-“Tax the rich” (graven a los ricos) es una consigna que hoy podrá sonar electoral, pero lleva tiempo recorriendo el mundo, impulsada unánimemente por líderes de Estados desarrollados y emergentes que deben financiar políticas de recuperación económica y contención social en estos años de pandemia y de guerra en Ucrania.-
En primera fila, aparece Joe Biden, presidente de la mayor potencia mundial, Estados Unidos. Recientemente, en su segundo discurso sobre el Estado de la Unión, Biden reivindicó la necesidad de gravar a los grandes patrimonios. “Soy capitalista, pero pagá lo que te corresponde”, dijo Biden dirigiéndose sin vueltas al rico promedio estadounidense.
Su administración impulsa una ley para desalentar mecanismos de elusión o trampas fiscales, subir los impuestos a las grandes fortunas y, finalmente, cuadruplicar el gravamen a las recompras de acciones, para que las empresas reinviertan sus grandes utilidades.
Biden se pronunció específicamente sobre las compañías petroleras, que el año pasado ganaron la friolera de 200 mil millones de dólares, beneficio que calificó como “intolerable”. El dedo presidencial apuntó a otros sectores igualmente favorecidos ante los consumidores estadounidenses, como bancos, farmacéuticas, aerolíneas, hoteles y telefónicas, entre otros sectores.
Concepción estratégica. Se trata de una concepción estratégica que recorre el mundo. La pandemia y la guerra acentuaron escenarios de desigualdad en todo el planeta, que ya venían exponiéndose de manera crucial antes de estos dos azotes.
Hay quienes ni siquiera necesitan ser persuadidos, más aún, reconocen la situación y se suman voluntariamente. En 2021, un grupo de 83 multimillonarios de todo el mundo le escribió una carta al G20: “Nuestros gobiernos tienen que subir los impuestos a gente como nosotros. Inmediatamente. Sustancialmente. Y que sea permanente”, dijeron en una carta pública.
El papa Francisco, en todas sus encíclicas, ha hecho reiterada alusión al tema cuestionando severamente la “cultura del descarte” y proponiendo alternativas para que los que más tienen acepten equilibrar la balanza en favor de los sectores más postergados.
En Europa, aun cuando los registros de recuperación económica ya se vislumbran por encima de previsiones recientes de los principales organismos multilaterales (FMI, Banco Mundial, OCDE), la posibilidad de imponer gravámenes a los grandes patrimonios es un tema de actualidad en varios países.
En España, una reciente encuesta (40dB, publicada por El País y Cadena Ser) indica que dos de cada tres ciudadanos apoya la idea de que las grandes compañías paguen impuestos extraordinarios, aun a sabiendas de que esas medidas pueden tener algún impacto negativo en la actividad económica o eventualmente alentar el traslado de empresas o inversiones a otros países.
El gobierno del socialista Pedro Sánchez ha impulsado un debate sobre la aplicación de un gravamen a los grandes patrimonios y también a las ganancias extraordinarias de bancos y compañías energéticas.
Los fundamentos de este tipo de iniciativas son precisos: extender las ayudas a sectores afectados en los últimos años por las disrupciones globales conocidas, atenuar el impacto de la suba de precios en el sector energético y establecer políticas activas que eviten una recesión o que mitiguen la desaceleración económica.
Pero hay más objetivos para este tipo de proyectos. Un grupo de economistas nucleados en el Laboratorio de Desigualdad Mundial, que integran los franceses Thomas Piketty (autor de Breve historia de la igualdad) y Lucas Chancel, impulsa la creación de una “tasa climática” internacional sobre las mayores fortunas del planeta.
El argumento del que se parte es lógico: los sectores más vulnerables son los más afectados por el cambio climático y, a la vez, son los menos responsables de ese fenómeno. De hecho, son los más perjudicados por eventos extremos, de sequías a inundaciones, que terminan desplazándolos a escenarios de mayor pobreza.
Estos economistas proponen que unas 65 mil personas dueñas de un patrimonio superior a los 100 millones de dólares cada una (el 0,001% de la población adulta mundial) sean alcanzadas por un impuesto de entre el 1,5% y el 3% de su fortuna para ayudar a los que menos tienen a adaptarse al calentamiento global y a protegerse frente a la crisis que éste genera.
Si se impusiera esta tasa, la recaudación anual sería de 295 mil millones de dólares, según el Informe de Desigualdad Climática 2023.
Por casa. En la Argentina el debate no está ausente y es apropiado abordarlo sin preconceptos o especulaciones de carácter electoral. Es una discusión a la que siempre se vuelve. Se dio en el inicio de la pandemia y se demostró vigente en las argumentaciones que con posturas divergentes suscitó el comentario de Antonio Aracre, jefe de asesores del Presidente, sobre la posibilidad de gravar a los grandes patrimonios.
Este debate a menudo aparece teñido de prejuicios o de consignas superficiales. Desde la mirada neoliberal, cualquier decisión impositiva que tienda a buscar una mayor recaudación supondría más presión fiscal y, en consecuencia, un desaliento a la inversión.
Sin embargo, si observamos y analizamos los datos duros, veremos que la Argentina tiene una presión fiscal ampliamente inferior a la de países desarrollados y en línea con la que rige en otras naciones emergentes. Nuestro país exhibe una presión impositiva levemente inferior al 30% del PBI, en sintonía con Uruguay, que tiene casi el 27%, y Brasil, con más del 31%. España tiene el 38,8%, Alemania el 42,2%, Francia el 46,7%, Italia el 43,4% y Portugal el 37,5%.
¿Entonces? La conclusión obvia es que discutir una ampliación de la tributación de las grandes fortunas tiene un fundamento cierto, y un objetivo loable: promover una mayor equidad y favorecer la aplicación de políticas activas que permitan a países como el nuestro consolidar un camino de crecimiento con igualdad.
CUMPLO MI PALABRA. VOY A BAJAR LOS IMPUESTOS. pic.twitter.com/d3E5k81rNH
— Horacio Rodríguez Larreta (@horaciorlarreta) December 21, 2022
En los últimos años, se instaló la imagen del «1%» como símbolo de la desigualdad global y del poder de las grandes fortunas. Pero cuando se hace de esta cifra un fetiche, se corre el riesgo de moralizar excesivamente la discusión y colocar al «99%» del lado de los «buenos», simplificando demasiado el análisis sobre cómo construir modelos socioeconómicos más eficientes e igualitarios.
Las desigualdades sociales en América Latina no se resolverán solo combatiendo al «1%», distribuyendo los ingresos y el capital de los más ricos. El gran desafío en la región es cómo neutralizar, con instituciones públicas vigorosas, las prerrogativas y la impunidad de sus elites. Se delimitan entonces otros problemas y otros responsables. Además de las decisiones de inversión, generación de puestos de trabajo y salarios, la forma en que se conduce la justicia frente a los poderes de turno, la independencia de los medios de comunicación, la gestión del personal administrativo del Estado, las prácticas tributarias y financieras de las clases más altas, la autoridad de los dirigentes políticos y la capacidad de los docentes, médicos y asistentes sociales constituyen resortes fundamentales de la reversión o reproducción de las desigualdades sociales. Que el «1%» no encubra su rol y responsabilidad fundamental.