Por Hernán Sassi*
(para La Tecl@ Eñe)
Con una mano en el corazón, era mejor que no ganara.
No miremos con saña al mensajero despeinado, y menos aún, a sus votantes; agradezcámosles.
Mutis por el foro y, de paso, agradecimiento también a Mariana Moyano, nuestra Casandra, que desde “la tanqueta” advirtió del tembladeral auto-inflingido, en el exilio interno avisó que Milei no era un loquito y desde el llano hasta predijo, antes de irse tan pronto y tan mal, que, de no considerarnos también nosotros/as esclavos de la Matrix, seríamos boleta.
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Sepamos hacernos la señal de la cruz o no, los peronistas somos católicos y familieros. De todos en la familia, amamos a Mamá como a nadie, más desde el libro de lectura del 52.
Mamá fue empleada municipal y peronista. De Menem a Massa fui el Sarmiento que nunca faltó a la escuela (a votar), leal a todos, incluso a Duhalde, que avisó, sin que nadie le diera bolilla, que la fiestita del 1 a 1 estaba “agotada”; “por exitosa”, decía con astucia porque nadie quería bajarse de ese trencito de la alegría.
Conocí las mieles del peronismo neoliberal cuando empecé a trabajar de cadete y a cursar en la UBA, donde luego asistí a clases públicas para defenderla del avance de la Alianza, ese menemismo “sin corrupción”, ponele.
El kirchnerismo me abrió las puertas de colegios y universidades, ahora como docente; también me acogió como padre de familia. Y realmente fue generoso. Era más fácil parar la olla antes que ahora: sobraba guita para irse de vacaciones no solo en verano, sino también en invierno (siendo docente, eh); e incluso, hasta alcanzaba para ahorrar.
Por entonces, me inflaba el pecho cuando empezó a toda máquina con una amplitud que hacía que se sumaran muchachones de la Ex-UCD, radicales de todo pelaje y peronistas que nunca lo habían sido; con estatización de empresas y una planificación de otra Era, hasta con lo planes quinquenales que usa China y todo. Tengo el ladrillo de De Vido que lo atestigua, un libraco que da cuenta de un Estado sólido y vigoroso que duraría siglos, no años. Es que además de incorregibles, en aquel tiempo, como allá por el 45, éramos megalómanos los peronistas.
En esos años yo me enorgullecía de que el hombre duro en la Secretaría de Comercio llamara hoy a las 3, mañana a las 4 y pasado a las 5 de la madrugada al capo de Mastellone para, con tono de Corleone, sugerirle que ni se le ocurriera subirle el precio a la leche que compraba toda madre, sostén de familia en esta tierra sin padres. “Eso sí, el del queso brie subilo todo lo que quieras”, le decía bajito antes de colgar el Guille, ese hombre insobornable a quien veía, ni más ni menos, como a un padre terrible con los malos y un pan de Dios con su grey, todo el que ganara el pan con el sudor de su frente y aportara su granito de arena para la consolidación de la Patria.
En esas y otras decisiones, y en más de alguna compadrada, yo veía que el Estado estaba al servicio de trabajador y de una comunidad organizada en la que los empresarios ganaban guita a lo pavote y había hasta movilidad social ascendente en días en que el capitalismo la había desterrado hasta en EE.UU. (quien no lo crea, vea El alma dividida de América, 2018).
Para decirlo con Soriano, el kirchnerismo fue mi “peronismo de juguete”. Y eso es lo que le duele a más de uno (radicha, conserva, pero también de izquierda, no vaya a creerse): que el momento más feliz del pueblo que mi generación vivió haya sido peronista, y que el peronismo sea, o mejor dicho haya sido, un reservorio ético y un resabio de lo humano en esta Era post-humana.
Pero bien se sabe que todo paraíso es un paraíso perdido. Año más, año menos, hace cosa de una década fue quedando atrás ese edén y un día me di cuenta de que, pasado el tiempo, tenía más de juguete que de peronismo.
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Bajo todos los días en Gerli para ir a trabajar al profesorado “Abuelas de Plaza de Mayo”. Paso por una canchita de fútbol que Ferraresi mandó a hacer a la vera de la estación del tren. El arco al que patean los pibes es nuevo, flamante, como flamante es su red y la red que va de un corner al otro, porque hay hasta red alta como un ombú inmenso y protector para que vuelva rápido la pelota para seguir jugando y para que, de paso, no le pegue en el marulo a los pibes que trepan en los juegos multicolores de al lado, también nuevos como la alfombra de caucho, nueva.
Conozco bien la zona: era un potrero, pero con los panes de pasto relucientes y hasta el abono alrededor de cada árbol, parece una de papi, de esas que hay que pagar mucha plata para alquilar por hora. Para jugar acá no hay que pagar nada, salvo lo que ya hemos pagado de impuestos, que según se ve, al menos en Avellaneda, se han distribuido muy bien. Nada tuve que pagar tampoco cuando hace poco le hicieron una resonancia a mi hija en un Hospital nuevo en Temperley y el gatero de Marbella me salvó de desembolsar 70.000 mangos que no tenía en mi cuenta sueldo a fin de mes.
Uno y otro son ramalazos de un peronismo que seguía viendo vivo en alguna intendencia, pero muerto en la cúpula, donde se olvidaron hace tiempo que “primero es la Patria, después el movimiento y después los hombres”. Uno y otro son espejismos porque es pasar la canchita y salir del Hospital de Diagnóstico de Lomas, y encontrarte con una Argentina toda hecha un gran Conurbano, en la que del glorioso Fifty/Fifty, y de políticas para la niñez (educativas, deportivas, de salud, recreativas) que el peronismo había puesto en marcha en los ´40 como no hubo en el mundo, dejamos un 50% de los pibes pobre, algo imperdonable para un movimiento en el que “los únicos privilegiados [eran] los niños”.
Empecé a pensar que no tenía porqué durar por siempre el peronismo. Podía vegetar de reencarnación en reencarnación cada cual más humillante como nuestro primo, el radicalismo. O bien podía fantasmear olvidándose de las mayorías en su eterna pelea con el voto en blanco como gusta la izquierda desde que nació el peronismo.
Como sea, algo que me unía a mi vieja estaba en terapia o muerto. Hasta con algunos compañeros empezamos a bosquejar un libro que diera cuenta de uno o lo otro. El libro se transformó en Mamá, Perón y Sarmiento: educación en el Apocalipsis zombie en el que pienso, entre otras cosas, por qué si habíamos dado vuelta como un guante la salud con Perón y Carrillo, con quienes quedó atrás el higienismo, no habíamos podido hacer lo propio con la educación durante el kirchnerismo, incluso con duplicación del presupuesto, lluvia de libros y netbooks, becas de todo tipo, cursos de formación docente a rolete y la mar en coche.
La cosa es que, hace más de una década, empecé a notar lo que llamé “peronismo en cuotas”, ráfagas de reivindicación de derechos sociales que se escurrían como agua entre las manos. Las pocas veces que mencioné cierto malestar en público confirmé un stalinismo que te la voglio dire. Los que nos animábamos a hablar fuimos tildados de “contreras” por decir que la inflación en el segundo mandato de Cristina horadaba el salario de los trabajadores; por decir que el festival del ausentismo docente perjudica no solo a los pibes y las pibas, sino más aún a las familias de la clase trabajadora; por recordar que las empresas del Estado podían ser eficientes (y no solo una agencia de colocaciones) como lo habían sido con Perón (y no te enojes Male, pero yo no puedo pagar lo mismo de Aguas que la piba que estudia en el Profe pa salir de pobre ni que el que pagaba Ganancias); también por decir que una PYME no debía pagar los mismos impuestos que Grobo; e incluso, por decir que si nosotros ni siquiera hablábamos de reforma laboral bajo el capitalismo de plataformas, vendría a hacerlas el mercado con algún personero y eso sería peor, mucho.
Hoy el peronismo es literalmente de juguete. En parte, no es nuestra culpa. El neoliberalismo se infiltró capilarmente en toda forma de Estado, se la tache de populista o no. Así como nosotros durante la “década ganada” abríamos universidades a lo loco, pero en ellas subcontratábamos a cada quien (haciendo que empleados, muy calificados incluso, facturasen “por sus servicios prestados” como si de una legión de Services de aires acondicionado se tratara, una legión que perdía derechos que el peronismo había promulgado y sostenido en el pasado), no otra cosa hace el mismísimo EE.UU., quien fuera el gendarme mundial y hoy subcontrata soldados, lotea su propio ejército, y ha privatizado su sistema de espionaje y hasta las prisiones. El neoliberalismo se nos metió tanto en la piel que un día nos desayunamos con que “Mi cuerpo, mi decisión”, un lema que acompañábamos, resultó ser idéntico a lo que pregona Milei, quien dice que la venta de órganos “es una decisión de cada uno”.
Es decir, parte de nuestras defecciones son hijas de un cambio de época, un capitalismo salvaje que se perpetúa en la micro y en la macro, en nuestro caso, desde los milicos hasta acá, sin importar del gobierno que se trate. Y ojo, no nos sintamos mal y menos solos. Hasta Rusia y China, otrora comunistas, se rindieron a la dictadura de los hombres de negocios, y aquí y acullá se impone su discurso triunfante.
Pero algo de culpa tenemos. El peronismo es una filosofía, una ética y un modelo alternativo de sociedad que tomaba lo bueno de esos dos imperialismos de los que había que cuidarse, y mucho: el capitalismo y el comunismo. Es realmente imperdonable haber rifado tamaña “realidad efectiva que debemos a Perón”, según reza la marchita, entregándonos a banderas y conceptos que nada tienen que ver con el humanismo cristiano (con el perdón de la mesa puesta por los anacronismos) que nos identificaba.
Nos comimos la curva del Mayo Francés, esa “rebelocracia” o “rebeldía pret a porter”, “la primera revolución posmoderna” (los hallazgos, más que provocaciones, son de Adriano Erriguel),[1] que, comandada por “gente enamorada de sí misma”, está más atenta a las minorías que a la clase trabajadora. Como el cristianismo para un azteca, el progresismo fue nuestra fatalidad, el modo de sepultar una lengua y un modo de concebir al otro.
Tal vez algún día el peronismo deje de ser un partido de clase media (ojalá bajar Ganancias haya sido no ya la frutilla del postre de un gobierno de espanto, sino el fin de todo un modo de pensar) y vuelva a ser una fuerza plebeya en pos de las mayorías que son quienes se desloman en la informalidad (¿los pensaremos alguna vez como nuestro sujeto político?), esos que votaron a Milei porque nosotros, con una política laboral y social opuesta a la de Perón y Evita, los veníamos humillando con entrega de bolsones de polenta a Movimientos sociales y a las escuelas públicas cada día más en ruinas. El pueblo no perdona esa canallada. Y era necesario “que truene el escarmiento”.
Así las cosas, es mejor no comandar del Estado. Estar preocupado en qué tajada sacar desenfoca y cansa. Y lo que es peor, no deja pensar.
Que el veranito de Vaca Muerta y el viento de cola por no tener que sobrellevar peste alguna lo administre otro. No malgastaremos tiempo en pase de facturas ni en autocrítica fingida. Necesitamos tomarnos un largo descanso. Nos vamos al rincón de pensar. Porque cuando pase esta etapa final del capitalismo habrá que tener lista una idea de comunidad posible. Hay que estar preparados.
Me niego a resistir a tontas y a locas, cuando muchas veces resistimos a lógicas neoliberales que ya conforman nuestro modo de pensar y sentir.
Mientras dura el saqueo, sostengámonos, y aprendamos de nuestros pueblos originarios, animémonos a las preguntas fundamentales y hagamos que la palabra tenga más peso que las imágenes huecas que hoy nos arrinconan.
Habrá que volver a viejos textos, a leyendas (humanistas, marxistas, las que sean; incluso liberales porque hay que dar batalla frente a quienes dicen serlo y no lo son) de un pasado que hay que reavivar con nuevos textos y mitos nuestros.
Si la devastación es de la cultura, la reconstrucción debe ser cultural, no de un partido. No será fruto sino del encuentro en casas, escuelas y hasta en galpones. Se dará en las distintas formas del arte, en charlas y hasta en grupos de estudio.
Como padre y docente, confío en lo mucho que tenemos por hacer. Y creo que, hoy más que nunca, la tarea es, antes que nada, civilizatoria. Donde hay un desfondado, alguien sin amarra a nada ni a nadie, tiene que haber un sujeto sujetado a alguien y a una idea de comunidad.
A no entregarse que la lucha es sin cuartel y diaria para no ser uno mismo un desfondado. El partido es largo. No hay que flaquear. Sin esperanzas en mi generación, la responsable (no la única, claro), tengo mucha en la siguiente, que es con la que creo recuperaremos algo de lo humano.
Con ella haremos que palabras y cosas estén unidas nuevamente. Que ellas recuperen la memoria y en ellas resuenen nuevas utopías. Arrojaremos nuestra botella al mar y habrá quién la recoja.
[1] Adriano. Pensar lo que más les duele. Ensayos metapolíticos, Madrid, Homo Legens, 2020.
*Docente de cine (FLACSO) y de distintas materias del profesorado de lengua en instituciones del Conurbano. Autor de «Cambiemos o la banalidad del bien» (Red Editorial) y de «La invención de la literatura. Una historia del cine», entre otros libros.