El sábado 24 de febrero, una multitud trumpista esperaba en el subsuelo del centro de convenciones Gaylord, en Maryland, para ingresar al edificio en el último día de la Conferencia Política de Acción Conservadora (CPAC, por sus siglas en inglés). Era una mañana fría y tranquila, pero la atmósfera de la cumbre estaba trastornada. Donald Trump daría su discurso en unas horas, por lo que se esperaba mucha más gente que en los días anteriores, a lo que se sumaba un nuevo protocolo de ingreso, custodiado por el FBI. El público estaba ansioso.
Yo hacía la fila junto a un militar retirado que apenas superaba los 30 años y cuya carrera en las Fuerzas Especiales del Ejército había sido presuntamente arruinada por negarse a recibir la vacuna contra el covid-19. Encerrado en un traje ajustado, visiblemente en forma, el hombre estaba en el evento para difundir su caso y acumular contactos. Su siguiente objetivo era conseguir un escaño en la Cámara de Representantes por el estado de Florida. El grupo que nos rodeaba parecía más relajado: intercambiaba miradas sobre la elección y preguntas sobre el origen de cada participante; la mayoría llevaba camisetas con alusiones a Trump y gorritas rojas, el principal código de vestimenta de la cumbre.
Fundada a mediados de la década de 1970 como un pequeño foro de discusión conservadora, con la presencia inicial de Ronald Reagan, la CPAC se convirtió en los últimos años en una convención MAGA (Make America Great Again), que orbita en torno de Trump al tiempo que expande sus raíces en otros lugares del mundo. Cada vez son más los embajadores globales invitados; los de este año incluían, como plato fuerte, a las dos máximas estrellas latinas del ecosistema: el flamante presidente argentino Javier Milei y el salvadoreño Nayib Bukele.
Mientras promediábamos la fila, un joven se nos acercó para repartirnos una edición de la revista de extrema derecha The New American, cuya portada tenía como títular «Trumpworld» (el mundo de Trump). Solo cuando nos sentamos pude echarle un vistazo. Era una edición de 2021, una fecha interesante dado que por entonces Trump acababa de salir de la Presidencia luego de no reconocer su derrota y de un intento de golpe de Estado, incluido el asalto al Capitolio, que lo había dejado debilitado dentro de su propio partido. El ex-presidente parecía herido de muerte. Pero el editorial de la revista avisaba a los «Never-Trumpers» [nunca trumpistas], un término reservado sobre todo a los opositores dentro del Partido Republicano, aquellos que «ven al trumpismo como un grupo de bufones intolerantes que necesitan ser extirpados de la política y relegados a los márgenes para no volver a oír a hablar de ellos en los círculos conservadores respetables», que su lucha no estaba terminada.
Era un mensaje dirigido al ala moderada del partido. «El trumpismo -continuaba el editorial- es un movimiento imparable que impulsó a un outsider político a la Casa Blanca a pesar de la ira de los insiders atrincherados que han operado durante mucho tiempo las palancas del poder tanto en el gobierno como en los medios de comunicación». Ese movimiento, que según los autores trascendía al propio líder, estaba destinado a triunfar. El artículo final de la edición incorporaba la presidencia de Biden como variable, junto al deep state –el Estado administrativo profundo que el trumpismo ubica como saboteador de la primera gestión y cuya desarticulación se convirtió en una máxima prioridad ante una eventual secuela–. Sugería que, pese a que la presidencia demócrata y su Estado «oligárquico» parecían fuertes, era cuestión de tiempo para que el movimiento renaciera. «El trumpismo se hará más fuerte con los ataques del deep state contra él. La libertad prevalecerá. La república será salvada».
La sala estaba llena por primera vez en toda la cumbre, y Trump no hablaría hasta tres horas después. Los discursos de la jornada, algunos pronunciados por dirigentes que habían manifestado reservas en el pasado, hacían más referencia a su figura que otros días. Los atuendos eran más rojos (color del Partido Republicano) y creativos, aparecieron banderas y carteles que colgaban de los asientos. El público estaba excitado. Una hora y media antes de la presentación estelar, las intervenciones de otros expositores fueron interrumpidas para dejar paso a un show de música para recibir a Trump, con canciones que iban desde Metallica hasta Abba, pasando por blues, todas igualmente celebradas por la multitud.
La advertencia de la revista se había revelado correcta: si la figura de Trump estuvo alguna vez en duda en los últimos años, el líder ya parecía totalmente rehabilitado por su partido, listo para representarlo en una nueva elección.
Ya en el escenario, recibido por todo el público de pie, el ex-presidente expresó un oscuro diagnóstico sobre el país, tocó varios puntos célebres de la cumbre –la crisis migratoria y la «amenaza de la izquierda radical», sobre todo–, se autopercibió un «disidente político» e intercaló el discurso con escenas dignas de un stand-up, en las que se burló de Joe Biden y narró escenas de su presidencia, con el público riendo a carcajadas. También habló de 2020 y brindó un mensaje potente acerca de uno de los principales temas que recorrieron los cuatro días de CPAC: la posibilidad de una venganza. «La victoria de ustedes será nuestra reivindicación definitiva, la libertad de ustedes será nuestra recompensa definitiva y el éxito sin precedentes de Estados Unidos de América será mi venganza definitiva y absoluta», dijo. El tono trascendía la disputa electoral: hablaba de una lucha que por momentos parecía existencial.
Luego del discurso, Trump se trasladó a Carolina del Sur para esperar los resultados de las primarias, donde volvió a ganar frente a Nikki Haley, su última rival en pie. Fue un golpe certero, porque se trataba del estado natal de su competidora, del cual había sido gobernadora. Ni siquiera en su propio estado Haley podía vencerlo.
En el «supermartes» del pasado 5 de marzo, Trump ganó en 14 de los 15 estados en juego y empujó a Haley a tirar la toalla. Con la promesa de una «lucha final», el ex-presidente tendrá su revancha con Biden en noviembre. Pero esta vez parte como favorito.
La resurrección
Es difícil verlo ahora, pero a comienzos de 2021 la carrera política de Trump parecía acabada. No solo pertenecía al selecto grupo de presidentes que había perdido su reelección, sino que las cicatrices de esa derrota, sobre todo tras el asalto al Capitolio del 6 de enero, prometían dejarlo aislado en el partido. Ya se descontaba una pila de acusaciones judiciales, pero Trump primero debía sobrevivir a un impeachment, el segundo en cuestión de meses, que podía dejarlo fuera de juego para futuras elecciones. Los medios especularon con que dirigentes de la talla de Mitch McConnell, el influyente líder de los republicanos en el Senado, podrían estar dispuestos a votar contra él con tal de purgar al trumpismo.
Pero Trump sobrevivió a ese juicio político de manera holgada, con el apoyo del propio McConnell, y los pocos republicanos que votaron en contra –entre ellos Liz Cheney, que pasó a liderar una de las comisiones parlamentarias que investigó los hechos del 6 de enero– quedaron en el ojo de la tormenta y fueron corridos de los puestos de responsabilidad. Astutos o cínicos, lo cierto es que la mayoría de los republicanos, incluso aquellos que según la prensa manifestaban fuertes críticas a Trump en privado, decidieron dilatar la ruptura, en parte por el temor a cómo podía reaccionar su base de apoyo, gran parte de la cual seguía siendo electrizada por el magnate.
La permanencia de Trump en la primera fila del Grand Old Party (GOP) les costó a los republicanos las elecciones de medio término de 2022, en las que un pelotón de candidatos extremistas apoyados por el ex-presidente perdió sus respectivos duelos contra los demócratas, que lograron movilizar a las bases ayudados por el temor a una mayor regresión en el derecho al aborto –amenazado por la Corte Suprema– y la instalación de figuras autoritarias en puestos de control electoral. Se dijo entonces que el partido no toleraría una nueva derrota en 2024. Que era momento de un relevo.
Con Trump silenciado de Twitter y enemistado con la cúpula de Fox News, el principal vector de información de la derecha estadounidense, la posibilidad de un relevo tuvo un momentum fugaz, corporizado en la figura de Ron de Santis, el gobernador de Florida conocido por su «guerra cultural contra la agenda woke» y cuya apelación a una suerte de «trumpismo sin drama» parecía ser el boleto de éxito para que el partido recuperara votantes moderados e independientes que había perdido en los años anteriores.
Pero la candidatura de De Santis fue poco más que bluf y comenzó a derrumbarse justamente cuando aparecieron las primeras acusaciones judiciales contra Trump, a comienzos de 2023. El relato de persecución política que eligió el ex-presidente para defenderse, lejos de marginarlo, lo empoderó y ubicó a sus competidores internos en una posición incómoda: tenían que defenderlo de los acusaciones para no quedar pegados a los demócratas y sus «secuaces» judiciales, pero sin darle demasiada importancia. Ya con la primera causa, la más débil de todas (el pago a una actriz porno en el marco de las elecciones de 2016), la campaña de Trump recaudó más de 15 millones de dólares en dos semanas a través de pequeñas donaciones y comenzó a revertir la tendencia negativa en las encuestas contra De Santis, que aprendió que no hay manera de heredar una base como la del trumpismo si su líder sigue vivo. Y que no existe algo así como «el partido» separado de él.
La disputa con el ala moderada, encarnada en Nikki Haley, fue aún más desigual: los números nunca le alcanzaron. En las bases republicanas Trump es simplemente más popular que cualquier otra figura. Ayuda, por supuesto, el hecho único de que se trata de un ex-presidente que vuelve a competir por una candidatura tras obtener 74 millones de votos en su frustrado intento de reelección. Pero Trump no es cualquier ex-presidente: es el líder de un movimiento, el MAGA, que ha capturado el Partido Republicano y cuya conexión con las bases trasciende el ciclo electoral.
En los cuatro días de la CPAC, por ejemplo, hubo pocas menciones a la estrategia electoral, mucho menos a un programa ideológico o de políticas públicas. Los discursos y la conversación en los pasillos giraban en torno de una lucha por «recuperar la nación», para lo cual será necesario volver a luchar contra el «el fraude» que «se va a repetir». La mayor parte de las intervenciones, especialmente la de Steve Bannon, el gurú intelectual que abrió el evento con un seminario de cinco horas y dio el último discurso de la cumbre, estaban enfocadas en inyectar energía al movimiento para cobrar venganza.
Para sus seguidores más devotos, Trump aparece como la única figura posible capaz de revertir el declive de la nación o, como sugería el editorial de The New American, «salvar la República». «Trump fue enviado por un dios misericordioso para preservar la promesa de Abraham Lincoln: que el gobierno de la gente y para la gente no desaparezca de la tierra. Si Trump es elegido, quizás este país pueda ser salvado. Es nuestra última esperanza», me dijo Edward, un analista de riesgos de Nueva Jersey que se acercaba a su jubilación, mientras conversábamos en uno de los pasillos del centro de convenciones. Tenía miedo. Según él, no hay chances matemáticas de que Trump pierda en noviembre, pero cree que «los demócratas van a hacer trampa como nunca la hicieron». Y que pueden intentar algo peor. «Tengo mucho miedo, y no lo digo en broma, de que los demócratas intenten asesinar a Trump».
El favorito
Si bien Trump intentará mantener vivos el relato de la disidencia y sus alertas de fraude (aunque, otra vez, sin ninguna evidencia que lo sostenga), lo cierto es que esta vez parte como favorito. La última encuesta de The New York Times y Siena le otorga cinco puntos de ventaja a escala nacional, una tendencia que también se se observa en la mayoría de los estados competitivos. Pero el sondeo del Times revela otros datos preocupantes para los demócratas: Trump avanza entre latinos, afroestadounidenses y mujeres, grupos demográficos cruciales para el partido. Muchos votantes, pese a que la economía está en forma y los indicadores de la gestión de Biden lucen saludables, prefieren las políticas de Trump. El trauma del 6 de enero ya no parece determinante. De ahí que el propio diario hable sobre un estado general de «amnesia» en la sociedad.
Una victoria de Trump en noviembre está lejos de ser segura. Su performance en las primarias republicanas, aunque apabullante, sigue revelando problemas entre los votantes independientes y moderados, especialmente de los suburbios, que van a ser importantes en la elección general. Puede que el relato de persecución lo ayude hacia dentro del partido, pero la pila de acusaciones judiciales –que asciende a 91 cargos– podría ahuyentar a los menos convencidos. Trump, sin embargo, se ha beneficiado de la renovación del poder judicial durante su presidencia, y la Corte Suprema está jugando a su favor: por lo pronto, ha permitido que su nombre siga en la boleta electoral, pese a algunos intentos de jueces estatales de deshabilitarlo, y podría ayudar a dilatar el calendario de juicios que enfrenta este año.
Por lo demás, no tiene que ser un candidato perfecto para ganar. La polarización ayuda. Y también el sistema de colegio electoral, que permite ganar sin obtener las mayoría de los votos, como ocurrió en 2016 -de ahí la pelea en algunos estados claves que pueden definir la elección-. El desaliento demócrata por Biden, alimentado por cuestionamientos a su estado físico y mental, y, para votantes más jóvenes, por su posición frente a la guerra en Gaza, podría ser suficiente para que Trump consiga lo que a principios de 2021 parecía difícil: revalidar su poder sobre el partido y volver a la Casa Blanca para un segundo mandato, que se avizora aún más radical que el primero.
Esa, les dijo a los fieles de su movimiento en la CPAC mientras los embajadores globales escuchaban de cerca, será su venganza. Ya nadie duda de que si no lo consigue buscará sembrar otra vez el caos.
“Trump acababa de salir de la Presidencia luego de no reconocer su derrota y de un intento de golpe de Estado, incluido el asalto al Capitolio, que lo había dejado debilitado dentro de su propio partido.” (Sic).
Esto es ignorar la realidad. La historia oficial.
Es el equivalente argentino (en cuanto a la superficialidad del análisis) a decir que el atentado a Cristina fue cosa pura y exclusiva de los copitos.
En EE.UU. esa versión sobre Trump es la historia oficial impuesta por agencias de inteligencia, fbi, depto justicia, congresistas y grandes medios de comunicación.