que estoy acercándome, sin prisa pero sin pausa, a la vejez. No son sentencias contradictorias. Y ambas me sientan bien. Sin embargo, si menciono la edad es por algo que no tiene que ver con la biología: justo en este momento la figura de mi viejo aparece en el centro de mis cavilaciones, finalmente. Él fue el líder máximo de la guerrilla guevarista más importante de la Argentina, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Todavía hay quienes lo recuerdan como “el Comandante Robi”. No solo sus compañeros sobrevivientes; también algunos jóvenes que reivindican su ejemplo.
Mario Roberto Santucho murió el 19 de julio de 1976 en un enfrentamiento a balazos con el ejército, en plena dictadura militar. En el mismo combate fue secuestrada mi mamá, Liliana Delfino, y otros tres altos dirigentes del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), organización de cuadros que diseñaba la estrategia política del grupo. Todos ellos permanecen desaparecidos. Hay quienes aseguran que aquel fue el último episodio de la batalla que comenzó en 1969, con la insurrección popular conocida como “el Cordobazo”. Se hacía patente la derrota del sueño revolucionario. Comenzaba a imponerse el neoliberalismo.
Yo me salvé porque a comienzos de ese año fui enviado a Cuba junto a otros familiares, cuando apenas era un bebé, a sabiendas de que el golpe de Estado era inminente. Regresé al país en 1993, recién alcanzada la mayoría de edad. Y formé parte de la generación que le puso un freno a la hegemonía neoliberal en diciembre de 2001. Fuimos protagonistas de la gran rebelión social que generó las condiciones para la emergencia de una ola de gobiernos progresistas en Sudamérica. Personalmente participé del Colectivo Situaciones, experiencia de investigación militante que hizo un aporte específico a la elaboración conceptual de las luchas recientes.
Entre las operaciones teóricas que desplegamos durante aquel comienzo de siglo hubo una, precisamente, que consistía en ajustar cuentas con la generación de nuestros padres. Aunque ellos habían alcanzado un grado de audacia extraordinario, desafiando al poder al punto de entregar la propia vida por la causa, nos animamos a cuestionar varias de sus concepciones con desenfado y sin solemnidad. “Para ser como ellos, hay que cambiar”, dijimos. Queríamos recuperar la esencia de su propósito, innovando todo lo que fuera necesario en las formas. Eso me valió el resentimiento de quienes deseaban el calco y la copia.
Invertir el orden de los factores era nuestra propuesta: la clave del cambio social está en la multitud rebelde y en los contrapoderes que se despliegan desde abajo, no tanto en las vanguardias iluminadas o los dirigentes carismáticos. La garantía de una transformación virtuosa radica en la comunidad organizada, decidida a emanciparse y capaz de crear nuevas imágenes de felicidad, mientras que la dinámica del enfrentamiento bélico suele subordinar e incluso tiende a interrumpir esa energía popular, porque confronta al poder con sus mismas armas. Las nuevas insurgencias mostraban cómo la alternativa al capitalismo surgía de la producción de afectos en los territorios y de la potencia de la cooperación horizontal, antes que en la captura del Estado por parte de unos pocos amos liberadores.
Hoy la historia ha dado un giro inesperado y la época obliga a revalorizar algunos supuestos que para los revolucionarios que nos precedieron resultaban bastante obvios. En primer lugar, que la conflictividad política implica asumir la existencia del enemigo. Y que para derrotarlo se requieren niveles de compromiso elevados, una disciplina importante, quizás cierta dosis de heroicidad. Contra lo que sugiere la narrativa triunfante, nunca creímos que nuestros padres y madres fueron mártires por un exceso de narcisismo o porque un mesianismo incontrolado los nubló. Pero mucho menos consideramos que hayan sido meras víctimas. Esto último es lo más difícil de desandar. Ir más allá del modo de subjetivación de los derechos humanos no es una tarea sencilla. Y de eso se trata.
Javier Milei acaba de cumplir un año en el gobierno. Su gestión puede considerarse exitosa si la valoramos desde sus propios términos, aunque la mayoría del pueblo argentino la esté pasando muy mal. Se convirtió en un fenómeno mundial gracias a la radicalidad con que impugna al orden estatuido. Y a diferencia de la mayoría de los políticos progresistas, que se moderan al llegar al poder, la extrema derecha parece decidida a capitalizar el malestar social y el odio contra las élites. El arribo a la Casa Blanca por segunda vez de Donald Trump confirma que estamos ante un fenómeno político de consecuencias insospechadas.
Es sabido que en la constitución de este movimiento global reaccionario intervinieron un puñado de intelectuales orgánicos que se apropiaron de ciertas ideas claves forjadas por la izquierda del siglo veinte. La noción de contrahegemonía propuesta por el comunista italiano Antonio Gramsci es la más evidente e indica que las pretensiones de los “ingenieros de caos”, como les llamó Giuliano de Empoli en su libro de 2019, no consiste simplemente en ganar elecciones para acceder al comando de la máquina estatal. El “Decálogo de Acción Mileista” presentado en diciembre de 2024 por el partido libertario argentino (La Libertad Avanza) contiene un encabezado provocador: “Sin teoría revolucionaria, no puede haber movimiento revolucionario”, Vladimir Ilich Lenin.
La inaudita captura del imaginario revolucionario por parte de la internacional populista está plagada de contradicciones e inconsistencias, pero resulta verosímil entre otras cosas por la ruptura de sus principales referentes con todo aquello que huela a “corrección política”. Hay en esa desfachatez un eficaz cuestionamiento a la hipocresía liberal, que proclama derechos universales y produce cada vez mayor desigualdad e injusticia. El primer presidente de la posdictadura argentina, Raúl Alfonsín, en uno de sus discursos más recordados, exclamó: “con la democracia se come, con la democracia se educa, con la democracia se cura”. Cuarenta años y diez gobiernos después, la pobreza alcanzó niveles récords y los sistemas públicos de enseñanza y salud están en una crisis galopante.
La operación ideológica reaccionaria tiene tanta fuerza que ha logrado paralizarnos. Estamos literalmente desarmados. “No es un problema de falta de conciencia, sino claramente un juego de poder en marcha. Evidentemente, soy el primero en enfrentarlo con tanta brutal honestidad». Así concluye su manifiesto el joven Luigi Mangione, cuyo atentado del 9 de diciembre pasado fue un relámpago en la oscura noche de la servidumbre voluntaria, con independencia de la valoración que pueda hacerse sobre si su crímen es justo o intolerable. El filósofo argentino Diego Sztulwark considera que ese acto puede considerarse heróico en un aspecto preciso: héroe es aquel que convoca a las fuerzas virtuales de una comunidad, las que a priori no se manifiestan, a rebelarse contra el poder opresor. El llamamiento puede funcionar y desatar la sublevación. O quedar en el olvido.
En 1944 Jorge Luis Borges publicó Ficciones, su famoso libro de cuentos. La más corta de esas piezas literarias se titula “Tema del traidor y del héroe”. Trata de un episodio imaginario, que sin embargo sitúa históricamente “para comodidad narrativa” del escritor. “La acción transcurre en un país oprimido y tenaz”, que podría ser cualquiera. Un grupo de conspiradores prepara una revuelta popular, pero justo antes del día señalado se percatan que uno de ellos está colaborando con el enemigo. Descubren algo más, terrible: el traidor es el jefe de la organización. Sin embargo Kilpatrick, tal el nombre del cabecilla, admite su culpa y solicita morir como un patriota. Entonces diseñan un meeting donde Kilpatrick será asesinado por un supuesto sicario envíado por el poder. Ese acontecimiento desatará la insurrección. Todo está guionado y sale a la perfección. Cien años más tarde su nieto devela la verdadera trama. Pero decide ocultarla. El historiador también es parte del libreto y escribe una alabanza del mártir.
El argumento es borgeano químicamente puro. La historia tiene un sentido cifrado que nos envuelve. Su significado siempre es más complejo de lo que admite el razonamiento de los simples mortales. El traidor y el héroe pueden ser la misma persona, lo cual es desquiciante. Pero la elaboración colectiva construye un mito que neutraliza la contradicción y se impone a los propios actores. Estos últimos son piezas conscientes de un juego cuyas reglas resultan inmutables. La heroicidad fundante de una voluntad nacional queda preservada, aunque en su seno anide la incongruencia. La verdad no tiene que ver con lo real en sí, sino con su lógica. A veces se asemeja a un ardid, linda con el engaño, que se alimenta de nuestra secreta complicidad. Este rodeo literario nos permite dar cuenta de la ambivalencia de las derivas heroicas y traicioneras, siempre poco lineales, abiertas a combinaciones y revelaciones imprevistas.
El otro gran escritor del siglo veinte argentino devino él mismo un héroe. Rodolfo Walsh fundó la literatura de “no ficción” en 1957, con su gran novela Operación Masacre. Fue secuestrado por los militares el 25 de marzo de 1977, luego de un tiroteo en el que lo hirieron de muerte, como a mi padre. También permanece desaparecido. Durante esos veinte años de mutación revolucionaria su obra se fusionó con la labor de inteligencia en la organización Montoneros. Así concibió la idea de un “héroe colectivo”, a partir de personajes anónimos que encarnaban la resistencia a la dictadura: “Esto es lo que los hace tan vulnerables y lo que constituye nuestro poder; pues a medida que se desarrolla la lucha del pueblo, cientos de ojos y oídos comienzan a vigilarlos (…) Todos manejamos alguna información sobre el enemigo (…) por pequeño que sea cualquier dato es útil, porque lo unimos con otros datos y así vamos armando nuestra red de informaciones (…) Por eso, lo que usted sabe es necesario (…) Compañero, usted tiene algo que aportar, no lo niegue”. Walsh es en cierto modo el opuesto de Borges, porque sostiene que “en la realidad hay más riqueza que en la ficción”. El desafío consiste en liberar la enorme potencialidad social que permanece aletargada. Literatura y política se mancomunan en torno a ese objetivo.
Luego de la derrota a sangre y fuego del movimiento emancipador, se impuso la crítica a toda inclinación heroica. No se trata solo de un rechazo a la intentona setentista, sino también (y sobre todo) del establecimiento de un nuevo régimen de subjetivación en torno a la figura de la víctima, que se convierte así en la protagonista del drama democrático nacional. La heredera de la gran consigna de la transición alfonsinista, acuñada por otro prohombre de la literatura rioplatense, Ernesto Sábato: “Nunca Más” a la represión estatal genocida, pero al mismo tiempo adiós al proyecto de una transformación revolucionaria. La democracia volvía así, en 1983, maniatada por el terror y desprovista de cualquier promesa redentora. En estas circunstancias, la víctima no solo se define por la negativa a desplegar una nueva radicalidad, también es poseedora de una estrategia que consiste en reclamar al Estado reconocimiento y reparación. Su punto de partida es la cesión del propio poder. No es un actor político, es un sujeto de derechos que ya no se conquistan sino que se demandan.
Tres influyentes libros publicados este siglo presentan como víctimas ejemplares a quienes colaboraron con el enemigo durante el régimen militar.
El primero apareció en 2007 y se titula Traiciones. Su autora, Ana Longoni, es una lúcida investigadora de la relación entre arte y política. El objetivo del ensayo es cuestionar el militarismo de las organizaciones revolucionarias, que se expresa en códigos morales incapaces de asimilar la delación de quienes fueron secuestrados. La opción de morir como un mártir ignoraba la cruel y sofisticada maquinaria represiva implementada por las fuerzas armadas, capaz de doblegar a cualquiera. Es decir, a todos. Sucede que, cuando la crítica se posa sobre el pasado sin problematizar las condiciones del pensamiento en el presente, oculta algo relevante. Se naturaliza así un humanismo piadoso a tono con el credo demócrata. Y se concreta un notable quid pro quo: aquellos que desafiaron al orden existente se tornan responsables del calvario, por no deponer su espíritu combatiente. El único criterio razonable pasa a ser la derrota. Y entonces deja ser pensable la resistencia.
La búsqueda fue publicado a fines de 2010, en la ciudad de Córdoba. El autor, Miguel Robles, es hijo de un comisario de la policía de esa Provincia que fue asesinado en noviembre de 1975. La versión oficial atribuyó el atentado a la organización Montoneros, la mayor guerrilla del peronismo de izquierda. También de profesión policía, Robles descubre muchos años más tarde que a su padre en realidad lo mató el engranaje paramilitar de la derecha. El libro es una pieza clave en esa revelación histórica. Contiene una larga entrevista a Charlie Moore, ex militante revolucionario que fue secuestrado el 16 de noviembre de 1974 y durante seis años colaboró con el genocidio, hasta que escapó hacia Brasil en 1980, brindó testimonio ante los organismos internacionales y luego se radicó en Inglaterra, aislado y estigmatizado. Robles viaja hasta allí para restituir su palabra, con un argumento poderoso: independientemente de la valoración ética que tengamos sobre el testigo, su palabra tiene un valor singular para los procesos de justicia porque conoció el dispositivo por dentro. La operación político-editorial consiste en ampliar el campo de las víctimas hasta incluir en esa categoría tanto a su padre, otrora mártir policial, como a Moore, símbolo vivo de la traición. Por momentos el libro parece sugerir que incluso los torturadores podrían ser damnificados de un mecanismo perverso que escapó a su propia voluntad. Para llegar a este escalón misericordioso es preciso un desplazamiento en la mirada: no poner el énfasis en la interpretación política de los hechos, sino en la dimensión humana de la tragedia. La entonces presidenta de la república, Cristina Fernández de Kirchner, lo encomió públicamente: “Un relato estremecedor y esclarecedor, no sólo del pasado, tal vez más del presente”.
Escrito por la prestigiosa cronista Leila Guerriero y editado por Anagrama, La llamada se convirtió en best seller ni bien vio la luz en enero de 2024. La protagonista de la historia contribuyó al éxito, pues aporta magnetismo y genera polémica. Silvia Labayrú, militante montonera, fue secuestrada el 29 de diciembre de 1976 por un grupo de tareas de la Armada. La llevaron al Centro Clandestino de Detención de la ESMA, donde fue torturada hasta “recuperarla”, término utilizado por los militares para designar a quienes colaboraron con la represión de sus ex compañeros de lucha a cambio de la propia supervivencia. Casi cincuenta años después emerge con renovado esplendor, sin rastros de culpa ni rencor. El tiempo y un buen psicoanálisis lo curan todo. Silvina dejó de ser un símbolo de la traición y ahora es una heroína de la resiliencia (ese artificio de la subjetividad neoliberal que se erige sobre la derrota colectiva para devolvernos un poco de orgullo). Alcanzamos así el punto de madurez de la perspectiva progresista: el ideal revolucionario fue apenas un delirio de juventud que estuvo lejos de lograr sus objetivos, y encima sirvió a la dictadura como excusa para destruir las conquistas democráticas. Y menos mal que no triunfaron los paladines del izquierdismo, porque muy posiblemente todo hubiera sido peor.
Las cuantiosas ventas no logran ocultar la banalidad de esta operación editorial. El afán revolucionario resurge hoy con fuerza demoledora, en manos de una ultraderecha que no tiene pruritos en reivindicar al fascismo. La enemistad como núcleo de verdad de la política se convierte en un enunciado de sentido común. Y la violencia vuelve a ser el modo de resolución de los conflictos, en última instancia. Pero hay algo más desconcertante aún, casi lapidario. Lo enunció con particular sinceridad el filósofo italiano Franco Berardi, más conocido como Bifo, en una reciente entrevista para el periódico argentino Perfil: “La lección que tenemos que aprender de lo que pasa en Gaza es una lección terminal. Las víctimas pueden emanciparse de su papel de víctima sólo si se transforman en verdugos”. La deriva genocida del Estado sionista es una demostración patente de que la condición de víctima no posee dignidad en sí. A diferencia del sujeto proletario de Marx o del oprimido de Fanon, que portan en su seno el potencial de una emancipación general y por lo tanto la posibilidad de una sociedad nueva, la víctima carece de dialéctica superadora. Para salir de la posición de impotencia, deben transmutarse en perpetradores.
En abril de 2019 el gobierno de los Estados Unidos desclasificó 4903 documentos de distintas dependencias estatales vinculados con la dictadura argentina. Uno de ellos, producido por la Agencia Central de Inteligencia, la inefable CIA, hace referencia al “incident resulting in the killing of Mario Santucho, ERP commander”. El cable está fechado el 29 de julio de 1976 y aporta una información muy relevante para esclarecer cómo los militares lograron encontrar el escondite de mis padres, diez días antes. Fiel a su pasión por la mentira, el poder genocida no solo hizo desaparecer los cuerpos de los revolucionarios, también ocultó con eficacia cómo llegaron hasta ellos. Puede parecer trivial, pero para mí ese dato se convirtió en una especie de obsesión personal. Como si en aquel secreto estuviera cifrada alguna clave de nuestro destino colectivo.
El informe enviado desde Buenos Aires “involucra fuentes y métodos de inteligencia sensibles” por lo que contiene varias tachaduras. El fragmento más significativo dice así: “(tacha) doctor médico, López Arguello, quien tenía conocimiento sobre el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), se acercó al ejército argentino y ofreció proveer información sobre el paradero de uno de los líderes del ERP, Domingo Menna, a cambio de la liberación de la amante de López, quien estaba detenida. El ejército accedió, y en base a la información de López, a mediados de julio de 1976 las fuerzas de seguridad localizaron y detuvieron a Menna en un restaurante en Buenos Aires. Menna fue interrogado acerca del paradero de Mario Roberto Santucho, comandante del ERP, y otros líderes del ERP, pero él se rehusó a revelar alguna información que llevaría a la captura de estos individuos. Las autoridades, sin embargo, descubrieron un pequeño pedazo de papel con una dirección en la calle Venezuela en Villa Martelli. (tacha) una unidad de fuerzas de seguridad fue enviada a investigar esa dirección que resultó ser el escondite de Santucho”.
El relato coincide con la versión que reconstruyeron los camaradas de mi padre en aquel momento. Es un elemento de prueba muy potente, que avala aquella conjetura. El supuesto delator, identificado en el parte de inteligencia como López Arguello, aún vive. La lectura de sus testimonios ante la justicia arroja contradicciones, exageraciones, silencios significativos. Hace pocos meses acudí a entrevistarlo. En el número 66 de crisis, que pronto saldrá de imprenta, cuento lo sucedido en esta cita.
A diferencia del historiador de Borges, no concibo la posibilidad de encubrir semejante hallazgo. Porque lo importante es qué hacemos nosotros con aquello que nos hicieron. ¿Cómo valorar el acto de canjear a un compañero para salvar la vida de un afecto cercano? Los ejemplos que inspiraron a la literatura antes mencionada suponían la experiencia de la tortura y el cautiverio en los campos de concentración. Es tal el grado de deshumanización al que puede verse sometida una persona que hay un punto en el que ya no podemos responder por nuestros actos. Nos tornamos inimputables. Y quien no haya atravesado ese calvario mejor que se abstenga de insinuar siquiera una opinión, concluyen esos análisis. “La desquicia la gente que dice «yo no soy quién para juzgar» porque la frase en sí implica un juicio”, leemos en La llamada. Sin embargo, en el caso que nos ocupa, el confidente estaba en plena posesión de su capacidad de elegir. Aún así, cuando la victimización se impone, su elasticidad tiende a ser infinita.
El humanismo piadoso es la salida políticamente correcta al viejo dilema que supone distinguir al héroe del traidor. Por un lado, ilumina el sufrimiento que subyace en todo acto de deslealtad y despierta la compasión por lo frágil que es una vida cuando está oprimida y violentada. Por el otro, muestra hasta qué punto el ideal de un sujeto pleno y omnipotente se parece mucho a una ilusión inalcanzable y en el fondo totalitaria. Así las cosas, nos invita a desprendernos del afán condenatorio, a través de un movimiento crítico de todo precepto ideológico y sus ínfulas de trascendencia. Ahora bien, la victimización no renuncia a dictar sentencia e impone su juicio absolutorio. En este sentido, es una solución moral a la disyuntiva ética.
La consecuencia de este desplazamiento en el plano de la memoria es sorprendente: mientras la colaboración y la delación se tornan razonables, asistimos al borramiento de los actos de resistencia que demostraron que el poder nunca es omnipotente. Volvamos al cable de la CIA: “Menna fue interrogado acerca del paradero de Mario Roberto Santucho, comandante del ERP, y otros líderes del ERP, pero él se rehusó a revelar alguna información que llevaría a la captura de estos individuos”. La inversión de los valores es tal, que da pudor mencionar aquel gesto de valentía. Si existió, porque la sospecha corroe todo lo que huela a heroísmo, suele ser tildado como un martirio inutil. Todo lo contrario pensaba el filósofo argentino León Rozitchner, para quien asumir el desafío que la tortura impone al pensamiento implica sostener, aún en la más cruel de las inclemencias, que el cuerpo individual es el “índice vivido” (la auténtica última instancia) de toda referencia a la verdad y a la política. En su libro Perón, entre la sangre y el tiempo, escribió: “Cada cuerpo, siendo irreductible en su ser-otro, vive necesariamente y elabora de algún modo la permanencia en el sistema represor, su aceptación o su resistencia: su destino”.
Las preguntas irresueltas del pasado hoy emergen como dilemas candentes. Hubo maneras muy dignas de curar las heridas provocadas por el genocidio, incluso las más dolorosas. Ninguna de ellas consiste en aceptar el cómodo rol de víctima que las cínicas democracias realmente existentes nos ofrecen. Hay que mirar a la verdad de frente, sobre todo cuando es amarga, a sabiendas de que no existe reparación posible. Porque nuestra única venganza consiste en ser felices. Y la felicidad colectiva sólo se conquista a través de una lucha incesante, que en determinado momento se convierte en un combate. Como en el aquí y ahora.
Es difícil imaginar una gesta colectiva sin que sus protagonistas se vean atravesados por la experiencia del heroísmo. Al menos hasta hoy siempre fue así. Ese tipo de compromiso profundo se recrea según cada momento histórico y adquiere figuras o modalidades singulares, que incluyen el sacrificio y la puesta entre paréntesis de la individualidad en función de una causa o fuerza común. Hay modelos religiosos y otros más laicos, están los superpoderosos y los que rebosan de amor, algunos emplean la fuerza y otros asumen como principio la no-violencia, a veces cristalizan en una o varias personas pero también hay verdaderos próceres que se mantienen en un perfecto anonimato (el estallido social chileno de 2019 tuvo entre sus íconos de rebeldía al perro mata-pacos). No sabemos cómo serán los héroes y las heroínas que vendrán. Pero si queremos que germinen es preciso salir del closet de la victimización, porque ése es el lugar que nos han reservado para mantenernos en la impotencia.
La estrafalaria disociación esquizofrénica que ofrecen en show mediático la derecha liberal y la derecha reaccionaria ha quedado impecablemente evidenciada y registrada para la historia con o sin sonido, en la reciente exhibición de prensa que tuvo lugar en el antro oval de la casa blanca.
Por un lado el empresario, maestro de ceremonias y presidente de un Imperio fallido en retirada y un capitalismo en crisis de financiarizacion valuatoria (asistido por las dudas por su vicevance, justificador de principios aliancistas duales poco confiables) , y por el otro un comediante y bufón parido por la caja boba en estado de histeria guerrerista, cipayo desvergonzado que destruyó a su Pueblo y Nación diluyendolos en la oscuridad de los tiempos.
Muchos «interpretaron» que el ex héroe de portadas de vanidades gráficas fue echado de aquel sitio por su impertinencia y falta de respeto, sin analizar las debilidades que mostraron sus anfitriones, ni considerar que Volodimir entró al país prácticamente sin haber sido invitado.
El «Deep State» conspiró contra la nueva administración, fue todo una escenificación o sencillamente es un camino en transición que nos conduce a liderazgos más peligrosos aún ?
Sugiero ver el espectáculo con y sin sonido …