A veces con vivir no alcanza2
En este breve abordaje, donde la práctica marca el paso, pero también el intento de poder deconstruir nuestros propios procesos de subjetivación, nos interesará reflexionar sobre tres ejes: (1) ¿cómo nos aproximamos a una problemática que hemos construido de qué modo? (2) ¿Qué dolores atraviesan las juventudes adolescentes y no-adolescentes? Y (3) ¿Cómo discriminar algunas presentaciones del dolor?
Quizás por este extrañamiento moderno en relación al dolor y la muerte, es que no tengamos una ley de eutanasia o de asistencia a la muerte. El resultado de que la muerte devenga clandestina quizás sea lo que determine
Tres ejemplos muy breves: (1) un niño en una escuela tiene crisis en las que se golpea a sí mismo, lo cual conduce a que aquella decida apartarlo del cursado por considerar que ejerce “autoviolencia” y no puede estar con los demás niños; (2) un joven se presenta en el Centro de Día, tras haber tenido previamente un grave conflicto al interior del establecimiento, dejándonos ver profundos cortes en sus antebrazos, lo cual desata el debate acerca de si debía dejárselo ingresar a la institución o no; dilema sobre el cual en supervisión se nos dirá que el corte era una “mostración” y que debía ser “cortada” como tal; (3) desde un Centro Residencial se intenta inscribir a una joven bajo cuidado del Estado, en una escuela secundaria: al enterarse las autoridades de que la joven sufrió violencia y tiene una restricción de acercamiento contra el agresor, dicen que no pueden incluirla en el cursado hasta tanto informen al Ministerio de Educación y que este se pronuncie al respecto, porque la escuela podría tener un conflicto enorme si esa persona se presentara de pronto allí, motivo por el cual se deja en suspenso a la joven.
Se trata de pequeñas viñetas donde lo que nos confronta es la pregunta acerca de qué sucede con la capacidad adulta de condolencia ante el sufrimiento del semejante. ¿Qué procesos histórico-políticos nos han llevado a mermar esta capacidad? ¿Qué hace que se nos torne tan difícil lidiar con el sufrimiento?
Lo cual nos lleva a la pregunta de este encuentro: ¿por qué es tan difícil acompañar la llamada problemática del suicidio? En este sentido lo que me interesa pensar no es tanto el qué hacer sino qué ha sucedido a nivel de la producción de subjetividad (modo en que denominamos en psicoanálisis al anclaje de lo histórico-político a nivel de los psiquismos singulares) y de los lazos sociales, como para que el dolor y la muerte devengan tabúes tan difíciles de abordar.
En la modernidad se dan algunas modificaciones curiosamente trágicas. A partir de Phillippe Ariès (2000) sabemos que la muerte en la modernidad devino en un objeto-momento temible, expropiado por la medicina como tal a nivel de las prácticas sociales y de los discursos que lo enmarcaban bajo otros sentidos. La muerte ocurre así en un ambiente extraño y muchas veces en soledad. Este extrañamiento de la muerte y pérdida de sentido en relación a la vida, se da en el marco de las biopolíticas que, en términos de Foucault (1996), se basan en el hacer vivir y dejar morir3, replicando así aquella misma segregación de la muerte respecto de las políticas.
Quizás por este extrañamiento moderno en relación al dolor y la muerte, es que no tengamos una ley de eutanasia o de asistencia a la muerte. El resultado de que la muerte devenga clandestina quizás sea lo que determine, como antes sucediera con el aborto, que proliferen las opciones clandestinas (foros donde los jóvenes consultan modos de morir, intentos de quitarse la vida que terminan por incrementar el sufrimiento de todos, prácticas psicopáticas de incitación al suicidio o a la crueldad sobre sí mismo, etc.).
Por otra parte, en lo antigüedad el suicidio era penado como un crimen porque la vida pertenecía al Estado, penalización que aún persiste en la actualidad en al menos 23 países4. En la religión católica también se terminó por penalizar el suicidio al constituirlo como un pecado contra Dios. En ambos casos se consideraba que la vida no le pertenecía a la persona5.
Algo de esta historia ancla en nuestros procesos de subjetivación como sentimiento de despertenencia de la propia vida, de vergüenza, de culpabilización, afianzando los tabúes para hablar del tema, dejándonos ante un atolladero psíquico y cultural: no podemos hablar de aquello que pone en sentido la vida, aquello que forma parte del sentimiento de estar vivos, esto es, la muerte y el dolor.
Tres conclusiones provisorias. En primer lugar, los tabúes modernos podrían generarse cuando algo se nos expropia y deja de pertenecernos. En segundo término, paradojalmente cuanto más alejamos a la muerte de la vida, más la acercamos (como efecto mortificante de la vida en vez de vitalizador de la misma). Por último, existen al menos dos formas de posicionarnos políticamente ante la muerte y el suicidio: desde las políticas del hacer vivir (no importa cómo) o desde las políticas del cuidado, donde lo que me importa es que el semejante no sufra y que viva bien.
Por eso nos preguntamos: ¿el problema es el suicidio o lo es la desolación? El primer término tiende a reenviarnos hacia sentidos que asociamos a lo individual, lo tabú, prohibido, lo mal visto, aunque no se trate de otra cosa que de querer poner fin a la propia vida.
Si Durkheim viviera hoy se vería en situación de reformular las tres formas de suicidio que llegó a categorizar (el egoísta, el altruista y el anómico6) ante una sociedad capitalista neoliberal consumista tecnocrática que apunta a atomizar como nunca a las personas, pero no como resultado de una pérdida de las coordenadas que organizan una sociedad sino porque las coordenadas mismas proponen el aislamiento y la pérdida de la solidaridad y pertenencia sociales. De modo que el suicidio egoísta y el anómico hoy diluyen la delimitación que antes los separaba tan claramente en relación a la dupla organización-desorganización social, al punto de prácticamente ser lo mismo. La desolación y la indolencia pasan a formar parte de sociedades que pierden progresivamente su capacidad de enlace al semejante. No es casual que países como Reino Unido (en 2018) y Japón (en 2021), este último con unas de las tasas de suicidio más altas del mundo, hayan constituido en su programa político-social al Ministerio de la Soledad para abordar el problema del aislamiento y la soledad crecientes en la población7.
Por eso nos preguntamos: ¿el problema es el suicidio o lo es la desolación? El primer término tiende a reenviarnos hacia sentidos que asociamos a lo individual, lo tabú, prohibido, lo mal visto, aunque no se trate de otra cosa que de querer poner fin a la propia vida. En el segundo caso pensamos la desolación en su sentido etimológico como “privar de todo consuelo”, lo cual nos remite no al tabú individualizado sino al dolor que se encuentra detrás de aquello que el suicidio intenta resolver, y a las condiciones como para que este pueda ser visto, escuchado, atendido, acompañado.
La desolación es el efecto de una indolencia activamente construida en las sociedades modernas. Y la condolencia es nada menos que aquello que nos humaniza, que constituye el psiquismo en tanto la respuesta humana que humaniza al bebé es aquella que supone que el dolor del otro me duela, me movilice, me apremie. Ningún otro afecto realza de modo tan radical la presencia del otro como el dolor. Sabemos que un bebé puede ser autoerótico, darse placer a sí mismo aún en ausencia del otro. Pero ante el dolor, la presencia de la alteridad es irreductible. De allí el papel fundamental que tiene en la constitución del psiquismo y en la construcción del semejante. No existe mayor sufrimiento que quedar desamparado ante el dolor. El dolor es parte de la vida y es aquello que convoca al otro, pero si el otro no responde este dolor se atemporaliza, pierde sus contornos, su rítmica dolor-alivio, pierde la esperanza de su resolución.
Por eso nuevamente nos preguntamos: ¿el problema es el suicidio o lo es la desesperanza ante el sufrimiento?
En los últimos treinta años en nuestro país se ha triplicado la tasa de suicidio en jóvenes, llegando a superar la de los adultos y adultos mayores8. Estadística que nos habla de cambios en las condiciones histórico-políticas que están precipitando a nuestros jóvenes hacia esa salida ante el sufrimiento.
En este punto creo necesario establecer una diferencia en la que vengo trabajando: aquella que podemos trazar en psicoanálisis entre adolescencia y juventudes no-adolescentes. La primera la entendemos no tanto como una franja etaria, sino como un proceso psíquico que supone desasirse de los lazos amorosos, deseantes, identificatorios, superyoicos, de la familia donde este sujeto se alojó y constituyó como tal. La segunda tiene que ver con aquellas juventudes que no han podido entrar en dicho proceso porque el alojamiento mismo en ese núcleo originario, estuvo atravesado por fallas que cortocircuitaron el desarrollo del narcisismo, del amor, de las identificaciones, etc. Esto nos abre a problemáticas que pueden parecer similares pero que no lo son: en el adolescente el dolor se relaciona mucho al lugar que se pierde para el otro y que el otro pierde para ellos, mientras que en el no-adolescente tiene que ver con el lugar que no se ha logrado tener. En el primer caso hay un repliegue en relación al adulto porque se busca producir una intimidad diferenciada respecto de aquellos, mientras que en el segundo lo que tenemos es una desconfianza construida hacia el adulto porque este le ha fallado gravemente y entonces los jóvenes temen confiar y volver a atravesar el dolor de un nuevo desamparo. El adolescente intenta reconstruir un lugar en el afuera exogámico, mientras que el joven no-adolescente intenta construir un lugar en el adentro endogámico, así como también intenta producir ese alojamiento en otros espacios por fuera de lo familiar, repitiendo muchas veces el encuentro con el desencuentro del no-lugar.
Con los adolescentes el desafío es no olvidar que aún son seres inmaduros, como diría Winnicott, por lo cual aún necesitan del sostén adulto y de la mediación en este nuevo escenario social que se les abre, aún cuando su actitud sea de indiferencia hacia nosotros, aún cuando nos critiquen, muchas veces con razón. Dejar a solas y desolar, pueden parecerse, pero son operatorias intersubjetivas con efectos psíquicos que habitan mundos diferentes.
Con las juventudes no-adolescentes el desafío es construir confianza, no reinstituir al adulto sino instituirlo en el lugar de cuidado, sostén y alojamiento, respetando los tiempos de cada joven para deponer las corazas que han tenido que producir para defenderse del desamparo.
Dicho esto, tenemos que aportar también que no existe un “perfil del suicida” que sea o coincida con alguna configuración psicopatológica conocida. Pero existen tres grandes presentaciones del sufrimiento que nos resultan habituales en nuestras prácticas en salud en el ámbito público estatal y que podemos diferenciar: autolesiones, exposición compulsiva a riesgos e intentos de suicidio.
Las autolesiones como los cortes y escarificaciones, en ocasiones son tomadas como intentos de suicidio, pero lo que se descubre al poco tiempo de hablar con un joven que ha realizado tales actos, al menos en los casos más graves, es que se trata de intentos de situar en el cuerpo un sufrimiento que no tiene representación, límites, temporalidad ni ritmos. Motivo por el cual suele funcionar más bien como un cable a tierra que desvía una tensión excedente y un disyuntor que se activa evitando la muerte. En ese sentido podríamos decir que más bien tiende a evitar el intento de suicidio.
Entre medio de las autolesiones y los intentos de suicidio tenemos las exposiciones a riesgos, un grupo enorme donde no hallamos referencias a deseos de quitarse la vida, pero sí actos que suponen exponerse a situaciones de riesgo cierto e inminente de muerte. No se trata en tales situaciones sólo de estar “en situación de vulnerabilidad social” por la violencia que se vive en muchos barrios y que involucran a la totalidad de las personas que allí habitan, sino que tiene que ver con un proceso compulsivo relacionado a no poder parar y a desmentir un sufrimiento insondable que compulsa a la acción y a la búsqueda de un freno externo. A diferencia de la autolesión, acá no hay disyuntor ni cable a tierra, sino que el joven se siente llevado por una fuerza que no puede detener y que, por momentos, desmiente como riesgo.
El intento de suicidio presenta cierta correlación entre idea y acto, la cual se suele encontrar ausente en las anteriores9. Tener ideas de matarse, por otra parte, es diferente de planificar la propia muerte. Podemos establecer una gradación:
(1) Ante momentos de crisis vitales como las que afronta la adolescencia, pero también ante separaciones en general, la muerte aparece como una forma de ideación conciente o inconciente, que representa cierto grado de fantasmatización que puede estar metaforizando un deseo de poder terminar con algo para comenzar otra cosa.
(2) En momentos de profundo desasosiego, desamparo, sufrimiento, la idea de muerte puede aparecer como una salida posible ante un dolor que resulta excesivo. Por eso, las ideas de muerte siempre son ideas de vida, ante aquello que de la vida se ha tornado en un conflicto que parece irresoluble salvo por esa vía.
(3) La planificación de la muerte supone que no se trate ya de un valor metafórico que surge como muerte de determinado problema o momento vital, ni de la fantasía de hallar una salida al sufrimiento, sino que representa un avance sobre la realidad y cierto grado de decisión al respecto.
En los tres casos, lo que tenemos son recursos para afrontar el sufrimiento. Nuestro psiquismo está diseñado para evitar sufrir, y ciertos recursos, incluso si involucran sufrimiento, son válidos si evitan un dolor incomensurablemente mayor. En los tres casos por igual, lo que importa es que hay una persona sufriendo que requiere de un otro que pueda brindarle sosiego.
El pensamiento, desde que s e ha descubierto el Inconciente, supone que hay cosas que se dicen sin que se piensen y cosas que se piensan, pero no se dicen, así como también tenemos pensamientos asequibles a la conciencia que se contradicen con pensamientos que son inconcientes.
Por último, estas tres grandes formas de sufrimiento que representan la exposición compulsiva a riesgos, las autolesiones y los intentos de suicidio, en estos dos grandes grupos de juventudes adolescentes y no-adolescentes, que hemos situado dentro de ciertas coordenadas culturales que toman la muerte y el dolor como tabú, a su vez hallan tres grandes formas de expresión: lo que se dice, lo que se piensa y lo que se deja ver.
Lo que se dice es el terreno más accesible para quienes trabajamos con la palabra y es hacia donde intentamos llevar nuestro trabajo con las juventudes: que los tabúes puedan ponerse en palabras y así salir de su halo místico de sagrada inaccesibilidad, así como también dar representación a los dolores que se sienten, pero no se dicen, a los problemas que encierran a las personas en dilemas o encrucijadas trágicas.
El pensamiento, desde que se ha descubierto el Inconciente, supone que hay cosas que se dicen sin que se piensen y cosas que se piensan, pero no se dicen, así como también tenemos pensamientos asequibles a la conciencia que se contradicen con pensamientos que son inconcientes. Todo lo cual nos invita a dar tiempo a las palabras y a los pensamientos a los que dan representación o a los cuales construyen también en el proceso mismo de decir, así como a no dar por sentado que ciertos pensamientos constituyen la totalidad de la cuestión: siempre habrá elementos menos próximos a lo ya pensado y que armen diferencia. Siempre tendremos un ámbito de ambigüedad donde instalar un trabajo posible sobre la muerte y el sufrimiento.
Por último, como dijera Gabo Ferro (2013), “lo que no se puede decir, se muestra”10. Es ingenuo creer que los jóvenes simplemente hablarán como lo hace un adulto sobre temas que habitan la intimidad o a veces los márgenes psíquicos a los que mecanismos de defensa radicales los han desterrado. Pero siempre habrá alguna forma de dejar ver: un acting out, una puesta en escena, un mostrar más o menos conciente. En todos los casos, representa la oportunidad de hacer “un espacio de primera mirada”, el cual pueda dar lugar a “un espacio de primera escucha”.
Pero primero, antes que todas estas discriminaciones, los adultos tenemos que saber que la muerte no es tabú y que el sufrimiento no es irresoluble, y que podemos hablar de ello, discutirlo, explicitarlo, porque cuando lo hagamos lo que haremos será dar representación y, sobre todo, acompañamiento. El necesario para salir de la desolación en que unos jóvenes pudieran estar y en el que, de algún modo, todos estamos sumidos cuando la cultura nos invita al “minuto de silencio” ante la muerte y al “silencio es salud”.
Rosario, 2 de octubre de 2024
Trabajo presentado en el ciclo “Conversatorio con invitades. 3er Conversatorio: Suicidio. Cómo acompañar el sufrimiento de las juventudes”, organizado por la Secretaría de Salud Pública de la Municipalidad de Rosario. 1 de octubre de 2024.
Luciano Rodríguez Costa
liclucho@hotmail.com(link sends e-mail)
Magíster en Psicopatología y Salud Mental. Psicólogo, practicante del Psicoanálisis. Psicólogo en Ministerio de Desarrollo Social
2 Letra de Medicina N° 9, del disco de Charly García, La lógica del escorpión (2024).
3 Es así que, según la OPS en el período de 2015-2019 en América el porcentaje mayor de suicidios consumados sucedió en la adultez (45-59) y la adultez mayor (70 en adelante), seguido de la juventud. Si bien otras estadísticas muestran que en Argentina el suicidio en jóvenes habría llegado a equiparar y sobrepasar en los últimos 30 años, las de los adultos, es notable que las políticas públicas enfaticen el abordaje del suicidio en jóvenes. Cf. https://www.paho.org/es/temas/prevencion-suicidio(link is external)
4 Cf. https://www.paho.org/es/noticias/12-9-2023-oms-lanzo-nuevos-recursos-sobre-prevencion-despenalizacion-suicidio(link is external)
5 Nuevamente, la misma problemática que antes tuviéramos en relación al aborto cuando se planteaba que el cuerpo de la mujer no le pertenecía a la hora de decidir sobre la gestación o interrupción de la misma.
6 El suicidio egoísta lo es desde el punto de vista de que la persona decide actuar en oposición al orden social al que pertenece, mientras que el altruista supone realizar el acto en favor de ese orden social, y el anómico es resultado de una pérdida de las referencias sociales habituales cuando el tejido social mismo se deshilacha.
7 Lo mismo ha sucedido en Sillicon Valley (San Francisco, EUA), otra meca del capitalismo que se suma a la problemática de la soledad y sus efectos en la salud y la sociedad.
9 En el caso de las autolesiones muchas veces las y los jóvenes pueden decir que tienen ideas de morirse o de matarse, pero no necesariamente el acto de cortarse ocurre como el intento de llevar esa idea adelante, sino que más bien aparece como descarga de un sufrimiento o de una tensión insoportables.
10 “No me abraces esta vez, aléjate si querés saber
Desatemos paredes y que suba el techo más alto que el sol
Giremos a tiempo juntos para que nunca salga la luna
ni se venga la niebla, ni las sombras, ni la bruma
Encendamos las luces de todas las casas que tenga el mundo
Abrí bien la mirada que acá estoy vestido y acá estoy desnudo
Sabés bien que no existe secreto para el que puede mirar
Sabés bien que no hice lo que pude; yo hice más
Y ahora mirá… mirame bien
Es que no puedo, no quiero, no puedo, no quiero, no puedo hablar
Voy a entregarme a tu mirada, solo a tus ojos no más
Lo que no se puede decir, se muestra
¿Cuánto dura la cura? ¿Cuánto dura la enfermedad?
¿Desde cuándo lo malo es bien y lo bien es mal?
No te estires buscando mis manos que tampoco las podrás tomar
Pondré la distancia y el cuerpo, yo no pongo más” (“Lo que no se puede decir”, de La noche del fantasma, Gabo Ferro, 2013).