A continuación, de Anne Fausto-Sterling publicamos un artículo de opinión en The New York Times y su artículo de impacto “Los Cinco Sexos, Revisitados” (The Sciences 2000, 40: 18-23)
Por qué el sexo no se limita a ser mujer u hombre
Dos sexos jamás han sido suficientes para describir la variedad humana. Ni en tiempos bíblicos ni ahora. Antes de que supiéramos gran cosa sobre la biología, establecimos reglas sociales para administrar la diversidad sexual. Por ejemplo, el antiguo código rabínico de los judíos conocido como la Tosefta a veces trataba a la gente que tenía genitales masculinos y femeninos (testículos y vagina, por ejemplo) como mujeres: no podían heredar propiedades ni fungir como sacerdotes; en otras ocasiones, como hombres: se les prohibía rasurarse o estar en un lugar apartado con mujeres. Lo más brutal es que los romanos, que creían que la gente intersexual era un mal augurio, podían llegar a matar a una persona cuyo cuerpo y mente no se ajustaran a una clasificación sexual binaria.
Actualmente, algunos gobiernos parecen seguir el modelo romano y si bien no matan a las personas que no se ajustan a una de dos categorías sexuales, por lo menos tratan de negar su existencia. Este mes, Viktor Orbán, primer ministro de Hungría, prohibió los programas universitarios de Estudios de Género y declaró que “la gente nace siendo hombre o mujer” y que es inaceptable “hablar sobre géneros socialmente construidos, en vez de sexos biológicos”. Ahora, el Departamento de Salud y Servicios Humanos durante el gobierno de Donald Trump quiere seguir ese ejemplo y definir legalmente el sexo como “el estatus de una persona como hombre o mujer con base en rasgos biológicos inmutables e identificables al nacer o antes del nacimiento”.
Esto es incorrecto en muchos aspectos, tanto morales como científicos. Habrá quien explique el daño humano que provoca ese tipo de resolución. Yo me apegaré al error biológico.
Desde hace mucho se ha sabido que no hay una sola medida biológica que coloque de manera contundente a cada ser humano en una de dos categorías: varón o mujer. En la década de los cincuenta, el psicólogo John Money y sus colegas estudiaron a la gente que nació con combinaciones inusuales de marcadores sexuales (ovarios y pene, testículos y vagina, dos cromosomas X y escroto, y más). Pensando en estas personas, a quienes hoy en día llamaríamos intersexuales, Money desarrolló un modelo con varios niveles de desarrollo sexual.
Comenzó con el sexo cromosómico, determinado durante la fertilización cuando un esperma que tiene un cromosoma X o Y se fusiona con un óvulo que tiene un cromosoma X. O por lo menos eso es lo que pasa generalmente. En casos menos comunes, un óvulo o un esperma quizá carezcan de un cromosoma sexual o tengan uno adicional. El embrión resultante tiene un sexo cromosómico poco común —XXY, XYY o XO—. Así que, incluso si se considera solo la primera capa del sexo, hay más de dos categorías.
Pero esa es solo la primera capa. De ocho a doce semanas después de la concepción, un embrión adquiere el sexo gonadal fetal: los embriones con un cromosoma Y desarrollan testículos embrionarios; los que tienen dos cromosomas X desarrollan ovarios embrionarios. Esto establece la base para el sexo hormonal fetal, cuando los testículos o los ovarios embrionarios fetales generan hormonas que ayudan a que el embrión se desarrolle aún más como mujer u hombre (según las hormonas que aparezcan). El sexo hormonal fetal orquesta el sexo reproductivo interno (formación del útero, el cérvix, las trompas de Falopio en las mujeres o los conductos deferentes, la próstata y el epidídimo en los hombres). Durante el cuarto mes, las hormonas fetales completan su trabajo dándole forma al sexo genital externo —pene y escroto en los hombres; vagina y clítoris en las mujeres—.
Así, al nacer, un bebé tiene cinco capas de sexo. Sin embargo, como con el sexo cromosómico, cada capa subsecuente no siempre se convierte estrictamente en un binario. Además, las capas pueden entrar en conflicto entre sí, una siendo binaria y la otra no: un bebé que tiene cromosomas XX puede nacer con un pene, y una persona que tiene cromosomas XY puede tener una vagina, etcétera. Este tipo de discrepancias frustran cualquier plan de asignar el sexo como hombre o mujer, de manera categórica y a perpetuidad, tan solo mirando los genitales de un recién nacido.
Aunada a esa complejidad, la estratificación no se detiene en el nacimiento. Los adultos que rodean al recién nacido identifican el sexo a partir de cómo perciben el sexo genital
(al nacer o con base en una imagen de ultrasonido) y así comienza el proceso de socialización de género. Las hormonas fetales también afectan el desarrollo cerebral y producen otra capa más llamada sexo cerebral. Un aspecto del sexo cerebral se vuelve evidente en la pubertad cuando, generalmente, ciertas células cerebrales estimulan los niveles y patrones hormonales del hombre o la mujer adultos, los cuales provocan la maduración sexual adulta.
Money llamó a estas capas sexo hormonal puberal y sexo morfológico puberal. No obstante, estas también podrían variar mucho, más allá de una clasificación binaria. Este hecho es la fuente de discusiones continuas acerca de cómo decidir quién puede competir legítimamente en eventos deportivos internacionales femeniles.
Ha habido muchas investigaciones científicas nuevas sobre el tema desde la década de los cincuenta. Sin embargo, quienes recurren a la biología para obtener una definición de aplicación fácil acerca del sexo y el género no lograrán su objetivo si observan el más importante de estos hallazgos. Por ejemplo, ahora sabemos que, en vez de desarrollarse en la dirección de un solo gen, los testículos o los ovarios embrionarios fetales lo hacen según redes genéticas opuestas, una de las cuales reprime el desarrollo masculino mientras estimula la diferenciación femenina, y la otra hace lo opuesto. Entonces, lo importante no es la presencia o la ausencia de un gen en particular, sino el equilibrio de poder entre las redes genéticas que trabajan en conjunto o en una secuencia específica. Esto socava la posibilidad de usar una prueba genética simple para determinar el verdadero sexo.
El cambio de políticas propuesto por el Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos es un retroceso. Ignora el consenso científico sobre el sexo y el género, y pone en peligro la libertad que tiene la gente de vivir sus vidas de una manera que se ajuste a su sexo y su género conforme estos se desarrollan a través de cada ciclo de vida individual.
https://www.nytimes.com/es/2018/10/30/sexo-no-es-binario/
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Los cinco sexos, revisitados
El incipiente reconocimiento de que las personas presentan variedades sexuales desconcertantes está poniendo a prueba los valores médicos y las normas sociales.
Cuando Cheryl Chase se puso al frente de la abarrotada sala de reuniones del Hotel Sheraton Boston, la tensión se hizo audible entre toses nerviosas. Chase, activista por los derechos de los intersexuales, había sido invitada a pronunciar un discurso en la reunión de mayo de 2000 de la Lawson Wilkins Pediatric Endocrine Society (LWPES), la mayor organización de Estados Unidos de especialistas en hormonas infantiles. Su charla sería el gran colofón de un simposio de cuatro horas sobre el tratamiento de la ambigüedad genital en recién nacidos, bebés que nacen con una mezcla de anatomía masculina y femenina, o genitales que parecen diferir de su sexo cromosómico. El tema no era nuevo para los médicos reunidos.
Sin embargo, la comparecencia de Chase ante el grupo fue extraordinaria. Tres años y medio antes, la Academia Americana de Pediatría había rechazado su petición de poder presentar el punto de vista de los pacientes sobre el tratamiento de la ambigüedad genital, tachando a Chase y a sus partidarios de «fanáticos». Unas dos docenas de personas intersexuales habían respondido levantando un piquete. La Sociedad Intersexual de Norteamérica (ISNA) incluso emitió un comunicado de prensa: «Hermafroditas en la mira de los médicos de la infancia».
Le había sentado bien a mi corazón de activista callejera de los años sesenta. A corto plazo, le dije entonces a Chase, los piquetes enfadarían a la gente. Pero con el tiempo, le aseguré, las puertas entonces cerradas se abrirían. Ahora, cuando Chase empezaba a dirigirse a los médicos en su propia convención, esa predicción se estaba cumpliendo. Su charla, titulada «Ambigüedad sexual: El enfoque centrado en el paciente», fue una crítica comedida de la práctica casi universal de realizar cirugía «correctiva» inmediata a miles de niños que nacen cada año con genitales ambiguos. La propia Chase vive con las consecuencias de esa cirugía. Sin embargo, su público, los mismos endocrinólogos y cirujanos a los que Chase acusaba de reaccionar con «cirugía y vergüenza», la recibieron con respeto. Y lo que es aún más sorprendente, muchos de los oradores que la precedieron en la sesión ya habían hablado de la necesidad de desechar las prácticas actuales en favor de tratamientos más centrados en el asesoramiento psicológico.
¿A qué se debe este cambio tan radical? Sin duda, la intervención de Chase en el simposio de LWPES fue una reivindicación de su perseverancia en la búsqueda de atención para su causa. Pero su invitación a hablar también marcó un antes y un después en el debate sobre cómo tratar a los niños con genitales ambiguos. Y ese debate, a su vez, es la punta de un iceberg biocultural -el iceberg del género- que sigue sacudiendo tanto la medicina como nuestra cultura en general.
Chase hizo su primera aparición nacional en 1993, en estas mismas páginas, anunciando la formación de ISNA en una carta que respondía a un ensayo que yo había escrito para The Sciences, titulado «Los cinco sexos» [marzo/abril de 1993]. En ese artículo sostenía que el sistema de dos sexos arraigado en nuestra sociedad no es adecuado para abarcar todo el espectro de la sexualidad humana. En su lugar, sugería un sistema de cinco sexos. Además de machos y hembras, incluía herms (llamados así por los hermafroditas verdaderos, personas que nacen con testículos y ovarios); merms (pseudohermafroditas masculinos, que nacen con testículos y algún aspecto de genitales femeninos); y ferms (pseudohermafroditas femeninas, que tienen ovarios combinados con algún aspecto de genitales masculinos).
Mi intención era ser provocadora, pero también lo había escrito aparentando ser seria. Por eso me sorprendió el alcance de la polémica que desató el artículo. Los cristianos de derechas se indignaron y relacionaron mi idea de los cinco sexos con la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer, patrocinada por Naciones Unidas y celebrada en Pekín en septiembre de 1995. Al mismo tiempo, el artículo encantó a otros que se sentían constreñidos por el actual sistema de sexo y género.
Estaba claro que había tocado una fibra sensible. El hecho de que mi propuesta de renovar nuestro sistema de sexo y género pudiera irritar a tanta gente sugería que el cambio -y la resistencia al mismo- podrían estar a punto de producirse. De hecho, muchas cosas han cambiado desde 1993, y me gusta pensar que mi artículo fue un estímulo importante. Como salidos de la nada, los intersexuales se están materializando ante nuestros ojos. Como Chase, muchos se han convertido en organizadores políticos, que presionan a médicos y políticos para que cambien las prácticas actuales de tratamiento. Pero en términos más generales, aunque quizá no menos provocativos, los límites que separan lo masculino de lo femenino parecen más difíciles de definir que nunca.
Algunos consideran que los cambios en curso son profundamente perturbadores. Para otros son liberadores.
¿Quién es intersexual y cuántos intersexuales hay? El concepto de intersexualidad está arraigado en las ideas mismas de masculino y femenino. En el mundo idealizado, platónico y biológico, los seres humanos se dividen en dos tipos: una especie perfectamente dimórfica. Los varones tienen un cromosoma X y un cromosoma Y, testículos, pene y todas las tuberías internas apropiadas para expulsar la orina y el semen al mundo exterior. También tienen características sexuales secundarias bien conocidas, como una constitución musculosa y vello facial. Las mujeres tienen dos cromosomas X, ovarios, todas las tuberías internas para transportar la orina y los óvulos al mundo exterior, un sistema para favorecer el embarazo y el desarrollo fetal, así como una variedad de características sexuales secundarias reconocibles.
Esa historia idealizada pasa por alto muchas advertencias obvias: algunas mujeres tienen vello facial, algunos hombres no lo tienen; algunas mujeres hablan con voz grave, algunos hombres chirrían de verdad. Menos conocido es el hecho de que, si se examina de cerca, el dimorfismo absoluto se desintegra incluso a nivel de la biología básica. Los cromosomas, las hormonas, las estructuras sexuales internas, las gónadas y los genitales externos varían más de lo que la mayoría de la gente cree. Los que nacen fuera del molde dimórfico platónico se denominan intersexuales.
En «Los cinco sexos» informé de la estimación de un psicólogo experto en el tratamiento de intersexuales, que sugería que alrededor del 4% de todos los nacidos vivos son intersexuales. A continuación, junto con un grupo de estudiantes de la Universidad de Brown, me propuse realizar la primera evaluación sistemática de los datos disponibles sobre tasas de natalidad intersexual. Buscamos en la literatura médica estimaciones de la frecuencia de diversas categorías de intersexualidad, desde cromosomas adicionales hasta gónadas, hormonas y genitales mixtos. En algunos casos, sólo encontramos datos anecdóticos; en la mayoría, sin embargo, existen cifras. Basándonos en esas pruebas, calculamos que de cada 1.000 niños nacidos, diecisiete son intersexuales de alguna forma. Esta cifra (1,7%) es una estimación aproximada, no un recuento exacto, aunque creemos que es más exacta que el 4% que he indicado.
Nuestra cifra representa todas las excepciones cromosómicas, anatómicas y hormonales al ideal dimórfico; el número de intersexuales que, potencialmente, podrían ser sometidos a cirugía en la infancia es menor, probablemente entre uno de cada 1.000 y uno de cada 2.000 nacidos vivos. Además, dado que algunas poblaciones poseen los genes relevantes con una frecuencia elevada, la tasa de natalidad intersexual no es uniforme en todo el mundo.
Pensemos, por ejemplo, en el gen de la hiperplasia suprarrenal congénita (HSC). Cuando el gen de la CAH se hereda de ambos progenitores, da lugar a un bebé con genitales externos masculinizados que posee dos cromosomas X y los órganos reproductores internos de una mujer potencialmente fértil. La frecuencia del gen varía mucho en todo el mundo: en Nueva Zelanda sólo se da en cuarenta y tres niños por millón; entre los esquimales yupik del suroeste de Alaska, su frecuencia es de 3.500 por millón.
La intersexualidad siempre ha sido, en cierta medida, una cuestión de definición. Y en el siglo pasado han sido los médicos los que han definido a los niños como intersexuales, y los que han proporcionado los remedios. Cuando sólo los cromosomas son inusuales, pero los genitales externos y las gónadas indican claramente que se trata de un varón o de una mujer, los médicos no abogan por la intervención. De hecho, no está claro qué tipo de intervención podría recomendarse en estos casos. Pero la historia es muy distinta cuando los bebés nacen con genitales mixtos, o con genitales externos que parecen estar en desacuerdo con las gónadas del bebé. La mayoría de las clínicas especializadas en el tratamiento de bebés intersexuales se basan en los principios de gestión de casos desarrollados en los años 50 por el psicólogo John Money y los psiquiatras Joan G. Hampson y John L. Hampson, todos ellos de la Universidad Johns Hopkins de Baltimore (Maryland). Money creía que la identidad de género es completamente maleable durante unos dieciocho meses después del nacimiento. Por tanto, cuando un equipo de tratamiento recibe a un bebé con genitales ambiguos, puede asignarle un sexo basándose únicamente en lo que tenga más sentido desde el punto de vista quirúrgico. Los médicos podrían entonces simplemente animar a los padres a criar al niño de acuerdo con el género asignado quirúrgicamente. Según la mayoría de los médicos, seguir ese camino eliminaría la angustia psicológica tanto del paciente como de los padres. De hecho, los equipos de tratamiento nunca debían utilizar palabras como «intersexual» o «hermafrodita»; en su lugar, debían decir a los padres que la naturaleza pretendía que el bebé fuera el niño o la niña que los médicos habían determinado que era. Mediante la cirugía, los médicos se limitaban a completar la intención de la naturaleza.
Aunque Money y los Hampson publicaron estudios de casos detallados de niños intersexuales que, según ellos, se habían adaptado bien a sus asignaciones de género, Money pensaba que un caso en particular demostraba su teoría. Se trataba de un ejemplo dramático, ya que no tenía nada que ver con la intersexualidad: uno de un par de gemelos idénticos perdió el pene como consecuencia de un accidente en la circuncisión. Money recomendó que «John» (como se le conoció en un estudio posterior) se convirtiera quirúrgicamente en «Joan» y se criara como una niña. Con el tiempo, a Joan le encantó llevar vestidos y peinarse. Money proclamó con orgullo que la reasignación de sexo había sido un éxito.
Pero, como ha relatado recientemente John Colapinto en su libro As Nature Made Him, Joan -que ahora se sabe que es un varón adulto llamado David Reimer- acabó rechazando su asignación femenina. Incluso sin pene ni testículos funcionales (que le habían sido extirpados como parte de la reasignación), John/Joan buscó medicación masculinizante y se casó con una mujer con hijos (a los que adoptó).
Desde que salió a la luz la conclusión completa de la historia de John/Joan, han aparecido otros individuos que fueron reasignados como hombres o mujeres poco después de nacer, pero que posteriormente rechazaron sus primeras asignaciones. También se han dado casos en los que la reasignación ha funcionado, al menos hasta la veintena. Pero incluso entonces las secuelas de la operación pueden ser problemáticas. La cirugía genital suele dejar cicatrices que reducen la sensibilidad sexual. La propia Chase se sometió a una clitoridectomía completa, un procedimiento que hoy en día se practica con menos frecuencia a los intersexuales. Pero las cirugías más recientes, que reducen el tamaño del eje del clítoris, siguen reduciendo enormemente la sensibilidad.
La revelación de casos de Reassign-merits fallidos y la aparición del activismo intersexual han llevado a un número cada vez mayor de endocrinólogos, urólogos y psicólogos pediátricos a reexaminar la sensatez de la cirugía genital precoz. Por ejemplo, en una charla que precedió a la de Chase en la reunión de LWPES, el especialista en ética médica Laurence B. McCullough, del Centro de Ética Médica y Política Sanitaria del Baylor College of Medicine de Houston (Texas), presentó un marco ético para el tratamiento de los niños con genitales ambiguos. Dado que el fenotipo sexual (la manifestación de características sexuales determinadas genética y embriológicamente) y la presentación de género (el rol sexual proyectado por el individuo en la sociedad) son muy variables, argumenta McCullough, las diversas formas de intersexualidad deben definirse como normales. Todas ellas entran dentro de la variabilidad estadísticamente esperable del sexo y el género. Además, aunque algunas formas de intersexualidad pueden ir acompañadas de ciertos estados de enfermedad, y pueden requerir intervención médica, las condiciones intersexuales no son en sí mismas enfermedades.
McCullough también sostiene que, en el proceso de asignación de género, los médicos deben minimizar lo que él denomina asignaciones irreversibles: tomar medidas como la extirpación o modificación quirúrgica de gónadas o genitales que el paciente puede querer revertir algún día. Por último, McCullough insta a los médicos a abandonar la práctica de tratar el nacimiento de un niño con ambigüedad genital como una emergencia médica o social. En su lugar, deben tomarse el tiempo necesario para realizar un estudio médico exhaustivo y revelar todo a los padres, incluidas las incertidumbres sobre el resultado final. En otras palabras, el mantra del tratamiento debería ser la terapia, no la cirugía.
Creo que un nuevo protocolo de tratamiento para los bebés intersexuales, similar al esbozado por McCullough, está muy cerca. El tratamiento debería combinar algunos principios médicos y éticos básicos con un enfoque práctico pero menos drástico del nacimiento de un niño de sexo mixto. Como primer paso, la cirugía en los bebés sólo debería realizarse para salvar la vida del niño o para mejorar sustancialmente su bienestar físico. Los médicos pueden asignar un sexo -masculino o femenino- a un bebé intersexual basándose en la probabilidad de que la condición particular del niño lleve a la formación de una identidad de género concreta. Al mismo tiempo, sin embargo, los médicos deben ser lo suficientemente humildes como para reconocer que, a medida que el niño crece, puede rechazar la asignación, y deben ser lo suficientemente prudentes como para escuchar lo que el niño tiene que decir. Y lo que es más importante, los padres deben tener acceso a toda la gama de información y opciones de que disponen.
La asignación de sexo poco después del nacimiento es sólo el principio de un largo viaje. Pensemos, por ejemplo, en la vida de Max Beck: Nacida intersexual, Max fue asignada quirúrgicamente como mujer y criada siempre como tal. Si su equipo médico la hubiera seguido hasta los veinte años, habrían considerado que su asignación fue un éxito porque estaba casada con un hombre. (Cabe señalar que el éxito en la asignación de género se ha definido tradicionalmente como vivir en ese género como heterosexual). Sin embargo, al cabo de unos años, Beck se declaró lesbiana marimacho; ahora, a mediados de la treintena, Beck se ha convertido en hombre y se ha casado con su pareja lesbiana, que (gracias a los milagros de la tecnología reproductiva moderna) ha dado a luz recientemente a una niña.
Los transexuales, personas que tienen un género emocional opuesto a su sexo físico, se describían a sí mismos en términos de dimorfismo absoluto: hombres atrapados en cuerpos femeninos o viceversa. Como tales, buscaban alivio psicológico a través de la cirugía. Aunque muchos siguen haciéndolo, algunos de los llamados transexuales se conforman hoy con habitar una zona más ambigua. Un transexual de hombre a mujer, por ejemplo, puede declararse lesbiana. Jane, nacida fisiológicamente varón, tiene ahora treinta y tantos años y vive con su mujer, con la que se casó cuando aún se llamaba John. Jane toma hormonas para feminizarse, pero aún no han interferido en su capacidad para mantener relaciones sexuales como un hombre. En su mente, Jane mantiene una relación lésbica con su mujer, aunque considera sus momentos íntimos como un cruce entre el sexo lésbico y el heterosexual.
Podría parecer natural considerar que los intersexuales y transexuales viven a medio camino entre los polos masculino y femenino. Pero lo masculino y lo femenino no pueden analizarse como una especie de continuo. La mejor forma de conceptualizar el sexo y el género es como puntos en un espacio multidimensional. Durante algún tiempo, los expertos en el desarrollo del género han distinguido entre sexo a nivel genético y a nivel celular (expresión genética específica del sexo, cromosomas X e Y); a nivel hormonal (en el feto, durante la infancia y después de la pubertad); y a nivel anatómico (genitales y características sexuales secundarias). Es de suponer que la identidad de género surge de todos esos aspectos corpóreos a través de alguna interacción poco conocida con el entorno y la experiencia. Lo que ha quedado cada vez más claro es que se pueden encontrar niveles de masculinidad y feminidad en casi todas las permutaciones posibles. Un hombre (o una mujer) cromosómico, hormonal y genital puede surgir con una identidad de género femenina (o masculina). O una mujer cromosómica con hormonas fetales masculinas y genitales masculinizados -pero con hormonas puberales femeninas- puede desarrollar una identidad de género femenina.
Las comunidades médica y científica aún no han adoptado un lenguaje capaz de describir tal diversidad. En su libro Hermaphrodites and the Medical Invention of Sex (Hermafroditas y la invención médica del sexo), la historiadora y especialista en ética médica Alice Domurat Dreger, de la Universidad Estatal de Michigan en East Lansing, documenta la aparición de los actuales sistemas médicos para clasificar la ambigüedad de género. El uso actual sigue anclado en el enfoque victoriano del sexo. La estructura lógica de los términos de uso común «hermafrodita verdadero», «pseudohermafrodita masculino» y «pseudohermafrodita femenino» indica que sólo el llamado hermafrodita verdadero es una auténtica mezcla de masculino y femenino. Los demás, por muy confusas que sean sus partes corporales, son realmente machos o hembras ocultos. Dado que los hermafroditas verdaderos son raros -posiblemente sólo uno de cada 100.000-, tal sistema de clasificación apoya la idea de que los seres humanos son una especie absolutamente dimórfica.
En los albores del siglo XXI, cuando la variabilidad de género parece tan visible, tal postura es difícil de mantener. Y aquí también ha empezado a desmoronarse el viejo consenso médico. El otoño pasado, el urólogo pediátrico Ian A. Aaronson, de la Universidad Médica de Carolina del Sur en Charleston, organizó el Grupo de Trabajo Norteamericano sobre Intersexualidad (NATFI) para revisar las respuestas clínicas a la ambigüedad genital en los bebés. Asociaciones médicas clave, como la Academia Americana de Pediatría, han respaldado el NATFI. Especialistas en cirugía, endocrinología, psicología, ética, psiquiatría, genética y salud pública, así como grupos de defensa de los pacientes intersexuales, se han unido a sus filas.
Uno de los objetivos del NATFI es establecer una nueva nomenclatura sexual. Una propuesta que se está estudiando sustituye el sistema actual por una terminología emocionalmente neutra que hace hincapié en los procesos de desarrollo y no en categorías de género preconcebidas. Por ejemplo, los intersexuales de tipo I se desarrollan a partir de influencias virilizantes anómalas; los de tipo II son el resultado de alguna interrupción de la virilización; y en los intersexuales de tipo III las propias gónadas pueden no haberse desarrollado de la forma esperada.
Lo que está claro es que, desde 1993, la sociedad moderna ha pasado de los cinco sexos al reconocimiento de que la variación de género es normal y, para algunas personas, un terreno para la exploración lúdica. En su libro Lessons from the Intersexed (Lecciones de los intersexuales), la psicóloga Suzanne J. Kessler, de la Universidad Estatal de Nueva York en Purchase, aborda mi propuesta de los «cinco sexos» con gran acierto:
La limitación de la propuesta de Fausto-Sterling es que… [sigue otorgando a los genitales … un estatus significante primario e ignora el hecho de que en la vida cotidiana las atribuciones de género se hacen sin tener acceso a la inspección genital. … Lo que tiene primacía en la vida cotidiana es el género que se interpreta, independientemente de la configuración de la carne bajo la ropa.
Ahora estoy de acuerdo con la valoración de Kessler. Sería mejor para los intersexuales y sus partidarios desviar la atención de todo el mundo de los genitales. En su lugar, como ella sugiere, habría que reconocer que las personas presentan una variedad de identidades y características sexuales aún más amplia que la que pueden distinguir los meros genitales. Algunas mujeres pueden tener «clítoris grandes o labios fusionados», mientras que algunos hombres pueden tener «penes pequeños o escrotos deformes», como dice Kessler, «fenotipos sin un significado clínico o identitario particular».
Por muy lúcido que sea el programa de Kessler -y a pesar de los avances logrados en la década de 1990-, nuestra sociedad aún está lejos de ese ideal. La persona intersexual o transexual que proyecta un género social -lo que Kessler denomina «genitales culturales»- que entra en conflicto con sus genitales físicos aún puede morir por la transgresión. De ahí que sea necesaria la protección jurídica de las personas cuyos genitales culturales y físicos no coinciden durante la actual transición hacia un mundo más diverso en cuanto al género. Un paso sencillo sería eliminar la categoría de «género» de los documentos oficiales, como los permisos de conducir y los pasaportes. Sin duda, atributos más visibles (como la estatura, la complexión y el color de ojos) y menos visibles (huellas dactilares y perfiles genéticos) serían más convenientes.
Una agenda de mayor alcance se presenta en la Carta Internacional de Derechos de Género, adoptada en 1995 en la cuarta Conferencia Internacional sobre Derecho Transgénero y Política de Empleo, celebrada en Houston (Texas). Enumera diez «derechos de género», entre ellos el derecho a definir el propio género, el derecho a cambiar el género físico si así se desea y el derecho a casarse con quien se desee. Las bases jurídicas de estos derechos se están debatiendo en los tribunales mientras escribo y, más recientemente, mediante el establecimiento, en el estado de Vermont, de parejas de hecho legales entre personas del mismo sexo.
Nadie podía prever tales cambios en 1993. Y la idea de que he desempeñado algún papel, por pequeño que sea, en la reducción de la presión -tanto de la comunidad médica como de la sociedad en general- para aplanar la diversidad de los sexos humanos en dos campos diametralmente opuestos me complace.
A veces la gente me sugiere, con no poco horror, que abogo por un mundo pastel en el que reine la androginia y hombres y mujeres sean aburridamente iguales. En mi visión, sin embargo, los colores fuertes coexisten con los pasteles. Hay y seguirá habiendo personas muy masculinas, sólo que algunas son mujeres. Y algunas de las personas más femeninas que conozco resultan ser hombres.
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Anne Fausto-Sterling es profesora de biología y estudios sobre la mujer en la Universidad Brown. Parte de este artículo ha sido adaptado de su libro SEXING THE BODY (Basic Books, 2000) – Cuerpos Sexuados. La política de género y la construcción de la sexualidad (Melusina, segunda edición ampliada).
The Sciences (New York). 2000 Jul-Aug; 40 (4): 18-23.
doi: 10.1002/j.2326-1951.2000.tb03504.x. https://web.archive.org/web/20071121131920/http://www.neiu.edu/~lsfuller/5sexesrevisited.htm
http://www.portalenazionalelgbt.it/bancadeidati/schede/the-five-sexes-why-male-and-female-are-not-enough/file/Articolo%20ENG
+ Info:
Fausto-Sterling, Anne (2000). Sexing the Body: Gender Politics and the Construction of Sexuality. New York: Basic Books. Traducido al castellano en 2006: Cuerpos Sexuados (segunda edición ampliada). Barcelona: Melusina
Carolina Martínez Pulido. Anne Fausto-Sterling, una decidida apuesta por la tolerancia sexual
https://mujeresconciencia.com/2020/06/30/anne-fausto-sterling-una-decidida-apuesta-por-la-tolerancia-sexual/
Andrea Torricella. Tendiendo puentes entre la teoría feminista y la biología. Sobre materialidad, sistemas dinámicos y plasticidad. Una entrevista a Anne Fausto-Sterling.
https://www.researchgate.net/publication/330168891_Tendiendo_puentes_entre_la_teoria_feminista_y_la_biologia_sobre_materialidad_sistemas_dinamicos_y_plasticidad_Una_entrevista_a_Anne_Fausto-Sterling