Contra la idea que buscan instalar las viejas élites, el fin del mandato de Gustavo Petro no es el final del ciclo popular y de izquierda abierto en Colombia. Es solo el principio.
En su primer discurso ante la Asamblea General de la ONU, el 20 de septiembre de 2022, el presidente Gustavo Petro defendió la autoridad de Colombia en los grandes debates contemporáneos; acto seguido, se refirió a la cuestión de las migraciones, el narcotráfico y la dignidad de América Latina. Su argumentación quedó resumida en una frase contundente: «La selva se quema, señores, mientras ustedes hacen la guerra». En su segundo discurso ante este mismo organismo, el mismo mes del año siguiente, Petro recordó el golpe contra Salvador Allende, propuso reformar el sistema financiero mundial y dijo, enlazando nuevamente la crisis climática con el colapso bélico, que era urgente acabar todas las guerras para tener «tiempo de salvarnos».
En su tercer discurso, el 24 septiembre de 2024, el presidente colombiano combinó la doble urgencia —doble impotencia, podríamos decir— de su experiencia de gobierno y la inercia global, y afirmó que «ya no es hora de hablarle a los poderosos», sino que «necesitamos una revolución mundial». «Es la hora de los pueblos», remató.
Esta es una característica de Gustavo Petro; no solo conecta temas en apariencia diversos e indaga en sus vasos comunicantes, sino que además se hace fuerte ante la hostilidad de los auditorios. Así ha sido siempre. Ante la cúpula de las Fuerzas Militares y de la Policía en Colombia, Petro criticó la tradición oligárquica de la fuerza pública y dijo que en el proyecto democrático un soldado raso debe poder ascender, por méritos propios, a general de la República. Ante un auditorio conformado por grandes banqueros nacionales y representantes de la banca internacional, dijo que el capitalismo engendra monstruos, que el sistema financiero no ha hecho otra cosa que respaldar la muerte y que, para nuestra supervivencia, necesitamos «una nueva banca para la vida». Y en la Conferencia Latinoamericana y del Caribe sobre drogas, en septiembre de 2023, sentado junto a Andrés Manuel López Obrador y otros jefes de Estado, Petro sintetizó en una pregunta retórica todo el dolor de la inútil guerra contra las drogas impuesta por los Estados Unidos cuando dijo: «¿Quién nos devuelve los muertos?».
Empiezo con esta enumeración para ilustrar un rasgo de Gustavo Petro que es al mismo tiempo una conquista de su gobierno. La oligarquía colombiana y sus delegados coyunturales nunca se han librado de su carácter colonial, rentista y pusilánime. La violencia no solo ha sido su mecanismo histórico de dominación, sino también un modo de encubrir su falta de ideas y su aversión heredada a la noción misma de una república. El triunfo electoral de Gustavo Petro cortó de raíz esta sucesión de mediocres administradores de la desigualdad; tanto en términos políticos como intelectuales, él representa la actitud contraria, y si algo ha hecho su gobierno es fertilizar el debate público buscando ampliar el horizonte de lo posible.
Conviene reconocer esto como punto de partida. Las ideas políticas de Gustavo Petro podrán gustar más o menos; podremos cuestionar sus decisiones, debatir sobre la naturaleza de su gobierno, volver a la discusión sobre revolución o reforma. Desde luego, podemos también debatir la utilidad de tanta ambición en un contexto sumamente hostil, dominado por la acumulación extrema de capital y poder. Pero, si somos justos, de Gustavo Petro nunca podremos decir que le falten ideas.
En términos biográficos, se podría explicar por su formación guerrillera —siempre al borde del abismo— y su afinidad con Carlos Pizarro y Jaime Bateman Cayón. Pero en términos políticos, más importantes para lo que nos ocupa ahora, esta cualidad se fundamenta en la historia de Colombia y la actual correlación de fuerzas en el país. Es tan pequeña la oligarquía nacional —y siempre acomplejada, siempre mezquina—, tan criminal la derecha radical (ligada al narco-latifundismo) y son tantas las infamias y las injusticias estructurales en todo el país, que hacer una política efectiva de izquierda requiere justamente eso: gran capacidad comunicativa, un llamado constante a la rebelión ante la vieja normalidad y un grado de ambición transformadora que a menudo pareciera rozar la insensatez.
Es por esto que los muchos frentes políticos planteados por el gobierno de Petro, algunos de los cuales ya se están materializando en el país (a pesar de la tenaz oposición del viejo régimen), suenan grandes, quizás enormes. Es que por fin se están dando pasos concretos hacia la reforma agraria, piedra angular de la violencia histórica; por fin se está transitando del modelo extractivista —reducto de las élites— a un modelo productivo que empiece por la agroindustria; por fin se dejó de hablar de pequeños acuerdos de desmovilización, que desactiva a grupos alzados en armas solo para abrirles espacio a otros, y se discute sobre la necesidad de superar de una vez por todas la espiral de conflictos armados en todo el país por medio de la paz total.
Todo es tan ambicioso como urgente. Tal vez por la conciencia de que este es un periodo de excepcionalidad histórica. La descarbonización de la economía es una idea fija que se manifiesta en comunidades energéticas (alianzas público-populares para la producción de energías limpias) y en el renacimiento de las redes férreas. La reforma pensional no solo es un esfuerzo por superar el expolio neoliberal, sino que busca cambiar el sentido mismo de la convivencia y declarar desde el mismo Estado que la dignidad colectiva empieza por los más pobres pero también por los más viejos.
En el plano internacional, Colombia ha escapado por primera vez en demasiado tiempo de la tutela imperial de los Estados Unidos, y se presenta como un país con posturas claras, soberanas y pertinentes. Para muestras, baste citar la firme postura de Petro —pese a todos los ataques del establishment político y mediático internacional— acerca del genocidio en Gaza, sobre el que sostuvo desde el principio que no solo refleja la barbarie actual, sino que anticipa también la barbarie futura contra el Sur global.
Una postura al respecto es que el gobierno de Petro debe evitar leerse en términos maximalistas, como conquista o fracaso total, porque aunque esta épica discursiva es útil en determinados contextos, a fin de cuentas siempre termina siendo errada. Colombia, como cualquier otra sociedad, no es un libro cerrado; no es un veredicto fatal sino un tejido complejo de intereses y fuerzas que nadie controla ni puede detener por voluntad propia. De modo que tal vez lo mejor sea guardar las proporciones y leer el gobierno de Petro, con sus avances notables y sus deudas también notables, como apenas una transición en Colombia hacia un verdadero proyecto democrático.
En la recta final del mandato, cuando los análisis catastrofistas se multiplican, se vuelve necesario resaltar un logro quizás no tan tangible pero de una enorme potencialidad: la conquista de un margen de acción cada vez más amplio para las mayorías sociales. Colombia no solo está cambiando, sino que nunca había tenido tanta propensión al cambio. Reconocer esto debe servir de brújula para orientarnos en momentos difíciles, pero no puede convertirse en un optimismo ciego que nos impida extraer lecciones de experiencias pasadas. Y una lección importante es que la excepcionalidad histórica hay que aprovecharla; que un gobierno popular y con un mandato de multitudes no puede llegar a negociar con el viejo orden, sino a transformarlo, y que pedirle a las élites reaccionarias un poco más de generosidad siempre será un error.
Gustavo Petro empezó su presidencia en el 2022 repitiendo dos enunciados paralelos y muy populares en la cultura política colombiana. El primero pertenece al político conservador Álvaro Gómez Hurtado y habla acerca del «acuerdo sobre lo fundamental». El segundo, de Jaime Bateman Cayón, fundador del M-19, refiere al «sancocho nacional». La idea base de ambas frases es que es posible entenderse incluso en la diferencia; que es necesario llegar a consensos por el bien del país (un llamado comprensible a la luz de la violencia que recorre la historia del país). Pero la política es por naturaleza confrontativa. Y una cosa es reunirse con los adversarios, dialogar con ellos, y otra cosa es esperar que respalden las reformas sociales a las que se han opuesto por tantos años a sangre y fuego.
Así, el ciclo de Gustavo Petro comenzó con una presencia inédita de líderes sociales y populares en altos cargos de gobierno, pero también con presencia de la derecha liberal, representantes de las élites y tecnócratas neoliberales que fueron parte del viejo régimen. Por un tiempo, la idea de que aquellas personas habían suscrito, por entusiasmo, el mandato del cambio fue una opinión generalizada. Pero pronto se hizo evidente que eso no era así. Tarde —muy tarde— Petro se dio cuenta de que desde esos cargos no había habido más que dilación y saboteo al programa de gobierno. Y entonces dijo, frente al monumento de Puerto Resistencia, en Cali: «Me equivoqué al invitar al centro».
A la clase dominante no hay que pedirle el «favor» de que «ayude» en la conquista y la ampliación de derechos para las mayorías sociales: hay que obligarla a que no estorbe. Rogar y pedir disculpas a quienes siempre han tenido el poder es una tara colonial que conviene evitar. Cuando las reformas sociales que son mandato popular se ven bloqueadas por el Congreso de la República (que continúa reflejando una estructura política de feudos electorales, mafias y oligarquías periféricas), lo correcto no es replegarse en la frustración sino redoblar la apuesta.
En medio de muchos errores, este ha sido uno de los grandes aciertos del gobierno de Gustavo Petro y Francia Márquez. ¿Los banqueros y fundamentalistas neoliberales quieren evitar una reforma a la salud? Entonces el presidente convoca al pueblo a la organización y la movilización social. ¿El oligopolio mediático ataca todos los días al gobierno, busca deteriorar su imagen pública e invisibiliza por completo las conquistas sociales? Entonces Petro decide usar el mecanismo de la alocución presidencial, que todos los canales de televisión tienen la obligación legal de transmitir, para continuar con su pedagogía política masiva. ¿Los grandes industriales ordenan el hundimiento de la reforma laboral, que recuperaba derechos básicos para la clase trabajadora? Pues el gobierno no se resigna, sino que convoca a una consulta popular.
Ante el acorralamiento, la agresividad y la mezquindad del viejo régimen no se reacciona poniendo la otra mejilla, porque ese derrotismo de los de abajo, ese candor formalista y liberal (propio de una casta de letrados coloniales) sería una traición imperdonable a la clase trabajadora. Este no es un jueguito aristocrático más; en esto se decide la vida y la muerte de millones de seres humanos. Por tanto, el imperativo político y ético del gobierno popular es saltarse los intermediarios y esquivar los bloqueos. Y el imperativo político y estratégico de las mayorías sociales es saltarse al gobierno mismo y exigir más, siempre más.
Esa es la vía. Cuando los grandes poderes económicos, políticos y mediáticos se comportan como mafias y están dispuestos a todo para defender sus intereses, pedirle moderación al primer gobierno popular y de izquierda de Colombia es aportar a su estancamiento. Hay que apuntar más alto, exigir cada vez más audacia y ambición, más lealtad al mandato que es resultado de las urnas pero sobre todo de la movilización social y las luchas históricas. Ese es un mérito de este gobierno que tiene algo bastante paradójico: el mejor modo de continuar y ampliar el proyecto de paz y justicia social de Gustavo Petro es adelantando a ese mismo Petro por izquierda.
Para las fuerzas del viejo régimen, todo esto es una amenaza. Y esto porque —no está de más reiterar— su principal mecanismo de dominación ha girado siempre en torno a la violencia. La exclusión social no es una consecuencia de aquel modelo, sino precisamente su condición de posibilidad. Es por esto que, de cara a las elecciones de 2026, los representantes de aquel antiguo orden están haciendo todo lo posible por volver a su viejo marco discursivo: guerra, miedos y corrupción intrínseca de lo público.
No importa si la candidata es Vicky Dávila (portavoz mediática de la extrema derecha), Miguel Uribe Turbay (nieto de expresidente), Germán Vargas Lleras (otro nieto de expresidente) o cualquier representante de las oligarquías periféricas o de la tecnocracia de élite. No importa cuál sea el matiz de esas derechas, cuál sea su candidato: todas sus referencias se están moviendo en este marco discursivo reaccionario y están haciendo además su propio cóctel electoral a partir de las derechas radicales continentales.
Me refiero, en primer lugar, a la herencia política de Uribe: la guerra total contra toda resistencia económica, ideológica o identitaria. En segundo lugar, a Nayib Bukele: populismo punitivo en el lenguaje viral de las redes sociales y negación abierta de los derechos humanos. En tercer lugar, a Javier Milei: la vieja estafa de la ultraliberalización en una nueva estética del delirio. Y en cuarto lugar, a Donald Trump, con su apuesta por un vasallaje colonial sin rodeos, la agresividad estridente que no teme caer en la torpeza y el derrumbe de los viejos consensos en una pendiente filofascista y ultracapitalista.
Ante un panorama así, multiplicar las alternativas y no dar ningún espacio al relato de la frustración y los miedos se vuelve incluso más urgente. Y por eso es un acierto que el actual impasse institucional del gobierno de Gustavo Petro (el bloqueo de las reformas sociales en el Congreso) se resuelva en una consulta popular. Porque el destino de este gobierno reside en su origen: la movilización social.
Una injusticia tan arraigada como la colombiana no se resuelve con tibieza y besamanos. La disputa política es una disputa por el sentido común, por el consenso de lo aceptable y lo deseable, y eso es algo que nunca se puede perder de vista. Lo único peor que la parálisis legal de las reformas sería aceptar y reproducir la idea de que esas transformaciones son imposibles. Hay que confiar en el pueblo; recordar que la mayor garantía del cambio está en la lucha cotidiana por una idea generosa de futuro y promover un nuevo relato —más cierto, más justo, más fértil— que reconozca que este no es el final del ciclo popular y de izquierda en Colombia, sino solo el principio.
Excelente análisis. que debería servir para analizar el rumbo a seguir en nuestro País, si llegara a imponerse un gobierno popular. Las relaciones de fuerza, no son otra cosa que la decisión política de quien gobierna de gobernar, con o sin miedo a luchar. Comenzar aceptando que los dueños del poder, son quienes deciden, es aceptar que solo se quiere el gobierno para repartirse la caja y gritar que NO se puede. El peronismo tiene la obligación de dar la batalla para derrotar en todos los campos ,a la burguesía corrupta económica-política que nos asfixia como pueblo y Nación. Si no lo hace ,dejará de ser vehículo de la liberación de nuestro pueblo.