Durante doce años, el papado de Francisco se caracterizó por su apelación a la fraternidad y al cuidado de la «casa común», así como por su apuesta por el diálogo ecuménico y por sus planteos en favor de una economía al servicio de los más pobres. Sin dudas, el papa, que sufre ahora graves problemas de salud, deja una huella profunda y su papado una pregunta acerca del futuro de la Iglesia.
En 2013, la noticia de la elección de Jorge Bergoglio como papa sacudió al mundo. No era para menos. Francisco iniciaba su papado con tres novedades: era el primer papa jesuita, el primer papa latinoamericano y el primer papa argentino. Doce años después, sin embargo, estas marcas de origen ya no se señalan tanto. Por el contrario, su nombre se asocia más bien a los grandes temas de su papado: la fraternidad, el cuidado de la «casa común», la misericordia, la opción por los pobres, el diálogo interreligioso, la economía popular y social. Una prueba contundente de que, a lo largo de los años, Francisco ha dejado marcada su huella, batallando intensamente por reorientar la barca de Pedro.
Asimismo, su papado se ha colocado en el centro de los debates políticos actuales. Francisco ha criticado una y otra vez a los gobiernos de derecha por sus políticas antiinmigración y ha llamado la atención sobre las consecuencias de la desigualdad social. Dichos posicionamientos, que abrevan en el pensamiento anterior de la Iglesia, pero al mismo tiempo lo superan, sobre la situación de los trabajadores, lo han hecho reconocido entre dirigentes de izquierda y centroizquierda, así como en los movimientos sociales y populares de Europa, Estados Unidos yAmérica Latina. En sentido contrario, su voz molesta a los referentes y líderes de las nuevas derechas radicales que viven un período de auge en numerosos países.
Tanto para unos como para otros, Francisco es un interlocutor inevitable que, estén a favor o en contra, no pueden pasar por alto. ¿Qué tan disruptivo es su pensamiento puertas adentro de la Iglesia? ¿Qué propone en términos generales, más allá del catolicismo mismo? En estos doce años ¿cuáles han sido las principales novedades de su papado a la luz de la historia de la Iglesia católica?
Las huellas del papado
Aunque a priori, tal vez, pueda parece algo secundario, incluso frívolo, una de las grandes novedades de su papado ha sido el uso intensivo de las redes sociales. El impacto social y mediático global de Francisco es notable. En X (ex Twitter), tras su elección, la cuenta en idioma inglés @Pontifex pasó rápidamente de 2.600.000 seguidores en tiempos de Benedicto XVI a casi once millones. En su versión en español, @Pontifex alcanzó en pocos días los trece millones de seguidores y actualmente cuenta con casi 19 millones. Sumando las diferentes cuentas supera los 50 millones.
Francisco ostenta, además, varios récords por encima de estrellas del deporte y el espectáculo. Esta apertura a las redes sociales y sus habituales entrevistas en diferentes medios y canales de streaming le han permitido construir un vínculo más cercano tanto con los católicos como con el mundo en general. Su apuesta por usar canales directos de comunicación con los fieles no solo ha respondido a su sensibilidad pastoral, sino que ha apuntado también a construir un capital político propio. Francisco es Francisco porque es el papa, pero también porque es Francisco. A su vez, considerando su inicial exterioridad a la curia vaticana, esto ha sido clave para darle capacidad de maniobra dentro de la Iglesia católica, donde, como sabemos, las diferentes tendencias, grupos y sectores suelen librar enfrentamientos prolongados e inclementes.
Para Bergoglio, llegado a Roma desde «el fin del mundo» -como él mismo señaló cuando asumió- dicho impacto resultó políticamente vital para fortalecer su lugar de autoridad y resistir los embates de sus adversarios, siempre listos para actuar. Lo hemos visto particularmente estos últimos años y, más aún, con el agravamiento de su salud a través de todo tipo de operaciones de desinformación y fake news.
Si nos movemos del plano de las formas al de los contenidos, el papado de Francisco también ha sido muy innovador, al punto que, en términos de la doctrina social de la Iglesia, Francisco está a la altura de los grandes papas de la época contemporánea. En sus principales encíclicas, Laudato si’ (2015) y Fratelli tutti (2020), así como en la exhortación apostólica, Laudate Deum (2023), lleva a cabo una actualización significativa de la doctrina social católica.
En estos documentos, Francisco afirma que es necesario alentar nuevas formas cooperativas de producir, trabajar y convivir basadas en las nociones de comunidad y fraternidad. No solo pide justicia social a los empresarios, como hacía León XIII en la encíclica Rerum Novarum (1891) o Pío XI en la Quadragesimo Anno (1931), sino que alienta la búsqueda de formas más fraternas de habitar el mundo. Además, recuerda que para los católicos la propiedad privada no es un valor absoluto, sino que está subordinada al «destino universal de los bienes creados por Dios» y, desde dicho punto de vista, anima a buscar en la economía social y popular nuevas ideas para pensar el futuro.
En Fratelli tutti se dice: «El derecho de algunos a la libertad de empresa o de mercado no puede estar por encima de los derechos de los pueblos, ni de la dignidad de los pobres, ni tampoco del respeto al medio ambiente». En dicha encíclica, señala además que «quien se apropia algo es solo para administrarlo en bien de todos». Con estas afirmaciones, Francisco, claro está, no busca ofrecer soluciones técnicas, es decir medidas concretas de política económica, sino trazar horizontes moralmente deseables.
Dado el contexto actual, no obstante, parece convencido de que esos «horizontes» ya no deberían volver a apostar por la economía de consumo y redistribución de los «años dorados» del capitalismo de la segunda posguerra. Lejos de ello, anima a los católicos a imaginar otros futuros posibles, en los que se oyen tanto notas decrecionistas en materia económica, como armonías ensayadas en los emprendimientos de la economía popular.
Por otro lado, puertas adentro de la Iglesia, Francisco también está dejando su huella a la hora de pensar el poder y la autoridad. En el 2024 concluyó el Sínodo sobre la Sinodalidad, cuyo objetivo, en palabras sus palabras, ha sido el de encaminar la Iglesia «no ocasionalmente sino estructuralmente» hacia una cultura sinodal, definida como «un lugar abierto, donde todos se sientan en casa y puedan participar». Los sínodos son reuniones de obispos, como los concilios, pero a diferencia de estos sus resoluciones son solo de carácter consultivo. El papa sigue teniendo la última palabra.
En esta oportunidad, además de una metodología más participativa que se desplegó desde abajo hacia arriba de la estructura eclesial, participaron también laicos y mujeres. Ambos con derecho a voto. Un hecho inédito en la historia de la Iglesia. La agenda de temas abordado, asimismo, fue particularmente amplia: el diaconado femenino, el fomento del ecumenismo y el diálogo interreligioso, el tratamiento de los casos de abuso en la Iglesia, las relaciones con la comunidad LGBTI+, el acceso de hombres casados al sacerdocio y el propio lugar de los obispos y los laicos.
El balance sobre lo logrado es motivo de discusión y exhibe con crudeza las tensiones que recorren la Iglesia y a las que el papa intenta contener. Para los grupos tradicionalistas, el sínodo -y en general todo el papado de Francisco- ha profundizado la expansión de lo que definen como el «virus modernista». Según el sacerdote Charles Murr, la sinodalidad es una expresión del relativismo teológico que alienta Francisco. Desde su perspectiva, el hecho de que no se haya avanzado en el diaconado femenino, la ordenación de hombres casados o una mayor colegialidad, no es relevante porque el principal problema es la «cultura sinodal» en sí misma. En su opinión, una remake de lo que los conservadores llaman en tono crítico el «espíritu del concilio» y, por tanto, un recurso legitimador de nuevas embestidas reformistas en el futuro. Dicha posición, por otro lado, suele contar con el visto bueno de las derechas radicales actuales que siguen con mucha preocupación estos procesos.
En ese universo, una de las voces más conocidas es la del actor norteamericano Mel Gibson para quien Francisco es casi un «hereje». En la misma sintonía, dentro de la Iglesia, para el arzobispo emérito de Hong Kong, el cardenal Joseph Zen, el hecho de que cerca de un centenar de «no obispos» hayan participado -entre ellos 34 mujeres- demuestra «que el objetivo de este Sínodo -y de Francisco- es derrocar la jerarquía de la Iglesia e introducir un sistema democrático». Para Zen, los cambios que alienta el papado son «aterradores» puesto que «si tiene éxito», desde su punto de vista, el catolicismo mismo estaría en discusión. Desde una perspectiva similar, el cardenal alemán Gerhard Müller argumenta que «cuando el Papa convocó a los laicos, cambió la naturaleza del Sínodo» que, tradicionalmente, como señalamos, solo incluía a obispos. Lo que «podría parecer un simple fortalecimiento del papel de los laicos», señala, es «una forma de negar la estructura deseada por Cristo».
Desde la vereda de enfrente, los sectores más progresistas, como los de la Vía Sinodal alemana, consideran que se ha hecho demasiado poco y que, a fin de cuentas, el sínodo -y muchos de las iniciativas reformistas de Francisco- han terminado consumidas por uno de los peligros reconocidos por el propio papa al comienzo del proceso sinodal: el mal del intelectualismo. Se ha hablado mucho, pero se ha avanzado poco. Además, como plantearon en una carta pública trece participantes del sínodo, buena parte de estos sectores consideraban que ha faltado apertura y colegialidad. Para el presidente de la Conferencia Episcopal Alemana, el cardenal Georg Bätzing, Francisco debe apurar el ritmo de los cambios.
Entre medio, teólogos como Víctor Manuel Fernández y Emilce Cuda y obispos como Bertram Meier entienden que ambas perspectivas son demasiado extremas y evalúan que, aún con sus claroscuros, el saldo dejado por las iniciativas del papado es positivo puesto que han logrado fortalecer una cultura de diálogo y apertura dentro de la Iglesia. En cierto modo, además, todos ellos coinciden en que más importante que los cambios realizados es la actitud de escucha y reforma dentro de la Iglesia. Un enfoque que recuerda la interpretación de Francisco sobre el Concilio Vaticano II: un ejercicio de relectura del Evangelio a la luz de la cultura contemporánea.
Finalmente, el papa ha alentado también, de diferentes formas y a través de diversos canales, lo que define como una Iglesia de «puertas abiertas». La apuesta, tal vez, más radical de su papado y probablemente la que más resistencias ha generado hacia adentro en los grupos conservadores. El argumento de Francisco es que, a la luz del Evangelio, nadie puede cerrarle la puerta a nadie. Una posición que enfurece al ala tradicionalista encabeza por cardenales como Robert Sarah (Guinea), Raymond Burke (Estados Unidos) o Gerhard Müller (Alemania), que quisieran hacer de la Iglesia un club exclusivo, con pocos accesos e infinidad de procesos de acreditación. Por otro lado, agrega Francisco, atizando el fuego, la Iglesia no es algo que Dios necesite. Desde su perspectiva teológica, Cristo no la instituye para ser adorado ni para juzgar, sino para ayudar a los hombres y las mujeres a atravesar su vida terrenal. La palabra clave que resume su visión de la Iglesia -y en cierto modo su papado- es misericordia y el neologismo creado por él: «Ser Iglesia es misericordiar».
Un final abierto en medio de tensiones
El papado de Francisco llega a su fin. Su salud se deteriora rápidamente y parece difícil que se mantenga al frente de la Iglesia mucho tiempo más. Mientras las tensiones crecen en Roma y los cardenales negocian y debaten pensando ya en un futuro cónclave, la pregunta clave que cabe hacerse es ¿se mantendrá el rumbo delineado a lo largo de estos años tras su muerte o renuncia? Es difícil saberlo a ciencia cierta.
Está claro, eso sí, que Francisco no ha perdido el tiempo. La designación del argentino Víctor Manuel Fernández en el Dicasterio para la Doctrina de la Fe en el 2023 ha sido una decisión clave porque su función es precisamente la de expedirse sobre la fe y los dogmas. Su remoción, asimismo, no sería sencilla. Por otro lado, el Colegio Cardenalicio que tendrá a su cargo el próximo cónclave ya ha sido nombrado en su mayoría por Francisco. De los 138 cardenales con derecho a voto (es decir con menos de 80 años) más de dos terceras partes fueron designados por Jorge Bergoglio.
En los últimos días, además, consciente del deterioro de su salud y su avanzada edad, Francisco decidió extender el mandato del decano y el vicedecano del colegio cardenalicio, cuyos roles son claves en la organización del proceso de elección papal. Aunque se han hecho interpretaciones distintas de esta medida, es claro que el papa está pendiente de su sucesión y quiere evitar un giro de timón que ponga en riesgo las reformas que ha desplegado en estos doce años. Por el momento, parece difícil que el camino emprendido por Francisco pueda revertirse fácilmente. Al menos durante los próximos años. Los tiempos de la Iglesia, igualmente, son largos y en el mediano plazo todas las posibilidades siguen abiertas.