¿Qué nos revelan las plataformas musicales sobre una época, y cómo a la vez se reorganiza nuestra percepción? La pregunta puede sonar desconcertante o trivial en un punto: las plataformas se han adherido a la vida de millones y millones de personas que naturalizaron su funcionamiento y su portabilidad. Pero si tomamos de los escritos hindúes sagrados la expresión sruti (audición, oído), que simboliza la revelación suprema, entonces el interrogante puede llevarnos hacia una zona profana y reflexiva. Dicho de otra manera: qué nos revelan estas aplicaciones sobre una época y cómo a la vez se reorganiza nuestra percepción.
Una palabra clave organiza el debate: «streaming». Esta modalidad de transmisión en directo supera ampliamente a las ventas de descargas digitales o grabaciones físicas: cuatro billones de transmisiones en 2023, 34% más respecto del año precedente, según el informe de Luminate, el sitio de análisis sobre tendencias, comportamientos y perspectivas del cine, la televisión y la música1. Una curiosidad al respecto: Taylor Swift fue una de las impulsoras del crecimiento, una de cada 78 intervenciones de los usuarios fue detrás de ella. La música ha dejado en gran medida de ser descargada para ser recibida una vez abierto el grifo de la abundancia: música alquilada que ofrece a los titulares de los derechos una fuente de ingresos estable y previsible que, de otra manera, habrían perdido. «Streaming» remite en su analogía con lo fluido a la liquidez de un nuevo pacto de escucha. La palabra que trajo consigo las imágenes de un oleaje y lo que se mueve transmite como un torrente y se impuso en el habla corriente. A la vez, en un pliegue más oculto del lenguaje sobre las tecnologías del entretenimiento, la inmediatez y la dispersión, es posible advertir otra serie de entrelazamientos y mediaciones. Eric Drott nos recuerda en Streaming Music, Streaming Capital [Streaming de música, streaming de capital] que «streaming» y «flujo» no son solo conceptos mediáticos, sino también económicos. No se trata simplemente de una instancia de distribución de música: «Es también, y de forma más significativa, una tecnología de redistribución de la riqueza», que ha permitido «que el valor se desvíe de los músicos a los monopolistas tecnológicos, por un lado, y a los monopolistas de los derechos de autor, por otro». El streaming es, por lo tanto, el nuevo régimen socioeconómico constituido por el capitalismo en su actual fase de desarrollo2.
Si aceptamos esa conclusión, y la aceptamos porque en el libro está cabalmente demostrada, se nos abre otra perspectiva analítica. Spotify, Pandora, Tidal, Deezer y Apple son mucho más que la instancia en la cual un dedo se desliza sobre la superficie táctil del teléfono, o una mano, mediada por el ratón en su papel de interfaz, elige el soundtrack del momento. Lo que se presenta y publicita como un servicio a toda hora y en todo lugar es más que una manera de experimentar la música. Se trata de un universo de datos, metadatos y propiedad intelectual, una ingeniería extractiva de información, una maquinaria algorítmica de la sugerencia, un estudio de los comportamientos de los usuarios: su vigilancia cantábile. Esa multiplicidad de rasgos, dice Drott, «conspira para hacer que lo que en última instancia es un cambio en la condición política y económica de la música parezca otra cosa, como si fuera un cambio en su ser impuesto por un nuevo sistema tecnológico»3.
La música de y en las plataformas acompaña una vida social sujeta a la semiotización financiera. Una música que necesitaba ser salvada de las fuerzas que amenazaban su existencia (la piratería y el intercambio de archivos digitalizados), y Spotify fue el principal agente de la salvación. El lanzamiento de esta plataforma coincidió con un colapso financiero global: ocurrió solo semanas después de la quiebra de Lehman Brothers.
La música grabada siempre alojó en su interior problemas que se silencian en el mismo acto de usufructo: demasiados decibeles para desviar la atención hacia el costo ambiental de los soportes, de la laca al vinilo, pasando por el disco compacto o cd y ahora el streaming. Habría que hablar sobre su acople a las lógicas de un capitalismo cada vez más dominado por la especulación financiera, en el que la inversión de riesgo y la adquisición a escala de derechos de autor terminan por constituir algo más que un artefacto destinado a las ganancias: un edificio ideológico.
Para expresarlo de otra manera: las plataformas no habrían sido posibles sin lo que conocemos como revolución digital. Pero otro factor sentó las bases para su predominio: lo que Luc Boltanski y Arnaud Esquerre definen como «economía del enriquecimiento», y que no es otra cosa que un estadio de la economía que ya no gira alrededor de la producción en serie de bienes. La mercancía ha dejado de ser la forma de organización específica del modo de producción industrial. La creación de riqueza se ha alterado profundamente. Boltanski y Esquerre ponen el acento en el mundo de las artes visuales, el comercio de antigüedades, la creación de fundaciones y museos, la industria de artículos de lujo, el desarrollo del patrimonio y el turismo. La música es abordada por ellos de manera muy lateral. Sin embargo, la metodología que utilizan contribuye para comprender el funcionamiento de las plataformas. Al momento de editarse su libro, Spotify todavía no había entrado a cotizar en la bolsa y comenzado a imbricarse con la tendencia advertida por los autores en lo que respecta a la existencia de una economía que explota el novedoso recurso del pasado y la optimización de «cosas que ya están ahí»4.
Trataremos de desglosar estas ideas y encontrar antecedentes que pueden parecer insólitos para quienes se conectan a diario con su repertorio online. Puede parecer arbitrario o desconcertante remitirnos a dos situaciones en el pasado de Nueva York para hablar sobre un rasgo de Spotify, Tidal y Apple. Sin embargo, en Theodor Adorno y David Bowie, tan separados culturalmente y a la vez cercanos en sus comentarios e intuiciones, encontraremos un camino de llegada al problema.
Lo que sale por el grifo
Theodor Adorno se instala en Manhattan en 1938. Su exilio estará marcado por el extrañamiento y el desapego. Detecta en Estados Unidos el paroxismo de la fetichización. «La música, con todos los atributos de lo Estético y de lo Sublime que le son otorgados generosamente, está en América esencialmente al servicio de los anuncios de las mercancías que han de adquirirse para poder oír música». Hasta la música «seria» era devorada por el intercambio. Otra experiencia le desagrada profundamente. Recuerda Stefan Müller-Doohm en Adorno: A Biography [Adorno: una biografía] que el ensayista alemán afirmaba que el color tonal de la música se veía alterado por la transmisión radiofónica. Se creaba «un sonido artificial que contrastaba con el timbre natural de la música en una sala de conciertos»5. Se perdían las cualidades de una obra sinfónica a punto tal de degenerar en «una especie de pieza de museo». Y algo más: el ruido constante de fondo de las transmisiones adelgazaba aún más la profundidad y el aura de la obra. Desde que la música de la radio llega a las casas como si fuera un servicio público, se convierte en algo accesorio y se reduce a una especie de entretenimiento de fondo. Los bienes culturales se reducen así a objetos domésticos sin especial significación. Como el oyente no tiene voz ni voto en la elección de la música que se emite en su casa, apagar la radio es el último placer narcisista del que dispone el impotente receptor. Y algo aún peor:
es muy probable que el significado de una sinfonía de Beethoven escuchada mientras el oyente pasea o está tumbado en la cama difiera de su efecto en una sala de conciertos donde la gente se sienta como si estuviera en una iglesia. ¿Escuchan la música de la radio sentados, de pie, caminando o tumbados en la cama? ¿La escuchan antes, durante o después de las comidas?
Si la música se estaba convirtiendo en «una especie de función cotidiana, entonces sin duda estará muy estrechamente asociada con las comidas»6.
Más allá de su pesimismo elitista, Adorno nos deja tres conceptos que como en una carrera de relevos acompañarán este texto: servicio público, mercancía y función cotidiana. Aparecerán otros a su debido tiempo.
El 9 de junio de 2002, The New York Times entrevistó a David Bowie por la edición de Heathen, el primer álbum publicado por Iso, su propia discográfica asociada con Sony. «Todo ha cambiado / Porque en verdad, es el principio de nada / Y nada ha cambiado, todo ha cambiado», canta Bowie en «Sunday». ¿Qué era lo que permanecía y se modificaba a la vez? La revolución digital había transformado las prácticas y las relaciones. Bowie desconfiaba de la fortaleza de la industria musical, en medio de la creciente piratería y de la difusión de programas que compartían archivos, como Napster. «No creo que los sistemas de distribución vayan a funcionar de la misma manera». Y añadía de manera profética: «la música será como el agua corriente o la electricidad»7. Habría que adaptarse a las transformaciones. La capacidad anticipatoria de Bowie se había manifestado ya en 1997, cuando se asoció al banquero de inversiones David Pullman para crear unos bonos con su nombre. El celebrity bond se emitió por un periodo de diez años y con un interés anual de 7,9%. La emisión de deuda se respaldó con 268 canciones de los 25 discos que había editado hasta 1990. Bowie obtuvo 55 millones de dólares que le permitieron realizar otros negocios y conservar la propiedad de su catálogo. Los acreedores debían recibir pagos regulares en función de los ingresos generados por esos discos. El «bono Bowie» acompañó «musicalmente» el frenesí de alzas en las bolsas debido a la expansión de empresas vinculadas a internet y la llamada «nueva economía»: las puntocom, que en la actualidad parecen ser parte de la prehistoria. Paroxismo especulativo, amplia disponibilidad de capital de riesgo, una fiesta de la efímera exuberancia con su consiguiente derrumbe, que también afectó a la industria musical. La misma Moody’s que en 1997 había concedido el codiciado estatus de a3 (investment grade) a los Bowie bonds siete años más tarde redujo el rating crediticio a baa3, apenas un escalón por encima de los papeles basura de países quebrados como Argentina que tanto codicia la carroña. La jerga de los ministros de países que lidiaban con el peso de la deuda («suspensión de pagos», «reestructuración») quedó inevitablemente asociada al autor de «The Man Who Sold The World», a punto tal de poner en duda una de sus estrofas, convertida en declaración de intenciones: «nunca perdimos el control». Los Bowie bonds terminaron de pagarse en 2007, sin demoras ni nuevas negociaciones, un año antes de la gran crisis financiera de 2008, que es, recordemos, cuando sale al mundo Spotify.
Músicas 2.0
Pero antes, Gerd Leonhard y David Kusek se habían tomado muy en serio la visión de Bowie y le habían dado otra densidad en su libro The Future of Music [El futuro de la música]: «imaginemos un mundo en el que la música fluye a nuestro alrededor, como el agua o la electricidad, y en el que el acceso a la música se convierte en una especie de ‘servicio público’. No de forma gratuita, pero sí con la sensación de que lo es»8. El modelo de negocios requería de mecanismos de control y regulación para satisfacer las necesidades de la colectividad sobre la base de precios asequibles. A pesar de la enorme importancia económica del agua y de la influencia de estas empresas, ¿cómo pagamos por ella? ¿Sentimos que las empresas proveedoras de agua tienen poderes monopolísticos indebidos y consideramos el agua como un «producto»? Pagamos el agua más o menos voluntariamente, sí, pero ya casi ni nos damos cuenta; el gasto se ha convertido en un hecho de la vida. Los pagos están entretejidos en la trama de las rutinas monetarias de casi todo el mundo; no se cobran tasas individuales si uno se ducha en el gimnasio, si se lava las manos en un baño público, si utiliza una fuente o si llena el radiador de su automóvil9. Años después Leonhard redobló su prédica sobre la llegada inexorable de los tiempos líquidos a través de su blog y el libro Music 2.0 [Música 2.0]: «La digitalización de la música la ha liberado para siempre de sus grilletes de producto físico: ya no tiene plástico al que ceñirse para llegar a los oyentes». Leonhard hablaba de la «inevitable» renovación del ecosistema musical. «La única forma de monetizar el comportamiento real y los deseos subyacentes de la gente en las redes digitales es ofrecerles una oferta sencilla, sin complicaciones, un todo incluido o un paquete de tarifa plana». Se podía «pagar muy a gusto» por lo que antes se bajaba o hacía con la mediación de un artefacto. Necesidad y urgencia: «Imagínese que le pidieran su identificación y contraseña cada vez que tira de la cadena en un baño público»10.
En la década de 1960, la música se nutría del disco de larga duración, que la hacía más accesible que nunca. El cd se instaló luego en el mercado con la promesa de almacenamiento de una hora de archivos sonoros convertidos en ceros y unos, la lógica abstracta entreverada con un mundo material (la Novena de Beethoven había sido el modelo de extensión temporal digitalizado). A medida que el siglo xxi se acercaba a su segunda década, la internet renovaba precipitadamente su fisonomía, la de un complejo de servicios en línea de propiedad privada: Google, Amazon, Apple, Microsoft, Facebook. En junio de 2006, cuando Daniel Ek colocaba la piedra basal de Spotify, iTunes Store estableció un acuerdo con la red social de Mark Zuckerberg para conocer los gustos musicales de los usuarios y ofrecer así un enlace de descarga en el sitio. La música acompañaba la formación del Complejo de Plataformas Corporativas (cpc). Una transición tecnológica, económica y digital, del peer to peer (un vínculo entre iguales que podía incluir algo más que datos: formas de cooperación) a la peer pressure (presión de los pares) de los más fuertes y monetizados; de las computadoras personales a los celulares, del entendimiento terrenal a la nube y el creciente predominio de la inteligencia artificial (ia) al servicio de organizar el deseo y los consumos de los usuarios. Cuando las plataformas musicales comenzaron a hablar de «servicio», las condiciones discursivas estaban creadas para aceptarlo.
Para Eric Drott, la analogía ha tenido aciertos y errores. La música, al estar mediada por las plataformas digitales, llega a «asumir muchos de los atributos habitualmente asociados a los bienes públicos». Lo que la equivalencia desatiende «son las razones por las que la música ha llegado a asumir estas cualidades». Y no son otras que las relaciones sociales que se ocultan detrás de la máscara del streaming. «La música aparece como desmercantilizada solo en relación con los usuarios, de modo que los datos y la atención de estos mismos pueden mercantilizarse en su lugar, lo que a su vez permite la remercantilización de la música grabada en otros lugares, en las transacciones entre las plataformas y los titulares de los derechos»11. Por lo tanto, «apelar al agua para dar sentido al cambio de estatus de la música tiene el efecto de naturalizar este estatus, junto con las fuerzas que se considera que lo han provocado»12.
El juego de las apropiaciones
Once años después de que Bowie hablara de «music like running water», David Byrne, ex-líder de la banda estadounidense Talking Heads, reconocía que se libraba un combate desigual:
las cantidades que estos servicios pagan por flujo son minúsculas: su idea es que si un número suficiente de personas utiliza el servicio, esos minúsculos granos de arena se amontonarán. Por tanto, hay que fomentar la dominación y la ubicuidad. Deberíamos reajustar nuestros valores porque en el mundo de internet se nos dice que el monopolio es bueno para nosotros. Los grandes sellos discográficos suelen desviar la mayor parte de estos ingresos, y luego gotean alrededor de 15%-20% de lo que queda a sus artistas.
Se sentía entonces como un «auténtico ludita». No se trataba de los telares manuales y el avance de la máquina a vapor, sino de internet. «Como ocurre con la mayoría de los negocios basados en internet, al final solo quedará uno en pie. No hay dos Facebook ni dos Amazon. Dominación y monopolio es el nombre del juego en el mercado web». Y algo más inquietante: «El resultado inevitable parecería ser que internet succionará el contenido creativo de todo el mundo hasta que no quede nada. Los escritores, por ejemplo, no pueden confiar en ganar dinero con actuaciones en vivo. ¿Escribirán textos publicitarios?»13.
A través de la desregulación de los mercados, la diseminación de las computadoras personales y los intercambios electrónicos, el mapa y el territorio comparten el mismo vector de la abstracción. La música pasó a formar parte de ello. Una de las tantas playlists de Spotify se llama Songs about Money, Business, Finance and Economics [Canciones sobre dinero, negocios, finanzas y economía]. La redundancia típica de tópicos organiza sentidos en las plataformas y hace posible reunir «Can’t Buy Me Love» de Los Beatles, «Money», de Pink Floyd, «Money, Money, Money», de abba. A pesar de lo que dice el título de la canción de ac/dc («Money Talks» [El dinero habla]), el dinero en su más pura abstracción no suele cantar. Como si un pudoroso algoritmo desviara la atención de lo esencial a la hora de comprender una ingeniería. «¿Qué hace que Spotify sea una historia de éxito sueca, dadas las pérdidas financieras que la compañía ha sufrido cada año de su existencia? ¿Quién posee y gobierna la transmisión de música?», se han preguntado los autores de Spotify Teardown: Inside the Black Box of Streaming Music [El desmontaje de Spotify. Dentro de la caja negra del streaming de música]14. Su existencia, en rigor, depende de la voluntad de las tres principales compañías discográficas mundiales, Universal, Sony y Warner, para renovar los acuerdos de licencias de transmisión. En los hechos, forman un oligopolio. ¿Podrían poner a Spotify de rodillas y comenzar su propio servicio de transmisión? La respuesta depende, según los autores del libro, de si uno considera que Spotify es simplemente un intermediario o más bien el productor de una nueva mercancía: «una experiencia musical personalizada». El carácter algorocrático de la aplicación supuso «un paso más allá de la sociabilidad simétrica de Facebook (donde la amistad es una relación bidireccional) al sistema de seguimiento asimétrico que caracteriza a Twitter (donde un pequeño número de usuarios tiende a ser enormemente influyente)»15.
La compañía que encabeza Daniel Ek rara vez ha obtenido beneficios en todos estos años. En 2022 y 2023 perdió algo más de 1.000 millones de dólares. Wall Street esperaba un cierre sin rojos en 202416. Las rentas que cobra a los usuarios por sus servicios se consumen invariablemente en el pago a los titulares de los derechos de esas músicas. Spotify depende de la especulación financiera: «Se ha mantenido a flote gracias a otras formas de renta, generadas por una clase diferente de activos, a saber, los que poseen los bancos de inversión, los fondos de capital de riesgo, los inversores institucionales y otros representantes del capital financiero». Pero ¿de quién es a estas alturas? ¿A quién pertenece? «Lo primero a tener en cuenta es que la compañía no es propiedad de sus fundadores»17. Tampoco es sueca ni estrictamente musical. Desde entonces, al menos hasta su salida a bolsa en abril de 2018, Spotify ha sido propiedad de varias empresas de capital de riesgo con sede en diferentes partes del mundo. Su principal interés no es hacer que sea rentable, sino que sea valiosa.
Se necesita más y más capital de riesgo para cubrir las pérdidas recurrentes y mantener el crecimiento. Una forma de hacer atractivas las plataformas musicales para los inversores ha sido, según Drott, posicionarlas como empresas tecnológicas de perspectivas ilimitadas. Tidal, con 80 millones de tracks, es parte de Block, Inc., una empresa estadounidense de servicios financieros y pagos digitales con sede en San Francisco. Wells Fargo, jp Morgan Chase y Hearst son los inversores de Pandora. En cuanto a Spotify, Ek posee 15,6% de sus acciones, según el informe anual de la empresa correspondiente al periodo que finaliza el 31 de diciembre de 2023. Martin Lorentzon detenta 10,9%; el banco de inversión Morgan Stanley, 4,6% del total: T. Rowe Price Associates, otro 4,0%; BlackRock, 2,9%. BlackRock gestiona activos por valor de unos 11 billones de dólares. Maneja 17,5% de las acciones del mundo, que representan 7,7% del pib global. Usufructúa además 6,5% de la empresa de tecnología militar, aérea y digital Lockheed y 5,93% de Northrop, uno de los principales contratistas de armamento y del sector aeroespacial estadounidense. Participa también en Meta/Facebook (7,03%) o Microsoft (7,18%), farmacéuticas como Pfizer (7,77%) o competidoras en el mercado de los refrescos como Coca-Cola (6,98%) y Pepsi (7,97%). Sony Music Entertainment y Universal Music Group se adueñaron en su conjunto de casi 7% del paquete accionario restante. «¡Se están pagando anticipos a sí mismos!», se azoró Byrne en su libro Cómo funciona la música18.
Los derechos de autor de la industria musical alcanzaron los 40.000 millones de dólares en 2022. Eso no habría sido posible antes de que la «economía del enriquecimiento» se estabilizara como un vector de acumulación y promoviera la simbiosis entre finanzas y un capital cultural que promueve la explotación intensiva de yacimientos específicos que se sedimentaron a lo largo del tiempo. Si ese tipo de economía «extrae su sustancia del pasado», qué mejor que aquello que ha sido disfrutado por tantas generaciones. La sostenida relevancia económica de los títulos más antiguos ha impulsado una oleada de adquisiciones de catálogos de canciones. Sony Music Group compró el de Bruce Springsteen por unos 550 millones de dólares. Warner Music Group se quedó con el de David Bowie por unos 250 millones de dólares. Sting ha vendido el suyo a Universal Music Group; se calcula que el acuerdo asciende a unos 300 millones de dólares: «Para mí es absolutamente esencial que el corpus de trabajo de mi carrera tenga un hogar donde se valore y respete»19. BlackRock ha invertido junto con Warner Music wmg 750 millones de dólares en un fondo para amasar catálogos de derechos musicales de cantantes femeninas y artistas diversos de los géneros latino y hip hop20. Contaba entre sus activos a Primary Wave, una empresa privada de edición musical de artistas como Bob Marley, Prince, James Brown, Whitney Houston, Burt Bacharach, Bing Crosby, Henry Mancini, Enrique Iglesias y Ray Charles. En julio de 2020 y en medio de la pandemia, Bob Dylan llegó a un acuerdo con Universal Music Group por la venta de su catálogo completo de más de 600 canciones, equivalente a seis décadas de carrera. Según The New York Times, habría recibido 300 millones de dólares. «No es ningún secreto que el arte de escribir canciones es la clave fundamental de toda buena música, y no es ningún secreto que Bob es uno de los más grandes maestros de este arte», dijo el presidente de Universal Music Group, Lucian Grainge, en el comunicado21.
Vigilancia y extracción
A estas alturas del texto se ha podido constatar que los pliegues económicos y financieros que acompañan al streaming no son apenas una nota al pie del contrato de escucha. Pero en cada situación, cada instante de disfrute, cada búsqueda de una afinidad electiva, sucede a su vez algo desatendido en lo que vale la pena detenerse.
Sostiene Shoshana Zuboff en La era del capitalismo de la vigilancia que «una nueva especie de poder económico vino enseguida a llenar el vacío dejado por el hecho de que cada búsqueda fortuita, cada ‘me gusta’ y cada clic pudiera ser reclamado y aprovechado como un activo que monitorizar, diseccionar y monetizar por parte de aquella empresa que se propusiera hacerlo»22. Si la música podía tener una relación con lo inefable y reclamaba hasta una filosofía para extraer de ella un criterio de verdad, los algoritmos de recomendación se harían cargo de cualquier extensión argumental.
No solo eso. Los y las oyentes, en tanto usuarios, en su aceptación del contrato (al tildar los llamados «términos y condiciones»), ofrecen a cambio y sin prestar atención conectar al banco inagotable de títulos toda su educación sentimental, sus costumbres y preferencias. Acuerdan ser numéricamente fisgoneados mientras cantan, marcan el ritmo o se sumergen en una experiencia más profunda. ¿Qué mejor recurso pueden explotar las plataformas en su afán por saber todo lo que puedan sobre nosotros? Remarca al respecto Zuboff: «El capitalismo de la vigilancia reclama unilateralmente para sí la experiencia humana, entendiéndose como una materia prima gratuita que puede traducir en datos de comportamiento»23. La confiscación de los «me gusta» y un repertorio de gustos, esa glotonería musical e indiscriminada del usuario que elige acompañarse siempre con un trasfondo sonoro, tiene su contracara en el acopio de todas las señales que deja. Las dos actividades en un punto son complementarias, causa y efecto. Un excedente de placer y de información monetizable. Lo que señala Tiziana Terranova sobre las redes sociales es aplicable a las plataformas que transmiten música: los likes y dislikes, creencias, incredulidades y motivaciones no pensadas «son las nuevas fuerzas psíquicas que subtienden los modos de cooperación que no implican división del trabajo sino relaciones», en las que valores éticos, existenciales y estéticos «se convierten en el nuevo terreno de la valorización». El sueño de los algoritmos maestros «podría acabar generando formas impredecibles de inteligencia alienígena fugitiva»24.
La música en línea participa alegremente de las nuevas formas de extractivismo que, como señalan Sandro Mezzadra y Brett Neilson, van más allá de una referencia literal a la minería, las materias primas o el saqueo de la tierra y el mar. «La creciente panoplia de prácticas de extracción de datos es otro registro de esta penetración omnipresente de la extracción en diferentes esferas de la actividad humana y económica»25. Escuchar, por lo tanto, es ser a la vez vigilado. Nunca más apropiado bajo las condiciones de la digitalización y los algoritmos aquello que pensaba Jean-Luc Nancy: «estar a la escucha fue una expresión del espionaje militar antes de volver, a través de la radiofonía, al espacio público, no sin dejar de ser, asimismo, en el registro telefónico, un asunto de confidencia o secreto robado». Y añade algo que se conecta con el sentido inicial de la palabra revelación: «¿De qué secreto se trata cuando uno escucha verdaderamente, es decir, cuando se esfuerza por captar o sorprender la sonoridad y no tanto el mensaje? ¿Qué secreto se revela –y por ende también se hace público– cuando escuchamos por sí mismos una voz, un instrumento o un ruido?»26.
Evan Greer es activista, escritor e indie-punk queer. Participa del grupo sin fines de lucro Fight for the Future y suele escribir en The Washington Post, Wired y The Guardian. Parte de sus denuncias se centran en los alcances del reconocimiento facial en los festivales de música. Cuando comenzó la cuarentena, Greer se dedicó a grabar canciones con una vieja MacBook Air a la que le faltaba la tecla «r». El resultado de ese trabajo se reunió en el disco Spotify is Surveillance. El guitarrista y cantante dijo haber tenido como fuente de inspiración a la activista afroestadounidense y ensayista marxista Angela Davis, así como a Chelsea Manning, famosa por haber filtrado a WikiLeaks miles de documentos clasificados27 del Ejército de eeuu acerca de las guerras de Afganistán y luego declararse públicamente como mujer transgénero. Su voz sampleada, junto a la de la gran escritora de ciencia ficción Ursula K. Le Guin, aparecen en «Surveillance Capitalism», el tercer tema del álbum. Y Greer canta ahí: «Todos estamos conectados a las máquinas / Odiamos cada segundo, pero no podemos mirar hacia otro lado / Todos queremos ser vistos, pero detrás de la pantalla / Hay una pesadilla disfrazada de sueño / Y no podemos despertar». Ironía de estos tiempos sin autonomía: Spotify is Surveillance puede escucharse en… Spotify. La plataforma es tolerante con nuestras preferencias. Music Business Worldwide informó que el servicio de streaming ha aprobado una patente desarrollada desde 2018 que está capacitada para utilizar grabaciones del habla y el ruido de fondo de los usuarios y, de esta manera, determinar su estado emocional, género, edad, acento y entorno, si está solo o acompañado: toda una información que le permitiría orientar sus sugerencias.
Nuevas fronteras de la tolerancia
La inmediatez e hiperabundancia han afectado a la vez los modos de escuchar música. La tolerancia es cada vez más baja, lo que aumenta la deriva y la paradójica imposibilidad de conexión con una experiencia novedosa o relativamente compleja, en especial para las generaciones educadas en internet. El tiempo de espera puede ser de segundos. Hasta la música más digestiva se ha adaptado a esas exigencias colocando el estribillo al comienzo. La dificultad de esperar empieza a generar sus propias formas en la canción. Mientras los usuarios erran por Spotify o alguna de sus competidoras, tiene lugar un gasto del que no se habla. El hechizo del carácter desmaterializado de los servicios se rompe cuando nos detenemos en todo lo que se necesita para que funcione el streaming: los archivos de audio digitales no se disuelven en el éter; la nube, servidores y otras infraestructuras no son artefactos inanes. «Como todo lo que hacemos en internet, la transmisión y descarga de música requieren un aumento constante de energía», recuerda Kyle Devine28. En 2016, la transmisión y descarga de música generaron alrededor de 194.000 toneladas de emisiones de gases de efecto invernadero, unos 40 millones más que las emisiones asociadas a todos los formatos de música en 200029. Los seis centros de datos de Spotify consumieron en 2018 un total de 7.600 megavatios hora al año, lo que equivale a 350.000 toneladas de emisiones de carbono. Años más tarde, y como consecuencia de su expansión, la cifra aumentó, a pesar del supuesto compromiso de lograr emisiones «netas cero» para 2030. Devine demuestra que la música grabada –laca, vinilo, casete, cd– siempre ha sido un invisible explotador significativo de los recursos naturales y humanos, y que su dependencia de estos recursos es más problemática hoy que nunca en la era del Antropoceno. «Una sola granja de servidores, por ejemplo, puede consumir miles de megavatios de electricidad (suficiente para alimentar millones de hogares)». Pero, además, esto demuele el mito de la actual desmaterialización. Los discos duros, los routers, las computadoras portátiles, los datos, los dispositivos personales de escucha, los celulares y auriculares son decididamente materiales y, en diversas configuraciones, absolutamente esenciales para la escucha de la música digital. La cantidad de estas tecnologías accesorias no solo es enorme, sino que está creciendo30.
La energía necesaria para almacenar y procesar los datos de Spotify procede principalmente de instalaciones nucleares, de carbón y de gas (respectivamente: 29%, 22% y 20%). Solo 29% del uso de energía del sitio web corresponde a lo que Greenpeace llama energía limpia. «Transmitir música es quemar uranio y otros combustibles». Devine muestra problemas y admite que la solución no es el retorno al siglo xix: tiene en claro el embrollo cultural, político y económico que significaría restringir los usos de las plataformas. De un lado están los productores y las cadenas de suministro. Y luego, los consumidores. No obstante, hace hincapié en la necesidad de influir en las prácticas de escucha reconfiguradas por la absoluta disponibilidad.
Aunque la música puede ser una fuente de deleite y maravilla (tanto estética como socialmente), las razones por las que muchas personas la veneran y exaltan están históricamente condicionadas y son ideológicamente indefendibles en muchas situaciones. Esto es cierto no solo en los casos en que la música se utiliza como medio para fines repulsivos, sino también en términos de las realidades cotidianas de la ecología política.31
«Escucha, Hamlet, oh escucha: si una vez amaste a tu querido padre». Tras esta introducción, el espectro del rey cuenta cómo murió: dormía en el huerto y, en ese momento de abandono, su hermano irrumpió con un «jugo maldito» y en los «portales» de su oído echó «la leprífica pócima». Muere envenenado a través del órgano que capta los sonidos del mundo y, para denunciarlo, Hamlet escenifica sin palabras el crimen palaciego delante de culpables e indiferentes. La pantomima se acompaña de unos oboes. Hasta qué punto la escena shakesperiana se proyecta con un fondo melódico sobre las cuestiones de la calidad y la experiencia auditiva a partir del desarrollo de la cultura de masas: la música como veneno que se inyecta a través de objetos inapropiados o degradantes. La teoría crítica sentó las bases de ese rechazo que se reactualiza en tiempos de inmediatez y extrema ubicuidad de cancioneros y repertorios en buena parte de los habitantes de este mundo. Lo tóxico, sin embargo, no es a estas alturas solo una cuestión de gustos. La música en línea, insistimos, trasciende su distinción genérica, sus escalas y taxonomías, para constituir un problema en sí que se alinea y a la vez calla como nunca antes relaciones mercantiles, prácticas disciplinarias y problemas ecológicos que proyectan un horizonte sombrío.