Luciano Beccaria
La escena transcurre en una plaza moscovita cubierta de nieve durante una mañana de enero de 1918. Un pequeño pelotón se acerca al centro de ese espacio público seguido por un puñado de hombres de traje y oficiales militares. Sin mediar palabra, se detienen, y los soldados levantan sus fusiles hacia el cielo plomizo. Cinco ráfagas de ametralladora resuenan en un eco que acompaña el repentino vuelo de las aves asustadas. Junto con ellas, herido de muerte, un fantasma huye recorriendo el cielo de Moscú. Acaban de fusilar a Dios.
Dos días antes, el 16 de enero, había comenzado el proceso judicial contra el Señor. El tribunal, presidido por Anatoli Lunacharski, comisario de Instrucción Pública desde la Revolución de Octubre, lo acusaba de crímenes contra la humanidad. Más específicamente, Dios había sido imputado por genocidio. Durante el juicio celebrado en Moscú, en el banquillo de los acusados reposó una Biblia flanqueada por abogados defensores dispuestos por el Estado soviético. Los juristas clamaron por la inimputabilidad y absolución del acusado, ya que padecía «grave demencia y trastornos psíquicos». Al día siguiente, luego de los últimos testimonios y apelaciones, Lunacharski leyó la sentencia a muerte contra el Todopoderoso, la cual se ejecutaría por fusilamiento.
La mañana del 18 de enero se cumplió de manera (hasta donde sabemos) simbólica esa sentencia. ¿Qué pistas tenía el comisario para certificar que su víctima se encontraba vagando por la bóveda celeste? Para algunos se trató de un acto más de la «intolerancia religiosa del comunismo». Para otros fue simplemente un «circo».
Lunacharski, además de crítico, ensayista y militante, era dramaturgo. Entonces, ¿por qué no pensar en el proceso judicial como una puesta en escena refundadora? Es presumible que esta decisión haya sido impulsada por el comisario sin consultar al Comité Central. La revolución llevaba solo tres meses y tenía otras innumerables urgencias. De hecho, el mismo día del fusilamiento, la Rada ucraniana firmó la paz unilateral con Alemania mientras la Rusia bolchevique era acorralada diplomáticamente en Brest-Litovsk, y Lenin disolvió la Asamblea Constituyente por negarse a refrendar sus decretos, reemplazándola por el Congreso de los Soviets. Es probable que Lunacharski haya obrado por su cuenta, aprovechando la distancia que lo separaba del trajín de la entonces capital Petrogrado.
Pero a pesar de que la crítica contemporánea denunciaba sus fines propagandísticos, el juicio a Dios no hizo mella en el imaginario revolucionario. Una primera hipótesis es que el comisario no era tan ateo y buscó poner el teatro al servicio de las sagradas escrituras marxista-leninistas.
Algunos años antes, en el fragor de la discusión teórica del exilio, Lunacharski había pugnado por incorporar valores religiosos al marxismo, por elevarlo a una condición trascendental, lo cual fue rechazado de plano por Lenin y Plejánov. Sin insistir, esperó su momento como funcionario para desquitarse sentando a la Biblia en el banquillo de los acusados, en un intento de superar dialécticamente el testamento más leído de la historia. Pero queda la pregunta por la continuidad en la pieza teatral: si Dios estaba encarnado en esas páginas encuadernadas, ¿no hubiera cerrado más una sentencia a la hoguera?
El juicio precedió a la publicación del Primer Manifiesto Surrealista (1924) y a la escena icónica del film de Buñuel La vía láctea (1968), en la que el Papa espera su destino frente a un pelotón de fusilamiento. Emerge así otra hipótesis, más central. Con esa escena poética, Lunacharski pretendió inscribir su acción en el desarrollo de las vanguardias que aspiraban a un arte menos separado de la vida. Entre otras iniciativas, el funcionario fue cofundador del Proletkult, aparato cultural apoyado solo por una corriente minoritaria dentro Partido (desde el cual, de todas maneras, se fomentaron autores como Stanislavski y Maiakovski).
La obra Misterio bufo, de Maiakovski, estrenada a fines de ese mismo 1918, fue la primera que puso en escena la temática de la revolución soviética patrocinada por Lunacharski. Desde su título, la pieza teatral se presentaba, por un lado, como un misterio medieval, un drama religioso que tematizaba las sagradas escrituras y, por otro, como bufo, grotesco, paródico, con una risa de fondo. La historia finalizaba con un grupo de proletarios ingresando a una tierra prometida llena de máquinas luego de haberse evadido de Belcebú, Noé y otros personajes bíblicos.
Diez meses después del fusilamiento de Dios, la clase obrera ocupaba el cielo hasta ese momento cerrado por duelo. El comisario de Instrucción Pública se desquitaba, una vez más, del ninguneo sufrido en el campo teórico político poco tiempo antes. Y, de paso, le serruchaba el piso de nubes a su colega demiurgo.
En lo estético, Lunacharski abogaba por un realismo no naturalista: buscaba integrar la hipérbole fantástica, lo grotesco y la libre felicidad de la actuación, tal como había afirmado en su libro Teatro y revolución. Su mandato en el comisariado duró hasta 1929, cuando renunció en desacuerdo con el rumbo que tomaba la reforma educativa, y fue designado en tareas diplomáticas hasta su muerte en 1933. Un año antes, Stalin había consagrado el realismo socialista por decreto, desechando todas las vertientes modernistas y vanguardistas que Lunacharski había impulsado en los inicios de la revolución.
El juicio a Dios fue archivado por el régimen y condenado al olvido, aunque podría ser caratulado como el primer antecedente de los juicios-espectáculo que veinte años después animarían la purga estalinista. Seguramente, en su histrionismo, los abogados defensores de Dios se hayan esforzado más por evitar la condena de su cliente que quienes patrocinaron a los comunistas caídos en desgracia en 1938.
Pero la auténtica performance política subsidiaria de este hecho se produjo durante la Guerra Civil española. En julio de 1936, un grupo de republicanos subió al Cerro de los Ángeles, cerca de Madrid, y fusiló el monumento al sagrado corazón de Jesús. Luego, en otra instancia del ritual, dinamitaron la mole de nueve metros que representaba al hijo de Dios y rebautizaron la elevación como Cerro Rojo. Aun sin citar el juicio de Lunacharski, la República española homenajeó implícitamente uno de los actos más vanguardistas de la historia bolchevique. Aquel que, poco después de la famosa aseveración de Nietzsche, pretendía tomar el cielo por asalto: Dios había muerto fusilado.