Durante gran parte del siglo XX, el sistema político argentino se organizó en torno a tres posiciones simbólicas frente al orden social: la conservación, asociada a la defensa del orden existente y de sus jerarquías; la reforma, como intervención correctiva que preserva lo esencial, pero modifica lo necesario; y la transformación, que implica la superación del orden mediante una ruptura estructural, sostenida en prácticas revolucionarias.
Estas posiciones funcionaban como lugares de enunciación en la disputa por el sentido del cambio. Conservar, reformar, revolucionar: antes que programas, eran zonas de posicionamiento desde las que se constituía la identidad y la dinámica de nuestra política.
En la última década las coordenadas de ese mapa se alteraron de manera significativa y la nueva derecha logró ocupar el lugar del cambio. El peronismo aparece replegado en una lógica defensiva y la izquierda mantiene su crítica estructural, pero sin sujeto político ni retórica de futuro.
La paradoja no está en lo que cada actor propone, sino en el lugar simbólico que ocupa en la escena. La disputa no es solo por tener las mejores ideas, sino por demarcar desde dónde se dicen.
Este desplazamiento responde a un cambio en las condiciones simbólicas y materiales. La nueva derecha no solo abandonó el lugar de la conservación: ocupó el espacio que históricamente pertenecía al peronismo —el de la reforma como promesa de movilidad—, y adoptó el tono insurgente propio de la izquierda.
Hoy construye poder desde la velocidad, la rebeldía y la capacidad de aparecer como única alternativa ante el agotamiento. Su eficacia política no radica tanto en la coherencia programática, como en su capacidad para moverse con agilidad, dramatismo y sentido de urgencia, apropiándose del vértice de la acción.
El peronismo, que representó el lugar de la reforma con justicia social, aparece más vinculado a la administración y defensa de un ciclo pasado que a la disputa por el futuro. Es posible, además, que cierto proceso vital de envejecimiento de su dirigencia lo empuje a conservar lo que tiene, más que a inventar lo que debe conquistar.
La izquierda, sostiene su acción y su narrativa en la crítica del sistema, pero no logra encarnar la transformación como proyecto de mayoría. Le falta sujeto histórico y, sobre todo, animarse a constituir una retórica que traduzca malestar en horizonte.
Es cierto que también hay una tensión de temporalidades que atraviesa el campo político: el tiempo del gobierno, que administra; el del mercado, que acelera; el de la tecnología, que avanza sin pausa; y el de la ciudadanía, que demanda respuestas inmediatas.
La política, en medio de estas velocidades dispares, enfrenta el desafío de representar en simultáneo el presente, la urgencia y el porvenir. Las condiciones en las que se articulan esas temporalidades no son menores y contribuyen a que el lugar del cambio quede en manos de quien mejor se adapte a la inmediatez, en desmedro de quien piense a mediano o largo plazo.
Pero, en definitiva, lo que está en crisis -antes que las ideas o su dinámica- es la arquitectura simbólica de la transformación. Y en ese vacío, todo proyecto que se proponga representar el cambio sin renunciar al conflicto, a la justicia o al futuro, tendrá que repensar las condiciones para habitarlo.
Manuel Zunino
Sociólogo y director de Proyección Consultores