La temporada sudafricana de cuatro represores

Los crímenes de Jorge Vildoza quedan impunes para siempre: en su caso, extemporáneo y discreto, el refugio sudafricano ha cumplido su función. Para sus ex colegas del grupo de tareas de la ESMA, en cambio, las cosas resultan diferentes. Jorge Perren muere en 2007, en la cárcel militar de Campo de Mayo, procesado por secuestros y desapariciones. Hoy, a mediados de 2023, Jorge Acosta y Alfredo Astiz están presos en el pabellón de criminales de lesa humanidad de la cárcel de Ezeiza, donde cumplen cadena perpetua desde hace varios años por múltiples causas vinculadas a la ESMA. A través de sus defensores oficiales, ambos represores fueron contactados para esta investigación. Se les preguntó si recordaban algo de su temporada en Sudáfrica. Acosta transmitió que “agradece mucho pero prefiere no prestarse a una entrevista”. Astiz no respondió.

DE LA ESMA A SUDÁFRICA


LOS DÍAS MÁS FELICES DE LOS REPRESORES

A principios de los ochenta, la Armada Argentina ordenó el traslado de Jorge “Tigre” Acosta, Alfredo Astiz y otros dos represores de la ESMA a Sudáfrica para esconderlos en medio de las denuncias internacionales por sus crímenes. Durante su estadía en el país del apartheid, las fuerzas armadas sudafricanas implementaron un nuevo método para eliminar a prisioneros de grupos disidentes: los vuelos de la muerte, una mecánica de aniquilamiento idéntica a la que se había usado en la ESMA. Amparados por una alianza militar entre ambos países, los marinos se reciclaron al otro lado del océano hasta que la prensa los descubrió. “En Sudáfrica pasé los días más felices de mi vida”, dijo una vez Astiz. Esta es la historia de la temporada sudafricana de los cuatro represores argentinos, llena de vacíos pero también de imágenes y testimonios inéditos.

Es febrero o marzo de 1979 y hay algo de lo que Jorge Acosta se arrepiente. Desde fines de 1976, Acosta, un capitán de corbeta que se hace llamar Tigre, dirige el centro clandestino de detención que funciona en la Escuela de Mecánica de la Armada, la ESMA, uno de los mayores campos de exterminio de la dictadura militar argentina. Durante los últimos dos años y medio, Acosta ordenó el asesinato de cientos, miles de prisioneros y prisioneras: imposible saber cuántos exactamente, porque son arrojados al mar desde aviones en vuelos nocturnos. Pero Acosta también mantuvo con vida a unas pocas víctimas que fueron liberadas en los últimos meses. Y eso ahora, en febrero o marzo de 1979, es algo de lo que se arrepiente.

—Andaba súper rayado en esa época —recordará una sobreviviente de la ESMA, Amalia Larralde, treinta años después, en un juicio en el que Acosta y otros represores serán condenados a cadena perpetua por asesinatos, secuestros, torturas y robos—. Se estaba sintiendo solo, como largado por los mandos que lo habían soltado por dejar gente viva. Decía que habían construido un monstruo imposible de controlar. Daba órdenes y contraórdenes. Sus propios hombres se quejaban.

Desde 1977, Acosta puso en práctica lo que denominó un “proceso de recuperación” de decenas de detenidos: un experimento que, bajo el pretexto de convertirlos ideológicamente y eliminar la “subversión” de sus conciencias, los obligó a trabajar para el proyecto político del almirante Emilio Massera, jefe de la Armada y miembro de la Junta Militar hasta 1978, cuando se retiró con la fantasía de lanzarse como candidato presidencial. El poder de Acosta, un oficial sin demasiadas luces ni méritos militares a quien el propio Massera describirá décadas más tarde como “un loco irracional con una bomba atómica en la cabeza”, emanó siempre de su relación sin intermediarios con el almirante. Con la venia de Massera, se sintió tan protegido como para mantener un “staff” de prisioneros vivos bajo sus órdenes, según él mismo los bautizó.

“El Tigre Acosta nos dijo que tendrían que habernos matado a todos, porque nosotros éramos tan hijos de puta que seguro íbamos a acusarlos en un Núremberg”.

Pero Massera ya no conduce la Armada, y la ESMA se convirtió en uno de los principales blancos de las denuncias internacionales contra la dictadura. Dos prisioneros, Horacio Maggio y Jaime Dri, lograron fugarse e identificar públicamente a algunos represores, entre ellos, Acosta. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos acaba de anunciar una visita de inspección a Argentina y los veedores apuntan a la ESMA como prioridad. Desde el exilio, las víctimas liberadas empiezan a organizarse para escrachar a los victimarios. El círculo se cierra sobre Acosta. Demasiada visibilidad.

—Una noche nos dijo que ellos se habían equivocado, que tendrían que habernos matado a todos, porque nosotros éramos tan hijos de puta que seguro íbamos a acusarlos en un Núremberg —recordará otra sobreviviente, Adriana Marcus, en el juicio de 2010—. Pero dijo que él ya tenía armada su estrategia. Que nadie lo iba a encontrar, porque iba a estar en Sudáfrica.

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Sudáfrica: a fines de los setenta, un país donde gobierna un régimen de segregación racial que mantiene una relación militar estratégica con la dictadura argentina. Los crímenes del apartheid contra la población negra aislaron a Sudáfrica en los foros internacionales. Para no transformarse en paria, el régimen sudafricano se acercó a las dictaduras de Sudamérica, en busca de aliados occidentales identificados con la causa anticomunista y sin pruritos sobre los derechos humanos. Desde el golpe de Estado de 1976, las Fuerzas Armadas argentinas cortejan a Sudáfrica, en especial a través de la Armada, impulsora de un proyecto para crear la “Organización del Tratado del Atlántico Sur (OTAS)”, una alianza hemisférica análoga a la OTAN de Estados Unidos y Europa. Además de Brasil, Uruguay y tal vez Chile, la Armada argentina quiere sumar a Sudáfrica a un frente naval común contra la penetración soviética en el Atlántico Sur. Los militares argentinos y sudafricanos dicen temer que los barcos de la Unión Soviética que incursionan en el océano austral provean armas a las guerrillas de ambos continentes. En Argentina, el almirante Massera es el gran promotor de la OTAS. Hacia 1979, el proyecto promete cooperación, camaradería y negocios por varios años entre la Armada argentina y la sudafricana.

El régimen sudafricano se acercó a las dictaduras de Sudamérica en busca de aliados occidentales identificados con la causa anticomunista.

Sudáfrica: a fines de los setenta, un país donde un marino como Jorge Acosta podría sentirse tranquilo, e incluso premiado, una vez concluida su temporada en la represión clandestina.

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El éxodo de oficiales de la ESMA no se reduce a Acosta. Un día de mediados de 1979, un guardia lleva al prisionero Carlos Lorkipanidse al “Dorado”, un salón donde el grupo de tareas suele planificar sus operativos. En el Dorado lo esperan la esposa y los hijos del contralmirante Rubén Chamorro, director de la ESMA, oficial muy cercano a Massera, por encima de Acosta en la estructura represiva. Desde que lo secuestraron en 1978, Lorkipanidse, de oficio fotocromista, debe colaborar en la confección de documentos falsos bajo las órdenes de los marinos. Esta vez le encargan que tome fotografías a cada miembro de la familia Chamorro.

—Chamorro se iba al exterior y necesitaban un juego de documentos falsos para su mujer y sus hijos —recuerda Lorkipanidse en una conversación telefónica en enero de 2022—. Me hicieron sacarles fotos de tres cuartos de perfil y de un costado y otro de la cara. Supongo que querían documentos con otras identidades por si alguna vez la cosa se ponía espesa y tenían que huir.

Entre mayo y junio de 1979, varios decretos confidenciales de la dictadura designan en puestos en otros países a la mayoría de los marinos que operaron en la ESMA. La eyección del grupo de tareas responde a una decisión política de la Armada, que necesita bajarle el perfil a su mayor centro clandestino. Es probable que Massera sea partícipe de la decisión, y es seguro que la decisión le conviene: preservar a sus hombres más comprometidos es preservarse a sí mismo.

La dictadura designó en puestos en otros países a la mayoría de los marinos que operaron en la ESMA. La eyección responde a una decisión política de la Armada, que necesita bajarle el perfil a su mayor centro clandestino.

El primer nombramiento es para Chamorro. Su destino: Sudáfrica, donde lo designan como agregado naval. Una semana después, la Armada inventa un cargo de “agregado naval ayudante” en la capital sudafricana, Pretoria, para un teniente de fragata joven y con cara de inocente, experto en infiltrarse entre potenciales víctimas, cuya fama de asesino maquinal y su verdadero nombre, Alfredo Astiz, han empezado a circular entre sobrevivientes y organismos de derechos humanos. Astiz no es un masserista convencido, pero sí un comando bien entrenado que, bajo las órdenes de Acosta, se expuso como pocos en el frente de la “guerra contra la subversión”.

A los traslados de Chamorro y Astiz les siguen los de otros oficiales y suboficiales enviados a Estados Unidos, Inglaterra, España. Pronto llega el turno de Acosta, designado para la Comisión Naval Argentina en Europa, un órgano estratégico de la Armada con sede en Londres que se dedica a la compra de equipamiento naval. La Armada también designa en Londres a otros represores de la ESMA, entre ellos, el ex jefe de operaciones del grupo de tareas, Jorge Perren, un capitán de corbeta que se hace llamar Puma. A partir de ahora, Acosta y Perren seguirán el mismo derrotero por algunos años. Pero sus nombramientos en Londres no son más que una pantalla, letra muerta en un papel oficial. Ninguno pisará jamás Inglaterra. A ellos también los espera Sudáfrica.

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Rubén Chamorro y Alfredo Astiz viajan en los primeros días de junio de 1979. Ni el Ejército ni la Fuerza Aérea: la Armada es la única fuerza argentina con oficinas propias en Sudáfrica, ubicadas en una edificación discreta, estilo chalet, en el barrio pretoriano de Waterkloof, una zona de residencias diplomáticas, jacarandás y clubes de golf. Hace pocas semanas Chamorro y Astiz operaban un centro de exterminio, pero ahora son los máximos representantes de las Fuerzas Armadas argentinas ante un gobierno extranjero. Sus nombres aparecen en los registros oficiales, gozan de inmunidad diplomática, ganan mucho dinero, asisten a cócteles y eventos. Durante los primeros meses, todo resulta demasiado simple para ellos. Para Acosta y Perren, en cambio, el camino hasta Sudáfrica es más largo y sinuoso.

La secuencia se repite, esta vez con otros nombres: un día de mediados de 1979, un guardia lleva al prisionero Miguel Ángel Lauletta a una casa en Florida, en el norte del Gran Buenos Aires, cerca de la ESMA. En la casa lo espera la esposa de Acosta. Desde que lo secuestraron a fines de 1978, Lauletta, quien militaba en la organización armada peronista Montoneros y era uno de sus especialistas en falsificaciones, debe colaborar en la confección de documentos falsos bajo las órdenes de los marinos. Esta vez le encargan que le enseñe sus técnicas a la esposa de Acosta.

—Me pidieron que la entrenara para que pudiera falsificar documentos para ella, su marido y sus hijos —dice Lauletta en una conversación telefónica en enero de 2022—. Le di un curso para hacer cédulas de identidad, pasaportes y permisos de conducir internacionales. Se llevó muchos documentos en blanco, supongo que previendo que podrían tener alguna emergencia.

A fines de octubre de 1979, el diario El País publica que oficiales de la Armada Argentina, responsables de centenares de secuestros y asesinatos, estan en España cumpliendo misiones de inteligencia.

Acosta y su familia se preparan para abandonar el país, pero aún faltan algunos meses para Sudáfrica. Tanto él como Perren deben pasar primero por Europa. Aunque los destinaron a Londres, en realidad viajan a España, epicentro de las denuncias de los sobrevivientes exiliados contra la ESMA. En los legajos militares de ambos marinos figura un supuesto curso de entrenamiento en la Escuela de Guerra Naval española, con fecha en octubre de 1979. Pero Acosta y Perren nunca asisten al curso. Aunque se instalan en Madrid, sin aparecer en ningún registro de personal, siguen revistando oficialmente en Londres, donde mantienen sus cargos fantasmas y sus sueldos. La estadía en España reúne todas las características de una misión de inteligencia encubierta.

Casi en simultáneo a la salida de los marinos de Argentina, la inspección de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en septiembre de 1979, vuelve a poner el foco sobre la ESMA. Pocas semanas después, una nueva denuncia apunta directo contra Acosta y sus hombres: tres ex secuestradas, Ana María Martí, María Alicia Millia y Sara Solarz, ofrecen ante el Parlamento de Francia un relato minucioso sobre sus cautiverios, que más tarde se conocerá como el “testimonio de París” y que incluye una lista con nombres y descripciones de los miembros del grupo de tareas. La prensa europea se hace eco de la acusación de las tres mujeres. Luego de la conferencia de París, los sobrevivientes exiliados de la ESMA siguen esparciendo información en los medios. A fines de octubre de 1979, el diario español El País publica que oficiales de la Armada argentina, responsables de centenares de secuestros y asesinatos, están en España cumpliendo misiones de inteligencia y usando como cobertura supuestos cursos navales o cargos en la agregaduría militar. El artículo identifica con nombre y apellido a varios represores recién llegados a Madrid, entre ellos, Acosta y Perren.

Por primera vez desde el inicio de la dictadura, la circulación mediática de sus identidades y delitos pone a la defensiva a los marinos, tal como queda explicitado en el legajo de otro oficial de la ESMA en España, el teniente de fragata Néstor Savio, ex jefe de logística del grupo de tareas, en cuyas calificaciones el agregado naval argentino en Madrid anota: “Las publicaciones periodísticas difundidas en España que mencionaban sus actividades y su nombre lo perturbaron”. En las calificaciones sobre Acosta y Perren, el funcionario menciona tareas “sumamente intensas y difíciles”, llevadas a cabo en condiciones “muy especiales”, en torno a temas “con alto grado de reserva”, “en extremo delicados” y “muy conocidos” por el área de inteligencia de la Armada, posiblemente asociados a la vigilancia de sobrevivientes de la ESMA dispuestos a denunciar. Según el agregado naval, tras la aparición en la prensa de los nombres de los marinos, Acosta entendió que su permanencia en España “comprometía a la institución y al país” y aceptó regresar por un tiempo a Argentina.

Poco después, junto a Perren, Acosta por fin se embarcará hacia Sudáfrica, el destino que tiene en mente desde que sabe que llegó el momento de buscar guarida.

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En abril de 1980, los diarios sudafricanos reproducen una noticia de las agencias internacionales: el gobierno de Suecia ha difundido el nombre y el cargo actual de un marino argentino al que señala como autor del disparo que derribó a Dagmar Hagelin, una chica de 17 años de familia sueca, baleada y secuestrada por el grupo de tareas de la ESMA en enero de 1977, en la zona oeste del Gran Buenos Aires. El oficial apuntado se llama Alfredo Astiz y es agregado naval ayudante de Argentina en Pretoria.

El reclamo sueco a la dictadura argentina comenzó el mismo día del secuestro de Hagelin, cuando su padre hojeó en la comisaría un acta donde figuraba que el operativo había sido ejecutado por personal de la ESMA. El caso se convirtió de inmediato en un conflicto diplomático de alto nivel. El secuestro había sido grotesco. Le dispararon en plena calle, a plena luz del día, a la vista de los vecinos, a una chica de 17 años que, en realidad, no era a quien buscaban. El día anterior habían secuestrado a una militante de Montoneros, Norma Burgos, que había confesado que se reuniría en su casa con una compañera, Antonia Berger. Los marinos montaron guardia y esperaron a Berger, pero la que llegó fue Hagelin. Cuando vio a los militares, la chica se asustó y corrió. Según el relato de los vecinos, un oficial rubio apostó una rodilla en el piso, le apuntó a Hagelin y le disparó por la espalda. Se la llevaron viva y consciente en un auto hacia la ESMA. Recién después de capturarla, los marinos supieron que se habían confundido de persona.

Suecia protestó durante tres años por el caso Hagelin. El primer ministro envió varias cartas al dictador Jorge Videla, todas respondidas con telegramas: “No existe ninguna información fidedigna sobre que la señorita Hagelin fuera arrestada por orden de las autoridades”. En octubre de 1979, el “testimonio de París” dio a conocer un dato nuevo: Norma Burgos, la amiga de Hagelin a la que también habían secuestrado, estaba viva y en Madrid. Los suecos se entrevistaron con Burgos y ella les dijo que había visto a Dagmar en la enfermería de la ESMA, que estaba herida en la cabeza pero recuperándose y que, unos días después de su secuestro, la habían sacado del centro clandestino y nunca habían vuelto a traerla. Burgos, parte de esa “gente viva” que el grupo de tareas se arrepiente de no haber eliminado, reveló que Alfredo Astiz había liderado el operativo y que él mismo le había contado sobre el disparo a Dagmar. En las semanas siguientes, las autoridades suecas averiguaron vida y obra del tal Astiz, hasta que dieron con su destino en Sudáfrica y divulgaron su nombre a la prensa.

Primeras revelaciones en la prensa de Sudáfrica sobre la presencia de Astiz, Chamorro, Acosta y Perren en el país del ‘apartheid’.

Así que ahora los diarios sudafricanos publican que el agregado naval ayudante de Argentina en Pretoria es un represor reclamado por un gobierno europeo. Pero Astiz no tiene mucho de qué preocuparse: el régimen sudafricano le garantiza protección. Un par de días después de la denuncia sueca, el encargado de la embajada argentina en Sudáfrica, el militar retirado Alfredo Oliva Day, envía un cable secreto a Buenos Aires en el que informa sobre una reunión que mantuvo con un representante de la Cancillería sudafricana. “Me manifestó que el gobierno de Sudáfrica no asigna trascendencia alguna a la información de origen sueco −tranquiliza Oliva Day−. Únicamente en caso de requerirse explicaciones por parte de la prensa local, aquellas se limitarán a destacar la respuesta del gobierno argentino al sueco”.

Un periodista del diario Sunday Tribune aborda a Rubén Chamorro en Pretoria y le pregunta por Astiz: “Lo mandé de vacaciones”, responde Chamorro.

La prensa local, de hecho, requiere explicaciones, y no sólo al gobierno sudafricano sino también a la agregaduría naval argentina. Un periodista del diario Sunday Tribune aborda a Rubén Chamorro en Pretoria y le pregunta por Astiz. “Lo mandé de vacaciones”, responde Chamorro, y se permite opinar sobre el caso: “Dagmar Hagelin no es ninguna dama inocente. Es una terrorista”. El gobierno de Suecia reacciona: sus voceros difunden en los medios que Chamorro, superior de Astiz en la capital sudafricana, es el ex comandante del grupo de tareas que secuestró a Hagelin. La diplomacia sueca exige a la Armada argentina que le permita interrogar a Chamorro en Pretoria. Pero eso jamás ocurre. Aunque ahora se conoce públicamente su paradero, los hombres de la ESMA están a resguardo en Sudáfrica.

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Jorge Acosta y Jorge Perren llegan a Ciudad del Cabo en la primera mitad de 1980. No se sabe el momento exacto porque en sus legajos las fechas de llegada fueron enmendadas a mano. El primer indicio fiable de su presencia en Sudáfrica data de junio de 1980: en los legajos se adjuntan dos informes de calificaciones firmados por un oficial sudafricano sobre la participación de Acosta y Perren en un curso de comando naval en la Escuela de Estado Mayor de la Armada de Sudáfrica, conocida por su nombre en inglés, South African Naval Staff College, donde marinos sudafricanos reciben instrucción en estrategia y liderazgo para acceder a puestos de mando. La Escuela también suele recibir a oficiales extranjeros que toman cursos por algunos meses.

En las calificaciones de Perren, el director de la Escuela destaca que “en los trabajos en pequeños grupos hizo aportes muy significativos” y que “su experiencia y sus conocimientos operacionales fueron muy valiosos para su equipo”. Hacia 1980, Jorge Perren no tiene otros conocimientos operacionales que los que adquirió como jefe de los operativos de secuestro del grupo de tareas de la ESMA, durante una “guerra contra la subversión” de la dictadura argentina que se parece en escencia a la que ahora libra el régimen sudafricano para aniquilar a la resistencia política contra el apartheid.

Para la Armada de Sudáfrica, una institución que desde principios de siglo cumplió el modesto papel de guardia costera, pero que ahora quiere ofrecerse como centinela anticomunista en el sur de África, los saberes prácticos de un militar como Perren contienen un valor que pronto merece reconocimiento. En octubre de 1980, en la evaluación sobre Perren como cursante de la Escuela sudafricana, el agregado naval Chamorro informa: “El capitán Perren se ha distinguido sobre sus colegas sudafricanos a tal punto que existe un pedido formal para que continúe prestando sus servicios en la Escuela durante el año próximo, pero esta vez en carácter de profesor”.

Informes de la South African Naval Staff College sobre el desempeño de Jorge Acosta como cursante de la Escuela en 1980. 

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Es un mediodía del invierno de 2021 cuando el contralmirante retirado sudafricano André Rudman se conecta en videollamada desde el bar del Seven Seas Club, uno de los centros navales más antiguos de Sudáfrica, en la bahía de Simon, a pocos kilómetros de Ciudad del Cabo. Rudman, presidente honorario del club, sería un octagenario de aspecto promedio si no fuera por un parche negro que le tapa completamente el ojo derecho, lo que le da aspecto de viejo lobo de mar. Como cualquier oficial que prestó servicios en las fuerzas armadas sudafricanas durante el apartheid, Rudman es un hombre caucásico. También sus colegas que lo acompañan hoy en el bar, los contralmirantes retirados Arné Söderlund y Theo Honiball, otros dos veteranos que participan en la entrevista y se muestran simpáticos, aunque casi siempre dejan que hable Rudman.

Rudman fue director de la SA Naval Staff College en 1980: es el oficial que supervisó y calificó a Acosta y Perren como cursantes en la Escuela. Según dice, los dos marinos argentinos llegaron a ser “muy buenos amigos” suyos.

—Sólo tengo buenos recuerdos de esos caballeros. Me gustaban mucho. Estaban acá con sus mujeres e hijos. A la familia de Acosta la vi algunas veces, eran abiertos y amistosos, nos invitaban a cenar, nos juntábamos. Hacíamos asados. Nosotros también teníamos vínculo con las Armadas de Chile y Uruguay, pero para mí Argentina era especial. Había razones geopolíticas para acercarnos: el aislamiento de nuestros dos países y la frontera de agua que compartíamos en el Atlántico Sur.

—¿También conocieron a Chamorro y Astiz?

—Ellos estaban en Pretoria, pero como Argentina tenía oficiales en nuestra Escuela en Ciudad del Cabo, los invitábamos cuando había algún evento especial. A Chamorro lo conocí cuando yo era director de la Escuela. Recuerdo que me regaló un faro en miniatura, y le dije: “Puede servir a un buen propósito, cuando el bar está abierto lo encendemos y cuando cierra, lo apagamos”.

—¿Los oficiales argentinos asesoraban en contrainsurgencia a la Armada sudafricana?

—No me consta, no sé. Pudo haber ocurrido a un nivel más alto, puede que hayan asistido con algunos consejos. Pero no tengo conocimiento de una transferencia formal de información.

—¿Ustedes conocían sus antecedentes en la ESMA?

—Yo sabía que Acosta había estado en inteligencia naval y Perren, en un grupo de tareas especial antiterrorista. A nuestra Escuela vinieron como alumnos, y más tarde Perren se sumó al plantel de instrucción, aunque para ese momento yo ya había dejado la dirección de la Escuela.

En 1981, tras un semestre como cursante, Jorge Perren recibe una invitación de la SA Naval Staff College para sumarse al cuerpo de profesores. “El capitán Perren nos ayudaba en la tutoría y evaluación de nuestros estudiantes y se le encomendaban tareas de investigación”, escribe en un correo electrónico, en 2021, el vicealmirante sudafricano Robert Simpson-Anderson, sucesor de Rudman como director de la Escuela y más tarde jefe de la Armada de su país, aunque dice no recordar en qué consistían aquellas tareas específicamente. Mientras Perren trabaja para la SA Naval Staff College, Acosta ya ha dejado la Escuela, aunque permanece en Sudáfrica con un nuevo cargo creado para él: asistente en Ciudad del Cabo del agregado Chamorro, quien reside en Pretoria.

Luego de las revelaciones mediáticas sobre su papel en el caso Hagelin, Alfredo Astiz sigue los pasos de Acosta y Perren e ingresa como cursante a la SA Naval Staff College, donde también hace amistades con sus camaradas locales y recibe una condecoración de la Armada sudafricana. Cuando el nombre de Astiz se menciona en la videollamada con Rudman, uno de sus colegas presentes, Arné Söderlund, ex miembro directivo de la SA Naval Staff College y ex jefe de inteligencia de la Armada sudafricana, abre la boca por primera vez.

Informes de la South African Naval Staff College sobre el desempeño de Jorge Perren como cursante de la Escuela en 1980. 

—A Astiz le gustaba hacer tareas de traducción para nuestra Guerra de la Frontera, en la que se habían metido los pilotos cubanos. Algunos oficiales extranjeros nos ayudaban a traducir las conversaciones de radio que les interceptábamos [a los cubanos]. Astiz no trabajaba para nosotros pero nos asistía en algunos casos, porque Cuba representaba un enemigo en común.

A principios de los ochenta, las fuerzas armadas sudafricanas intentan frenar el avance prosoviético en el sur de África, donde países como Angola, Mozambique y Zimbabue acaban de independizarse de las potencias europeas y son gobernados por movimientos negros y socialistas. Hacia 1981, el escenario principal del conflicto es Namibia, una nación ocupada por Sudáfrica desde hace décadas que pelea por su independencia, con el apoyo de asesores y soldados enviados desde la Unión Soviética, Cuba y Angola. Los sudafricanos bautizan al conflicto como su “Guerra de la Frontera”, y en ella no sólo participan soviéticos, cubanos y angoleños sino también oficiales de distintos países occidentales que, por distintas razones, colaboran con Sudáfrica.

La SA Naval Staff College que acoge a los represores de la ESMA se ubica en un punto neurálgico de las operaciones para la Guerra de Frontera: la ciudad costera de Muizenberg, a unos treinta kilómetros de Ciudad del Cabo, donde la Armada sudafricana tiene los cuarteles del Centro de Comando Marítimo de Silvermine, una base de inteligencia militar que vigila las comunicaciones de la navegación soviética y prosoviética en el sur del continente. Los radares de Silvermine detectan cada movimiento aéreo y marítimo a miles de kilómetros cuadrados y forman parte de una red de monitoreo que conecta los esfuerzos anticomunistas de Estados Unidos, el Reino Unido y otros países alineados con la OTAN. En ningún lugar como este el proyecto de la OTAS, que alientan las Armadas sudafricana y argentina, cobra mayor sentido. Y en ningún lugar como este lo que recuerda el veterano Söderlund −que Astiz colaboró como traductor de las comunicaciones interceptadas a los pilotos cubanos en la Guerra de la Frontera− cobra mayor verosimilitud.

Tres semanas después de la entrevista, sin embargo, Söderlund se desdice en un escueto correo electrónico: “Desde 1979 utilizamos reclutas que hablaban español para interceptar las comunicaciones cubanas en la frontera norte de Namibia. Usábamos a oficiales nuestros que habían asistido a cursos en España o Sudamérica y, ocasionalmente, a oficiales extranjeros. Después de nuestra entrevista me contacté con un amigo que pasó unos meses allá, para corroborar si había conocido a Alfredo o algún otro oficial de los cursos que se impartían en la SA Naval Staff College. Me confirmó que nunca se cruzó con ninguno de ellos. Así que mi impresión de que Astiz podría haber estado implicado era posiblemente errónea”.

Posiblemente. Una forma de confirmarlo sería chequeando el legajo militar de Astiz, pero no es posible porque, en algún momento indefinido de las últimas cuatro décadas, su legajo desapareció sin explicaciones de los archivos de la Armada.

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A mediados de 1979, en plena Guerra de la Frontera, las fuerzas armadas sudafricanas implementan un nuevo método para eliminar a prisioneros de grupos disidentes: los vuelos de la muerte. Militantes de organizaciones negras revolucionarias que han caído en manos de las tropas del apartheid son arrojados a las aguas del Atlántico Sur desde aviones, en vuelos clandestinos que Sudáfrica opera desde las costas de Namibia. La práctica se extiende al menos hasta 1987 y tiene por víctimas a cientos de miembros de grupos opositores como el Congreso Nacional Africano, el Congreso Panafricanista de Azania y la Organización del Pueblo de África del Sudoeste, la SWAPO, núcleo del independentismo namibio.

En su libro Death Flight. Apartheid’s secret doctrine of dissapearance, publicado en 2020, el periodista sudafricano Michael Schmidt reconstruye la historia de la “Delta 40”, la unidad especial de las fuerzas sudafricanas encargada de los vuelos. Según Schmidt, el primer vuelo ocurre el 12 de julio de 1979, cuando uno de los creadores de la Delta 40, el coronel Johan Theron, lanza al mar desde tres mil metros de altura a dos integrantes del brazo armado de la SWAPO. Dos décadas más tarde, Theron confesará en un juicio que repitió cientos de veces la operación, y que a las víctimas les inyectaban una sobredosis de tranquilizante antes de cargarlas en los aviones: una mecánica de aniquilamiento idéntica a la que se había usado en la ESMA. A fines de los setenta, Theron y sus jefes de la Delta 40 viven en Pretoria, la misma ciudad a la que, un mes antes del primer vuelo de la muerte sudafricano, llegaron Rubén Chamorro y Alfredo Astiz.

Por ahora no se conocen pruebas documentales o testimoniales de que los oficiales de la ESMA hayan transmitido su expertise en vuelos de la muerte a los militares sudafricanos. Es el tipo de cosa de la que nadie deja registro. En la hipótesis más conservadora, sería apenas una coincidencia de calendario que, en el momento exacto de la llegada del grupo de tareas de la ESMA a Sudáfrica, las fuerzas armadas sudafricanas empezaran a arrojar prisioneros desde aviones.

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El hijo primogénito de Jorge Perren nació en 1969, es diplomático y se llama igual que su padre y su abuelo. Su abuelo, el contralmirante Jorge Enrique Perren, fue una pieza clave en el derrocamiento de Juan Domingo Perón en 1955, cuando ejerció el comando golpista de la base naval de Puerto Belgrano, en el sur bonaerense. El abuelo Perren era un antiperonista de la vieja escuela, un cuadro orgánico de la Armada, un oficial de robusta formación intelectual que llegó a escribir algún libro.

—Yo le tenía un gran respeto a mi abuelo, lo visitaba religiosamente todos los fines de semana —dice Jorge Perren (h) en una videollamada en junio de 2021—. Con mi abuelo podíamos discutir de política y lo hacíamos muchísimo, yo lo disfrutaba. Con mi padre no pasaba lo mismo. Mi padre se ponía muy sacado, muy eufórico cuando hablaba de política.

Los padres de Jorge se divorciaron cuando él era un chico. Su madre volvió a casarse con un economista heterodoxo, preso político de la dictadura, a quien Jorge considera hoy como su “padre en la práctica”. Su padre biológico, el represor Jorge Perren, formó una nueva familia con su segunda esposa y madre de sus dos hijos menores, con quienes Jorge casi no tuvo relación.

—Cuando yo iba a la casa de ellos se notaba que no había buen ambiente. Tenían un estilo de vida muy raro, como aislados. Llegó un punto en que le dije a mi padre que, si quería que nos siguiéramos encontrando, tenía que ser en la casa de mis abuelos.

Una vez, cuando Jorge tenía ocho o nueve años, su padre lo llevó a la ESMA.

—Mi madre casi lo mata. Me llevó y me presentó a un grupo de cuatro o cinco mujeres detenidas. Yo no sabía nada de lo que pasaba, pero aun siendo tan chiquito me di cuenta de que algo estaba muy mal ahí adentro. Creo que las mujeres querían disimular, hacerse las simpáticas conmigo, pero había un clima rarísimo, una cosa que se me quedó muy grabada.

Otra vez, cuando tenía diez años, su padre lo invitó por un par de semanas a Ciudad del Cabo, a donde se había mudado junto a su esposa y sus otros hijos.

—Viajé esa y dos veces más a Sudáfrica para visitarlo. Yo me aburría terriblemente allá. Nunca me llevó a pasear, creo que fuimos una o dos veces a la playa y nada más. Mi padre no hacía vida social. Una sola vez me llevó al lugar donde tenía sus actividades [la SA Naval Staff College] y me presentó a algunos sudafricanos. Y un par de veces me dejó en la casa de Acosta jugando con sus hijos, que tenían mi edad. Pero no recuerdo que él mismo cenara con Acosta ni una sola vez.

—¿Cómo era la relación entre tu padre y Acosta?

—En esa época parecían distanciados. Mi padre me había dado a entender más de una vez que Acosta había hecho negocios “propios”, que había robado para él y para Massera. La casa de Acosta en Ciudad del Cabo era gigantesca. Tenía un nivel de vida impresionante, un derroche que no se justificaba. No sé si la distancia entre él y mi padre se debía a eso… mi padre tuvo muchísimos defectos, e hizo cosas más graves que robar, pero me consta que robar, no robaba. Aunque yo hubiera preferido que robara y no que hiciera otras cosas, ¿no?

En Sudáfrica, Jorge Acosta vive con su mujer y sus cuatro hijos, dos varones y dos mujeres, en una mansión con pileta y jardines en el suburbio residencial de Newlands, al sur de Ciudad del Cabo, un barrio aristocrático de parques con pinos, estadios de rugby y casas fastuosas donde los negros tienen prohibido residir. Aunque el tamaño de la residencia Acosta impresiona, posiblemente sólo refleja una porción del dinero que maneja el marino.

Durante su comandancia en la Armada, el almirante Massera ha impulsado un plan de reequipamiento naval que ahora continúa bajo la gestión de su sucesor, el almirante Armando Lambruschini. La compra de navíos, helicópteros, armas y repuestos es un terreno en el que Massera sigue actuando como agente libre de la Armada: una actividad por la que, según se comenta, él y sus hombres cobran millonarias comisiones no declaradas. Según el libro Almirante Cero. Biografía no autorizada de Emilio Eduardo Massera, del periodista argentino Claudio Uriarte, una versión de la época llega a afirmar que “Massera recibe en concepto de comisión el equivalente al valor de una unidad del material en cuestión: si, por ejemplo, se trata de la adquisición de diez fragatas, Massera cobra como comisión el valor en dólares de una fragata”.

A principios de los ochenta, Acosta y los demás oficiales de la ESMA en Sudáfrica abren varias cuentas bancarias en Suiza. Lo hacen bajo el amparo de sus cargos fantasmas en Londres, que les dan derecho a cobrar sus sueldos en francos suizos y a retirar el dinero con cheques a distancia. Varios años después, en 1998, la fiscal general de Suiza, Carla del Ponte, iniciará una investigación bajo la hipótesis de que las cuentas suizas se usaron para mover dinero ilegal de los negociados masseristas con el equipamiento naval. Más allá de la firmeza de sus sospechas, Del Ponte nunca conseguirá pruebas materiales suficientes como para llevarlas a juicio. El pasado de los hombres de la ESMA es por momentos evanescente: se puede tantearlo, reconstruirlo a pedazos, casi verlo, pero al final sus rastros se pierden en la oscuridad.

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Otras veces, sin embargo, el pasado emerge prístino. Por ejemplo, en un viejo ejemplar del diario sudafricano Sunday Tribune del 6 de diciembre de 1981, en cuyo interior un título anuncia: “El hombre del campo de exterminio se vuelve a casa”. Junto al título, a página completa, una foto de Alfredo Astiz lo muestra por primera vez ante la cámara de un medio de comunicación. Ha sido retratado desde cerca, de la cintura para arriba, vestido de civil, con camisa blanca y arremangada y dos botones abiertos que dejan ver el pecho peludo, un reloj de plata en la muñeca izquierda y una cadena de plata en el cuello, un brazo en jarra y una mano en la cintura que intentan mostrar despreocupación, pero que chocan con el gesto facial de Astiz, que mira al fotógrafo con los ojos de quien, en otras circunstancias, ya le habría pegado un tiro. Se lo ve menos jovial de lo que describen los sobrevivientes, aunque el pelo rubio y los ojos verdes mencionados en cada testimonio resultan inconfundibles incluso en esta foto blanco y negro.

El hombre del campo de exterminio se vuelve a casa: pocos días después de la publicación de su imagen, Astiz abandonará Sudáfrica y nunca regresará. El periodista que logró fotografiarlo, el sudafricano William Saunderson-Meyer, le ha seguido el rastro durante seis semanas en las que publicó varios artículos sobre el pasado criminal de Astiz y Chamorro, “los torturadores argentinos enviados a Pretoria”. Un año y medio después del escándalo por el caso Hagelin, cuando la prensa parecía haber olvidado a los represores de la ESMA, Saunderson-Meyer reflota el tema en las páginas del Sunday Tribune y le da nuevo impacto. Reseña todo lo que se sabe a esta altura sobre la ESMA −los operativos de infiltración y secuestro, las sesiones de picana con la asistencia de médicos militares para mantener con vida a los interrogados, el cautiverio en un espacio que los represores llamaron “Capucha”, los partos clandestinos y la apropiación de bebés, los vuelos de la muerte y la aparición de cadáveres en las costas del río− y le suma detalles específicos sobre los marinos argentinos en Sudáfrica: sus nombres de guerra, sus antiguos roles en el grupo de tareas, sus responsabilidades en casos puntuales de desaparición y asesinato.

Saunderson-Meyer llama varias veces por teléfono a las oficinas argentinas en Pretoria, pide una y otra vez hablar con Astiz, incluso envía una carta en la que menciona las denuncias de actores como Amnistía Internacional, la CIDH, el Parlamento francés y el gobierno de Suecia, donde algunos sectores reclaman que Sudáfrica lo expulse por el caso Hagelin. El periodista recibe una sola respuesta oficial: “Sin comentarios”. Mientras intenta encontrar a Astiz, Saunderson-Meyer publica una primicia: hay dos represores argentinos más en Sudáfrica. Se llaman Jorge Acosta y Jorge Perren y también operaron en la ESMA. El Sunday Tribune describe a Acosta como lugarteniente del almirante Massera y como ideólogo de una maniobra de la Armada argentina para ubicar a varios ex miembros del grupo de tareas en distintos países extranjeros, entre ellos, Sudáfrica. La pertinacia de Saunderson-Meyer por fin surte efecto. Una tarde, el encargado de la embajada argentina en Pretoria, el militar retirado Alfredo Oliva Day, lo convoca por teléfono a  una reunión en la agregaduría naval, donde lo recibe junto a Rubén Chamorro.

—Fue una reunión intimidante, me llamaron básicamente para meterme miedo —recuerda Saunderson-Meyer en una videollamada—. Me hicieron el “policía bueno y policía malo”: Oliva Day más diplomático, hablándome de los esfuerzos de la dictadura argentina por mejorar su imagen en el mundo, y Chamorro más agresivo, diciéndome que yo era un comunista estúpido, que no sabía en el peligro que me estaba metiendo.

Los cables diplomáticos de la embajada argentina en Sudáfrica informando a Buenos Aires sobre las repercusiones del caso Hagelin, por el que se acusaba a Astiz. 

Saunderson-Meyer sale de la reunión sin ningún dato nuevo pero con una clara impresión: los marinos argentinos saben que el refugio sudafricano ha empezado a resquebrajarse, que la exposición empieza a ser otra vez un problema. Y eso es probablemente lo que siente Alfredo Astiz cuando, unos pocos días después, por completa casualidad, Saunderson-Meyer se lo encuentra cargando nafta en una estación de servicio en Pretoria.

—Era de noche y él estaba con un chofer en un auto diplomático. Yo lo reconocí porque había visto una imagen suya difundida por los suecos. Me acerqué y le saqué unas fotos. Se puso furioso, me amenazó, se metió adentro del auto e intentó arrebatarme la cámara. Por suerte el dueño de la estación de servicio estaba ahí mirando todo. Discutimos un buen rato hasta que llegamos a un acuerdo: a Astiz le preocupaban las fotos porque había salido tapándose la cara, entonces me dejó que le tomara una nueva foto, esta vez posando, a cambio de que yo le entregara el primer rollo.

Esa foto de Astiz mirando a cámara, con ojos de felino acechado, es la que el Sunday Tribune publica el 6 de diciembre de 1981. Los medios argentinos no acusan recibo de su existencia. En la crónica sobre su encuentro fortuito con el marino, Saunderson-Meyer cita las pocas textuales que logró arrancarle: “Si sabés lo que es mejor para vos”, le dice, “no publiques mi imagen”. Aunque Astiz admite que pronto abandonará Sudáfrica, no quiere responder si se debe a las denuncias en su contra, a las que califica de “propaganda comunista”.

La primera foto de Alfredo Astiz tomada por un medio de comunicación, el diario sudafricano Sunday Tribune, a fines de 1981. La otra imagen, Astiz sonriente, pertenece a la misma serie pero no fue publicada. (Crédito: William Saunderson-Meyer)

 

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En los primeros días de 1982, Astiz, Acosta y Perren abandonan Sudáfrica. Sólo Chamorro permanece en Pretoria. Aunque la Armada sudafricana los despide con honores por los “meritorios servicios” prestados a la SA Naval Staff College, los hombres de la ESMA se convirtieron en una potencial molestia para el régimen sudafricano. Su visibilidad creció de pronto, y con ella se intensificaron como nunca las presiones de gobiernos extranjeros, organismos de derechos humanos y sectores políticos internos para que los expulsen del país. La orden formal de expulsión nunca llega, y los sudafricanos nunca les sueltan públicamente la mano a los argentinos, pero unos y otros saben que los tiempos de confraternidad se agotaron.

A nivel estratégico, el proyecto de la OTAS entra primero en un limbo y después, desde abril de 1982, en una crisis terminal. Aunque Sudáfrica se mantiene neutral en la guerra de Malvinas, y aunque incluso circulan rumores de que ha vendido misiles a Argentina, el conflicto trastoca las prioridades de la dictadura argentina, cuyo nuevo canciller, Nicanor Costa Méndez, empieza a criticar al apartheid sudafricano con el objetivo de seducir a los países del África negra, cuyos votos en las Naciones Unidas pueden ser valiosos en la disputa con el Reino Unido. Las condiciones para una alianza hemisférica entre Argentina y Sudáfrica quedan bloqueadas.

A poco del inicio de la guerra de Malvinas, una noticia sorprendente llega a la prensa sudafricana: Alfredo Astiz, el represor argentino descubierto pocos meses atrás en Pretoria, desembarcó en las islas Georgias del Sur al frente de un grupo comando de ocupación, pero se rindió luego de pocas horas de combate y los británicos lo tomaron como prisionero. Suecia reclama su extradición, pero el gobierno de Margaret Thatcher la niega y devuelve al marino a Argentina una vez terminada la guerra.

Condecoración de la Armada sudafricana para Jorge Perren, en reconocimiento por sus “meritorios servicios”. 

Mientras Astiz se rinde en Malvinas, Jorge Acosta y Jorge Perren se readaptan a la carrera naval: apenas vuelven a Argentina, la Armada los destina a la base de Puerto Belgrano, en el lejano sur bonaerense, a seiscientos kilómetros de la Capital Federal y a resguardo de la luz pública. Aunque Acosta y Perren no cumplen con los requisitos mínimos para ascender en el escalafón naval, la Armada ignora los reglamentos y los promueve al rango de capitanes de navío. Esa es la jerarquía militar que ostentan cuando, hacia fines de 1982, la dictadura argentina entra en una fase de descomposición que se prolongará durante un año hasta su caída; y seguirá siéndolo cuando, varios años más tarde, ya en democracia, la Justicia los condene a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad.

Unos meses después de su rendición en Malvinas, Alfredo Astiz, también refugiado en Puerto Belgrano, fantasea con volver a Sudáfrica. En diciembre de 1982, presenta un pedido de visa ante la embajada sudafricana en Buenos Aires. A esta altura, sin embargo, Astiz es un personaje radiactivo incluso para un régimen como el apartheid, que le niega la visa con un argumento explícito: “Solicitudes que involucran implicancias potencialmente delicadas a nivel internacional y local no pueden procesarse a corto plazo”. El rechazo al represor argentino trasciende en la prensa sudafricana un par de meses después. Un diario de Pretoria, el Pretoria News, consigue averiguar lo que Astiz ha comentado a las autoridades sudafricanas: “En Sudáfrica pasé los días más felices de mi vida”.

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Rubén Chamorro es el último en dejar Sudáfrica y no lo hace por voluntad propia. Su misión como agregado naval termina en febrero de 1983, pero se queda en Pretoria. La ley sudafricana da tres meses de gracia a los funcionarios extranjeros con cargo vencido. Una vez cumplido ese plazo, las autoridades declaran a Chamorro en situación irregular, pero no lo expulsan, bajo la presunción de que pronto solicitará un permiso formal de residencia. Pero Chamorro recién intenta regularizarse a fines de 1983, pocos días después del final de la dictadura argentina y la asunción del gobierno democrático de Raúl Alfonsín, cuando pide a Sudáfrica un permiso temporal de trabajo. Las autoridades sudafricanas aún están tramitando la solicitud cuando, en febrero de 1984, una comunicación llega desde Argentina: el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, el órgano designado para investigar las denuncias sobre desapariciones y asesinatos, busca a Chamorro para arrestarlo e interrogarlo sobre casos ligados a la ESMA.

Todo ocurre a gran velocidad. El 3 de febrero de 1984, la prensa sudafricana revela que el gobierno argentino va detrás de Chamorro. El 15 de febrero, Sudáfrica se libra de él y le niega el permiso de trabajo que había solicitado. Esa misma semana, Chamorro recibe la citación del Consejo Supremo desde Buenos Aires: lo amenazan con una baja deshonorable de la Armada si no se presenta a declarar en diez días. El 18 de febrero, los diarios argentinos y sudafricanos publican una versión extraoficial que esparcen los voceros del gobierno alfonsinista: dicen que Chamorro habría vivido los últimos meses en Sudáfrica junto a Marta Bazán, una ex militante de Montoneros y sobreviviente de la ESMA que, según sus ex compañeros de cautiverio, fue sometida a una “relación” con Chamorro durante su paso por el centro clandestino. Aunque nunca aparecerán pruebas ni testigos sobre la supuesta presencia de Bazán en Sudáfrica, la historia del represor y la guerrillera le sirve al gobierno argentino para darle vidriera mediática al caso. El 19 de febrero de 1984, el ex comandante del grupo de tareas de la ESMA por fin abandona Sudáfrica. Esa misma noche lo detienen cuando aterriza en Buenos Aires y lo trasladan al penal de Ezeiza, donde queda en prisión preventiva a disposición del Consejo Supremo. Rubén Chamorro se convierte así en el primer militar arrestado por los crímenes de la ESMA. Dos años después, el 2 de junio de 1986, poco antes de cumplir sesenta años, muere de un infarto sin haber llegado a juicio.

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La historia de los marinos argentinos en Sudáfrica podría terminar ahí, pero tiene una coda en otro tiempo histórico y con otro personaje como protagonista: el capitán de navío Jorge Vildoza, número dos del grupo de tareas de la ESMA y uno de los pilotos de los vuelos de la muerte. En 1977, Vildoza se apropia de un hijo de desaparecidos, Javier Penino Viñas, nacido durante el cautiverio de su madre en la ESMA. Vildoza falsea la identidad de Javier y lo inscribe como hijo propio en complicidad con su esposa, Ana María Grimaldos. Tras el fin de la dictadura, en 1984, Abuelas de Plaza de Mayo denuncia a Vildoza, bajo la sospecha de que el niño que está criando es apropiado. Dos años después, el represor y su esposa se profugan del país con identidades falsas. Javier Penino Viñas descubre la verdad sobre su familia recién en 1998, a través de un análisis genético, aunque para entonces se les ha perdido el rastro a sus apropiadores. Tienen orden de captura internacional, pero no se sabe nada de ellos hasta 2012, cuando una serie de escuchas telefónicas permite ubicar a Grimaldos durante una visita a Argentina. Una jueza ordena su arresto y la interroga sobre Vildoza. Grimaldos declara que su marido murió en 2005, a los 75 años, en Sudáfrica, donde vivieron juntos desde 1995. Dice que lo cremaron y presenta un certificado de defunción a nombre de “Roberto Sedano”, la identidad falsa que usaba Vildoza.

Durante la causa judicial contra Grimaldos, Javier Penino Viñas cuenta detalles sobre el largo derrotero por el mundo de sus apropiadores prófugos: la huida al Paraguay stronista en 1986 con ayuda de la Armada, que en plena democracia les provee dinero, apoyo logístico y documentos falsos para salir del país; el viaje posterior a Austria, donde Vildoza consigue un supuesto trabajo como administrativo en una compañía europea; y la mudanza final a Sudáfrica, a mediados de los noventa, donde el represor obtiene primero la residencia permanente y luego la ciudadanía bajo la identidad falsa de Sedano. Según Javier, Vildoza elige Sudáfrica, un país que entonces no tiene tratado de extradición con Argentina, porque la empresa europea para la que trabaja le ofrece un puesto allá. Sin embargo, hasta hoy se desconoce de qué vivía exactamente. La Justicia argentina ha intentado esclarecer, por ahora sin éxito, si Vildoza montó negocios personales con el dinero y los bienes robados a las víctimas de la ESMA.

El certificado de defunción presentado por la esposa del marino no conforma a la jueza a cargo de la investigación, María Servini de Cubría, quien en 2012 envía un exhorto a Sudáfrica para constatar la información. Servini jamás recibe respuesta. En 2016, la Interpol concluye que Vildoza murió, aunque sugiere enviar un perito para analizar el certificado y despejar dudas. En 2017, la Policía Federal argentina por fin manda a un experto en pericias papiloscópicas a Sudáfrica. El resultado es concluyente: la partida de defunción es falsa. La huella del muerto no coincide con la que Vildoza registró ante el Estado sudafricano. La huella del testigo convocado como garante del trámite es la misma que la del muerto. El nombre del testigo no llega a verse porque aparece borroneado. El número de registro de la casa funeraria no existe. En la partida no figura el certificado de cremación que deberían haber entregado las autoridades. El acta dice que Vildoza murió en su domicilio, aunque la familia dijo que sufrió un paro cardíaco en el hospital. Con ese documento oficial, que lleva el sello del Registro de Muerte del Departamento de Asuntos Domésticos sudafricano, es imposible confirmar si el último de los marinos argentinos en Sudáfrica realmente murió.

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