Lo que experimentamos como silencio de Dios es en realidad el modo en que lo percibimos.

Estas consideraciones nos llevan a preguntarnos si la persona humana, cuando se encuentra en el umbral de la desesperación absoluta mientras experimenta el silencio de Dios, ha agotado realmente todas las vías posibles para responder de forma constructiva a la crisis actual. También hay que reconocer la posibilidad del fracaso. La puerta a la que se ha llamado puede no haberse abierto, pero muchas otras puertas pueden abrirse sin que ni siquiera se haya llamado a ellas. Pero es muy duro aceptar.

El silencio de Dios

El contexto

Uno permanece atónito ante lo que nos presenta nuestro tiempo: acontecimientos como el auge del fundamentalismo, el populismo engañoso, el mayoritarismo pretextual, la derecha violenta y sus políticas chovinistas, la pobreza indigna de las masas, la emigración forzosa, la miseria desatada por la pandemia Covid-19, las corporaciones «todopoderosas» que construyen sus imperios sobre los esqueletos de los explotados, el perturbador desastre ecológico. Sobre todo, uno se asombra ante la terrible percepción del «silencio» de Dios y el consiguiente grito humano de angustia del que se hace eco el profeta Habacuc: «¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que tú escuches […], por qué contemplas a los traidores y callas cuando el impío devora a uno más justo que él?» (Hab 1,2.13). Y uno se pregunta qué puede significar esto.

En este artículo no pretendemos tratar estrictamente la cuestión típica y tradicional de la teodicea, a saber, la que oscila más bien infructuosamente entre tres polos: 1) Dios es bueno, pero no es omnipotente: en consecuencia, existe el mal; 2) Dios es omnipotente, pero no es bueno: en consecuencia, existe el mal; 3) el mal objetivo no existe: coincide con la privación del bien o es una mera percepción subjetiva.

Una cuarta postura posible sería que Dios permite el abuso de la libertad humana, lo que a su vez causa el mal y el sufrimiento. También cabe imaginar una quinta, basada en textos como Dt 11,13-17, que interpreta el mal y el sufrimiento como acciones retributivas de Dios contra la desobediencia humana. Sin embargo, Jn 9,2-3 se opone claramente a tales interpretaciones. Partiendo de estos supuestos, nos proponemos reflexionar sobre el «silencio de Dios» que se hace sentir en nuestro tiempo, no tanto para sacar de él más especulaciones, sino para sugerir algunas formas fecundas de responder a él.

La percepción del silencio de Dios

La aguda experiencia del silencio de Dios en algunos de los acontecimientos más brutales y violentos de la historia provoca un grito humano del tipo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Sal 22,1). El mismo Hijo de Dios pasó por esta experiencia. ¿Qué ocurre, pues, con el común de los mortales? He aquí el lamento de Job: «Clamo a ti, y no me respondes; me presento, y no me haces caso» (Job 30,20). Y el salmista dice: «Dios mío, te invoco de día, y no respondes, de noche, y no encuentro descanso» (Sal 22,1-2).

En una situación así, lo peor sería imaginar a un Dios caprichoso que no se preocupa de sus criaturas sufrientes. Por consiguiente, la cuestión crucial a este respecto es la compatibilidad del amor divino con el silencio de Dios.

Algunas respuestas

En la tradición cristiana, nos acercamos a la comprensión de la relación entre Dios y el ser humano según dos perspectivas principales: 1) aquella según la cual Dios es totalmente Otro, absolutamente soberano, inmutable e impasible; 2) la puramente bíblica, que se expresa sobre todo en los Salmos de lamentación, en los que el ser humano arremete contra Dios: le implora misericordia porque se reconoce culpable, pero le pide explicaciones cuando el dolor y el sufrimiento le parecen inmerecidos. Aunque en esos textos hay una protesta contra Dios, ésta coexiste, sin embargo, con una profunda confianza en su providencia[1]. Si, por un lado, las representaciones escolásticas no hacen plena justicia a la Encarnación, algunas representaciones bíblicas, por otro, rozan una excesiva antropomorfización de Dios.

Según el filósofo judío Martin Buber, el Absoluto (Dios) no comunica ninguna palabra o ley específica a los seres humanos. Los acontecimientos del curso ordinario de la vida de cada ser humano, en los que hay que tomar decisiones, constituyen la voluntad real de Dios; y las decisiones que los seres humanos toman con respecto a esos acontecimientos son su respuesta a Dios: «Los acontecimientos que les suceden a los seres humanos son los […] signos intraducibles pero inconfundibles de que están siendo dirigidos; lo que hacen o dejan de hacer equivale a una respuesta positiva o negativa»[2].

Según este punto de vista, la revelación de Dios pone a los seres humanos frente a sí mismos, en y a través de la forma en que responden a los acontecimientos de sus vidas. «La revelación no trata del misterio de Dios, sino de la vida del hombre. Y se refiere a la vida del hombre en la medida en que puede y debe ser vivida ante el misterio de Dios»[3]. Según Buber, sin embargo, Dios como tal permanecería eternamente en silencio, y no cabe la revelación de nada positivo que le concierna. Por tanto, sólo cabe esperar el silencio de Dios o, para hablar más positivamente, este silencio deja lugar a la respuesta humana.

Sin duda, para quienes creen en la revelación bíblica en general, y en la Encarnación en particular, es difícil aceptar la postura de Buber. Para la persona humana, desde una perspectiva teísta, el silencio de Dios puede aparecer como una oportunidad para permanecer fiel a Él en verdadero amor y libertad. Porque si Dios se expresara manifiestamente, el ser humano se sentiría obligado a responderle, por miedo al castigo o por deseo de recompensa, pero no por verdadero amor y en libertad. Alternativamente, el silencio divino puede producir en el que sufre un sentimiento de paciencia, e incluso de solidaridad con otros que sufren[4]. Es posible que aún necesitemos una profunda purificación antes de poder participar de la santidad de Dios (cfr. Hb 12,10).

Sin embargo, ninguna de estas explicaciones puede aliviar o hacer más llevadera la carga existencial que el silencio de Dios impone a los creyentes. Así, «no hay forma de entender el amor de un Dios que permite experiencias desalentadoras en el silencio divino»[5]. Entre las diversas respuestas, la que se basa en una perspectiva apocalíptica es bastante común. A continuación intentaremos comprender algunas de sus características fundamentales.

Impotencia y apocalipsis

En la tradición judeocristiana, muchas situaciones de calamidad y persecución ineludibles se han interpretado desde la perspectiva de las cosmovisiones apocalípticas. Aunque en el Oxford English Dictionary el significado de «apocalipsis» es «la destrucción final completa del mundo», es interesante que la etimología del término haga referencia a «descubrimiento» (en griego, apokalypsis) y «revelación». De este modo, se abre la vía para interpretar las tragedias de nuestro tiempo como ocasiones de revelación que inspiran esperanza. La Biblia contiene numerosas referencias en este sentido.

Una evaluación crítica de la cosmovisión apocalíptica

La literatura apocalíptica suele surgir en circunstancias de persecución y sufrimiento, que se asocian a una impotencia total para superarlos. Es entonces cuando los perseguidos invocan la intervención divina para poner fin a la persecución y llevar a sus verdugos ante la justicia. A veces, pero no siempre, los textos muestran que el grito de socorro está asociado a una actitud vengativa que anhela el castigo.

Las razones comúnmente conocidas de la inclusión de textos que claman venganza en las Escrituras son variadas: puede depender de la mera reproducción de las fuentes disponibles; del deseo de atemorizar a los lectores para que lleven una vida moralmente recta; de la intención de proponer una catarsis a lectores impotentes y sufrientes[6], dándoles la oportunidad de esperar que llegue el día en que una intervención violenta de Dios ponga las cosas en su sitio; del deseo sincero de que el castigo de Dios cambie el corazón del perseguidor[7]; de un clamor natural de justicia. Así pues, una cosmovisión apocalíptica puede investigarse desde perspectivas morales, socio-psicológicas, teológicas e incluso políticas.

Podemos deducir que un factor importante en la aparición de una cosmovisión apocalíptica es el aparente «silencio de Dios» en un contexto de sufrimiento y persecución, en el que los autores de la catástrofe actúan con impunidad. Estas observaciones son especialmente pertinentes en un momento en que muchos grupos cristianos ya han desarrollado mentalidades apocalípticas, que les han convertido en espectadores pasivos de las situaciones negativas actuales. Por otra parte, parece haberse desencadenado en algunos un proceso de «evangelización» ultraagresiva, que, en realidad, difícilmente puede llamarse evangelización. Actitudes similares se dan en los fieles de otras religiones, con sus respectivas especificidades. Ninguna de ellas parece aportar una respuesta fructífera al actual escenario global.

El silencio de Dios en la Biblia

En el Antiguo Testamento, Dios aparece como un Dios elocuente, más que como un Dios silencioso. De los 1.882 verbos y sustantivos que se refieren al hablar de Dios, sólo 29 denotan explícitamente su silencio[8]. Sin embargo, el silencio de Dios y el consiguiente lamento humano constituyen un aspecto importante de la tradición judeocristiana. Sal 94,17 y Sal 115,17 utilizan la palabra hebrea dumah (silencio) en estrecha asociación con la muerte. Es una condición que indica la ruptura total de la comunicación entre Dios y los seres humanos[9]. En la misma línea, Israel lamenta la ausencia de profecía, a pesar de que a menudo era una fuerte crítica a su infidelidad a Dios (cfr. Miq 3,6-7). El capítulo 19 del primer libro de los Reyes relata un encuentro del profeta Elías con Dios. Éste tiene lugar en el «rumor de una brisa suave» (qol demamah daqqa) (1 Re 19,12), que es casi un silencio en comparación con el viento impetuoso, el fuego abrasador y el terremoto atronador que lo precedieron. Ese silencio contiene una teofanía o preludios de ella.

El investigador Thomas Martin, basándose en diversos estudios académicos, propone una interesante visión del contraste entre las «voces altas» y la «voz baja» a que se refiere el libro del Apocalipsis[10]. En consecuencia, si se compara la «voz suave y tenue» de Dios (cfr. 1 Re 19, en particular los vv. 12-13) y el diálogo con Dios que aparentemente se expresa en «voz baja» en Ap 1,1-8 y 21,5-6, estos últimos textos muestran una deconstrucción de las «voces poderosas» que el narrador oye desde el cielo, mencionadas en distintas partes del libro del Apocalipsis. El narrador las ha confundido con la voz de Dios, y el autor implícito dirige una crítica al narrador[11]. Éste ha cometido el error de asociar el estruendo del Imperio – en el Imperio Romano, la propaganda atronadora y la construcción de la imagen pública eran elementos habituales – con el del cielo. En efecto, al narrador Juan se le pide que no escriba nada cuando oye la voz de los «siete truenos» (cfr. Ap 10,3-4), lo que indica en ella la ausencia de revelación. En otras palabras, el narrador espera erróneamente que Dios actúe «ruidosamente», como un emperador romano, para erradicar el sufrimiento de los cristianos. Pero el autor implícito señala otro tipo de Dios, que habla en voz baja y susurrante. De ello se deduce que el «hablar» de Dios no tiene por qué ser fuerte y atronador: puede, por el contrario, ser tenue hasta el silencio.

Con acentos místicos, Rom 8,26 habla de «gemidos inefables» con los que el Espíritu de Dios «intercede» desde nuestro interior, porque «no sabemos orar como es debido». Estos gemidos del Espíritu son el puente de comunicación entre Dios y nosotros, y no son expresables en ningún lenguaje humano. Indican un silencio paradójicamente preñado de abundante comunicación. Es con esos gemidos silenciosos, y a través de ellos, como se dice lo indecible. En efecto, la Biblia trata el tema del «silencio de Dios» de diversas maneras. Sobre esta base, pueden señalarse diversos matices de la comprensión cristiana de dicho silencio.

Características de la esperanza cristiana

En medio de la aflicción y la desesperación potencial que resultan del silencio de Dios, la esperanza ocupa un lugar privilegiado en la tradición cristiana.

¿Qué es la esperanza? Esta no puede limitarse a meros deseos y creencias. Se expresa en la actividad y, en el caso de que un objetivo no se realice, también puede reconfigurar ese objetivo permaneciendo fiel al bien que se deseaba en él[12]. Por ejemplo, la esperanza de los israelitas del siglo I d.C. de ser liberados de la esclavitud romana se reconfigura, a la luz del acontecimiento de Cristo, en una esperanza más profunda de liberación del pecado y de la muerte, que va mucho más allá de la mera libertad política. Además, cualquier inclinación a una esperanza vana y a la consiguiente pasividad era abiertamente criticada («El que no quiera trabajar, que no coma», 2 Tes 3,10), y en la Iglesia primitiva el compromiso activo en el mundo, que implicaba incluso a los poderes establecidos, se convirtió en una enseñanza importante. Por tanto, esa esperanza reconfigurada transformó a los cristianos en agentes de cambio.

Estas consideraciones nos llevan a preguntarnos si la persona humana, cuando se encuentra en el umbral de la desesperación absoluta mientras experimenta el silencio de Dios, ha agotado realmente todas las vías posibles para responder de forma constructiva a la crisis actual. También hay que reconocer la posibilidad del fracaso[13]. La puerta a la que se ha llamado puede no haberse abierto, pero muchas otras puertas pueden abrirse sin que ni siquiera se haya llamado a ellas (cfr. Mt 7,7).

Además, la tradición cristiana establece una distinción importante y útil entre la «esperanza natural» y la «esperanza como virtud teologal»[14]. Esto puede iluminar la cuestión del «silencio de Dios». La «esperanza natural» es la pasión humana dirigida hacia un bien percibido como difícil de alcanzar. La «virtud teologal» de la esperanza se refiere al deseo humano de unirse finalmente a Dios[15]. Cuando se problematiza la posible pérdida de esperanza como consecuencia del silencio de Dios, que causa angustia humana, no queda claro si se está haciendo referencia a la esperanza natural o a la virtud teologal de la esperanza, o a ambas. Si se siguiera el concepto de «existencial sobrenatural» formulado por Karl Rahner[16], que en última instancia ve en ella una condición existencial del ser humano que subyace a toda comunicación y comunión con Dios, parecería imposible que se pudiera perder la virtud teologal de la esperanza. Pues es un don de Dios a todo ser humano, y permanece en el sujeto humano aunque éste llegue conscientemente a rechazar a Dios. Lo «existencial sobrenatural» es parte inseparable de la existencia humana (de ahí que sea «existencial»). Como aclara Rahner, la esperanza no tiene por qué ser siempre a nivel consciente, ya que es una condición de nuestra existencia. De ahí la fuerte razón para creer que, aunque la «esperanza natural» desapareciera por completo, la «virtud teologal de la esperanza» seguiría existiendo en nosotros, aunque ni siquiera fuéramos explícitamente conscientes de ello.

Por último, es cierto que no todos los objetos de la «esperanza natural» (metas finitas) pueden servir para alcanzar la meta de la virtud teologal de la esperanza (la comunión con Dios). Por eso, el mismo hecho de que la «esperanza natural» pueda verse frustrada por el silencio de Dios puede incluso ser beneficioso para el bien último de la persona[17].

¿El silencio del cielo como preludio de una revelación importante?

Las expresiones verbales sólo tienen sentido cuando en ellas las palabras se intercalan con el silencio; la intercalación de palabras y silencio compone la urdimbre y la trama de un discurso completo. Por lo tanto, el silencio no es una ausencia de discurso, sino lo que hace posible el discurso, no menos que las propias palabras. En Ap 8,1 se dice que, luego de que el Cordero abrió el séptimo sello, hubo media hora de silencio. Basándose en Zac 2,13; Hab 2,20 y Ez 3,15-16, este silencio puede interpretarse como un preludio de la manifestación de Dios[18]. Aunque la atribución literal de tal razón al silencio de Dios en la aflicción humana puede presuponer una antropomorfización excesiva de Dios, no deja de ser importante pensar en Dios en forma de criaturas que prestan oídos al discurso revelador.

En palabras de Rahner, somos «oyentes de la Palabra»[19] y nos sentimos turbados si a veces no la oímos cuando se produce una crisis. Las melodías no oídas pueden ser más dulces que las oídas, pero en este caso son deseadas precisamente porque su primordialidad ha dejado un eco indeleble en la estructura misma de nuestra existencia. Por eso, hay más razones para creer que Dios, incluso en su propio silencio, se revela.

¿Puede el Dios uno y trino guardar silencio?

Los eternos procesos relacionales trinitarios de la generación del Hijo por parte del Padre, la recepción activa del Hijo de su ser del Padre, la efusión (exhalación) del Espíritu por parte del Padre y del Hijo, y la recepción activa del Espíritu de su ser del Padre y el Hijo, pueden concebirse como «actos discursivos» esenciales en la Trinidad inmanente. Aunque Rahner, temiendo una posible interpretación triteísta, dude en postular un «Yo-Tú» en la Trinidad inmanente[20], en la medida en que la fe cristiana afirma distinciones personales en la Trinidad se puede hablar ciertamente del Hijo como el «Tú» del Padre. Y así, un verdadero «Dios Uno y Trino silencioso» sería una contradicción en los términos, porque la Trinidad es fundamentalmente «comunicación». Esta «comunicación» intratrinitaria se desborda en la creación parlante que nace en el tiempo y el espacio a partir del desbordamiento del amor y la libertad de Dios. Los ídolos precisamente no pueden hablar, pero el Dios vivo habla. La Palabra de Dios es lo que da vida y sostiene todo lo que existe. Por tanto, considerado desde la perspectiva trinitaria, el silencio de Dios es una percepción humana, y por parte de Dios no puede ser real.

Silencio de Dios y encarnación

La visión encarnada del silencio de Dios ha dado lugar a diversas interpretaciones. Por ejemplo, Simone Weil (1909-43), filósofa-mística y activista política francesa, sostiene que, al crear el universo – espacio-tiempo-materia -, Dios se retiró del universo mismo. En efecto, Dios, el infinito, no puede en modo alguno estar sujeto al espacio-tiempo. En esencia, es esta retirada la principal causa de todo el dolor humano por el «silencio de Dios». Según Weil, al retirarse del mundo, Dios lo ha entregado a fuerzas mecanicistas, gracias a las cuales existe un orden estable en la creación. En la acción habitual de tales fuerzas no hay ninguna providencia divina especial[21]. Dios no interviene para violar el orden mecanicista: por ejemplo, para eliminar milagrosamente a un déspota, o para detener un huracán devastador, etcétera. La respuesta de Dios al clamor humano en la aflicción es el silencio. Así pues, la actitud humana ideal ante el sufrimiento, según Weil, es la gratitud a pesar del dolor[22].

Weil está en una posición que contrasta claramente con la descripción bíblica de un Dios que se implica activa y apasionadamente en los asuntos humanos y, lo que es aún más radical, en la Encarnación. No se trata de que Dios se retire de la creación: es «Dios con nosotros» («Emmanuel»). El discurso de la Encarnación apunta a la implicación radical de Dios en sus acciones histórico-escatológicas.

San Ignacio de Loyola experimenta otra manera de dar sentido al silencio de Dios. En su Autobiografía encontramos repetidamente a un Ignacio que se siente abandonado, que no sabe cómo proceder. Se pueden identificar cuatro tipos de respuesta ante tales situaciones: 1) Esperar pacientemente y luego decidir en oración en el momento oportuno; darse tiempo, con paciencia y confianza en Dios. 2) Confiar todo a Dios y buscar ardientemente su voluntad con oraciones, misas, penitencia y ayuno. 3) Pedir ayuda a «personas espirituales»: una práctica, ésta, que se redujo mucho en la etapa de vida de Ignacio después de su viaje a Tierra Santa, y que más tarde fue casi sustituida por la «conversación espiritual» con sus compañeros. 4) Abandono en Dios y, concretamente, en el Romano Pontífice.

Todo esto deja claro que se puede buscar activamente la voluntad de Dios en los signos de los tiempos a pesar de todas las adversidades. De hecho, a San Ignacio le embargaba la visión de un «cuadro más amplio» en su «vida de peregrino», que le permitiría seguir adelante a pesar de los obstáculos. Esto nos incita a preguntarnos por la posible revelación de un panorama o «cuadro más amplio» en el espeso silencio de Dios que percibimos.

Revelación de un «cuadro más amplio» en el silencio de Dios

Aunque todo lo que Job había perdido le fue restituido más tarde de forma sobreabundante, Dios no respondió, al menos no de forma directa y fácilmente comprensible, a sus preguntas. Pero en esa misma ambigüedad se manifestaba para Job un «cuadro más amplio». En ese cuadro, su propia existencia le parecía insignificante y diminuta. Su consuelo llegó «en forma de una abrumadora sensación de finitud ante el inmenso poder de Dios y de su acción»[23]. Si no hubiera experimentado su sufrimiento y el silencio de Dios ante él, no habría podido ver el cuadro completo.

Lo mismo ocurre con el Hijo de Dios. En el Huerto de los Olivos no se le apartó el cáliz, sino que se le envió un ángel para consolarlo (cfr. Lc 22,43). La venida del ángel marca el desarrollo de un cuadro más amplio. Precisamente en Lc 22,36, Jesús había aconsejado a los que no tenían espada que compraran una, aun a costa de vender sus mantos. Sin embargo, el consuelo del ángel parecía haber develado un cuadro más amplio, que hacía innecesaria la espada (cfr. Lc 22,51; Jn 18,11). La espada pertenece a una imagen limitada, a un mundo restringido. Ahora este mundo ha sido trascendido por la luz de la imagen más amplia. Y esta visión dilatada garantiza que en la cruz no haya gritos de angustia, sino sólo sumisión a Dios (cfr. Lc 23,46).

Por cierto, en los relatos de Mateo y Marcos no hay ninguna referencia a la consolación angélica, es decir, a la apertura a un cuadro más amplio. Allí resuena el grito de angustia desde la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46; Mc 15,34). En esos textos, el silencio de Dios muestra el cuadro más amplio tras la muerte de Jesús, con la resurrección. Este cuadro se revela no sólo al Hijo obediente y resucitado, sino también a todos los que lo presenciaron. Por eso Pablo pudo decir: «tanto en la vida como en la muerte, pertenecemos al Señor» (Rom 14,8). Esta es la visión de conjunto. Esta es la fuente de nuestra esperanza última, que ofrece el horizonte necesario para contemplar todos los acontecimientos individuales del «silencio de Dios» con valentía, confianza y compromiso.

La solidaridad como camino

En la discusión sobre la experiencia de la angustia ante el silencio de Dios, a menudo se olvida la responsabilidad de la comunidad en el acompañamiento del individuo angustiado. La actitud de los amigos de Job es un ejemplo clásico. Su teología preconcebida de la retribución nunca les habría permitido manifestar una fuerte solidaridad con Job. Una teología sin una praxis de solidaridad resulta estéril. Una teología de la solidaridad, en cambio, fundamenta la praxis de la solidaridad en la experiencia de la revelación de Dios. La solidaridad personificada de Dios con los seres humanos es la Encarnación. Esta invita a los fieles a seguir un camino semejante, el de encarnarse en la angustia de los demás. Cada caso de desesperación y suicidio es esencialmente un fracaso social/comunitario no menos que un desastre individual. La comunidad/sociedad puede ser considerada responsable de tales tragedias de dos maneras: en primer lugar, por conducir al individuo a un estado de desesperación a través de sus propias estructuras y sistemas productores de desesperación; en segundo lugar, por abandonar al individuo a sí mismo en su angustia.

Una evaluación honesta del fracaso de muchas cumbres mundiales a la hora de abordar los graves problemas ecológicos no puede achacar los desastres ecológicos de nuestro tiempo y del futuro al silencio de Dios. «Las medidas adoptadas por los líderes mundiales para hacer frente a la emergencia climática que amenaza el futuro de algunas de las comunidades más pobres del mundo equivalen a verter un vaso de agua en un devastador incendio doméstico», exclama el director del Movimiento Católico Mundial por el Clima, Tomás Insua[24].

El silencio de un Dios invisible puede ser la experiencia subjetiva de una persona que sufre, pero ésta última no estaría sorda y ciega si la comunidad visible hablara y actuara con empatía. Del mismo modo que el Dios Trino comunitario es el modelo para la vida humana en comunidad, también es seguro decir que ese Dios comunitario hace oír su Palabra en y a través de las palabras y acciones liberadoras y potenciadoras de la comunidad para el individuo. Dios se ha dignado hablar a través de la humanidad de Dios, que en todos los sentidos, salvo el pecado, es nuestra propia humanidad.

Conclusión

El silencio de Dios que se experimenta al atravesar una crisis es, sin duda, una vivencia desgarradora para cualquier creyente. Es cierto que ninguna explicación puede disminuir la angustia de los que sufren. Sin embargo, esto no significa que tales situaciones carezcan totalmente de sentido. Cada palabra que Dios pronuncia tiene un objetivo y cada momento de silencio tiene igualmente un propósito. En nuestra reflexión, hemos sacado a la luz muchas posibilidades de dar un sentido positivo a tales situaciones. Lo que experimentamos como silencio de Dios es en realidad el modo en que lo percibimos. Podemos experimentar a Dios como ausente o silencioso, aunque «en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Si tenemos confianza, podemos afirmar que no todo está perdido. En efecto, el silencio de Dios necesita ser escuchado en las palabras y gestos de solidaridad de la comunidad para con los seres humanos afligidos.

 

  1. Cfr N. F. Pembroke, «Two Christian Spiritualities in Suffering: Biblical Lament and Weil’s Consent», en Studies in Spirituality 20 (2010) 6 s; 14. 
  2. A. D. Biemann (ed.), The Martin Buber Reader: Essential Writings, New York, Palgrave Macmillan, 2002, 99. 
  3. Ibid., 103. 
  4. Cfr A. D. Cobb, «Hope and the Problem of Divine Silence», en European Journal for Philosophy of Religion, 8 (2016/4), 158. 
  5. Ibid., 160. 
  6. Cfr A. Y. Collins, Crisis and Catharsis: The Power of the Apocalypse, Philadelphia, PA, Westminster, 1984, 161. 
  7. Cfr M. J. Gilmour, «Delighting in the Suffering of Others: Early Christian Schadenfreude and the Function of the Apocalypse of Peter», en Bulletin for Biblical Research 16 (2006/1) 130-134. 
  8. Cfr M. C. A. Korpel – J. C. de Moor, The Silent God, Leiden-Boston, Brill, 2011, 35. 
  9. Cfr P. Torresan – A. Curà (ed.), «Silence in the Bible», en Jewish Bible Quarterly, 31, 3, julio-septiembre 2003, 54. 
  10. Cfr T. W. Martin, «The Silence of God: A Literary Study of Voice and Violence in the Book of Revelation», en Journal for the Study of the New Testament 41 (2018/2) 247 s; 255 s. 
  11. Al distinguir entre «Juan narrador» y «Juan autor implícito», Martin sigue W. C. Booth, The Rhetoric of Fiction, Chicago, Chicago University Press, 1983, 151. Cfr T. W. Martin, «The Silence of God…», cit., 248. 
  12. Cfr A. D. Cobb, «Hope and the Problem of Divine Silence», cit., 161. 
  13. Cfr ibid., 166. 
  14. Cfr Tomás de Aquino, s., Sum. Theol., II-II, q. 17, aa. 1; 2; 5. 
  15. Cfr A. D. Cobb, «Hope and the Problem of Divine Silence», cit., 171. Hay que señalar que entre la emoción de la esperanza y la virtud teologal de la esperanza, existe también la virtud natural de la esperanza, llamada magnanimidad, que tiene por objeto las cosas de este mundo. Esta esperanza moral es necesaria en la vida. En el caso de una persona cristiana, que vive en la esperanza teologal, que tiene por objeto a Dios, la esperanza moral, la magnanimidad, no sólo se adquiere, sino que se infunde. En ese caso, el objeto de esta esperanza son siempre las cosas de este mundo, tamen sub Deo
  16. Cfr K. Rahner, «Eine Antwort», en Orientierung 14 (1950) 141-145. 
  17. A. D. Cobb, «Hope and the Problem of Divine Silence», cit., 172; 174. 
  18. R. Muers, «Silence and the patience of God», en Modern Theology, 17 (2001/1) 89. 
  19. K. Rahner, Uditori della parola, Milán, Borla, 1988. 
  20. Cfr K. Rahner, La Trinità, Brescia, Queriniana, 1970. 
  21. Cfr S. Weil, «The Love of God and Affliction», en E. O. Springsted (ed.), Simone Weil: Selected Writings, Maryknoll, NY, Orbis Books, 1998, 67. 
  22. Cfr Ibid., 52. 
  23. J. D. Plenis, «Divine Silence and Speech in the Book of Job», en Interpretation 48 (1994) 229. 
  24. Cfr T. Insua, «COP26: Fear, faith and survival», en The Tablet, 18 de noviembre de 2021, 4. 

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