La Habana de Padura nunca fue mágica, sino melancólica y atroz. Una red de intrincadas relaciones que escapa al romanticismo revolucionario o a la propaganda gusana de Miami. Es una ciudad incompleta para muchos de los que viven en ella, y algo irremplazable para los que se fueron.
– Voy a empezar por la principal protagonista de sus novelas: La Habana. ¿Cómo es vivir en esta ciudad? ¿Qué le fascina? ¿Qué lo atormenta? ¿Qué lo inspira?– Soy un novelista de La Habana y la ciudad me da todo lo que necesito para escribir: historias, personajes, ambiente, contexto, incluso una forma de ver la vida y de expresarla verbalmente, literariamente – explica Leonardo Padura, de 68 años, el aclamado escritor cubano de la tetralogía Las cuatro estaciones y El hombre que amaba a los perros, que José Padilha y Wagner Moura proyectan llevar al cine.
Aunque hablamos por correo electrónico, podría decir que se siente la brisa del Caribe oriental en el eco digital de sus palabras – húmedas, saladas y nostálgicas – en una Habana de callejuelas históricas, casonas con patio, sabores… Desde la Plaza de la Revolución con Camilo Cienfuegos y el Che Guevara garabateados en los frontones, turistas europeos en tuk-tuk, salsa, merengue e incluso reggaetón (¡que Padura detesta!) sonando en los altavoces… Vana imaginación.
Padura añade:
– Siempre siento que es una ciudad con el alma a flor de piel, que si la conoces y la interpelas, habla. Y todo esto es una fuente de inspiración. Pero a veces me asusta sentir que está cambiando con el tiempo, y no siempre para mejor. Hay un proceso de empobrecimiento que se refleja no sólo en el deterioro de su estructura física, sino también en el de sus habitantes. Y la pobreza, en esencia, es fea, agresiva y desgarradora.
Ésta es, pues, la Habana de las novelas de Padura. Pero en Personas decentes, su nuevo libro publicado por Tusquets Editores S. A, se vuelve más insólita. Es el año 2016. Mick Jagger grita «Buenas noches, mi pueblo de Cuba» en el micrófono, antes de ponerse a rockear con los Rolling Stones en un concierto gigantesco que reunió a 1,2 millones de cubanos en las calles de la capital. Fue el año en que Barack Obama, el primer presidente estadounidense en pisar la isla, le sugirió a Raúl Castro que era hora de «pensar en un futuro juntos» y, en español yanqui, dijo triunfante: «Creo en el pueblo cubano«. Fue el año en que Chanel llevó el lujo francés a la Cuba socialista, instalando su pasarela en pleno Paseo del Prado, una de las mayores postales de La Habana, para recibir a la flor y nata del mundo de la moda, con desfiles de Tilda Swinton, Vin Diesel y Gisele Bündchen, entre otros. (Y también la muerte de Fidel Castro a los 90 años, cuyas cenizas fueron depositadas en el Memorial José Martí de Santiago de Cuba, rodeado de multitudes que hacían cola en un radio de tres kilómetros para rendirle homenaje – y para apoyar su mantra «sí se puede», tanto para construir un futuro más justo en el mundo como para superar la crisis cubana).
El cronista gonzo Xico Sá, gran admirador de Padura, destacó un pasaje de la portada del libro que resume esa extraña euforia:
«¡Viene Obama, señores!», gritó alguien, «y con Obama, un montón de extranjeros con dólares, la moneda del enemigo que tanto le gusta a la gente, que tantos problemas resuelve. Vamos a abrir negocios, vamos a dar la vuelta al mundo, y quizás hasta levanten el bloqueo y podamos salir del subdesarrollo e incluso del Tercer Mundo de una vez por todas. La Habana está loca, La Habana está soñando«.
Y como una ciudad que sueña es también una ciudad que debe recordar, Padura lo hace en Mantilla, un barrio periférico que es más bien un ecotono entre el paisaje urbano y el rural, cortado por una transitada autopista. El escritor nació, creció y echó raíces allí, igual que su padre, su abuelo y su bisabuelo, que abrieron allí un almacén, construyeron una casa y nunca se fueron, igual que sus descendientes. Por eso se considera más mantillano que habanero.
Hoy, Padura vive con su compañera Lucía López Coll, a quien dedica todos sus libros «con amor y miseria», en la misma casa de su infancia, construida ladrillo a ladrillo por las manos de su bisabuelo Padura en 1954. No tienen hijos. Pero sí tienen un cochecito, un privilegio en la isla, y libros, y más libros, y cientos de películas y series en un disco duro que llena la monotonía de las tardes mantillanas de esta pareja cinéfila.
Hechizo incondicional
Pelotas de tela con esparadrapo. Trozos de madera. Así se jugaban los partidos de béisbol, con pequeños lanzadores y receptores del barrio. Como muchos niños de la isla, el sueño de Leonardo era ser jugador de béisbol, un deporte que es la pasión nacional en Cuba. El escritor se proclama uno de los mayores conocedores de este campo en Cuba -creo, porque un nativo de la Tierra del Fútbol difícilmente podría poner a prueba su pericia.
Esto quizá marcó más su infancia que el terremoto político que sacudió América Latina, cuyo epicentro fue Cuba. Tenaces barbudos tomaron La Habana y echaron al dictador Fulgencio Batista tras dos años de guerra de guerrillas. Era el primer día de 1959, el momento de renovar los votos, y una paloma blanca -¡sin metáfora!- se posó insolentemente en el hombro del intrépido Fidel Castro. Un buen augurio para el año nuevo cubano.
Padura tiene vagos recuerdos de aquella época, cuando la revolución estaba en pañales. Describe una ciudad glamurosa, «llena de comercios vivos y coloridos», que se apagó en Navidad: los habituales paseos por el centro, donde las clases bajas iban a admirar las vidrieras relucientes de las tiendas chic y sus adornos de Papá Noel, pinos adornados y nieve falsa, no eran una prioridad para un gobierno que tenía la ardua tarea de reconstruir un país.
Pero Padura lo recuerda sin resentimiento, con una pizca de nostalgia, pero, en definitiva, sin rencor. La ciudad sigue siendo glamurosa, bella y hechizante, incluso mientras se deteriora, repite el escritor, siempre cuando los extranjeros incrédulos quieren saber por qué no se ha «autoexiliado» todavía… Abandonar Cuba, a fin de cuentas, sería abandonar materias primas esenciales… y exiliarse él mismo. Por eso, cuando va a Estados Unidos a reunirse con familiares y amigos, confiesa que sólo intenta divertirse y evita hablar de política, porque «desde fuera, las cosas cubanas se ven a menudo en términos muy blancos y negros«.
El corredor de maratones
La literatura es una forma de vida, dice Padura. Pero sin alardes poéticos. Es vida, porque es el oficio del que saca su sueldo para pagar las facturas, un privilegio en cualquier parte del mundo, reconoce. También es vida, dice el escritor, porque abre puertas a otros mundos. De nuevo, no es una metáfora gastada, es algo concreto. Su carrera literaria le ha permitido a Padura viajar a muchos países. Conocer gente nueva. A escuchar y ser escuchado en realidades tan dispares. Ir más allá de Cuba. Nunca imaginó que aquel joven Leonardo del Período Especial cubano, un periodista que alternaba la cobertura policial y la crítica cultural, el mismo Leonardo de cuando publicó su primer libro –Pasado perfecto, resucitado tras permanecer seis años en un cajón- por una pequeña editorial mexicana, llegaría a convertirse en una estrella de la literatura mundial, autor del bestseller El hombre que amaba a los perros, con obras traducidas a más de 15 idiomas, ganador de importantes premios como el Princesa de Asturias, el Hammett y el Prix Initiales, y distinguido con el doctorado honoris causa de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Sucedió. Y una gran notoriedad exige una gran responsabilidad, porque la novela es una carrera de fondo, opina Padura. Sentarse todos los días frente al ordenador para escribir durante cinco, seis horas o más cuando la inspiración inmaterial (e imprevisible) golpea, como hace hoy, requiere un acondicionamiento mental… y físico – igual que un jugador de ajedrez profesional, explica. Así que hace ejercicio todos los días. Renunció al ron: sólo toma vino, y únicamente cuando se reúne con amigos. Se esfuerza por fumar menos de diez cigarrillos al día. Y, como buen cubano, tiene por costumbre pasear por el Malecón, el paseo marítimo de La Habana, durante horas o aunque sea cinco minutos, y sentarse en el muro de un metro para contemplar la ciudad, ineludible, por un lado, y el océano inalcanzable por el otro. Donde empieza y acaba el país, un lugar que es la síntesis de Cuba, subraya siempre.
Aunque es un escritor experimentado, advierte que cada novela es una experiencia nueva. De nuevo, lo dice de forma pragmática, porque las últimas obras de Padura se centran en acontecimientos y personajes históricos -del siglo XIX al XXI- y requieren una investigación exhaustiva. Lo que realmente lo corroe, admite, es el fantasma de la autocrítica que planea sobre cada página de sus manuscritos: tiene que afinar el estilo, la estructura, el tono de ciertos pasajes, y contar con el consejo crítico de su compañero… «Estás escribiendo una mierda y te crees un genio«, dice. «Ahí es donde estás jodido«.
– Algunos dicen que la función de la literatura es captar los cambios imperceptibles de una época -preámbulo, preguntándome qué sentido le ve Padura a esta batalla contra la página en blanco. Antonio Cándido dice que se trata de una necesidad humana básica: el derecho a fabular. Otros sostienen que su importancia radica precisamente en que no tiene función alguna. Y así sucesivamente… Y para usted, ¿cuál es la función de la literatura?
– De la literatura en general, es crear belleza, descubrir lo que otros no ven, hacernos pensar. De la novela, en particular, es ahondar en el alma de los individuos, en la condición humana y, desde esa perspectiva, darnos una imagen de una realidad, real o ficticia, pero que amplía nuestra percepción del mundo.
– Algunos escritores confiesan que, en el proceso de escritura, ciertos personajes parecen ganar autonomía, escapar al control del escritor, tomar sus propios caminos… ¿Le ocurre a usted?
– Por supuesto… Mario Conde [el protagonista de la mayoría de sus novelas] hace a menudo lo que le da la gana, sin mi permiso. O en Como polvo en el viento (Boitempo, 2021), estos personajes empezaron a crecer y a actuar casi independientemente de mis ideas originales. Creo que cuando le das vida a una criatura, puedes educarla, pero no decidir completamente su comportamiento. Esto sucede en la vida real y también en las novelas.
Quizá con falsa modestia, suele decir en otras entrevistas que es un escritor de «poca imaginación«, porque le cuesta mucho dar con una idea para una novela, lo que le exaspera. Pero dice que siempre hay una luz al final del túnel – y en algún lugar de su cerebro, se enciende una luz.
La criatura no muy bien educada
Mario Conde es un contemporáneo de Padura del Periodo Especial cubano, cuando el hundimiento de la Unión Soviética llevó a su «satélite» latinoamericano a una gravísima crisis económica -apagones, inseguridad, mercados ilegales, éxodo…- que todavía no ha cicatrizado muy bien. Los dos han vivido mucho juntos, así que Conde es una criatura, sí, es cierto, pero también es un camarada fiel a lo largo de décadas y más de una docena de novelas, y ambos comparten los mismos dilemas existenciales. Conde es un detective cubano blindado por el humor pesimista, un fumador empedernido que respira una profunda melancolía. Su creador-compañero señala que Conde tiene una personalidad alejada del alma cubana, que es despreocupada, que vive un día a la vez, sin coger lucha, como dicen allí.
Para empezar, Conde nunca quiso ser policía. Aficionado al jazz y a Ernest Hemingway, soñaba con ser escritor, y por eso le gustan los bajos fondos de La Habana, con cierta simpatía por las putas, los locos y los borrachos. Tiene la misma edad que Padura y lo atormentan los fantasmas del pasado. En Personas decentes, es un hombre aún más resentido que sobrevive con trabajos ocasionales y la venta de libros viejos, pero vuelve a trabajar en la Cuba de los Rolling Stones y Obama por invitación de un antiguo colega policía, a raíz del brutal asesinato de un burócrata hijo de puta de alto rango que destruyó la vida y la carrera de varios artistas.
– ¿Fue difícil desbancar al detective Mario Conde? – le pregunto.
– ¡Nunca lo borré! -señala Padura. Al contrario, he ido reforzando sus características e incluso añadiendo otras que lo complementan, por ejemplo, su percepción del paso del tiempo físico, humano, lo que llamamos envejecimiento. Al principio de la serie tenía 35 años, ahora tiene 62 en Personas decentes y, con este proceso temporal, se ha vuelto más escéptico, más irónico, más desencantado, más pesimista. Pero todo esto se venía gestando desde que lo esbocé por primera vez. El gran cambio fue que dejó de ser policía, pero ahora sigue realizando investigaciones policiales y siempre, antes y ahora, da un diagnóstico de la realidad cubana.
– Muchos medios de comunicación y críticos literarios especulan sobre si los personajes de ficción son alter egos de sus escritores. ¿Es usted Mario Conde? ¿Tiene algo de él?
– Mario Conde es Mario Conde y yo soy yo. No hay alter ego. Por supuesto, él es mis ojos para ver la realidad, mi sensibilidad para asumirla. Somos cubanos de la misma generación, con experiencias comunes, inclinaciones hacia la literatura, amantes de la contemplación de la belleza femenina, pero cada uno a su manera… aunque seamos muy parecidos.
Detective de La Habana profunda
Así que vayamos a la cuna de Conde, que se crió frente a una Olivetti -o Mignon, Hermes, Remington, no sé…-. El obstinado detective surgió del deseo de Padura de escribir novelas policíacas que fueran, sobre todo, novelas sociales. Un Sam Spade caribeño. Un Philip Marlowe de los bajos fondos socialistas. En los años 70 y 80, hubo una prolífica producción de este género literario en Cuba, estimulada por el gobierno. Pero era la misma vieja ficción pulp estadounidense: un héroe detectivesco, pero con un «compromiso revolucionario«.
Conde no es exactamente un antihéroe, observa Padura, sino un protagonista huraño en conflicto consigo mismo y con la sociedad cubana, un malparido que trata con malparidos y que personifica la desilusión de una generación -la generación de Padura. Algo que el periodismo oficial cubano nunca pudo hacer, afirma el escritor en varias entrevistas.
En los años ochenta, el medio de vida de Padura era el periodismo – y luchaba por hacer caber historias en tres mil signos: la experiencia humana de la realidad, sigue creyendo, al menos para el entonces aspirante a novelista, no podía encerrarse en el chaleco de fuerza de los caracteres. Escribió para Juventud Rebelde, el periódico oficial del ala juvenil del Partido Comunista de Cuba, y para la revista literaria El Caimán Barbudo. Era el «medio de comunicación juvenil» de Cuba que, a diferencia del Granma, el «órgano oficial» del Partido, podía contar de vez en cuando historias más atrevidas, como el aumento de la prostitución en los años noventa y la «dinastía del ron Bacardi«. Por fin, Padura fue redactor jefe de la Gaceta de Cuba, la revista de la Unión de Escritores, cuando abandonó el periodismo para dedicarse exclusivamente a la literatura.
Algo del periodista permaneció en él, buscando investigar las complejidades de la sociedad cubana, algo que los medios oficiales nunca pudieron hacer, pero sin perseguir el ritmo frenético y caliente de los acontecimientos.
– Usted fue periodista durante un tiempo. Si tuviera que entrevistar al detective Conde de Personas Decentes, ¿cuál sería su primera pregunta?
– Esa es fácil: en esta Cuba en la que vive ahora… ¿qué sentido tiene ser una persona decente? Es que cuando la supervivencia se impone, la ética no siempre sale ganando.
Suena un poco pesimista, ¿no le parece?
Tras haber leído innumerables entrevistas que el escritor ha concedido en los últimos diez años, sé que Padura nunca ha idealizado el paso del tiempo; las primaveras no son nada generosas. Le gusta señalar, como si necesitara luchar contra el tópico de que el pelo blanco es fuente de sabiduría, que el cuerpo se marchita, la memoria se debilita, el cansancio tambalea el cuerpo y la visión se vuelve borrosa. Y eso ni siquiera es lo peor. El halo de nostalgia pesa mucho sobre la cabeza. Las expectativas de que todo saldrá bien se desmoronan. No será así. Y la creencia en un futuro mejor se desvanece. Puede que haya gente decente en el mundo. Pero la sensación es de «algo que se acaba, de un tiempo que no se puede recuperar, que se repite y siempre acaba aplastándonos«, dijo una vez. «Te sientes derrotado por la historia, como Conde y muchos de su generación«.
En El hombre que amaba a los perros, Padura escribe que «la utopía ha sido traicionada y, lo que es peor, reducida a un fraude de los mayores deseos humanos».
Por eso insisto.
– ¿Es usted optimista? ¿O cree que ese sentimiento humano es perecedero con el paso del tiempo?
Y hago una digresión:
– ¿Hay lugar hoy para las utopías?
– Paso del optimismo al pesimismo con mucha facilidad, aunque a veces me quedo estancado en el pesimismo durante más tiempo; quien diga eso sólo puede ser un verdadero pesimista, por supuesto. Creo que la sociedad humana ha avanzado mucho en muchos ámbitos, la ciencia, por ejemplo, pero al mismo tiempo creo que muchos otros valores se han vulgarizado o perdido para siempre. Y no veo margen para promover nuevas utopías, sino más bien distopías.
Continúa:
– Ojalá hubiera una forma de pensar que organizara mejor el presente e incluso el futuro, pero cada vez veo más amenazas a la democracia a mi alrededor, desde la Rusia de Putin a los Estados Unidos de Trump, sea o no presidente, pasando por una Europa que gira a la derecha y, más cerca de casa, El Salvador de Bukele o la misma Cuba de hoy, donde se violan los derechos de expresión, descontento y disidencia. ¡Estamos jodidos!
Sí, señor Padura. Entonces, ¿deberíamos hablar más de literatura? O… ¿sería mejor que habláramos de béisbol?
¿Es Cuba una dictadura, mister Padura? ¿Cuál es la solución a más de 60 años de embargo económico? ¿Cree que el comunismo ha fracasado? ¿Qué decir de Venezuela? ¿Y China y Putin? ¿Cuál es el panorama socioeconómico de la isla tras la muerte de Fidel Castro? ¿Está Miguel Díaz-Canel cediendo ante el neoliberalismo?
Es educado cuando responde a preguntas como éstas, pero se anda con rodeos -y muy pocos- para no dejar a los entrevistadores en el vacío. Bromea diciendo que siempre que está de gira por el extranjero «la gente se me acerca y me dice no lo bien que escribo, sino lo valiente que soy por escribir lo que escribo en Cuba«.
No es que a Padura no le guste hablar de política, pero no es fácil para ningún cubano, escritor o no, que siempre se ve empujado a posicionarse a favor o en contra del socialismo caribeño. En una entrevista de media hora, se queja, pasa 25 minutos respondiendo a preguntas políticas. Pero también le encantaría hablar de literatura, música, cine, deportes, el béisbol que tanto le gusta… -como un escritor normal. Nadie pone a Paul Auster en esta situación, suspiraba en uno de sus ensayos: «A Auster nunca le preguntan sobre la posible dirección que está tomando la economía estadounidense» o «por qué siguió viviendo en su país durante los horribles años de la administración de George W. Bush«.
No soy un experto en analizar la situación política, murmuró en una ocasión, “voy a dar respuestas que podrían obtenerse de cualquier otra persona”, pero cuando se le pregunta sobre literatura, “todas mis respuestas pueden tener lecturas políticas”.
Padura está lejos de ser gusano, por supuesto, como las malas palabras podrían sugerir. Es más bien un crítico, sin la obligación de ser constructivo. Con el paso de las décadas, ha perdido la capacidad de analizar la política institucional cubana por sí mismo o de ser cuestionado por otros. Es cierto que siempre reitera que en la isla falta una libertad de expresión absoluta, aunque él nunca ha sido censurado ni acosado por burócratas, ni considera que en Cuba haya habido excesos, como los hubo en la URSS. Pero señala que el proyecto de crear el nuevo hombre socialista ha castrado las subjetividades, porque los jóvenes como él no podían dejarse crecer el pelo, llevar pantalones ajustados, escuchar a los Beatles o leer a ciertos autores malditos. Es curioso. Nunca militó en ninguna causa, y menos en el Partido, pero un nuevo libro de Padura se toma siempre como un documento para desentrañar la realidad cubana, sea en mayor o menor grado, de derecha o de izquierda.
Ni en el cielo ni en el infierno
Padura tiene razón, como siempre: Cuba no es ni una dictadura sanguinaria ni un romántico paraíso socialista. Es más bien un purgatorio, palabra suya. Una zona crepuscular, si queremos corromper con optimismo la imagen católica evocada por el escritor.
Purgatorio o crepúsculo, es una Cuba sin Fidel, ni en el cielo ni en el infierno, que hoy busca abrirse al capital internacional -al que Padura ve con buenos ojos- tras 66 años de un criminal embargo económico impuesto por Estados Unidos – «un acto de guerra económica en tiempos de paz«, como dijo el ministro cubano de Asuntos Exteriores, Bruno Rodríguez- y que se ha mantenido hasta hoy, a pesar de que la Asamblea General de Naciones Unidas denuncia su ilegalidad. La paz, por tanto, es compleja cuando un país no se encuentra en condiciones normales de temperatura y presión. Pensemos en 2021, cuando cientos de miles de cubanos salieron a la calle en plena pandemia, instigados por grupos cubano-americanos de derecha, como puede o no creer el gobierno, pero que revela un clima de descontento en el país. Ese año, las masas volvieron a las calles de La Habana tras los frecuentes apagones en la isla, los altos precios del combustible y la escasez de alimentos. Por supuesto, el embargo económico no puede noralizarse ante la crisis cubana, pero también hay una «crisis de horizontes -que se ve muy claramente en el potencial migratorio- y una crisis de confianza en los espacios políticos e institucionales. […] En definitiva, una lección importante parece ser que afrontar la crisis ampliando los derechos -tanto políticos como sociales- es el camino más firme hacia las soluciones futuras«, analiza Julio César Guanche, profesor de la Universidad de La Habana, en un artículo publicado en Outras Palavras.
Y ahí es donde entra el reportero, en este caso yo, impaciente por abordar un tema que Padura evita con delicadeza o ante el que parece malhumorado, porque es escritor, no politólogo, como suele decir. Pero ¿podríamos arriesgarnos entonces a filosofar sin pretensiones sobre este vasto mundo cuyas crisis ya no se pueden contar con los dedos de una mano?
– Parece que el capitalismo se transmuta con la llamada «digitalización de la vida» – vale la pena señalarlo: Padura es reacio a las redes sociales; es un hombre analógico, con orgullo generacional. – ¿Cree que esto está llevando a la construcción de una nueva subjetividad?
– No lo sé. Lo único que sé es que, en los últimos siglos, cada generación ha tenido sus propias características. Y también que la «digitalización de la vida» ha generado una serie de cambios que nos están llevando a una nueva era en la evolución de la humanidad… y no sabemos muy bien hacia dónde vamos.
– Quizá esta pregunta sea una prolongación de la anterior. Una vez le preguntaron cuál era el «futuro de la vida socialista» y usted respondió: la libertad individual. ¿Cree que los discursos de colectividad, masas y pueblo pueden, en cierto modo, sonar alienantes, ser un obstáculo para comprender las singularidades humanas?
– Por supuesto que limitan la expresión de la individualidad con la libertad que deberíamos tener. En cualquier caso, la defensa de nuestros derechos y libertades personales debe llevarse a cabo en un contexto social en el que están presentes otros, y estos otros deben ser considerados y respetados. El hombre es un ser social, forma parte de un colectivo humano, forma parte de una masa y culturalmente forma parte de un pueblo. Por lo tanto, estos conceptos deben tratarse con cuidado. El problema reside en su manipulación… y ese otro mal social, los políticos, se encargan de él con mucha pasión.
El hombre que abandonó a los perros
Los escritores son seres obsesivos. La Historia -con mayúscula- es la obsesión de Padura. El novelista es un contador de mentiras que tiene que convencer a su lector de que lo que cuenta es verdad, como ha dicho, como cierto tópico. Pero no lo es, porque Padura es siempre objetivo, pragmático, como ya hemos dicho, afín a su formación materialista-histórica, trazando líneas lógicas -y dialécticas. En definitiva, se remite a las técnicas de su oficio, porque un escritor debe estar siempre atento a los pequeños elementos que escapan a la mirada de un historiador. Al retratar al poeta José Heredia en La novela de mi vida, por ejemplo, la información a pie de página de que le gustaba un guiso de quimbombó [una variante de la okra] fue fundamental, además de ser un plato que Padura saborea con devoción. Es la Historia a partir de lo ínfimo.
La muerte de Leon Trotski fue una de esas obsesiones.
Durante décadas, el revolucionario soviético fue objeto de una purga en Cuba, por así decirlo. Lo poco que se sabía de él en la isla se debía, según Padura, al Che Guevara, cuya sangre burbujeante por «uno, dos, tres, muchos Vietnams» y el anhelo de que se construyera el hombre nuevo, le permitieron escabullirse del dogmatismo estalinista cubano y coquetear subrepticiamente con grupos trotskistas de la dulce Habana.
La primera vez que Leonardo Padura oyó hablar de Trotsky, el «traidor a la clase obrera«, fue en la universidad, cuando estudiaba Literatura. Era muy extraño: ni siquiera se calumniaba al soviético, sino que se le borraba de cualquier discusión política. El escritor estaba desconcertado, y no tenía casi nada que leer sobre este revolucionario apócrifo. En 1989, Padura visitó por primera vez Ciudad de México y conoció la casa de Coyoacán donde el León ruso exiliado fue asesinado a los 60 años. «Era un lugar oscuro, sombrío…«, describiría más tarde, «parecía más bien una prisión o un castillo«… Pero lo conmovió aquel ambiente lúgubre, donde Ramón Mercader, un joven kamikaze español que había logrado infiltrarse en el círculo íntimo del trotskismo, golpeó la cabeza blanca de una figura histórica con un pico de alpinista.
No es que se convirtiera en trotskista, ni mucho menos. Pero «existe una simpatía natural por los derrotados, por los que han perdido«, explica. Trotsky era un líder intelectualizado que, según Padura, siempre mantuvo el pensamiento utópico de que la revolución era posible -y su historia tenía un elemento esencial en cualquier «viaje del héroe«: un terrible antagonista, en este caso Josef Stalin.
Pero sigamos. Tras visitar la casa de Trotsky en Ciudad de México, Padura mantuvo esta historia en su cabeza hasta 2005, cuando empezó a escribir la aclamada El hombre que amaba a los perros, un thriller con tres frentes narrativos: un cubano jodido por la crisis cubana de los 90 que conoce a un misterioso hombre que siempre sacaba a pasear a sus perros por la playa; la epopeya de un Trotsky exiliado de la Unión Soviética, melancólico pero deseoso de construir otros caminos para el comunismo internacional en un castillo mexicano rodeado de guardias de seguridad, otros comunistas y sus perros; y el apasionado Ramón Mercader, enredado en un complejo juego de poder y trágicamente destinado a pasar a la historia: una víctima de su tiempo. Padura dice que filosofaba -antes y después de escribir el libro: ¿puede justificarse un crimen incluso por una gran idea, incluso si el futuro mejor de la humanidad necesita del crimen?
Padura disponía de abundante material sobre Trotsky para construir su relato, como su autobiografía Mi vida. Incluso pensó en utilizarla como hilo conductor en primera persona del eje narrativo que trataría sobre el revolucionario soviético. Se dio cuenta de que era mejor no hacerlo. En cuanto a Mercader, disponía de poco material: algunos testimonios, entrevistas y la biografía sentimental de su hermano. Esto le dio cierta libertad para explorar más a fondo este personaje, basándose en otros expedientes, oscuros o no, pero creíbles, sobre la vida del joven español y los agentes soviéticos encubiertos, como este personaje.
Un detalle instigó aún más a Padura: Ramón Mercader vivió durante décadas en La Habana, bajo una identidad secreta, con el seudónimo de Jaime López, tras desaparecer del mapa cuando fue liberado de una prisión mexicana. El escritor, con su brío periodístico, buscó inmediatamente fuentes, cualquiera que pudiera haber conocido, interactuado, cualquier cosa, con el joven español. Nadie dijo ni pío.
El hilo conductor estaba formado: al asesino de Trotsky le encantaban los perros, igual que a Padura y al propio Trotski. En una entrevista, el escritor se emocionó al señalar, tras una agotadora investigación, que en Los sobrivivientes, una película de 1979 sobre una familia burguesa cubana que se aísla del mundo porque cree que la revolución era algo pasajero, aparecen dos rusos interpretados por… ¡Ramón Mercader!
Esa es la señal para que le haga la última pregunta.
– Pensé si hacer o no esta pregunta. Parecía una tontería… y quizá lo sea. Pero decidí hacérsela. Usted dijo en una entrevista que le apasionan los perros, que ha tenido algunos inolvidables… Y que, debido a sus constantes viajes, optó por tener gatos. Esto me hizo querer saber más sobre el escritor que amaba a los perros y ahora ama a los gatos…
– Sigo siendo una amante de los perros. Y lamento mucho no haber podido tener algunos debido a mis compromisos laborales fuera de Cuba. Los gatos están en lo suyo y no siento ninguna afinidad con ellos. Les doy de comer y ahí se acaba mi relación con ellos… Con los perros, sin embargo, se puede hablar y me entienden mejor que mucha gente.
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Rôney Rodrigues, editor de Outras Palavras. Licenciado en periodismo por la Universidade Estadual Paulista (UNESP), ha colaborado con medios como Superinteressante, Caros Amigos, Brasil de Fato, Rede Brasil Atual y Revista Mobile. Ha asesorado a movimientos sociales y organizaciones implicadas en cuestiones urbanas. Especializado en la cobertura de temas relacionados con el derecho a la ciudad y los conflictos urbanos, es el responsable del blog outraspalavras.net/doispontos.