Por Martín Kohan*
(para La Tecl@ Eñe)
La inclinación a decir cualquier cosa no es ninguna novedad, existió en todos los tiempos. Lo que podría ser un signo de época, en todo caso, es que no tenga consecuencia alguna. Quien dijera cualquier cosa, hasta hace un tiempo, podía luego verse refutado, desmentido, incluso burlado. Lo más común es que tuviese que retractarse, o al menos reacomodar sus dichos, o eventualmente resignarse a ocupar ese lugar más bien desdoroso: el del que dice cualquier cosa.
En eso sí parece haberse producido un cambio, y ese cambio es sustancial. En efecto, se puede decir cualquier cosa; pero ante eso, en general, no pasa nada. Quien asume esa postura y advierte que no tiene costo alguno, pasa entonces a envalentonarse; puede tornarse mucho más tajante, más arbitrario, más agresivo, y alcanzar incluso el registro intemperante de una violencia de energúmeno.
Se puede decir cualquier cosa, total: ¡no pasa nada! E incluso hacer de todo eso un espectáculo, total: ¡tampoco pasa nada! O sí: enciende entusiasmos, suscita adhesiones, enfervoriza. Y una vez que tal efecto se verifica, ya no hay manera (ni tampoco necesidad) de contener o encaminar ese gustito por la violencia en sí misma que en cierto modo estaba ya desde un principio.
No sólo lo que se diga no importa. Además, y en verdad en razón de eso mismo, tampoco importa lo que a uno le digan. No importa lo que uno diga, ya que puede ser cualquier cosa, y no importa lo que los otros repliquen; y entonces cabe dejarlos decir, no hacerles caso, pasarlos por alto, no contestar. Esa lógica más bien cínica de la circulación social de los discursos ha ido ganando espacio en la actualidad, y acaso sea ya dominante.
Un debate, como tal, requiere cualidades distintas. Lo que se dice se espera que tenga sentido, o al menos pretenda tenerlo, y es por eso que podrá ser discutido; admite cuestionamientos a los que podrá oponerse a su vez. ¿Qué sucede, en un debate, con el hábito de decir cualquier cosa, qué sucede con la premisa de que lo que los otros digan no importa? ¿Qué clase de intervenciones habilita?
Las que vimos la otra noche: mirar con fijeza a la cámara para decir con liviandad cualquier cosa (con liviandad, sobre asuntos no precisamente livianos: ignorar, ¡un supuesto receloso del Estado!, que crímenes de lesa humanidad sólo son los perpetrados desde el aparato represivo estatal), mirar con fijeza al interlocutor y decirle cualquier cosa sin otra intención que la de hostigar (endilgarle, ¡a una trotskista!, los crímenes del stalinismo). Y luego, ante la palabra ajena, ante la réplica certera y la refutación, forzar una sobreactuada prescindencia, mirar a la cámara con fijeza y adoptar la mueca siniestra de los extraviados, la sonrisa tenebrosa de los idos.
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*Escritor. Licenciado y doctor en Letras por la Universidad Nacional de Buenos Aires.
El último debate presidencial dejó flotando en el aire diferentes tipos de espectros, esos seres extraños que habitan el mundo de lo intangible.
Uno de los espectros que más se dejó ver fue el de la posverdad, esa criatura escurridiza que habita feliz en las cloacas de lo digital y se alimenta de la ignorancia y la emoción por sobre la razón.
La posverdad se paseó descarada por el estudio televisivo en forma de datos tergiversados, información sesgada y mentiras descaradas proferidas con falso decoro. Sus portavoces más elocuentes fueron los de siempre, esos que se mueven como peces en el agua en las fangosas aguas de lo falso.
Pero allí también pudimos ver a otro espectro, el gemelo malvado de la verdad. Me refiero al espectro del desenfrenismo verbal, ese ser etéreo producto de la fatiga de los argumentos consistentes y el hartazgo de la moderación.
Este espectro irrumpió en el estudio en forma de agresiones e interrupciones malintencionadas, como queriendo imponer su ley de la selva discursiva ante la mirada atónita de los ciudadanos.
Pareciera ser que en la era de las redes el avance de estos espectros posmodernos es imparable. Donde antes reinaba el impero de la lógica y los hechos, hoy campea la subjetividad emocional y el imperio de lo efímero.
Sin embargo, también se dejó ver otra clase de espectros. Aquellos esperanzadores que aunque tenues, siguen ahí para representar la vigencia utópica de la política consistente, el debate constructivo y el imperio de la razón por sobre la pasión. Esperemos que estos últimos espectros sigan manteniendo su presencia, aunque sea entre sombras, para iluminar el porvenir de la palabra.