* Docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y de la Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo (UMET). Becaria Postdoctoral Consejo Nacional Investigaciones de Científicas y Técnicas (CONICET). Investigadora del Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales (UBA); Presidente J. E. Uriburu 950, 6° (CP: C1114AAD), Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Dirección electrónica: [rociootero3000@hotmail.com]
Introducción
En los albores de la década del setenta tuvo lugar en la Argentina el agotamiento final de la dictadura que al mando de Juan Carlos Onganía se había instalado en el poder desde 1966, conocida como «Revolución Argentina» (Cavarozzi, 1983). Dicho agotamiento respondió en buena medida a la eclosión de un estado de rebeldía generalizada y contestación política que incluyó importantes puebladas, como el emblemático «Cordobazo»; y el surgimiento de nuevos grupos y actores políticos, entre ellos, organizaciones armadas de distinta filiación ideológica que plantearon la lucha armada como método (Tortti, 1998).
Una década y media antes, el 16 de septiembre de 1955, había sido derrocado el presidente democráticamente elegido, Juan Domingo Perón, tras nueve años de ejercicio de la presidencia, mediante un golpe de Estado conocido como «Revolución Libertadora» (Cavarozzi, 1983). Una serie de acontecimientos de inusitada violencia política rodearon el derrocamiento de Perón. El 16 de junio de 1955, con el objetivo manifiesto de asesinar al presidente, aviones del Ejército Argentino descargaron durante varias horas, explosivos en la Plaza de Mayo, ubicada en frente de la Casa de gobierno, y en zonas aledañas a la Capital Federal. Aunque Perón no fue ni asesinado ni derrocado y la sublevación fue controlada por los sectores del Ejército leales al gobierno, los bombardeos dejaron un saldo aproximado de 400 muertos y 3000 heridos. Los episodios, que pasaron a la memoria como «los bombardeos a la Plaza de Mayo», trazaron un surco profundo en la memoria de los peronistas, muchos de los cuales aún hoy conservan imágenes del horror. Tal como sostienen las investigaciones sobre el tema, esos acontecimientos instalaron un clima de miedo y terror (cf. Cháves, 2005; Duhalde, 2010). Según el historiador Robert Potash, «produjo una oleada de estupor que barrió con todo el sistema político argentino» (Potash, 1982: 261).
Tres meses después, Perón fue finalmente derrocado y se instaló en el gobierno una dictadura de fuerte tinte represivo. Afirma la investigadora Elvira Arnoux que los bombardeos a la Plaza de Mayo conformaron el primer hito de una memoria militante de la posterior Resistencia Peronista (sobre la que volveré en el siguiente apartado), que se nutrió del horror, y que comenzó a construirse inmediatamente luego de los acontecimientos (Arnoux, 2009: 31). Desde ese momento y hasta 1973, Perón permaneció exiliado y proscripto de la vida política argentina. También fue prohibido por decreto el partido y los símbolos del movimiento político por él fundado, como parte de una violencia simbólica contra el peronismo, que intentó demonizarlo y soterrarlo de la memoria colectiva, con el contrario y paradójico efecto de estimular formas novedosas de identificación y Resistencia anti-dictatorial (Scoufalos, 2008; Melón Pirro, 2009).
Al iniciarse la década del setenta, el reclamo por el retorno de Perón, constante desde 1955 entre sus seguidores, se revitalizó y masificó de la mano del ascenso de una nueva generación de jóvenes que realizaban su inicio a la vida política en un contexto de sostenido autoritarismo y debilidad institucional, y que habían sido criados en un país en el cual el «hecho peronista» constituía uno de los más importantes (sino el más importante) clivaje político. El exilio de Perón y otra serie de acontecimientos vinculados a la violencia antiperonista (como el robo y desaparición del cadáver embalsamado de su esposa, Eva Duarte), habían tenido el efecto de magnificar las memorias sobre el peronismo a los ojos de las nuevas generaciones, socializadas en dictaduras o en democracias débiles y restringidas, que en ningún caso llegaron a completar sus mandatos. En este marco local, y con el influjo de la Revolución Cubana a nivel regional, el rol histórico del peronismo en la revolución social que se percibía como inminente, se constituyó en uno de los interrogantes más generalizados en los inicios de la década (cf. Otero, 2015).
El desgaste creciente de la «Revolución Argentina», en buena medida precipitado por el accionar de los grupos guerrilleros, condujo a la designación del Gral. Roberto Levingston en reemplazo de Onganía en junio de 1970. Al año siguiente, Levingston fue reemplazado por el Gral. Alejandro Lanusse. Tras ser designado, y ante el delicado clima político, Lanusse lanzó una convocatoria a las distintas fuerzas políticas para iniciar una transición democrática, proceso que se conoció como el Gran Acuerdo Nacional (GAN). Esa transición institucional incluyó maniobras burocráticas para impedir que Perón fuera el candidato de un peronismo que volvió a participar de la contienda electoral tras dieciocho años de prohibición casi ininterrumpida. Dicha transición se puso en marcha a fines de 1972 y se concretó el 25 de mayo de 1973 con la asunción como presidente del candidato del peronismo y hombre de confianza de Perón, Héctor J. Cámpora, tras una contundente victoria electoral (cf. Nahmías, 2013). Es este contexto en el cual se dio el surgimiento y la consolidación de Montoneros como organización político militar.
Los mitos de la Resistencia Peronista
En los términos del historiador inglés Daniel James, tras el golpe de septiembre de 1955 estalló un «sentimiento de rebelión en estado embrionario», que dio lugar a la Resistencia Peronista: una oposición de las bases peronistas a la dictadura que derrocó a Perón, fundamentalmente espontánea, instintiva, confusa y acéfala, que incluyó sabotajes, colocación de bombas caseras, acciones de propaganda, tomas de fábricas, sublevaciones e incluso la instalación de un foco guerrillero rural (James, 2010: 79 y ss). Se trató de grupos irregulares de personas agrupadas, con un fin específico y acotado, e incluso de individuos que encaraban acciones reivindicativas por cuenta propia. Según Ernesto Salas se trató de una resistencia cultural construida de manera compleja, que transmitió significados a través de una red de estructuras informales de organización y comunicación, formada por los comandos de la Resistencia, las comisiones de fábricas y las organizaciones juveniles, que contaban con espacios seguros como los barrios, los clubes, las fábricas, las casas, las cárceles, los estadios de fútbol, por mencionar algunos (Salas, 1994: 141 y ss).
El empleo de la noción de Resistencia Peronista es ambiguo en la historiografía dedicada al tema. Algunas investigaciones la acotan al período 1955-1958 (Balvi, 2007). Otras, la extienden hasta el año 1973, cuando se concretó lo que fue durante años el elemento aglutinante del peronismo: el reclamo por el regreso de Perón al país (Garulli et al., 2000). En este artículo, se asume la delimitación propuesta por Samuel Amaral, para quien dicha experiencia se prolongó hasta 1960, momento en el que los grupos de la Resistencia perdieron incidencia, muchos militantes se retiraron de la política y los sindicatos peronistas se integraron institucionalmente (Amaral, 1993: 80-81).
Diversos grupos armados surgidos en la década del setenta postularon una continuidad histórica con dichas experiencias. Tomar como un hecho historiográfico dicha autodefinición implicaría incluirlos dentro de una misma familia histórica y como parte de una misma experiencia militante. Si bien es cierto que existió una cantidad de actores que transmitieron la experiencia de la Resistencia Peronista a la joven generación del setenta, cabe señalar que resulta imprescindible un ejercicio de vigilancia epistemológica que permita distinguir la conceptualización «nativa» –esto es, aquella construida por los propios actores– de las posibles historizaciones y ejercicios interpretativos, y que distinga las generaciones políticas en juego. El presente artículo puede, en parte, contribuir a dicho ejercicio.1
El más importante de los comandos de la Resistencia Peronista fue el Comando Nacional Peronista, que aglutinó a diversos grupos en distintos puntos del país y cuyo líder fue John William Cooke (1919-1968). Cooke había sido diputado por el peronismo durante el gobierno de Perón y fue una figura central del proceso de transformación y radicalización del peronismo y de los planteos insurreccionales posteriores a 1955 (Goldar, 1958; Gillespie, 1989). Al partir al exilio, Perón lo designó como su delegado personal en el país, y mantuvo con él una correspondencia personal entre 1956 y 1966 que se volvió luego una pieza central en la construcción mitológica de la Resistencia.
Mito, leyenda, folklore. Son los términos que alternativamente utilizan los especialistas para dar cuenta de la existencia de representaciones sobre la Resistencia Peronista que fueron transmitidas a las generaciones posteriores y que proveyeron conceptualizaciones nuevas respecto de los actores políticos, un panteón de héroes y un universo de acontecimientos emblemáticos mediante los cuales encadenar un relato coherente sobre la lucha peronista, sus métodos, sus motivos y sus mártires, luego de 1955. Tres son los episodios más insistentemente evocados.2
En primer lugar, los fusilamientos ocurridos en junio de 1956, tras una fallida sublevación contra el gobierno de la Revolución Libertadora, liderada por Juan José Valle. El escritor Rodolfo Walsh (quien una década y media después se sumará a la organización Montoneros) realizó un aporte que resultó fundamental en la construcción de una memoria sobre esos episodios, con su obra Operación Masacre, un proceso que no ha sido clausurado, en donde se narraban los fusilamientos a partir del testimonio de algunos sobrevivientes, inaugurando así una perdurable tradición narrativa que basa su legitimidad en la mirada del testigo (Walsh, 2011; Ferro, 2013). Allí se denunciaba la ilegalidad de la metodología represiva, colaborando, en términos de Germán Gil, con la construcción de «una percepción del andamiaje represivo» (Gil, 1989: 97-98). Aunque Valle fue progresivamente enaltecido como un líder y un mártir, el levantamiento no contó con el beneplácito de Perón ni fue realizado en su nombre (Lanusse, 2009: 49-59). Un año después tuvo lugar la primera marcha del silencio en homenaje a las víctimas de esos episodios. Esas conmemoraciones, señala Omar Acha, fueron «un importante ámbito de aprendizaje de valores, sentidos y afectos para los’recién llegados» (Acha, 2011: 24).
En segundo lugar, la toma por parte de 9.000 trabajadores del Frigorífico Lisandro de la Torre el 14 de enero de 1959, en oposición a la venta del mismo a la Corporación Argentina de Productores de Carne. La planta fue intervenida por las fuerzas de seguridad, lo que desencadenó una huelga general y un paro por tiempo indeterminado (Salas, 2006). Estos episodios colaboraron en la construcción de imágenes sobre el sistema represivo imperante y de arquetipos de lucha sindical de signo combativo.
En tercer lugar, la experiencia de la guerrilla rural Uturuncos a fines de 1959. Bajo la dirección de Manuel Mena y respondiendo al liderazgo de Cooke, entre octubre de 1959 y junio de 1960, se instaló un foco guerrillero en la provincia de Tucumán, al norte de la Argentina. La experiencia no prosperó y fue reprimida, pero sembró mojones para la construcción de un imaginario respecto de la lucha guerrillera (Salas, 2006a).
Según Ernesto Salas, desde el punto de vista de quienes sufrieron represión y exclusión, la llamada «primera Resistencia», o sea la que se desarrolló entre 1955 y 1960, dejó una huella que se transformó e integró en la tradición combativa de la década siguiente. Cuando en 1960 esas formas de Resistencia fueron desarticuladas «muchos de sus componentes simbólicos se transformaron en experiencia, tradición y memoria viva en los barrios obreros y en las fábricas, aunque luego ellas fueran diversamente interpretadas por las variadas coloraciones ideológicas del peronismo» (Salas, 2006a: 17).
La violencia antiperonista, emblematizada en los bombardeos a la Plaza de Mayo y en los fusilamientos de 1956, estimuló la emergencia de figuras como las de «víctima» y «testigo». Pero éstas se combinaron con arquetipos de militancia juvenil, sindical y guerrillera, produciendo un cúmulo de memorias, representaciones sobre el pasado, que fueron transmitidas y resignificadas por las generaciones siguientes.
Si bien las representaciones sobre la Resistencia se relacionan con acontecimientos históricos ocurridos en un tiempo y lugar determinados (sobre los que me explayé brevemente, para dar cuenta de los hechos), analizarlos en su condición de memoria implica atender, no tanto a los hechos, como a sus secuelas en la memoria. Como sostuvo Pierre Nora, la memoria se opone a la historia: mientras que la última es una reconstrucción, aunque siempre problemática, de los acontecimientos pasados, una representación construida mediante operaciones intelectuales, análisis y discursos; la memoria consiste en un fenómeno «vivo», encarnado en grupos, en evolución permanente, sujeta a la dinámica del recuerdo y el olvido. La memoria, para Nora, «es inconsciente de sus deformaciones sucesivas, vulnerable a todas las utilizaciones y manipulaciones, capaz de largas latencias y repentinas revitalizaciones», que «se nutre de recuerdos borrosos, empalmados, globales o flotantes, particulares o simbólicos» y por ello, «es siempre sospechosa para la historia» (Nora, 2008). De acuerdo a esta definición, la memoria social es susceptible de análisis e historización, y por ello, tiene estrechas afinidades estructurales con la noción de mito, en tanto, para su análisis, no importa la distancia entre sus contenidos y la realidad, como «la realidad de los contenidos» (Neiburg, 1998: 100). En este sentido, este artículo pone en juego una noción de mito apuntada a designar, precisamente, narraciones imaginarias sobre la naturaleza del peronismo, su origen y naturaleza, sus líderes y sus actores, construidas, transmitidas y resignificadas en contextos específicos, de los que son expresión.
La Resistencia Peronista re-editada: montoneros, brazo armado del pueblo
Montoneros no tuvo un pensamiento político único y estable. En cambio, esta organización construyó su cultura política abrevando de diversas tradiciones, que variaron su peso e importancia a lo largo de los años. Existe un conjunto de trabajos que analizaron de manera general a Montoneros y su derrotero (Lanusse, 2005; Gillespie, 2008). Otro grupo de investigaciones analizó las influencias del cristianismo «liberacionista» y sus ámbitos de militancia (Morello, 2003; Donatello, 2010; Campos, 2016). Y una serie de trabajos ya clásicos indagó en las relaciones entre Montoneros y el peronismo en coyunturas puntuales (Ollier, 1986; Sigal y Verón, 2008), aunque más recientemente se ha estudiado en profundidad la vinculación de esta organización con el peronismo durante todos los años de su existencia (cf. Otero, 2016). Algunas investigaciones han avanzado en el análisis de la experiencia montonera desde el punto de vista de la militancia (Salcedo, 2011; Lorenz, 2013). Además de existir una profusa producción testimonial o biográfica (Perdía, 1997; Aztiz, 2005; Amorín, 2006; Grassi, 2015). Finalmente, existe un conjunto, aunque aún incipiente, de trabajos que analizan las representaciones montoneras de diversas dimensiones de la militancia (Slipak, 2015). El trabajo de Irene Depetris Chauvin (2017) comparte los interrogantes del presente artículo, pero analiza las representaciones de la Resistencia exclusivamente en el diario Noticias (oficioso de Montoneros), y la centralidad de esas representaciones para redefinir la experiencia peronista en el imaginario montonero. Sin embargo, la autora limita su análisis, al afirmar que Montoneros no se refirió a los trabajadores y sus experiencias específicas de lucha, generalización que deriva del análisis de una sola publicación y que, como mostraré, no resulta del todo acertada, ya que también rememoraron hitos de lucha de los trabajadores, como la toma del Frigorífico Lisandro de la Torre.
En junio de 1970 Montoneros se dio a conocer a través de un espectacular y resonante acto: el secuestro y posterior asesinato de Pedro Eugenio Aramburu, líder del golpe de Estado que había derrocado a Perón. En su primer acto público, Montoneros apeló a la memoria del peronismo, fundamentalmente a las experiencias ocurridas a partir de 1955.3 Los jóvenes guerrilleros, que para el momento de derrocamiento de Perón era apenas unos niños, asociaron de manera directa su surgimiento con la Resistencia Peronista, entendiendo que la organización venía a formar parte y a coronar un largo proceso histórico de lucha popular. Evocando el levantamiento de 1956 y los fusilamientos posteriores, Juan José Valle fue el nombre elegido para bautizar al comando a cargo del operativo. En su comunicado N° 1 Montoneros convocó «a llevar adelante una Resistencia armada contra el gobierno gorila [expresión popular que significa «antiperonista», R.O.] y oligarca, siguiendo el ejemplo heroico del general Valle y todos aquellos que brindaron generosamente su vida por una Patria Libre, Justa y Soberana». En el comunicado N° 3, la organización hizo saber que en el juicio revolucionario al que había sido sometido, Aramburu se había reconocido responsable de la legalización de «la matanza de veintisiete argentinos sin juicio previo y causa justificada», de haber encabezado la represión del «movimiento político mayoritario representativo del pueblo argentino», de haber difamado el nombre «de los legítimos dirigentes populares en general y especialmente de nuestro líder Juan Perón y de nuestros compañeros Eva Perón y Juan José Valle». De esta manera, Valle fue enaltecido como un líder político peronista y equiparado a quien sería un importante referente simbólico de los Montoneros, Eva (cf. Otero, 2015). Asimismo, su propio accionar fue presentado como una reedición de la Resistencia, referencia que se repitió en su comunicado N° 4, en el que llamaron a la Resistencia armada y a la unión de los argentinos «en torno a las banderas intransigentes de la Resistencia buscando prepararse, organizarse, armarse». En su comunicado N° 5, insistieron en la noción de Resistencia al afirmar «Los Montoneros exhortamos al pueblo argentino a unirse a la Resistencia armada contra el régimen» (ver los cuatro comunicados en Baschetti, 2004a: 49-52).
Esa fórmula se reprodujo en numerosos comunicados, como el que anunció la toma de la ciudad cordobesa de La Calera por parte de los Montoneros: «El pueblo debe unirse, sin partidismo sectarios, en torno a las banderas intransigentes de la resistencia, buscando preparase, organizarse, armarse» (Cristianismo y Revolución, Nº 25, 1970: 58). Poco después, al dar noticia de las muertes de Fernando Abal Medina y Gustavo Ramus en el enfrentamiento en el bar La Rueda de William Morris, los Montoneros afirmaron: «no es hora de llorar sino de retomar las armas de los caídos, para continuar la Resistencia Armada junto a las organizaciones hermanas por el retorno de Perón» (en Baschetti, 1995: 86).
Montoneros también propuso una teleología histórica nacional en la cual la Resistencia Peronista tenía un lugar central. En la dicotomía entre la oligarquía y el pueblo se jugaba el motor fundamental de la historia, que en 1945 con el ascenso de Perón había encontrado una síntesis superior, al encontrarse los hijos del país con los hijos de los inmigrantes para compartir el poder por primera vez a través de «quien sigue siendo su líder, el Cnel. Perón». Sin embargo, Montoneros entendía que este proceso liberador se había interrumpido en 1955 porque ese poder era compartido con los enemigos del pueblo y con los traidores. Pero «esa contrarrevolución depuró nuestras filas quedando el Movimiento constituido casi exclusivamente por las fuerzas populares». En este documento, la organización delineó también una trayectoria histórica de lucha popular, iniciada en 1956 cuando,
El pueblo respondió con sus rudimentarias bombas caseras a la metralla gorila. Ese año fue asesinado junto con sus compañeros militares y civiles el Gral. J. J. Valle, el último general muerto por la causa popular. Tres años más tarde, en la época del plan CONINTES [el plan represivo de Frondizi, R.O] una juventud ya fogueada y cuadros sindicales combativos realizaron operaciones más perfeccionadas: asaltos a canteras, fábricas de armas, atentados, expropiaciones económicas, hechos individuales acompañados de movilizaciones colectivas como la huelga del Frigorífico Lisandro de la Torre en enero de 1959. (.) También habían incorporado su nombre a la historia popular los Uturuncos, al llevar la Resistencia armada a las zonas rurales (Cristianismo y Revolución, N° 26, 1970: 11-14).
En esta trayectoria histórica Montoneros dio cuenta de los métodos y actores principales de lo que se consideraba como el peronismo resistente, y enumeró también una serie de hitos como parte de la evolución de las corrientes revolucionarias, llegando a justificar su propia emergencia como grupo como parte de dicha evolución histórica. En abril de 1971 el Nº 28 de la revista Cristianismo y Revolución difundió el «Reportaje a la guerrilla argentina», una serie de entrevistas a las organizaciones Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), Fuerzas Armadas de Liberación (FAL) y Montoneros, publicadas originalmente en el periódico cubano Granma. Allí se reproducía la caracterización montonera de la Resistencia como un antecedente histórico de su propia existencia a la vez que se llamaba a protagonizar una resistencia armada: «Somos una unión de hombres y mujeres argentinos y peronistas, que nos sentimos parte de la última síntesis de un proceso histórico» que «en estos últimos quince años se ha expresado en la Resistencia, la revolución del 56, los Uturuncos» y que «nos organizamos para llevar adelante una guerra larga de resistencia armada contra el régimen gorila» (Cristianismo y Revolución, N° 28, 1970: 73).
En su «línea político militar» de 1971, Montoneros volvió a reseñar una historia de la Resistencia Peronista para dar cuenta de su propia concepción política, resaltando los mismos hitos que el año anterior: habían existido dos etapas, una entre 1955-1958, en la que destacaba la lucha inmediatista de la clase trabajadora en los sindicatos clandestinos, el levantamiento de Valle, las grandes huelgas como la de Lisandro de la Torre, los atentados explosivos del Comando de Operaciones de la Resistencia y la guerrilla rural Uturuncos. En esta etapa, sostenían, la lucha había sido semi-clandestina por causa de «la brutal represión desatada contra el Movimiento», y se había dado una toma de conciencia de «la imposibilidad de lograr la liberación manteniendo las estructuras capitalistas». Y otra, entre 1958 y 1963, «Segunda etapa de la Resistencia-Integración», etapa en la cual comenzaron las diferencias ideológicas en el movimiento y la lucha interna (Baschetti, 2004b: 253). De esta forma, la épica de la Resistencia fue conjugada con la postura anti-capitalista adoptada por la organización.
En junio de este año Montoneros lanzó una «Carta Abierta a los Compañeros de la Juventud en el día de los fusilamientos». Allí se calificaba de «gesta» el levantamiento de liderado por Valle en 1956 y como «una de las primeras expresiones de la lucha del pueblo peronista por la reconquista del poder». Asimismo, los fusilamientos fueron catalogados como la continuación del bombardeo de junio y de la «contrarrevolución» del 16 de septiembre de 1955 en la que se derrocó a Perón, como una evidencia de la ofensiva «oligárquico imperialista» contra el país, y como un intento de atemorizar y evitar «que el Pueblo peronista retomara el poder para devolver a su tierra al líder y liquidar toda posibilidad de que algún sector de las Fuerzas Armadas fuera leal a su Patria y a Perón». También, la recuperación de estos hitos sirivó para denunciar los excesos represivos del presente: «Hoy, son el remate a mansalva de combatientes, heridos o desarmados, que ya no ofrecen Resistencia y la tortura alcanza grados nunca vistos en la historia de nuestra Patria». Finalmente, en este panfleto se denunciaba la existencia de «Fuerzas Armadas de ocupación» y se anunciaba la conformación de un Ejército Peronista en el que Montoneros era calificado como «la primera línea de combate» junto con otras organizaciones guerrilleras de la época como las Fuerzas Armadas Revolucionarias y las Fuerzas Armadas Peronistas (FAR y FAP), que «impulsan el desarrollo organizativo de la base peronista y encuadran las diferentes formas de lucha que se da el pueblo, porque en definitiva ahí radica la clave de la Guerra Revolucionaria y le otorga proyección histórica».4
La memoria de la resistencia y las narrativas gloriosas
A principios de la década del setenta, las memorias de la Resistencia entraron en un ciclo «caliente». En 1971 la revista Nuevo Hombre publicó un artículo de un militante histórico del peronismo, Dardo Cabo, ilustrativo de la apropiación que de la Resistencia Peronista hizo la izquierda peronista y Montoneros en particular. Allí, se calificaban los acontecimientos de violencia en torno al derrocamiento de Perón en el año 1955 como «una de las epopeyas más importantes del pueblo argentino en su lucha por la liberación», una «guerra cruel» contra un «enemigo frío y poderoso» (.) «Tan soberbio como imbécil: cometió el error de subestimar el valor y la potencia que otorga la lucha por un ideal, y la piedra se los volvió alud». Según Cabo, «muchos hombres y mujeres pagaron con persecución, cárcel y muerte» su empeño por defender las banderas levantadas por Perón desde 1945 (cit. en Melón Pirro, 2009: 247). Este relato articulaba un imaginario en el cual el asesinato político era denunciado, pero considerado como una guerra y enaltecido como muerte heroica.
En 1972 el director Jorge Cedrón realizó la película Operación Masacre, basada en el libro de Rodolfo Walsh. Según el investigador Julio César Melón Pirro, esa película realizó una contribución central en la construcción del mito de la Resistencia y emblematiza la resignificación de la que fue objeto dicha experiencia. Para el autor, la película fue un momento clave en la disputa por los símbolos al interior del peronismo, y «sin proponer una colisión, establece un relato fundacional para un peronismo que no parece nacer en 1945», sino «de la aciaga represión que sobrevino una década después» (Melón Pirro, 2009: 249-250). La película se exhibió en distintos festivales en el exterior como los de Pésaro, Mannheim y Mérida y se proyectó en forma clandestina en el país. Además, fue distribuida en barrios, villas y colegios a principios de 1973. Luego, sufrió algunas modificaciones y las referencias a la violencia armada fueron eliminadas antes de ser estrenada en circuitos comerciales, debido a que en el nuevo contexto de transición política dichas alusiones resultaban inapropiadas y contrarias a la democracia. Se estima que en seis meses fue vista por doscientos cincuenta mil espectadores (Busto, Cadus y Cossatler, 2011). Ese mismo año se publicó la cuarta reedición del libro Operación Masacre. En su prólogo, Walsh se refirió a una «matanza» y a su preocupación por la justicia, el castigo a los culpables y la reparación moral y material de las víctimas. Además, asoció el asesinato de Aramburu a manos de Montoneros con los actos de violencia cometidos en 1955 y de los cuales aquel era responsable (Walsh, 2011: 173-174, 178). El autor insistía en la necesidad de que se hiciera justicia sobre esos hechos, y al mismo tiempo, legitimaba la justicia popular impartida por Montoneros.
En julio de 1973 la editorial Peña Lillo publicó la primera edición de Crónicas de la Resistencia del periodista y militante santafecino Juan Vigo, que acercó a las nuevas generaciones un relato en primera persona sobre la acción de los primeros grupos de la Resistencia dieciocho años atrás. Vigo se refería así los bombardeos a la Plaza de Mayo:
Formaban legión los que ignoraban la magnitud del bombardeo que habían llevado a cabo el 16 de junio los que se autodenominaban gorilas, contra el pueblo congregado en los alrededores de la Casa Rosada y la Confederación General del Trabajo. Las calles habían quedado cubiertas de muertos y heridos producidos por las bombas arrojadas contra la multitud desprevenida, mientras los aviones de caza la asesinaban con sus ametralladoras. Fue una acción atroz, sin precedentes en el mundo, en la que se mató impunemente, fríamente, a compatriotas indefensos, en su mayoría familias, que se habían congregado para asistir a una fiesta de la aviación militar y saludar las «alas de la Patria». Por razones desconocidas e injustificadas, la propia prensa adicta no marcó a fuego, como debió hacerlo, a tan feroces terroristas. Incluso se prohibió la publicación de fotografías del bombardeo, que expresaban la magnitud del horrendo crimen. Tal actitud impidió que se conociese el genocidio del 16 de junio (Vigo, 1973: 16-17; destacado en el original).
Juan Vigo había sido un moderado simpatizante del peronismo en la provincia Santa Fe durante los años de gobierno de Perón. Tras el golpe de Estado, sin embargo, encabezó el Comando Juan Perón y protagonizó algunos de los hechos más destacados de la Resistencia Peronista. En esta crónica, cuya legitimidad radicaba en su condición de testigo directo, calificó a los bombardeos como un genocidio, aún cuando no habían sido perpetrados por el Estado, sino por una porción del Ejército sublevada en contra del gobierno. Se proponía una idea de muerte heroica, lo que se enmarcaba en el régimen de memoria vigente, centrada en un imaginario de la revolución y la guerra, que resaltaba la gloria de los combates (Vezzetti, 2002: 28).
Más adelante, Vigo se refirió al surgimiento de la Resistencia una vez derrocado Perón, afirmando que las masas no se habían detenido a esperar órdenes de nadie y que desde el primer día del derrocamiento «el pueblo presentó batalla», reeditando viejas páginas de las montoneras criollas del siglo XIX que lucharon junto a los caudillos del interior en las guerras civiles argentinas, y de las luchas de los trabajadores argentinos delo siglo XX. La acción de las masas constituía un «conmovedor ejemplo de patriotismo», la «abnegación y el sentimiento nacionalista que existe en lo más profundo del pueblo» y que aflora en las grandes crisis. Para Vigo, estas masas habían sido,
una especie de movimiento guerrillero que desplegaba la más increíble actividad, sin esperar órdenes que no llegaban, sin detenerse a implorar y ni siquiera buscar a dirigentes que instintivamente repudió, se lanzaba a la lucha con los medios que tenía a su alcance y en la forma que Dios le daba a entender, con el único fin de causar el mayor estrago al enemigo. Era como si se hubiera desatado una guerra nacional contra un invasor, pero en las que el pueblo no tuviera armas. Costó aproximarse a estos grupos, porque desconfiaban de los ex dirigentes. Pero cuando estos grupos, que estaban integrados por personas profundamente honestas, comprobaron que nosotros también éramos honestos y que estábamos en condiciones de aportarles conocimientos en materia de organización que ellos no tenían, aceptaban nuestra dirección, máxime cuando nunca retaceamos la incorporación a la misma de los más capaces (Vigo, 1973: 47).
Términos como movimiento guerrillero y guerra nacional contra un invasor remitían, en realidad, al contexto político vigente al momento de publicar el libro, y pueden ser entendidos como un esfuerzo simbólico por emparentar la experiencia de la Resistencia con la de los grupos armados peronistas de la década del setenta, aunque según Vigo, el propósito de su libro era dejar testimonio de los hechos en los que había actuado.
El 25 de mayo de 1973 Cámpora asumió la presidencia. Un día antes, el escritor y militante Francisco «Paco» Urondo, preso político en la cárcel de Devoto de la Capital Federal desde el 22 de febrero, gravó una conversación con María Antonia Berger, Miguel Camps y Ricardo René Haidar, sobrevivientes de la llamada «Masacre de Trelew». Ésta, había tenido lugar el 22 de agosto de 1972 en la base Almirante Zar en el sur del país, cuando fueron fusilados diecinueve militantes guerrilleros tras un frustrado intento de fuga del penal de Rawson en la provincia de Chubut, organizado conjuntamente por militantes de distintas organizaciones armadas. Los episodios causaron profunda conmoción social, habida cuenta de que las víctimas, luego de ser apresadas, habían pedido garantías en una conferencia de prensa de la cual se había hecho eco todo el país (cf. Petralito y Alderete, 2007). Las entrevistas fueron publicadas en forma de libro en el transcurso de 1973 bajo el título de La Patria fusilada por la editorial Crisis de Buenos Aires.
A lo largo de ese libro pueden leerse los testimonios de los sobrevivientes, que narraron con profusión de detalles los vejámenes y las torturas de las que fueron víctimas; así como también las intervenciones de Urondo. El poeta y militante enlazó los fusilamientos de agosto de 1972 con el pasado reciente al afirmar que «la masacre» se «encuadraba dentro de una política de exterminio concreto y de intimidación a través del asesinato, que produce el régimen tranquilamente» desde el 16 de junio de 1955; e identificó a los simpatizantes de la guerrilla con el conjunto del pueblo al sostener que «hoy, en Villa Devoto, en las vísperas de que asuma el gobierno popular, están esperando que venga todo el pueblo, concretamente, a sacarlos» (Urondo, 2010: 90-96). Si bien el relato enfatizaba en los vejámenes sufridos por las víctimas de la represión, su muerte era presentada como una muerte heroica, reproduciendo los marcos de sentido de las narrativas gloriosas.
En el marco del impacto que los fusilamientos de Trelew habían causado, el 9 de junio de 1973 se realizó un acto en homenaje conjunto por los fusilamientos de 1956 y los de agosto de 1972 en el cruce de las calles Las Heras y Salguero en la Capital Federal. La revista El Descamisado, órgano de prensa de Montoneros, se hizo eco de este acto y publicó a modo de homenaje una entrevista conjunta a Julio Troxler, sobreviviente de los fusilamientos de 1956, y a Miguel Lizaso, quien contando con diecisiete años había sido apresado en 1957 en la primera Marcha del Silencio por el primer aniversario de los fusilamientos. Tanto en el acto como en la entrevista que publicó esta revista, se perciben esfuerzos por relacionar los fusilamientos del’56 con los del’72 y por considerar el intento fallido de Valle como el punto de partida del proceso revolucionario que encontraba su máxima expresión en el surgimiento de las organizaciones armadas en 1970. Para la revista se trataba del «relato de 2 generaciones de un mismo y largo proceso de liberación». Troxler caracterizaba el levantamiento del 9 de junio como «la primer tentativa del pueblo de obtener un gobierno popular» y por definir «las características del enemigo» al cual el pueblo se debía enfrentar. También, sostuvo que ese fracaso de la Resistencia había enseñado la guerra popular prolongada al tiempo que nuevas formas de organización y lucha que,
culminan luego del pasaje por la mencionada Resistencia en la formación de los grupos conocidos como formaciones especiales [expresión con la cual Perón designaba a las guerrillas peronistas, R.O]. Y es así, con la participación directa del pueblo, que el régimen finalmente decide claudicar y posibilita las elecciones que conducen a la toma del gobierno el 25 de mayo de 1973 (El Descamisado, Nº 4, 1973: 9-10).
En este caso, los dieciocho años de lucha eran resumidos en una síntesis que abarcaba la primera Resistencia y la emergencia de las guerrillas peronistas sin mediación alguna. Lisazo desarrollaba la idea afirmando que los métodos utilizados por la dictadura en 1956, así como «otras experiencias con los saldos de torturados, desaparecidos o muertos que conocemos, fueron creando nuevas formas organizativas clandestinas, celulares, a su máxima expresión, como son las Organizaciones Armadas en el año 1970». Para este militante, lo importante era «no olvidar que cada vez que el sistema comprueba que se le van las cosas de la mano, vuelve al viejo método de dar un escarmiento de sangre. Es allí, que Trelew toma una dimensión histórica de definiciones» (El Descamisado, Nº 4, 1973: 9-10).
Días después, la revista Militancia Peronista para la Liberación Nacional –ideológicamente perteneciente, también, al espectro de la izquierda peronista– publicó un artículo escrito en primera persona titulado «Testimonio de la Resistencia Peronista», del «compañero Fermín», miembro de un comando de la Resistencia llamado L113 de la localidad de Quilmes, provincia de Buenos Aires. Según los editores, el testimonio cobraba especial significancia «porque allí habla la experiencia de un Pueblo que está acostumbrado a la derrota momentánea, al desaliento de la coyuntura. Pero que está preparado para la guerra popular». Sobre la Resistencia, Fermín afirmó que desde el primer momento pusieron «caños» (bombas caseras), pero que no estaban acostumbrados a esa lucha: «los muchachos de ahora están organizados, son cráneos, usan la metralleta, los autos, las operaciones comando». En cambio ellos,
cuantimás un treinta y ocho corto y rajar a pata. Si hasta había veces que salíamos con cachiporras nada más. Nosotros hicimos la guerrilla urbana. Es la misma que ahora existe. Pero la nuestra sin elementos. Ahora dicen que cada casa peronista es un fortín montonero. Entonces, no era tan fácil (Militancia Peronista para la Liberación Nacional, Nº 3, 1973: 29-31).
De esta forma, este testimonio vinculaba a la Resistencia con las organizaciones armadas de los años setenta, entendiendo a estas como producto de una evolución y perfeccionamiento. Respecto del intento de los Uturuncos de instalar la guerrilla en el monte, Fermín hizo una comparación similar:
Muchos Uturuncos salieron de acá de Quilmes. Y la gente decía que volvían otra vez los salteadores de caminos, los asaltantes. La gente no los apoyaba porque no los conocía. La lucha fue mentalizando al pueblo. Creando la Resistencia civil (.) el fruto de este itinerario es esto que estamos viendo. Yo te digo que estamos a un paso de tomar el poder (Militancia Peronista para la Liberación Nacional, Nº 3, 1973: 29-31).
En este relato se combinaba el arquetipo del héroe rebelde y forajido con la preocupación presente por la toma del poder, que ya había sido lograda gracias a la victoria de Cámpora.
Como muestran las evocaciones señaladas en este apartado, la reivindicación en clave heroica de la Resistencia se conjugó con la denuncia de la violencia estatal y el señalamiento de las víctimas. Sin embargo, la combinación de héroes y víctimas sirvió en este contexto para producir imágenes sobre la gloria de las luchas.
En la primera disidencia interna que la organización Montoneros conoció, en julio de 1972, impulsada por la llamada Columna Sabino Navarro, se planteó una abierta objeción al culto que la organización había hecho de la Resistencia Peronista en sus orígenes, en un documento que circuló entre la militancia. Allí se reconocía la «larga y heroica Resistencia Peronista», aclarándose que se la tomaba «como proceso o sea conteniendo la Resistencia propiamente dicha» y resaltando que en ella se había materializado el nivel de conciencia y politización que había alcanzado la clase trabajadora y el pueblo. Para el grupo de militantes que firmó el Documento Verde, esos hechos habían sido, precisamente, los que habían conducido a «la pequeña burguesía radicalizada, de donde proveníamos la mayoría de los que serían los militantes de los grupos originarios [de Montoneros, R.O.]» a «entender que la antinomia peronismo-antiperonismo era la expresión de algo muy profundo». Sin embargo, aclaraban:
Independientemente de su innegable valor para la clase trabajadora, su evaluación por parte de la pequeña burguesía radicalizada no se basaba en un análisis profundo. Más bien, tendía a una «idealización abstracta» del Movimiento Peronista, que ocultaba la problemática fundamental; o sea, las contradicciones de clases en el seno del mismo, aunque (en muchos casos) se visualizaran y señalaran traidores. (.) A pesar de entrever su carácter espontaneísta como déficit, en la práctica política y, fundamentalmente en la batalla (ideológica) con la «izquierda teórica y purista», lo convertíamos precisamente, en un culto a ese espontaneísmo, como criterio contundente donde escondíamos un cierto desdén por lo teórico (Lucha Armada en la Argentina, Nº 6, 2006: 5).
De esa manera, a mediados de 1972 los militantes de la Columna Sabino Navarro reflexionaron críticamente sobre las concepciones montoneras de la Resistencia, al tiempo que afirmaron que la «idealización» a la que había sido sometida esta experiencia histórica era producto de las propias falencias teóricas de los primeros militantes montoneros y de su excesivo interés por designar a sus enemigos.
La lucha armada en debate: resistencia y vanguardismo
Las investigaciones sobre la izquierda peronista en general y los Montoneros en particular se han preocupado las más de las veces por mostrar la influencia que ejercieron distintos procesos emancipatorios de los años sesenta en las experiencias contestatarias de los setenta. Fundamentalmente, la Revolución Cubana. Según Daniel James se dio una «mitologización, simplificación e idealización» de la historia y la experiencia de la clase trabajadora en la que «figuras nacionales y movimientos políticos y sociales del pasado se convirtieron muchas veces en mitologías que sirven como símbolos» para racionalizar, justificar y dar una coherencia emocional a necesidades políticas presentes, como fue el caso del castrismo-guevarismo en la justificación de la elección por la lucha armada sin embargo, tal como lo muestra el análisis de la figura de Cooke «su campaña por el foquismo fue el producto mental directo de un militante aislado, sin contacto con la corriente central del movimiento obrero y sus luchas cotidianas» (James, 2010: 13). Según este autor, la teoría de la guerrilla atrajo a la militancia de fines de los años sesenta por tres razones: por el énfasis que puso en la victoria de la voluntad subjetiva sobre las condiciones objetivas; por la idea de que una elite entregada a la acción independiente pero en nombre de las masas «galvanizaría» su conflicto con las autoridades opresoras; y, también, porque aportó una solución convincente al problema de lo que había hecho mal la Resistencia y la militancia de los trabajadores peronistas, que no había bastado para abrir una brecha en 1955 y los años sucesivos. Según James, para los militantes de la izquierda peronista de los años setenta la respuesta fue que la Resistencia había carecido de disciplina y de una vanguardia armada:
Esta joven generación echó al olvido incluso la tentativa de Cooke por encontrar una explicación política e ideológica más profunda del fracaso de la Resistencia; en efecto, para estos jóvenes todo se redujo a un problema de potencia de fuego y voluntad de poder individual. Los resultados de esta herencia se tornaron trágicamente patentes en la Argentina posterior a 1973 (James, 2010: 32).
En 1988, mismo año en que se publicó por primera vez esta obra de James sobre la Resistencia, el historiador Germán Gil afirmó: «no era, entonces, el fluir de las experiencias latinoamericanas de lucha lo que motivaba principalmente el ideario montonero, sino el entronque temporal con la Resistencia y de ahí, con el primer peronismo» (Gil, 1989: 68). Es decir, que no solo se habría tratado, como bien percibe James, de utilizar mitos del pasado para justificar acciones presentes, sino, además, de una autoperceción en la cual su propia existencia era una consecuencia directa de aquellas experiencias. Más aún, una parte del mismo proceso histórico.
Ernesto Salas, quien ha analizado los debates sobre las vanguardias que tuvieron lugar en los primeros años de la década del setenta en el seno de los grupos guerrilleros peronistas, sostuvo que la autopercepción de estos grupos como una vanguardia política jugó un lugar central, pero junto con la evocación de la Resistencia Peronista. Para el autor, los conceptos más relevantes presentes en los primeros documentos de estas organizaciones se pueden sintetizar en cinco puntos:
a) las vanguardias surgen como resultado de las luchas del pueblo peronista, sostenidas desde el derrocamiento de Perón; ellas son hijas del pueblo y han sido posibles por la conciencia de los trabajadores; b) la lucha heroica de la Resistencia Peronista se ha caracterizado por su espontaneísmo, inorganicidad y economicismo de cortas miras, por lo que la vanguardia armada llega para superar esos defectos; c) los destacamentos armados peronistas serán la «vanguardia» en el momento en que confluyan en una sola organización, por lo que ningún grupo puede arrogarse en principio el rol exclusivo de la misma; d) el movimiento de masas que expresa en Argentina la vocación revolucionaria es el peronismo; y e) dado que la violencia revolucionaria es la forma de lucha que permite la toma del poder, la lucha armada se erige en condición necesaria para la realización misma de otras formas de lucha, permitiendo la orientación de todas ellas hacia objetivos políticos estratégicos (Salas, 2014: 64-65).
Es decir que la vanguardia era el producto de la voluntad revolucionaria del movimiento peronista y de una efectiva y real vocación por hacerse del poder del Estado y, en ese marco, la experiencia de la Resistencia era una fuente de legitimación de la lucha armada. Según Salas, entre las guerrillas peronistas –y a diferencia de las marxistas– se consideró que el movimiento peronista creaba las vanguardias y no a la inversa como enfatizaba la teoría del foco. Para este autor, en la tensión entre lo que las masas querían y la aplicación de una teoría revolucionaria a sus luchas para dirigirlas a la toma del poder se encontró el dilema de las vanguardias armadas. Pero, «al incorporar la cuestión de la identidad desde un análisis marxista, las guerrillas peronistas se integraban sin esfuerzo en una secuencia histórica, la de las luchas de los trabajadores peronistas, proponiéndose como su vanguardia» (Salas, 2014: 67). Precisamente por ello, tal como afirma este autor, el concepto mismo de vanguardia no tardó en entrar en colisión con el liderazgo de Perón.
Sigal y Verón también han puesto de relieve los importantes esfuerzos simbólicos que Montoneros realizó para presentarse como una consecuencia histórica del devenir del peronismo. Sin embargo, para estos autores la vocación vanguardista habría estado primero que la adopción de la identidad peronista, que habría respondido a un razonamiento político en el cual la posibilidad de movilizar la base obrera implicaba adoptar «la camiseta peronista». Este modo de razonar,
determinó un gran número de adhesiones al peronismo. No todas fueron «verdaderas» adhesiones, ya que la movilización de la juventud en torno al peronismo fue desde el comienzo una mezcla particular de creencia y de «mala fe» que, como veremos, dejó sus marcas en la economía discursiva de este grupo. Más que un razonamiento instrumental o táctico en el plano subjetivo –frecuente sin embargo– esta adhesión política constituyó en los hechos una respuesta al problema estructural que afrontaron numerosos movimientos políticos en América Latina durante los años sesenta y setenta: la distancia, difícil de anular, entre los grupos políticos de vanguardia y la base popular (Sigal y Verón, 2008: 146).
Así, según estos autores, habrían sido las clases medias, siempre propensas a hablar en nombre del pueblo, y la conmoción de la Revolución Cubana, lo que explicaría esta particular concepción de la vanguardia en Montoneros.
Los debates señalados resultan reveladores de los dilemas implicados en el estudio y análisis de la organización Montoneros y su inserción en el movimiento peronista. Algunos análisis afirman la identificación de Montoneros con el peronismo (y puntualmente los usos y resignificaciones de la memoria de la Resistencia) como parte del oportunismo y el cálculo político. Mientras que otros, entre los que se incluye el presente escrito, intentan poner en evidencia una dinámica de pertenencia y una modalidad de construcción de identidad en la cual la cual la apropiación y resignificación de memorias sobre experiencias pretéritas del peronismo, brindó un fundamento histórico a la propia experiencia armada. En este caso, a través de la recuperación de la Resistencia Peronista.
Reflexiones finales
En este artículo intenté poner de manifiesto los principales hitos y acontecimientos de la Resistencia Peronista y los emprendimientos de memoria que sobre ellos construyeron los Montoneros, lo que les brindó fundamento para la creación de un puente entre la generación del setenta y la llamada «generación del’55».
La descripción y el análisis de las representaciones y evocaciones de Montoneros sobre la Resistencia Peronista muestran que, si en los años setenta la discusión sobre el rol de la vanguardia fue sin dudas nodal, este complejo entramado de representaciones y mitos fue aquella materia sin la cual Montoneros no hubiera podido percibirse a sí mismo como un actor revolucionario del movimiento peronista. Vale decir: no solo se trató de una identidad que quisieron edificar para ofrecer a sus adherentes sino, fundamentalmente, para dar sentido a su propia existencia y a su lucha. Así, todas estas opciones se combinaron: los bombardeos a la Plaza de Mayo y las luchas de la Resistencia aportaron un nuevo punto de partida histórico en el que el peronismo había sido perseguido y reprimido, pero al mismo tiempo, había protagonizado gestas heroicas. Además, estas representaciones proporcionaron una justificación a la violencia popular y una fuente de indignación y rebeldía contra la violencia estatal. Las luchas de la Resistencia ofrecieron a los Montoneros un arquetipo heroico y romántico que permitió justificar la empatía con la opresión, la rebeldía juvenil contra la autoridad y la lucha por la realización de una legítima justicia popular que contrarrestara la violencia sistémica. En este sentido, la persistencia de una memoria sobre la violencia política, legitimada en el peso del «testigo», y transmitida por los vehículos y soportes mencionados, jugó un rol central. Es que el influjo de la historia pasada transmitida mediante libros, películas, cartas y testimonios, se combinó indefectiblemente con las vivencias presentes, en las cuales la violencia represiva era moneda corriente.
Al anunciarse a fines de 1972 la decisión de llamar a elecciones, Perón indicó a sus seguidores que dedicaran todos sus esfuerzos a la campaña electoral de Cámpora. Los jóvenes montoneros suspendieron sus actividades armadas para dedicarse a las actividades de superficie con sus organizaciones de base, cobrando un rol central en la victoria del peronismo en las elecciones. Sin embargo, dicha victoria, y posteriormente el regreso de Perón al país y su elección como presidente, significaron un dilema para Montoneros, que suspendió la lucha armada pero se resistió a desarmarse. Desde entonces, Perón se apoyó en los sindicatos y en los grupos de la derecha peronista, lo que condujo a Montoneros a un creciente aislamiento y a la ruptura pública con Perón en mayo de 1974.Tras la muerte del líder del peronismo y la asunción de su viuda y vicepresidenta, María Estela Martínez de Perón, y ante la emergencia de la violencia paraestatal contra los grupos y organizaciones de la izquierda, Montoneros volvió a la clandestinidad y anunció el inicio de una nueva Resistencia. Dos años después, tras el golpe de Estado de 1976 y la instalación de una nueva dictadura, la apelación a la noción de Resistencia jugó nuevamente un lugar central en la autodefinición montonera. En este artículo, he intentado mostrar el rol que jugó la memoria de la Resistencia Peronista en los orígenes de esta organización armada. Sin embargo, como experiencia histórica y, también, como noción estratégica, la apelación a la Resistencia tuvo en Montoneros una persistente vitalidad y a lo largo de toda su historia como grupo, en las distintas coyunturas políticas que atravezó, jugó un rol central. Esto sin embargo, deberá ser materia de futuras reflexiones.
NOTAS
1 Si bien el presente artículo se enfoca en las memorias sobre la Resistencia Peronista, cabe aclarar que en Montoneros existió una utilización ambigua del término, que refirió alternativamente a las experiencias de lucha del peronismo desde 1955 y, en forma genérica, a una estrategia de lucha, distinta de otras, como la guerra (cf. Otero, 2019a).
2 Existieron otros acontecimientos resonantes en la época, pero que sin embargo fueron desdeñados en la construcción de una memoria popular de la Resistencia, como el último gran acto de sabotaje sindical, el incendio de la planta Siam Di Tella tras cincuenta días de paro, el 18 de diciembre de 1956; la fuga del penal de Río Gallegos el 17 de marzo de 1957 de José Espejo, Héctor Cámpora, John William Cooke, Jorge Antonio y Guillermo Patricio Kelly, partidarios de Perón; y el levantamiento militar fracasado contra el presidente Frondizi en 1960, a cargo del general Miguel Ángel Iñiguez, jefe del llamado «Comando de Operaciones de la Resistencia» (Melón Pirro, 2009: 87 y ss).
3 Respecto a la relación entre Montoneros y la memoria del peronismo ver un análisis sistemático de la forma en que recuperaron y resignificaron sus principales símbolos, líderes y actores (el 17 de Octubre, Evita, Perón) y aquellos vinculados al derrotero del peronismo posterior a 1955 (como la Resistencia Peronista y el sindicalismo combativo) en Otero (2019b).
4 Documento disponible en [http://eltopoblindado.com/wp-content/uploads/2017/04/1972.-Carta-Abierta-de-Montoneros-y-Descamisados.pdf].
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Cuando FAP y montoneros decían esto, Perón caracterizaba como en declive a la dictadura militar desde principios del ’69, antes del Cordobazo.
Ya se habían acumulado muchas contradicciones dentro del régimen militar y no podían lidiar con las consecuencias económicas y sociales de sus propias políticas de gobierno.
Perón creía (con razón por los hechos posteriores) que era un régimen que estaba entrando en la decadencia.
Pocas veces se menciona (por no leer a Perón) que en los años 67 y 68 hubo muchas quejas por lo que consideraban «apatía» y falta de reacción en general de la sociedad argentina a pesar de la declinación económica de los asalariados, la represión y el cercenamiento de derechos.
Perón advirtió a principios de 1969 que eso podía cambiar en cualquier momento y que había que prepararse para tal eventualidad y aprovechar la circunstancia favorable.
La reconstrucción de la historia hay que hacerla en interioridad, metiéndose en la cabeza de Perón y cotejar su visión de la coyuntura y estructura con la de los demás.
Perón, a pesar de haber sido un profundo estudioso de las doctrinas militares y teóricos de la guerra, nunca fue dogmático, nunca superpuso dogma alguno sobre la realidad que evaluaba. Nunca se transformó en un «ideólogo».
Para cada situación y etapa siempre produjo sus propias hipótesis e ideas de cómo seguir. Y las trataba de transmitir, cuando estaba en el exilio, a sus interlocutores ocasionales o no que lo visitaban.
La de Perón era una mente especializada en desentrañar coyunturas, captar intenciones, detectar puntos ciegos del adversario, potenciar elementos tácticos propios.
Era una rara mezcla de tremendo realismo con imaginación, que, para el clima de época era muy difícil de digerir.