Elon Musk es un producto de su época, pero también de la nuestra

Nasaw es autor de Andrew Carnegie and The Patriarch: The Remarkable Life and Turbulent Times of Joseph P. Kennedy.

Elon Musk ahora es el orgulloso propietario de Twitter. El peligro aquí no es que tengamos un multimillonario truhan entre nosotros —eso ya ha ocurrido antes y volverá a ocurrir—, sino que tenga el control de lo que él mismo ha denominado, y con razón, nuestra “plaza central digital”.

Musk es el rostro del capitalismo extremo basado en la tecnología del siglo XXI, así como los barones ladrones, quienes construyeron nuestros ferrocarriles, y Andrew Carnegie, quien suministró acero a esos ferrocarriles y a los constructores de las ciudades estadounidenses modernas, encarnaron el exuberante y expansivo capitalismo industrial de finales del siglo XIX y principios del XX.

Musk ha aprovechado las oportunidades que han surgido en un aparato estatal regulador que se desintegra rápidamente y ha reunido un pequeño ejército de inversionistas y una flota de cabilderos, abogados y admiradores (conocidos como Mosqueteros). Ha buscado posicionarse como genio tecnológico que puede romper las reglas, explotar y extirpar a quienes trabajan para él, ridiculizar a quienes se interponen en su camino y hacer lo que quiere con su riqueza porque beneficia a la humanidad. Rescatará el planeta con sus autos eléctricos y salvará a Ucrania con sus sistemas de satélites, pero para hacer estas buenas acciones debe ser liberado de las interferencias del gobierno.

Durante más de dos siglos, magnates estadounidenses como Musk han transformado nuestra economía y nuestra vida cotidiana (y se han enriquecido) mediante una estrategia ganadora en colaboración con los gobiernos. Solicitaron y recibieron de esos gobiernos enormes subsidios y protección, pero con la exigencia de que los dejaran en paz para manejar sus negocios a su antojo. Los barones ladrones de los ferrocarriles construyeron sus fortunas con terrenos suministrados por el gobierno donde colocaron sus vías y luego cobraron subvenciones del gobierno por cada kilómetro construido.

Carnegie y los barones del acero eligieron a legisladores y presidentes republicanos que se comprometieron a proteger los beneficios de sus empresas imponiendo altos aranceles a los competidores extranjeros. Las empresas de Musk y su fortuna se crearon con subsidios de miles de millones de dólares para su empresa de coches eléctricos, Tesla, y miles de millones más en contratos de la NASA para transportar astronautas estadounidenses al espacio, lanzar satélites y proporcionar servicios de internet de alta velocidad mediante su flota de casi 3000 satélites.

Lo que hace a Musk especialmente poderoso y posiblemente más peligroso que los magnates de la era industrial es su capacidad para promover sus negocios e ideas políticas con un tuit. El efecto de esas comunicaciones instantáneas se ve reforzado por su sólida comprensión de la dinámica de los medios y del mercado en esta era de acciones meme, trading intradiario, comunicaciones instantáneas, información falsa y desinformación.

Carnegie nunca volvió públicas sus empresas porque no quería estar sujeto a inversionistas externos, a influencias ni a las condiciones del mercado. Musk ha hecho lo contrario. Su riqueza no deriva de las fábricas que ha construido, los productos que vende o los bienes inmuebles que ha adquirido, sino de los miles de millones de dólares en acciones de Tesla, SpaceX, empresas de criptomonedas y Twitter que posee.

En agosto de 2018, tuiteó que estaba considerando volver privada a Tesla a 420 dólares por acción. La Comisión de Bolsa y Valores dijo que los “tuits engañosos” de Musk causaron que el precio de las acciones de Tesla aumentaran más del seis por ciento y lo castigaron con cargos por fraude de valores. Después aceptó renunciar al puesto de presidente de Tesla y pagar una multa de 20 millones de dólares. Tesla pagó 20 millones de dólares más.

El patriarca de la familia Kennedy, Joseph P. Kennedy, siempre fue experto en manipular los precios de las acciones, pero, como primer presidente de la Comisión de Bolsa y Valores (SEC, por su sigla en inglés), temía que el capitalismo nunca se recuperara de la Gran Depresión si los manipuladores y defraudadores eran libres de hacer lo que quisieran. Bajo el mandato de Kennedy, la comisión prohibió muchas de las prácticas que él había explotado para hacer su fortuna, incluyendo la venta al descubierto con información privilegiada.

Musk no tiene esos temores ni esos escrúpulos. Como señaló The Economist en abril, Musk “promueve la idea de que las reglas normales de la inversión no son aplicables. Describe a los guardianes de la competencia leal —reguladores y consejos— como enemigos mezquinos del progreso”. Llama a los funcionarios de la SEC “esos bastardos”.

La probable consecuencia de que Twitter sea ahora propiedad de Musk será una disrupción tanto política como económica. Al declarar que pretende permitir que Donald Trump regrese a la red social, ha dejado clara su oposición a la vigilancia de la información falsa y la desinformación política. Se ha autoproclamado un “absolutista de la libertad de expresión” y ha repetido varias veces que se opone a la censura y la limitará, y que es probable que relaje las reglas de moderación de contenido.

No es poco razonable esperar que un Twitter propiedad de Musk y controlado por él permita, en nombre de la libertad de expresión, tuitear información falsa y desinformación ad infinitum, siempre y cuando desacredite a sus opositores políticos y tanto él como sus aliados se vean aclamados y enriquecidos.

Musk tiene razón en que debe honrarse y protegerse la “libertad de expresión”. Pero ¿no es hora de que, como pueblo y nación, entablemos un debate público amplio e inclusivo sobre cuándo y cómo la libertad de expresión puede crear “un peligro claro y presente” —como escribió el juez Oliver Wendell Holmes Jr. hace un siglo— y si necesitamos que el gobierno encuentre una manera, a través de la ley, la regulación o la persuasión, de evitar que esto ocurra?

Elon Musk es un producto de su época, pero también de la nuestra. En lugar de debatir o burlarse de su influencia, debemos reconocer que no es el brillante y exitoso empresario por mérito propio que interpreta en los medios de comunicación. Por el contrario, su éxito ha sido impulsado y pagado con el dinero de los contribuyentes y secundado por funcionarios del gobierno que les han permitido a él y a otros empresarios multimillonarios ejercer un control cada vez mayor sobre nuestra economía y nuestra política.

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David Nasaw es profesor emérito de historia en el Centro de Posgrado de la Universidad de la Ciudad de Nueva York y autor, más recientemente, de The Last Million: Europe’s Displaced Persons from World War to Cold War.

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