¿Cómo y por qué «los pocos» se han divorciado de sus responsabilidades? ¿De qué modo quienes detentan poder económico y político se han desresponsabilizado del cuerpo social? ¿Y de qué forma enfrentan «los muchos» esta situación? Estos interrogantes son abordados de manera minuciosa por la politóloga italiana Nadia Urbinati en su libro Pocos contra muchos, publicado recientemente en español por Katz Editores. En su ensayo, Urbinati muestra por qué los nuevos estallidos sociales parecen estar condenados al fracaso y en qué forma una democracia minimalista –nacida de las ruinas de la democracia social que sostenía al Estado de Bienestar– ha producido una licuefacción de las estructuras partidarias clásicas. Urbinati muestra, además, el maridaje entre neoliberalismo y populismo (al que define como algo más que una retórica y una ideología). Su trabajo constituye un aporte a repensar la importancia de la organización partidaria y de las mediaciones institucionales dentro de la tradición de las izquierdas democráticas y reformistas.
La publicación en español del libro de Urbinati conecta con el desarrollo de numerosos movimientos de protesta que, en la actualidad latinoamericana, no logran traducir sus demandas a la arena institucional. Profesora de Teoría Política en la Universidad de Columbia, especialista en pensamiento político moderno y tradiciones democráticas y antidemocráticas, Urbinati fue, además, copresidenta del Seminario de Pensamiento Político y Social de la Universidad de Columbia y fundadora del Taller sobre Política, Religión y Derechos Humanos del Departamento de Ciencias Políticas de la misma casa de estudios. Ha sido colaboradora de los periódicos L’Unità, Il Fatto Quotidiano y La Repubblica. Actualmente colabora con la revista Left y con el periódico Domani. En 2008, el presidente italiano Giorgio Napolitano la nombró Comandante de la Orden del Mérito de la República Italiana «por su contribución al estudio de la democracia». Es, asimismo, autora de diversos libros, entre los que se destacan Yo: el pueblo (Grano de Sal, México, 2021), La democracia representativa (Prometeo, Buenos Aires, 2017), La democracia desfigurada (Prometeo, Buenos Aires, 2014), La mutazione antiegualitaria [La mutación antiigualitaria] (Laterza, Roma, 2013) y Liberi e uguali [Libres e iguales] (Laterza, Roma, 2011).
En esta entrevista, Urbinati analiza las nuevas dimensiones de la confrontación entre «los pocos» y «los muchos», indaga en los nuevos movimientos de protesta y explica por qué se dirigen ya no solo contra quienes concentran el poder económico, sino también contra quienes detentan el poder político.
Desde hace muchos años, usted trabaja sobre diversas cuestiones vinculadas a la teoría política, centrándose tanto en problemáticas que hacen a la democracia representativa como en la articulación de un conjunto de ideas sobre la categoría de «populismo». Su libro Pocos contra muchos está directamente relacionado con estos temas, pero introduce una novedad al dar cuenta de una serie de transformaciones, tanto en el ámbito político como en el social y económico, que han favorecido nuevos tipos de liderazgo, interpelación y protesta social. Usted sostiene que «los pocos» se han rebelado contra «los muchos», divorciándose de sus responsabilidades. Y, a la vez, expresa que «los muchos» se manifiestan contra «los pocos», pero sin lograr traducir la convulsión en conflicto. ¿Cómo se han separado las elites de sus responsabilidades? ¿Por qué debemos pensar ahora no solo en la rebelión de «los muchos» contra «los pocos», sino de «los pocos» contra «los muchos»? ¿Qué herramientas tienen «los pocos» para rebelarse contra «los muchos»?
Comencé a pensar este libro hace unos años, a partir del desarrollo de algunos procesos de movilización social que llamaron mi atención. Me refiero, particularmente, al levantamiento popular en Chile de 2019, a la emergencia de los «chalecos amarillos» en Francia y a movilizaciones como las que tuvieron lugar en Italia a comienzos del siglo XXI con el llamado movimiento girotondi. En principio, me resultaba interesante analizar el impacto que generaban esas grandes convulsiones sociales que tendían a desatarse por situaciones que políticamente consideraríamos menores –el aumento del precio del metro en Chile, la suba del precio del combustible en Francia–, pero que claramente expresaban algo más que el punto concreto que producía la explosión inicial. Indagando en estas ruidosas manifestaciones sociales, llegué a la conclusión de que existía, definitivamente, un punto en común en ellas. Todas constituían formas de acción colectiva que se producían en la forma de revueltas iracundas, de rebeliones y de levantamientos, pero ninguna de ellas lograba traducirse en un conflicto político. Politológicamente, el conflicto tiene unos rasgos muy definidos, que lo diferencian, justamente, de la convulsión o el estallido. El conflicto se asocia a expresiones y formas de protesta que se desarrollan con liderazgos partidarios, sindicales o sociales, y tiene un objetivo concreto que puede alcanzarse a través de una negociación. Cuando hay conflicto, las organizaciones que desarrollan las protestas tienen representaciones capaces de operar no solo por fuera, sino también por dentro de las instituciones –razón por la cual muchos de sus movimientos son también calculados–. Dicho muy concretamente: hay conflicto cuando puedo demostrar mi fuerza a mi adversario, tengo representantes para negociar y organizaciones para representar. La razón por la que estos estallidos no llegan, en términos generales, a configurarse en la forma de un conflicto político se debe a que «los muchos» han perdido esas organizaciones clásicas con las que contaban para rebelarse frente a «los pocos». Esas organizaciones –sobre todo las partidarias– han cambiado tan fuertemente de forma y se han desligado tanto de su función mediadora entre sociedad e instituciones, que la sociedad solo puede manifestarse en forma explosiva, pero sin canales que la conecten con la política institucional real. Esto provoca, lógicamente, que, sin conducciones o relaciones partidarias mediadoras, las protestas, por más ruidosas que sean, acaben disipándose.
Este proceso me llevó a indagar en esa transformación de los partidos políticos. Una tarea que, por supuesto, considero importante, porque no existe ningún régimen político democrático sustentado en procesos electorales que no tenga una disposición natural a la organización en formas partidarias. Si observamos detenidamente esta esfera, nos percatamos de que se ha producido un franco declive de los partidos organizados, es decir, de los partidos como fuerzas ideológicas, como fuerzas que movilizan, que informan, que forman una clase dirigente desde abajo, que se organizan, que educan, que pretenden guiar a la ciudadanía y que buscan constituirse como mediadores entre ella y las instituciones. Lo que tenemos, en contrapartida, es una desresponsabilización de los partidos y de los cargos electos de esas funciones clásicas y el desarrollo de una actividad que se produce solo dentro de las instituciones, utilizando a los medios de comunicación para construir consensos. Lo que tenemos es una democracia minimalista solapada con una economía neoliberal. La democracia de partidos ha sido desplazada por una democracia de audiencias. La política se ha escindido de la sociedad, ha descartado su función mediadora y ha decidido moverse como una esfera diferente y diferenciada de la ciudadanía.
Dicho de otro modo: «los muchos» han perdido las organizaciones con las que podían luchar políticamente y conseguir objetivos concretos. Y, aun así, el siglo XXI parece haber inaugurado luchas constantes de «los muchos» contra «los pocos» –entendiendo a «los pocos» bajo dos parámetros: los económicamente poderosos (la oligarquía) y los políticamente poderosos (los partidos y sus representantes que se han escindido de la sociedad)–. La novedad es que ahora «los muchos» no tienen la capacidad –por carecer de organizaciones mediadoras– de traducir su descontento y su movilización en conflicto. La sociedad no logra, como decía Antonio Gramsci, pasar del estadio de la convulsión al del conflicto.
En su libro, usted plantea claramente un escenario de cambio. Afirma que, mientras que en el pasado «los muchos» habían conseguido una cierta estabilización del conflicto con «los pocos» a través de la organización en partidos políticos, ahora la contradicción parece haberse invertido: son «los pocos» los que se han rebelado contra «los muchos». ¿Cómo lo han hecho y cómo se ha producido esta transformación?
Cuando los partidos eran capaces de organizar a la sociedad, eran capaces también de poner a «los muchos» en una condición de poder. Como usted sabe, desde la antigua democracia en adelante, «los muchos» han precisado crear instituciones colectivas –asambleas, parlamentos, asociaciones, partidos–, pero también una identidad colectiva como actores políticos, como ciudadanos. Eso permitió estabilizar la tensión de clase entre quienes tienen poder –y no necesitan una organización partidaria– y quienes no tienen poder –y necesitan mucha organización partidaria–. Hoy esa situación se ha invertido. En tanto los partidos ya no son capaces (o no quieren) organizarse, los ciudadanos se encuentran en una condición de horizontalidad desorganizada, que los revela sin fuerza y sin capacidad de poner límites al poder de «los pocos». Si se quitan –como se ha hecho– los límites que «los muchos» pueden ponerles a «los pocos», estos últimos utilizan fácilmente las instituciones y los Estados para aumentar su propio poder. En Occidente, esto es particularmente visible en el declive de la fiscalidad sobre la herencia o sobre los ingresos. En este sentido, al igual que asistimos a una desresponsabilización de los partidos de su función mediadora y representativa, asistimos también a un proceso de desresponsabilización de los más ricos y los más poderosos respecto de sus obligaciones hacia la sociedad. Democracia minimalista –en la que los partidos se escinden del cuerpo social– y neoliberalismo –en la que «los pocos» se desresponsabilizan de sus obligaciones de cara a la ciudadanía– se unen.
«Los pocos», en definitiva, han decidido divorciarse de la sociedad…
Exactamente. Se han divorciado de sus responsabilidades y han decidido producir una suerte de autosecesión respecto del cuerpo social. Esto es, claro, muy problemático, porque, como sabemos, la responsabilidad siempre debe ser proporcional al poder que tenemos. No por nada consideramos que, por ejemplo, la tributación debe estar relacionada proporcionalmente con nuestra capacidad económica. Cuanto más tienes, más contribuyes. Hoy es exactamente al revés. Los que tienen más son los que menos contribuyen.
A diferencia de los antagonismos de clase y de la forma que adoptaron las luchas sociopolíticas después de la Segunda Guerra Mundial, usted entiende que el conflicto entre unos pocos y muchos, tal como está planteado hoy, no es productivo. No se resuelve, se mantienen sectores de poder y los movimientos de protesta expresan críticas, pero sin lograr reformas sustanciales. ¿Cuáles son las razones de la improductividad de este conflicto?
Considero que hay al menos dos razones fundamentales. Una es, como decía anteriormente, la transformación de los partidos políticos. Esa transformación va unida, por supuesto, a cambios sociológicos y económicos profundos, como el del declive del trabajo como cemento de la sociedad. No hay más que mirar hacia atrás para constatar que toda la arena política estaba sustanciada sobre la base de conflictos asociados al trabajo y al salario: discutíamos seguros de desempleo, jubilaciones, tiempo de trabajo, aumento de las escalas salariales. Esas eran las cuestiones fundamentales del conflicto político a partir de la segunda posguerra. La segunda cuestión se vincula a la forma en la que se ha transformado la economía global. El poder de las finanzas es hoy mucho más importante que en el pasado. Ese poder ha reducido la capacidad de maniobra de los Estados –sobre todo de los pequeños y medianos, que se encuentran en una situación de impotencia y de pérdida de margen de maniobra respecto de ese poder–. Los partidos políticos no pueden, a nivel interno, prometer grandes reformas o transformaciones, lo que conduce, en muchos casos, a una desafección política por parte de la ciudadanía, que percibe y siente que la política tradicional ya no le sirve, ya no le ayuda a resolver el conflicto. Mientras, desde el otro campo, los pocos están bien organizados, incluso a nivel global, y utilizan a los Estados para contener y reprimir a los muchos, pero ya no para crear las condiciones necesaria para una buena democracia colectiva en la que pocos y muchos puedan convivir.
Este proceso de conflicto y tensión entre «pocos» y «muchos» se asocia, en su obra, a una concepción de la democracia. Defiende, en rigor, la existencia de dos perspectivas democráticas: una que podemos definir como social, que asume que garantizar la igualdad y la libertad de los ciudadanos requiere no solo de canales de participación, sino también de políticas que garanticen las condiciones sociales de la ciudadanía, y una concepción minimalista, centrada solo en el aspecto procedimental, en el acceso al derecho de voto y en la garantía de los derechos civiles. ¿Hasta qué punto la renuncia a la democracia social ha permitido que «unos pocos» se desvinculen del sentido de la responsabilidad por la mayoría?
El hecho de que podamos mensurar dos concepciones claramente distintas de la democracia –una que podemos llamar social y otra que podemos designar como minimalista– no implica que la concepción social esté reñida con los procedimientos. Muy por el contrario, quienes, siguiendo a autores como Bobbio y Kelsen, nos situamos en los términos de una democracia social, entendemos que los procedimientos constituyen parte de la sustancia misma de la democracia, en tanto ubican a oficialismo y oposición en una posición de cooperación y compromiso con el régimen político. Sin embargo, y siguiendo el argumento de estos mismos autores, considero que la democracia no puede agotarse solo en esos procedimientos. El motivo es muy sencillo de comprender: la democracia está formada por ciudadanos que tienen una serie de derechos y que bregan por el mejoramiento de su vida. Y lo hacen a través de las instituciones, conformándose como una sociedad civil implicada políticamente. En tal sentido, y en contraste con quienes apelan al minimalismo democrático, esta perspectiva considera que la sociedad no constituye un cuerpo extraño a la democracia, sino que es la sustancia misma de ella. Los ciudadanos se implican para poder satisfacer sus necesidades y sus aspiraciones, y corresponde a la democracia desarrollar los mecanismos para garantizar esa satisfacción. Los partidos, en ese sentido, tienen un rol clave, en tanto interactúan con la ciudadanía –que participa en ellos– y, a la vez, actúan dentro de las instituciones. La lectura minimalista, en cambio, parte de supuestos muy diferentes, a tal punto que considera que los ciudadanos son, fundamentalmente, individuos que solo se reúnen y se asocian cuando lo precisan, por lo que reduce la democracia al momento del voto y la elección de los representantes. Son, de hecho, individuos más que ciudadanos. En la concepción minimalista de la democracia, lo que define la libertad política es, casi de modo exclusivo, la posibilidad de acceder al sufragio democrático. En definitiva, el apartado social no forma parte de esta concepción. Y el problema, en tal sentido, no tarda en aparecer, porque la posibilidad de acudir a votar no garantiza las condiciones para una vida decente. Pero si no se garantizan las condiciones para una vida decente, la confianza en la democracia disminuye. Dicho muy claramente: si la democracia solo puede prometerme pobreza, miseria y condiciones humillantes, ¿por qué tengo que ser democrático? Soy democrático porque mi libertad política tiene valor y tiene valor porque a través de ella puedo construir una vida decente. Ahora bien, si la democracia ya no puede hacer esto y deviene solo en las reglas del juego en el que juegan unos pocos que tienen algo propio que defender, resulta evidente que la democracia carece del mismo valor para unos que para otros. Este minimalismo, que habilita que las instituciones sean utilizadas como herramienta de unas elites que no se preocupan por las condiciones sociales de la democracia, le hace un flaco favor al régimen democrático. ¿Por qué muchos de nuestros conciudadanos van cada vez menos a votar y se preocupan cada vez menos por los procesos democráticos? No porque se hayan vuelto consumistas o individualistas –o al menos no solo por eso–, sino porque perciben que cuando la democracia es concebida en términos minimalistas, la política resulta una herramienta poco poderosa para defender el proyecto social común.
Usted analiza detenidamente los documentos desarrollados por la Comisión Trilateral -formada por Michael Crozier, Samuel P. Huntington y Jõji Watanuki- en 1975. Según esa Comisión, la causa de la crisis de la democracia vigente durante los llamados «treinta años gloriosos» fue el resultado del propio modelo del Estado del Bienestar. La propuesta de la Comisión era, por supuesto, acabar con este modelo en el que la democracia era entendida en su aspecto social y optar por una democracia más procedimental o mínima que privilegiara al individuo. Ciertamente, este modelo triunfó políticamente, sobre todo tras la revolución conservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Sin embargo, el conflicto no ha desaparecido, sino que ha adoptado nuevas formas y ha visto emerger a nuevos actores. ¿Por qué ese modelo, nacido de críticas como las que planteaba la Comisión Trilateral, ha fracturado el cuerpo social? ¿En qué medida se conecta con la tradición republicana?
Efectivamente, yo parto del documento de la Comisión Trilateral de 1975, en tanto revela una serie de cambios en la concepción democrática, sobre todo en lo que concierne a Europa occidental y Estados Unidos. Hasta ese momento, y desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, había quedado claro que el establecimiento del pacto democrático implicaba una concepción social. Se había desarrollado el Plan Marshall, se había producido un acuerdo monetario para permitir la cooperación entre los distintos países y se habían forjado democracias sólidas en las que la preocupación por la dignidad de la vida de los ciudadanos era uno de los aspectos fundamentales. Sin embargo, la Comisión Trilateral consideraba que esas democracias estaban en crisis porque los gobiernos habían sobrecargado al Estado a través de políticas sociales que volvían a ese mismo Estado dependiente de las asociaciones y los movimientos de la sociedad. Según la Comisión Trilateral, los partidos organizados y la ciudadanía, que desarrollaba diversas demandas de redistribución, eran responsables de lo que denominaban una «crisis de la democracia». El argumento fundamental era que las políticas sociales y distributivas no solo habían sobrecargado al Estado, sino que habían generado una sociedad que manifestaba cada vez más demandas y reivindicaciones, lo que derivaba en protestas y huelgas permanentes. La recomendación de la Trilateral era reencauzar la democracia para darle «gobernabilidad». Y para reencauzarla, lo que se debía hacer era apostar por una concepción minimalista. Lógicamente, el objetivo planteado por la Trilateral apuntaba a licuar la democracia de partidos, a convertir las elecciones, no ya en un mecanismos de representación de demandas, sino meramente de elección autorizada de dirigentes políticos, y a fortalecer al individuo por sobre el ciudadano. La concepción que guiaba estos planteos era la de diferenciar Estado y sociedad: la sociedad está afuera, es un cuerpo diferente y extraño al cuerpo político. En ese marco, las responsabilidades de la política se reducen: tienen que ver con el orden público, con la moneda, con las relaciones internacionales. El resto de las intervenciones son de sostén y de infraestructura, pero ya no de políticas sociales, porque se considera que estas lastran al Estado, lo vuelven pretencioso y mantienen la fiscalidad en niveles elevados. Este ataque a la democracia social fue acompañado de toda una serie de procesos, entre los que podemos destacar el fin del Acuerdo Bretton Woods tal como lo conocíamos y el paso de Estados Unidos a una posición ofensiva a escala internacional, manifestándose en tensión incluso con la propia Europa. Y efectivamente, el programa de la Comisión Trilateral fue el que se desarrolló y llevó a un pasaje de la democracia social a la democracia minimalista. Esto condujo, evidentemente, a un divorcio de «los pocos» respecto de «los muchos», en tanto con un capitalismo liberado y una estructura democrática mínima los últimos ya no sentían ningún tipo de responsabilidad sobre el cuerpo social. Los ricos y poderosos se divorciaron de ese cuerpo social, se desligaron de sus responsabilidades. ¿Y qué implicó este proceso en términos democráticos? Que ya no haya un cuerpo social, sino dos. La democracia perdió sus bases sociales organizadas, las mediaciones partidarias que habían caracterizado el periodo de posguerra, y adoptó una dimensión republicana. En esa tradición, la republicana, el cuerpo social está compuesto de dos partes y no de una. Para nosotros, herederos de la Revolución Francesa, la democracia es una y el pueblo es uno, que incluye a todos los ciudadanos. Pero la concepción minimalista de la democracia, que ahora va unida al neoliberalismo en términos económicos, fractura ese demos y retorna al republicanismo. En el mundo de la República romana, el Senado y el pueblo eran dos partes y la libertad residía en la capacidad de estas dos partes de limitarse mutuamente. Hoy tenemos un retorno a esa tradición, que se manifiesta en un demos fracturado: por un lado, «los muchos» que no tienen poder social y económico, y, por otro lado, «los pocos» que sí lo tienen.
Permítame hacerle una pregunta sobre los movimientos de protesta, que usted trata ampliamente en su ensayo. Uno de los puntos cardinales de su análisis es que el divorcio entre las elites y el pueblo ha dado lugar a movimientos sociales muy distintos de aquellos que hemos conocido en el pasado. Usted cita como ejemplos el movimiento girotondi –que se desarrolló en Italia a principios de 2002-, Occupy Wall Street y los «chalecos amarillos» en Francia. ¿Cuáles cree que son las principales características de estos movimientos, qué subyace en su narrativa y por qué son fundamentalmente diferentes de las organizaciones de clase que hemos conocido en el siglo XX?
Una de las características centrales de estos movimientos es su marcado carácter estético. Constituyen, de hecho, movimientos muy llamativos y provocativos, lo que les permite atraer a los medios de comunicación. En tanto las mediaciones políticas institucionales están rotas, esa presencia mediática se vuelve fundamental para su supervivencia, lo que explica, al menos en parte, que sus acciones sean cada vez más ruidosas y radicales. Dicho de otro modo: a mayor radicalidad, mayor presencia mediática. Aun cuando puedan protestar, por ejemplo, contra el neoliberalismo, sus acciones están en consonancia con la estructura neoliberal: lo que buscan es una audiencia. En definitiva, esto revela, no su fuerza, sino la falta de ella: evidencia que carecen del poder que tenían las organizaciones clásicas como los partidos políticos. De hecho, carecen de elementos unificadores claros y de demandas comunes, como se verificó en el caso de los «chalecos amarillos». Cuando los manifestantes eran entrevistados individualmente, las respuestas solían ser casi siempre las mismas: «yo hablo por mí», «me represento a mí mismo», «no represento a nadie y nadie me representa». Esto los ubica en un plano muy diferente del de los movimientos clásicos de protesta social, que eran canalizados y organizados a través de instituciones mediadoras como partidos o sindicatos. Estos nuevos movimientos no pretenden ser –al menos no directamente– representativos de una idea o de una perspectiva común. Expresan ira, indignación, descontento y frustración. Pero eso no necesariamente constituye un punto de vista político compartido. Es por ello que, cuando estos movimientos se lanzan a las calles de modo espontáneo y buscan resolver una cuestión concreta, a menudo no consiguen la respuesta adecuada o esperada, porque carecen de apoyos institucionales para ello. Ya no tienen partidos u organizaciones que los representen en las instituciones porque, como hemos dicho, en la democracia minimalista se ha producido una escisión entre quienes están dentro del cuerpo político y quienes se encuentran fuera de él. Y es justamente por ello que estos movimientos resultan fuertemente explosivos en un momento determinado, pero luego se disipan y, sencillamente, deja de hablarse de ellos. Al final, no sabemos si han conseguido algo o no han conseguido nada: simplemente se esfuman, se disgregan. Lo que estos movimientos expresan es, en definitiva, la ruptura entre el pueblo y la política institucional, y la fisura entre «los pocos» y «los muchos». Son una evidencia de la ruptura de las mediaciones clásicas de la política.
Según su perspectiva, estos nuevos movimientos «antisistema» constituyen el «espíritu» de lo que usted denomina «política populista». Como usted sabe, el populismo es un concepto que tiende a volverse confuso, ya que su uso generalizado lo ha convertido en un arma arrojadiza de crítica política, a la vez que en un término peyorativo. En círculos periodísticos y políticos hay quien lo equipara a demagogia, quien lo vincula a autoritarismos de diversa índole y quien simplemente lo utiliza para referirse a cualquiera que invoque la idea de soberanía popular. En su trabajo, sin embargo, la categoría de populismo es asumida desde un análisis politológico, como se refleja en sus libros Yo, el pueblo1 y La democracia desfigurada2. Usted afirma, al mismo tiempo, que el populismo no es una ideología pero tampoco puede reducirse a una retórica. Entonces, ¿qué define exactamente el populismo y quién puede entrar en esta categoría política?
Efectivamente, el populismo no constituye una ideología –de hecho, puede asumirse bajo posiciones de derecha y de izquierda– y tampoco puede ser definido meramente como una retórica. Por supuesto, los movimientos populistas utilizan la retórica, pero este no es un rasgo único de ellos: al fin y al cabo, cuando se acercan los periodos electorales, todos los partidos, incluidos los no populistas, se vuelven, en ese aspecto, un poco populistas, en tanto tienden a presentarse como los mejores, le achacan al resto ser los peores y establecen una lógica dualista y binaria basada en el antagonismo entre un «ellos» y un «nosotros».
Lo definitorio del populismo es su forma de concebir la representación. Lo que el populismo hace es eliminar –o intentar eliminar– una serie de mediaciones que se corresponden con nuestra tradición democrático-representativa. En esa tradición, consideramos que los partidos políticos tienen la función de constituirse como mediadores entre lo que está fuera y lo que está dentro del Estado. En tal sentido, resultan necesarios para sostener una esfera de separación –mediada– entre Estado y sociedad. Esa separación nunca es total, justamente porque los propios partidos actúan dentro y fuera de las instituciones. Son, recalco, una institución mediadora. Interactúan con la sociedad civil al mismo tiempo que desarrollan una representación dentro de la institucionalidad estatal. En nuestra idea de representación hay, además, otras instituciones trascendentales: los sindicatos, las universidades, los movimientos sociales, la propia prensa. ¿Por qué? Porque nos permiten participar de la vida política. Pero si prestamos atención, percibimos que esa participación siembre es mediada, y si es mediada es porque hay una separación de esferas. Si nuestra democracia representativa tiene esta separación es porque considera que nosotros no establecemos un proceso de identificación absoluta con nuestros representantes, sino que, por el contrario, al ser una sociedad plural, no somos iguales a ellos.
Si la democracia representativa se fundamenta en esta separación, el populismo se basa en la idea de representación como identificación. El populismo elimina la mediación y la separación –porque quiere unir lo que está fuera y lo que está dentro– y, en este sentido, sostiene que el pueblo puede ser uno identificándose con un líder. A través del líder, la pluralidad y la complejidad se disipan, y el pueblo se articula como una unidad. Para conseguir esa articulación del pueblo como una unidad, el líder unifica demandas muy diversas a través de un antagonismo (que a veces puede ser más débil y otras más fuerte). Ese antagonismo puede dirigirse en la forma del «pueblo» contra los ricos, contra los inmigrantes, contra los movimientos de diversidad, contra las mujeres o contra el establishment. Pero necesariamente el líder populista precisa un punto de unión para constituir ese pueblo unitario. Precisa un antagonismo para unificar al pueblo. Y, al unificar, homogeneiza. Anula, en definitiva, el pluralismo interno del pueblo en nombre de una unidad que se funda en ese antagonismo. Es justamente por ello que el uso de la categoría de pueblo, por parte de los populistas, carece de pluralismo: hay un pueblo (uno solo) –que, naturalmente, es bueno– y hay unos «enemigos del pueblo» –que lógicamente son malos–.
¿Y por qué, según su análisis, la emergencia del populismo se correspondería con el auge del neoliberalismo? ¿Qué es lo que los hace maridar?
Que la política populista emerja fuertemente en tiempos neoliberales no tiene nada de extraño. De hecho, es muy lógico y ambos van de la mano. Hemos dicho que la ruptura de las mediaciones políticas clásicas ha provocado una crisis y que, como afirma Bernard Manin hacia el final de su libro Los principios del gobierno representativo[3], ya no vivimos en una sociedad democrática de los partidos, sino en una sociedad democrática de las audiencias. En tal sentido, constituimos un público desagregado que carece de organizaciones políticas que produzcan utopías y perspectivas de futuro. Y en una sociedad de este tipo, en la que las mediaciones se han roto, la forma más sencilla de unificar a un pueblo desagregado es mediante un proyecto populista. Aquí es donde la democracia minimalista, ligada al neoliberalismo, se une con la política populista.
Por supuesto, el populismo puede asumir diferentes formas, incluida la tecnocrática –como se verificó con el gobierno de Mario Draghi en Italia, que decía representar a todo el pueblo y no a los partidos–. Lo sustancial, lo característico, lo definitorio del populismo es la vocación de unir a ese pueblo desorganizado en torno de la figura de un líder. El populismo no es, por tanto, algo externo a la democracia, sino una transformación interna de esta. Es una forma política que se produce dentro de la democracia representativa y que no constituye un régimen: no tiene sus propias instituciones ni sus procedimientos. Utiliza los de la democracia, parasitándolos. Y cuando la democracia es minimalista, tanto más fácil. Si hay mediaciones y partidos clásicos, una ciudadanía activa y una democracia social, la política populista penetra mucho menos fácilmente.
En una democracia organizada en partidos, en la que la sociedad civil se articula también en sindicatos, en asociaciones intermedias, en la que hay, en definitiva, instituciones mediadoras fuertes, es más difícil que se desarrolle una política populista que en una democracia minimalista. Al reducir la representación a la participación en los momentos electorales, la democracia minimalista rompe la estructura clásica basada en partidos y, por ende, la conexión entre sociedad civil y sociedad política. Si bien los partidos no desaparecen, mutan a tal punto que dejan de ser máquinas de educación política, conocimiento y mediación, para pasar a ser máquinas electorales. Su función pasa a ser solo la selección de candidatos, triunfar y sostener a una elite política. Renuncian, en definitiva, a su función mediadora, a su función educadora, a su función realmente representativa. De este modo, la separación entre ciudadanos e instituciones se ensancha hasta un punto en el que la representación se fisura y se conforman, como decía anteriormente, dos cuerpos sin conexión entre sí. El populismo usufructúa plenamente esta democracia minimalista y la democracia de audiencias propia del neoliberalismo. Porque si la separación es amplia, puede unificar la idea de pueblo contra la elite política. El populismo está, en este sentido, completamente en sintonía con la democracia minimalista y el neoliberalismo.
¿Por qué afirma que el populismo desfigura la democracia? ¿De qué modo lo hace?
En primer lugar, el populismo redefine al pueblo. En las constituciones democráticas, el pueblo no constituye una entidad social, sino una entidad normativa y constitucional que incluye a todos y a todas del mismo modo: todos somos ciudadanos. El populismo modifica esta idea y pasa de la idea de un pueblo normativo y constitucional –que pone límites a la política– a la de un pueblo social y político: el pueblo como verdadera mayoría. Instala, en tal sentido, la idea de un «pueblo verdadero» contra el «pueblo formal». Esto implica que el líder define al pueblo, por lo que el pueblo, al ser, en definitiva, una entidad definida, es al mismo tiempo una entidad cerrada, con límites y, por ello mismo, en mi opinión, abierta a la intolerancia. Si el pueblo es encerrado en determinados límites o fronteras, se opera, necesariamente, una forma de exclusión. El segundo elemento de la desfiguración democrática interna que produce el populismo se vincula a la modificación de un principio sustancial de la tradición democrática: el de la mayoría. En la tradición clásica, entendemos que existe una mayoría y una oposición que luego puede constituirse también como mayoritaria. El populismo, en cambio, ve las cosas de un modo muy diferente. En su argumentación, la idea de mayoría va unida a la de un permanente poder del pueblo –definido en sus propios términos– que siempre es mayoritario. Así, rompe la dialéctica de las mayorías y las oposiciones circunstanciales, basadas, lógicamente, en el pluralismo existente en el pueblo. En tercer lugar, modifica la idea de representación, que deja de ser la del mandato político plural (un partido con unas ideas frente a otro con otras ideas) y, por ende, en la diferencia, para fundamentarse en la idea de similitud: el pueblo es representado por el líder y es semejante a él. Similitud con el líder, en lugar de la diferencia de ideas y de mediaciones institucionales.
En su país, Italia, quizás esto sea visible si lo contrastamos con el orden surgido tras la segunda posguerra. Era muy común que el Partido Comunista, sobre todo a partir de la dirección de Palmiro Togliatti, hablara del «pueblo comunista», mientras que los democristianos hablaban del «pueblo democristiano» y los socialistas del «pueblo socialista». ¿La diferencia radicaría en que estos actores partidarios, al asumir la existencia de una cultura política propia y, en tal sentido de un «pueblo propio», estaban asumiendo también la de un pueblo más amplio, más plural, más diverso?
Exactamente. Esa es la diferencia y, como usted bien lo ve, es enorme, en tanto esos «pueblos plurales» se reconocían en tanto plurales. Es decir, el Partido Comunista sabía que existía la Democracia Cristiana y la Democracia Cristiana sabía que existía el Partido Comunista y no cuestionaban su existencia y su representación popular. Evidentemente, intentaban conseguir más votos, quitándoselos al otro partido, pero asumían la existencia del pluralismo dentro del pueblo, lo que implicaba, a su vez, la existencia de distintas sensibilidades en su interior. El pueblo populista carece, en cambio, de pluralismo interno. «El pueblo populista es uno en el rostro del líder», como decía acertadamente Ernesto Laclau. E internamente no está formado por diferentes partidos. Ningún partido dice «yo soy el pueblo», mientras que el líder populista sí lo dice. De un pueblo plural se pasa a un pueblo singular y unitario, lo que modifica radicalmente la forma en que se piensa y se asume la democracia y en que se asume y se piensa la idea misma de cambio y de transformación.
El que usted describe es un escenario que podemos definir, mínimamente, como inquietante. No solo tenemos una democracia minimalista y una estructura económica neoliberal, sino que las mediaciones políticas que permitirían reconstruir una esfera posible para la democracia social están rotas. Usted pertenece, como es sabido, a la tradición de la izquierda democrática. ¿Qué responsabilidad le cabe a la izquierda en este proceso, teniendo en cuenta que, históricamente, y sobre todo durante la segunda posguerra, fue esa izquierda la que construyó, al menos parcialmente, una democracia política y social sólida?
Creo que una parte de la izquierda ha tenido una fuerte responsabilidad en algunos de estos procesos. Su principal error, o al menos uno de sus principales errores, ha sido la creencia de que el progreso podía provenir del mercado. Tras el fin de la Guerra Fría, una parte de la izquierda democrática asumió que era posible desarrollar políticas de justicia a través del mercado, entendiendo que había en él una fuerza virtuosa capaz de distribuir según el mérito y de intervenir en áreas en las que el Estado no podía hacerlo. Eran, por ejemplo, las ideas de Tony Blair y de otros dirigentes de la socialdemocracia. Según la concepción de la llamada Tercera Vía, el mercado estaba dotado de algún tipo de inteligencia ética. Esta concepción ha sido tremendamente nociva para la izquierda, en tanto la ciudadanía ha dejado de considerarla como una fuerza emancipatoria. Hoy, muchos ciudadanos y ciudadanas desconfían de esa izquierda democrática clásica, en tanto no perciben en ella a una fuerza política capaz de dar respuestas a sus problemáticas reales. En Italia, no son pocos quienes, habiendo votado a la izquierda, se han deslizado hacia la derecha. Tanto Giorgia Meloni como la Liga se han llevado votos de muchos antiguos comunistas que consideran que la izquierda ha abandonado no solo su proyecto político, sino también a su propia gente.
Esa misma izquierda, además, fue una de las que planteó la necesidad de licuar las estructuras partidarias clásicas… ¿no es cierto?
Por supuesto. Y en mi país se ve claramente con el caso del Partido Democrático.
Partido, por cierto, heredero de la tradición del Partido Comunista, luego rebautizado como Partido Democrático de la Izquierda y, finalmente, solo como Partido Democrático. Usted lo ha definido como un «hiperpartido por la cantidad de votantes, pero un micropartido en términos de contenidos»…
Efectivamente. Y conviene remontarse a esa historia. Cuando a inicios de la década de 1990, el viejo sistema político italiano entró en crisis por una serie de escándalos de corrupción, se generó una suerte de disposición a abandonar las formas clásicas. Uno de los casos más sintomáticos fue, justamente, el del Partido Comunista. Este partido, que había sido uno de los que más había contribuido a fortalecer la democracia partidista y a desarrollar en su interior una vida interna que siempre se relacionaba con su actuación en las instituciones, fue completamente desmantelado. En su mutación, que se ha completado con el desarrollo del Partido Democrático, se afirmó que debía pasarse de un partido fuertemente organizado, vivo y de militantes, a uno más centrado en los simpatizantes y los electores. No es casual que el Partido Democrático sea hoy un partido light o líquido, que carece de estructuras clásicas de liderazgo y de la apoyatura en organizaciones o ramas locales.
Una posición de este tipo ha llevado, además, a que el Partido Democrático se equipare a los partidos liberales. Algo que, en mi opinión, constituye un error. Por supuesto, como partido de izquierdas debe sostener principios y valores liberales, sobre todo en términos del «liberalismo de los derechos», pero no puede sostener una plataforma liberal en otras áreas. Sencillamente, entre otras cosas, porque eso no es creíble. No se trata ya del liberalismo de izquierdas, sino de una izquierda que ha aceptado la idea misma de privatización del Estado y que ha roto la conexión sentimental –como la llamaba Gramsci– con los sectores populares. La pretensión de la izquierda reformista y democrática no era la de desarrollar el liberalismo «a secas», sino la de unificar demandas de los sectores medios y las clases populares bajo la idea de igualdad como la estrella polar, respetando y ampliando, claro, las libertades y los derechos de la ciudadanía. Pero a esto se agrega otra dimensión, que es aquella sobre la que usted puntualiza: es un partido con votantes, sí, pero con escasos contenidos. Su conexión con los barrios populares es escasa, pero su apelación al triunfo es permanente («lo que importa es ganar»). El problema es que los partidos no solo tienen como naturaleza su vocación de triunfar, sino una serie de motivaciones políticas que son las que pueden llevarlos a la victoria. Esas motivaciones no son claras. Por eso el Partido Democrático es un hiperpartido por la cantidad de votantes, pero un micropartido en términos de contenidos. Tiene bastantes votos, pero no tiene vida política.
Y enfrente tenemos una extrema derecha cada vez más dura, como lo demuestra el gobierno de Meloni…
Por supuesto. Y en este sentido el reto es enorme. Si la izquierda no recupera su posición sobre la democracia social, no tendrá ni siquiera sentido que exista. Y digo esto en un país como Italia, que es hoy un laboratorio del destino de la democracia europea. Meloni y la extrema derecha están cambiando el rostro de Europa: pretenden una Europa de naciones, cerrada a la inmigración, cerrada a los feminismos, al mismo tiempo que neoliberal y privatista (porque la extrema derecha italiana no rompe con ese paradigma). El desafío que la izquierda tiene por delante es enorme, pero debe asumirlo y recuperar la dimensión partidaria y el ideario de la democracia social.
Me pregunto si este es un problema que atañe solo a los partidos de la izquierda o a la propia tradición política del socialismo democrático. Usted siempre ha formado parte de esa línea de pensamiento que, en Italia, ha tenido, en términos de filosofía política, exponentes destacados como Norberto Bobbio, pero también otros precedentes, como Carlo Rosselli –sobre quien usted escribió un hermoso texto que sirvió de prólogo a la reedición de Socialismo liberale–. ¿Qué ha sido de esta tradición político-intelectual? ¿Hacia dónde puede ir hoy una renovación de esta tradición ideológica de esa izquierda que tenía, como decía Bobbio, la igualdad como estrella polar?
Creo que aquí es donde reside realmente el gran desafío. Debemos repensar esa tradición. Como usted sabe, en 1994, Bobbio escribió su libro Derecha e izquierda. Lo hizo justamente en el momento en que el neoliberalismo y la democracia minimalista planteada por la Comisión Trilateral –de la que hablamos antes– estaban en pleno desarrollo. Eran tiempos de desmantelamiento de la democracia social, en los que los partidos clásicos perdían su rol mediador, en los que se pregonaba el triunfo total de la sociedad de mercado y de un modelo de consumo que parecía arrollador. En ese contexto, en el que la democracia sustentada en partidos fuertes y organizados estaba perdiendo peso, Bobbio planteó una idea fundamental: que la igualdad debía seguir siendo la «estrella polar» de la izquierda. Lo decía, repito, en tiempos en que se rompía el compromiso entre el capital y el trabajo, y en que la democracia se volvía minimalista: todos aspiraban, meramente, a la «gobernabilidad». Y entonces Bobbio dijo aquello. Por supuesto, como buen socialista democrático, al afirmar que la igualdad debía ser el eje de la izquierda, no quería poner en tensión la libertad: para Bobbio, la igualdad implicaba la extensión y la ampliación de la libertad, en tanto la entendía como «no dominación». Hoy estoy convencida de que debemos retomar esa idea. Creo que ha quedado en evidencia que quienes detentan poder, sobre todo económico, no están interesados en la igualdad. Ellos ya son iguales entre sí: son iguales entre «los pocos». A «los muchos», en cambio, la igualdad nos importa porque carecemos de poder: solo tenemos el del Estado para tratarnos como iguales, para darnos un estatuto de defensa ante la ley.
Ahora bien, ¿cuál es la igualdad que nos importa a nosotros, como personas de izquierda? No una igualdad que uniformiza, sino una igualdad que es conflictiva. No una igualdad que venga impuesta desde el Estado, sino una igualdad que asuma la pluralidad social y el conflicto. En la tradición de Maquiavelo, pero también de Piero Gobetti, el conflicto es una palanca de libertad. Es el alma de la política y es necesaria para la democracia. Es justamente por ello que los partidos son importantes, que las ideas políticas son importantes, que las alternativas son importantes. Las grandes movilizaciones y levantamientos populares expresan esa necesidad del conflicto, pero, como dijimos antes, no llegan a producirlo por la carencia de las estructuras que le dan sentido político real a ese conflicto. Hoy, más que nunca, una tradición de izquierda democrática y reformista tiene que pensar sobre esos ejes: sobre la importancia de los actores colectivos como los sindicatos, como los partidos, como las asociaciones sociales. Necesitamos instituciones mediadoras, formas de agregación de solidaridad entre personas que tienen algo en común que defender o por lo que luchar. La asociación, la organización, el conflicto y la contestación constituyen fundamentos de una democracia abierta. Y hoy, lamentablemente, la democracia está cerrada porque carecemos de esa dimensión, de ese horizonte en el que, como decía Bobbio, seamos conscientes de que hay posibilidad de hacer las cosas de otra forma. Advertir esa posibilidad ya sería, para la izquierda, un enorme progreso.