No hay mejor maestro que la adversidad

Desde la izquierda marxista o no marxista, muchos comentarios sobre la economía y la política mundial se han referido en años recientes a “la crisis actual del capitalismo” que habría comenzado con la debacle financiera mundial de 2008. Tal sería la crisis que fue luego bautizada como Gran Recesión, que, para muchos analistas del campo progresista, nunca se habría acabado del todo. Y que ahora se prolonga en la segunda presidencia de Trump. Esta nota es una discusión general de esas ideas que a mi juicio constituyen un obstáculo para la comprensión del mundo actual.

¿Ha acabado la crisis? ¿Qué crisis? Reflexiones sobre Marx y Trump

José A. Tapia Granados

 

El concepto de crisis y las ondas largas de Kondratief

Entre los economistas y los comentaristas de temas económicos en general hay acuerdo en considerar como una crisis económica mundial las turbulencias financieras y los trastornos económicos que comenzaron hacia mediados de 2007 y en los años siguientes dieron lugar a grandes trastornos de la producción y el comercio, quiebras de empresas financieras o industriales, enormes aumentos del desempleo e intervenciones generalizadas de los gobiernos en la economía. Crisis Financiera Mundial y más a menudo Gran Recesión han sido los términos que más se han usado para referirse a esa crisis que se habría iniciado a finales de 2007. Pero, ¿cuándo habría acabado?

En Finance Capital Today, un libro en muchos aspectos admirable, el marxista francés François Chesnais afirmó en 2016 que, si definimos el final de la crisis como el momento en que la acumulación general sostenida de capital productivo vuelve a cobrar impulso en el sistema mundial en su conjunto, nueve años después de su inicio, la crisis económica y financiera mundial que empezó en el verano de 2007 no tenía final a la vista. No es casual que el subtítulo del libro de Chesnais sea Corporations and Banks in the Lasting Global Slump, que podría traducirse algo así como “Corporaciones y bancos en un bache mundial prolongado”. También fue en 2016 cuando Anwar Shaikh publicó su Capitalism:­ Competition, Conflict, Crises, libro en el que la crisis de 2008 se da por inacabada. Mucho más recientemente, sus discípulos Savran y Tonak, en In the Tracks of Marx’s Capital (2024), han defendido otra vez la idea de que la crisis que comenzó en el 2008 se habría prolongado hasta ahora. También de 2016 es el libro The Long Depression, donde Michael Roberts mantuvo que lo que comenzó como crisis financiera mundial en el 2007 seguía en curso ocho años después, en una “depresión prolongada”. Paul Mattick, otro autor que analiza las cuestiones económicas desde una perspectiva marxista, ha afirmado recientemente que el problema subyacente a los disparates económicos de Trump es una economía mundial desde hace mucho tiempo estancada, con un bajo nivel de inversión (Hora hominem facit, The Brooklyn Rail, Abril 2025).

Michael Roberts consideró con relativa simpatía mi idea de que realmente ha habido seis crisis del capitalismo en el último medio siglo. En su recesión de mi libro, que tiene errores de bulto (hasta mi nombre está mal escrito en la versión que publicó SinPermiso), Roberts hizo malabarismos para compatibilizar su defensa de las ondas largas de Kondratief y las crisis largas del capitalismo —que durarían décadas incluso— con mi afirmación de que los datos económicos no demuestran de ninguna forma la existencia de tales ondas ni de tales crisis prolongadas. Frente a mi afirmación apoyada en un análisis explícito de los datos, de que en el último medio siglo ha habido seis crisis de la economía mundial (a saber, en 1975, 1980-1982, 1991-1993, 2001-2002, 2008-2009 y 2020), Roberts afirmó que “Tapia descarta demasiado rápido algún trabajo estadísticamente sólido que sugiere que hay períodos más largos de subida y bajada por encima de los ciclos más cortos de auge y caída.”

Como expliqué en mi libro, las ondas largas de Kondratief son una especie de tetera de Russell, cuya existencia no puede demostrarse ni refutarse. Los datos a favor de su existencia son tan poco convincentes como las estadísticas de W. S. Jevons o H. L. Moore que a finales del siglo XIX “demostraron” que los ciclos de alternancia de fases de expansión y recesión económica están determinados por los movimientos astronómicos (que tendrían influencia en el clima de la Tierra y, así, en los rendimientos agrícolas). Hace ahora un siglo, el economista ruso Nikolai Kondratief intentó demostrar usando los movimientos de precios y otras series estadísticas que hay ciclos “largos” de ascenso y descenso de la actividad económica, que durarían más o menos medio siglo, con un cuarto de siglo de expansión y un cuarto de siglo de contracción. Yo niego que haya ciclos largos de Kondratief o de cualquier otro tipo. O, mejor dicho, niego que haya datos para probar o al menos dar fundamento de alguna manera sólida a la existencia de tales ciclos. De la misma manera, niego que haya datos concretos para sustentar la tesis de que estamos en una crisis del capitalismo que comenzó hace una década, o dos, o más incluso, como afirman algunos marxistas que dicen que desde la década de 1970 el capitalismo ha estado o en declive o en crisis.

¿Por qué es importante todo esto de si hay ondas largas de Kondratieff o si las crisis duran unos pocos años, varios años, o más bien décadas? La contestación de Michael Roberts a esta pregunta es que, si hubiera pruebas de que existen ciclos largos basados en el movimiento de la rentabilidad a lo largo de unas pocas décadas, eso ayudaría a explicar hacia dónde va la economía mundial, es decir, si está en un período de expansión y auge, aunque sea intercalado con crisis, o en un periodo de recesión “en el que nada mejora mucho”.

Al hacer análisis de la realidad económica, como en cualquier tarea que pretende ser rigurosa, o científica, es un principio básico definir con precisión los términos que se usan y aplicarlos adecuadamente. Francis Bacon en su célebre Novum organum arguyó hace ya cuatro siglos que la mala ciencia a menudo se caracteriza por la falta de definiciones claras. Lamentablemente, en la tradición marxista, quizá en alguna medida por influencia de la tradición hegeliana, en la que la verborrea es superlativa, los términos a menudo no se definen y se usan de forma muy imprecisa. Por si alguien quisiera un ejemplo de tal cosa, puedo citar el libro El marxismo no es una ciencia (Caracas, 1980) del venezolano Rigoberto Lanz, un ejemplo de hasta dónde puede llevar la palabrería “militante”. Para Lanz, la ciencia es la ideología con la que el capital mantiene su hegemonía, con la cual, decía Lanz, el marxismo, como teoría revolucionaria y dialéctica de la realidad, no tiene nada que ver.  Otro ejemplo de verborrea marxista más cercano en el tiempo y el espacio es el libro Trabajo, utilidad y verdad de Santiago Armesilla (Madrid, 2015).

En mi opinión, el problema de la falta de definiciones claras en el marxismo es especialmente notable en lo que se refiere al concepto de crisis económica, que tal como es usado por los autores marxistas se halla en una nebulosa. Creo que, en buena parte, eso se debe a la influencia de Engels. Como expliqué en otro lugar, Marx fue explícito, tanto en sus publicaciones como en los manuscritos que dejó inéditos y fueron editados y publicados por otros, en su presentación de las crisis de la economía burguesa (que él consideraba parte del llamado ciclo industrial) como fenómenos transitorios y violentos, cortos, a lo sumo pocos años, en los que la actividad económica está seriamente alterada. Pero tras la muerte de Marx, Engels cambió el tono y afirmó que las crisis habían sufrido una metamorfosis hacia finales del siglo XIX y eran ahora más bien periodos prolongados en los que la actividad económica estaba más en depresión que en convulsión. A partir de ahí muchos marxistas comenzaron a hablar de crisis de muchos años de duración y no faltaron quienes allá por los años treinta del siglo pasado sugirieron la existencia de una crisis permanente del capitalismo. Una idea que Marx había rechazado de plano.

La revolución inminente

En muchos autores que analizan los temas económicos desde la tradición marxista parece obvia la existencia de una inquietud implícita por el fallo de las predicciones de Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, según las cuales el capitalismo dejaría pronto de ocupar su lugar en la historia. Para Marx y Engels la irracionalidad, la desigualdad y el caos de la economía burguesa basada en el interés privado y en la competencia serían superados pronto por una economía planificada según las necesidades de la sociedad, por un sistema racional y humano, un sistema socialista o comunista no movido como el actual por la pulsión capitalista por el lucro. Esas eran las predicciones del Manifiesto, que se publicó en 1848. Ciento ochenta años después, el capitalismo no solo sigue vivo, sino que ha integrado a la parte del mundo que hasta la década de 1990 supuestamente estaba en otras coordenadas, en las economías planificadas del bloque soviético y de China. Aquellos fueron los primeros intentos de construir un sistema económico basado en principios distintos a la economía del lucro privado, pero esos intentos se fueron claramente al garete primero con el estalinismo, luego con el hundimiento de la URSS y demás economías planificadas de Europa del Este y, finalmente, con la integración de China en el sistema capitalista mundial.

Un ejemplo que parece clarísimo de lo que los psicólogos han denominado “pensamiento desiderativo” (en inglés wishful thinking) es que, por regla general, para los marxistas, el capitalismo siempre ha estado moribundo o, lo que sería similar, en su senescencia o su fase superior, terminal o tardía. La revolución estaba cerca, o era incluso inminente. Así, al final de la I Guerra Mundial, en 1919, enfrentando las ideas reformistas de Bernstein y Kautski, Lenin publicó El imperialismo, fase superior del capitalismo. Lenin no vivió mucho para verificar sus predicciones, que en general resultaron fallidas, pero sus seguidores de la Internacional Comunista veían la revolución mundial como inminente en la década de 1920. Pero los años pasaron y el capitalismo se estabilizó en todos los países avanzados. Horthy implantó una dictadura antisocialista en Hungría y Mussolini puso al fascismo en el poder en Italia, todo ello a la vez que Stalin consolidaba su tiranía en la Unión Soviética que, bajo su dirección, abandonó cualquier veleidad impulsora de la revolución mundial. Al final de la década, en 1929, un marxista polaco, Henryk Grossman, publicó en Alemania un libro que medio siglo después fue traducido al castellano como La ley de la acumulación y el derrumbe del sistema capitalista: Una teoría de la crisis. El libro fue de inmediato seguido por una enorme crisis económica mundial, la Gran Depresión que, sin embargo, tampoco abrió paso a revolución alguna, salvo la frustrada revolución de la guerra civil española, que desembocó en la II Guerra Mundial. Esta sí trajo consigo revoluciones, los comunistas tomaron el poder en varios países de Europa del Este y los Balcanes y en 1949 en China, ya entonces el país más poblado de la Tierra. Pero con la perspectiva de casi un siglo, es obvio que esas no fueron las revoluciones que Marx había pronosticado. Como explicó el marxista británico Meghnad Desai (Marx’s Revenge, 2002) en realidad se trató de revoluciones campesinas, no proletarias. En 1949 el proletariado era una fracción minúscula de la población china y lo mismo cabría decir de Yugoslavia y Albania, únicos países de Europa oriental donde la toma del poder por los comunistas no estuvo determinada por la ocupación del ejército soviético al final de la II Guerra Mundial.

Tras la II Guerra Mundial, pese a los análisis marxistas que diagnosticaban la tendencia del capitalismo a tener crisis económicas violentas repetidas (como había propuesto Henryk Grossman) o a entrar en periodos prolongados de estancamiento (como teorizaron Kalecki, Baran, Sweezy y muchos otros), lo que tuvo el capitalismo fue un periodo de auge y dinamismo de casi tres décadas, que luego dejó paso en los años setenta a un periodo en el que comenzaron otra vez las crisis serias. En la segunda mitad del siglo XX hubo movimientos revolucionarios de inspiración marxista y supuestamente proletaria que tomaron el poder en Cuba, en Vietnam, Laos, Cambodia, Angola, Mozambique, Zimbabue y otros muchos países africanos. En cambio, la revolución iraní de 1979 que llevó al derrocamiento de la monarquía del Sha, no tuvo inspiración marxista sino islámica, pero sí tuvo un denominador común con las otras revoluciones de la segunda mitad del siglo XX: su carácter campesino y antiimperialista. En cualquier caso, las revoluciones proletarias previstas por Marx en los países de capitalismo avanzado no llegaban y en esos países la militancia anticapitalista de la clase trabajadora era cada vez más débil. Dejando aparte el mayo francés de 1968, si alguna revolución hubo tras la II Guerra Mundial que pueda considerarse de alguna forma una revolución proletaria, fue la revolución húngara de 1956 contra la tiranía del estalinismo y la ocupación militar soviética. Las protestas en Hungría, que rápidamente involucraron a la mayoría de la población que deseaba el fin de la represión, un gobierno independiente y la salida de las tropas soviéticas, fueron reprimidas mediante una brutal intervención militar de la URSS que puso fin al proceso revolucionario. Una crónica fenomenal de esos sucesos son las memorias de Sándor Kopácsi, En nombre de la clase obrera: Hungría 1956 (El Viejo Topo, 2009).

Poco antes de la revolución húngara del otoño de 1956, Nikita Jrushchov, que había asumido en 1953 el liderazgo de la URSS, denuncio los crímenes de Stalin en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. El movimiento comunista internacional, del que ya se habían desgajado en los años veinte las fracciones consejista y trotskista, se rompió una vez más, dando lugar ahora a una profunda escisión entre prochinos y prorrusos. Fue entonces, a comienzos de la década de 1970, cuando el eurocomunismo se expandía en Europa occidental liquidando los últimos restos de oposición radical al capitalismo que persistían en los partidos comunistas, cuando el trotskista Ernest Mandel publicó su Capitalismo tardío, un tratado de economía marxista que fue muy influyente en medios de izquierda y cuyo título refleja una vez más la noción de la senescencia del capitalismo. Y ya en el presente siglo, Samir Amin publicó su Más allá del capitalismo senil, y hace ahora cuatro años un grupo de trotskistas canadienses, Murray Smith, Jonah Butovsky y Josh Watterton, publicaron Twilight Capitalism: Karl Marx and the Decay of the Profit System (título que podría traducirse como “Capitalismo crepuscular: Karl Marx y la decadencia del sistema lucrativo”). La idea reiterada una y otra vez desde el marxismo es la senectud, el ocaso, cuando no el estado ya moribundo del sistema. Pero, ¿hay pruebas creíbles de que el capitalismo esté, o se esté acercando de alguna forma, a una crisis final?

Las crisis recientes del capitalismo y la conciencia socialista

En mi libro sobre las seis crisis recientes de la economía mundial arguyo que los datos estadísticos muestran claramente que el capitalismo, que desde hace ya muchas décadas se ha convertido en un sistema mundial, es un sistema económico significativamente inestable. Considerando la formación bruta de capital en la economía mundial desde 1970 hasta ahora, y definiendo como crisis los años en los que hubo una disminución absoluta de la inversión, lo que en términos marxistas supone un periodo de interrupción momentánea de la acumulación del capital, hubo seis crisis, a saber, en 1975, en los años iniciales de las tres décadas siguientes, en 2008-2009 y en 2020. En cada una de estas seis crisis que afectaron a la economía mundial desde la década de 1970 hasta ahora, hubo un descenso absoluto de la formación de capital, es decir, de la inversión, que es la variable que muestra más claramente la contracción económica típica de los periodos de crisis (o de recesión, según la nomenclatura habitual de la economía académica). Ahora bien, aunque estas crisis del capitalismo mundial muestran sobradamente que “el sistema” está digamos borracho y periódicamente “se cae”, no parece que exista ninguna fuerza social que tenga fuerzas y ganas suficientes para echarlo definitivamente abajo. Tras cada una de esas seis crisis el sistema se ha recompuesto. Las fuerzas políticas anticapitalistas son minorías cada vez más marginales. Todo parece indicar además que las tendencias reaccionarias, basadas en el fundamentalismo religioso, en el nacionalismo o en algo que podría denominarse quizá fundamentalismo capitalista (del que Javier Milei sería un representante paradigmático), cada vez se extienden más a grandes sectores de la población de todos los países, incluyendo proporciones crecientes de la clase trabajadora, de los asalariados que, según la idea tradicional marxista, habrían de formar el núcleo más sólido del frente anticapitalista.

La situación económica y social mundial actual es muy contradictoria. Por una parte, las fuerzas anticapitalistas organizadas son extremadamente marginales e incluso las fuerzas políticas socialdemócratas o socialistas que pugnan por reformas limitadas del capitalismo están en estancamiento o en franco retroceso. Por otra parte, los datos económicos y sociales no muestran de ninguna forma que el capitalismo esté “boyante”. La desigualdad social se ha agudizado prácticamente en todos los países y la miseria afecta a minorías muy amplias en los países de alto ingreso y a sectores muy extensos de la población en los países pobres de América Latina, Asia y África, a menudo azotados por la miseria, la represión, la segregación étnica o religiosa, las guerras, o los desastres ambientales. Por lo demás, lo observado desde que hace ya tres o cuatro siglos el capitalismo comenzó a ser el sistema económico predominante sugiere claramente que la economía capitalista, ya de ámbito mundial, muy probablemente tendrá otras crisis como las dos que ya tuvo en este siglo, en 2008-2009 y en 2020. Ciertamente, la crisis del 2020 fue anómala, estuvo claramente asociada a la pandemia de COVID-19 y las medidas sanitarias que en todas partes pusieron enormes trabas a la actividad económica. Pero la crisis desencadenada por la pandemia ocurrió cuando muchos analistas de la economía y expertos del mundo financiero estaban ya esperando una recesión mundial. De hecho, en Japón el crecimiento económico fue ya negativo en 2019, -0.4%, antes de la pandemia; luego se desplomó a un -4.1% en 2020, año en el que la tasa de crecimiento del PIB fue -2.9% para la economía mundial, -6.4% para la eurozona y -2.2% para EEUU. Nunca podremos saber si hubiera habido una recesión mundial al comienzo de la presente década si no hubiera habido la epidemia de COVID-19, pero hay muchos indicios de que una respuesta positiva a esa pregunta es plausible. Pero veamos algunos datos.

Las figuras 1 y 2 presentan la formación bruta de capital para la economía mundial, China, Japón, EEUU y la Unión Europea (datos disponibles en la base de datos del Banco Mundial). La formación bruta de capital, que es otra forma de decir la inversión bruta, puede medirse de diversas formas, por ejemplo, como porcentaje del PIB (producto interno bruto) o en unidades monetarias, que deberán ser a precios constantes si no queremos tener cantidades desfiguradas por la inflación.

En la Figura 1 la inversión se mide en unidades monetarias (billones de dólares de 2015, nótese la escala logarítmica) y, lógicamente, el total de inversión en la economía mundial es mayor que en cualquiera de sus partes. La gráfica de inversión total mundial en la Figura 1 muestra datos para los años 1995-2023 (son los que constan en la base de datos citada), serie en la que aparecen claramente dos “muescas”, una en 2008-2009 y la otra en 2020. Corresponde la última a la crisis de la economía mundial asociada a la pandemia de COVID-19, en 2020; la otra muesca es la Gran Recesión de 2008-2009. En ambos casos, la inversión cayó en volumen bruto en casi todos los países, como se aprecia muy claramente también en las gráficas de EEUU, la Unión Europea y Japón. Pero no en la de China, cuyo volumen total de inversión ha aumentado regularmente y sin desviaciones de la tendencia general en los últimos treinta años.

La Figura 2 presenta las inversiones como porcentaje del PIB de cada una de las cinco unidades económicas ahí representadas. La curva correspondiente a la economía mundial en conjunto indica claramente que como fracción del producto bruto mundial (es decir, el PIB mundial, que no es otra cosa que el agregado de todos los PIB nacionales) el nivel de inversión ha oscilado alrededor del 25% del producto mundial. Ese porcentaje contrasta claramente con el correspondiente a las dos economías asiáticas que aparecen en la figura, China y Japón. En Japón la inversión como porcentaje del PIB alcanzó niveles por encima del 40% en la década de 1970, pero luego cayó significativamente y en los últimos 15 años el porcentaje que la inversión supone en el PIB japonés ha estado en niveles muy similares a los de la inversión en la economía mundial en su conjunto, alrededor del 25%. El caso de China es muy distinto, pues el monto que supone la inversión en el PIB chino ha tenido en el último medio siglo una tendencia sistemáticamente ascendente, aunque con altibajos, que ha llevado a la situación de las dos últimas décadas en que el volumen que supone la inversión en el PIB chino está entre el 40% y el 44%. Para la Unión Europea y para EEUU, la inversión ha constituido en años recientes entre 20% y 25% del PIB, nivel similar a los niveles observados por ejemplo durante la década de 1990. No parece ni mucho menos que haya una tendencia clara ni de debilitamiento ni de expansión de la acumulación del capital ni en EEUU ni en la Unión Europea, comparando los años actuales con la década final del pasado siglo.

China y el capitalismo mundial

Michael Roberts, para quien la República Popular China (RPC) representa un sistema económico intermedio entre capitalismo y socialismo y en esa medida no forma parte del capitalismo mundial, arguye que, si se excluye el dinamismo de la economía china en las tres últimas décadas, la tendencia al estancamiento del capitalismo mundial resulta evidente. Yo discrepo de esas ideas. Excluir a la RPC del sistema económico mundial es muy cuestionable, porque la economía china está firmemente imbricada con la economía mundial. Así, por ejemplo, en 2022, la RPC tuvo importaciones equivalentes a 17,6% de su PIB, mientras que sus exportaciones fueron equivalentes a 20,8% de su PIB y las inversiones extranjeras directas de China en otros países equivalieron a 1,1% del PIB chino. Para el mismo año, las importaciones y las exportaciones equivalieron respectivamente a 15,3% y 11,6% del PIB de EEUU, mientras que las inversiones directas en el extranjero originadas en EEUU equivalieron a 1,6% del PIB estadounidense. Salvo mostrar que la economía china es una economía exportadora mientras que la estadounidense importa bastante más de lo que exporta, las cifras son relativamente similares, revelando una inserción no muy distinta de ambas economías nacionales en la economía mundial. Por lo demás, las empresas multinacionales chinas tienen un papel cada vez más importante en el mundo, ocupando posiciones clave en sectores productivos como los automóviles eléctricos, la industria textil y de zapatería, la metalurgia, la juguetería, los paneles solares, los productos químicos, los medicamentos e incluso en el sector de las redes sociales, donde TikTok es una de las empresas líderes. Y también en las finanzas. Entre los 30 bancos considerados sistémicamente importantes para el sistema financiero mundial por el Consejo de Estabilidad Financiera (el Financial Stability Board, un ente creado en la época de la Gran Recesión, en 2009, por los gobiernos del G20), hay cinco bancos chinos (el Banco Agrícola de China, el Banco de China, el Banco de Construcción de China, el Banco de Comunicaciones y el Banco Industrial y Comercial de China), frente a ocho estadounidenses (JP Morgan Chase, Citigroup, Bank of America, Goldman Sachs, Bank of New York Mellon, Morgan Stanley, State Street y Wells Fargo), cuatro franceses, tres británicos, tres japoneses y un solo banco español (el Santander). China es hoy una potencia financiera de primer orden, además de la mayor potencia industrial y exportadora del mundo que desarrolla y extiende la influencia económica que ya tiene en muchos países de África y América Latina y también Europa y Norteamérica. Que China hoy ocupa una posición

clave en la economía capitalista mundial es obvio. Por supuesto, argüir que por ser muchas de las empresas chinas propiedad del Estado en ellas no hay explotación y por tanto no se las puede englobar con las empresas capitalistas del resto del mundo es una noción disparatada, aunque no faltan intelectuales marxistas que la defienden y que a la vez defienden el carácter socialista de China y de otros países donde el sistema económico y político está totalmente controlado por un partido comunista. El término capitalismo partidista que acuñó Charles Bettelheim parece bastante adecuado para referirse a países como la antigua Unión Soviética, donde el partido-Estado controla tanto lo económico como lo político y los asalariados, que constituyen la gran mayoría de la población, tienen derechos sindicales y políticos prácticamente nulos frente al “capitalista único” representado por el partido-Estado. China es hoy una versión modificada de ese modelo soviético, ya que aproximadamente la mitad de los recursos productivos no son propiedad del Estado, sino de capitalistas privados chinos o, en muchos caos, extranjeros. Los dos países más típicos con una economía modelo soviético modificada por una importante inserción de capital privado son hoy China y Vietnam, ambos firmemente insertados en el mercado mundial. La ganancia creada por el trabajo de los asalariados de esos países se redistribuye en la economía mundial entre los propietarios de esas empresas (ya sea el Estado o capitalistas locales privados, o empresas extranjeras) y las empresas comerciales (como Amazon y muchas otras) que distribuyen y venden esos productos en el resto del mundo.

Pero dejando aparte la cuestión de cómo ha de caracterizarse la imbricación de los países “comunistas” en el capitalismo mundial, lo que muestran las gráficas de las figuras 1 y 2 es que no hay ninguna tendencia obvia al declive en la acumulación de capital en los últimos 15 o 20 años, ni tampoco yendo más allá. La Figura 2 muestra que, como porcentaje del PIB, la formación de capital ha aumentado sistemáticamente en EEUU, la Unión Europea y el Japón desde el bajón de la Gran Recesión en 2009. Todo lo cual, unido a los niveles estratosféricos estables o ligeramente crecientes de inversión de China, da una formación de capital claramente en ascenso desde la crisis de la Gran Recesión. La idea de que la economía mundial está fundamentalmente estancada parece bastante poco compatible con estos datos. Ahora bien, ¿hay otros datos que sugieran una posible crisis de la economía mundial en lo que queda de década? La respuesta es a mi juicio afirmativa. Veámoslos.

Rentabilidad del capital

La Figura 3 muestra la rentabilidad de Walmart, la mayor empresa estadounidense por número de empleados, una multinacional que actualmente cuenta con algo más de millón y medio de empleados en EEUU y medio millón en otros países. La gráfica, que representa la razón ingresos netos a activos, en porcentaje (datos reportados en Wikipedia), puede ser de alguna forma ilustrativa de la rentabilidad del capital en la economía de EEUU. La figura muestra claramente un bajón sustancial de la rentabilidad en los años previos a la Gran Recesión. Desde cotas de rentabilidad sustancial por encima del 10% anual en la década de 1980 y comienzos de los noventa, la rentabilidad anual de Walmart osciló alrededor del 8% entre 1995 y 2015, y luego tuvo una sustancial caída hasta el año 2019, en el que registró su cota más baja, 3,0%. Nótese que este no fue el año de la crisis, sino el año previo. La rentabilidad de Walmart se incrementó hasta 6,3% en 2020, pero luego bajó en los tres años siguientes, hasta 4,8% en 2023, el último año reportado.

La Figura 3, aparte de apoyar la noción según la cual la crisis estaba viniendo antes de que irrumpiera la pandemia de COVID-19, indica que Walmart ha estado lidiando con una rentabilidad que, con altibajos, ha sido claramente decreciente en los últimos 30 años. Nótese sin embargo como esa tasa de ganancia decreciente ha estado asociada durante gran parte de la historia de Walmart a un ingreso bruto anual cada vez más elevado, como muestra la Figura 4. Los ingresos netos declarados por Walmart en 2024, 15.500 millones de dólares, estuvieron muy cerca de los 16.900 millones de 2013, cuando Walmart alcanzó su máximo histórico en volumen de ganancias. El caso de Walmart parece muy ilustrativo de cómo un capital concreto puede sufrir una tendencia decreciente de su rentabilidad, su tasa de ganancia, a la vez que consigue aumentar o al menos mantener sus ganancias brutas, su total de ganancias.

Y a partir de Walmart, llegamos a Trump.

Donald Trump, un capitalista lumpen

Cualquiera que oiga o lea las noticas sabe que la política comercial de Trump en los primeros tres meses de su administración ha sido caótica y absolutamente errática. Trump ha estado desde hace muchos años divulgando la noción estúpida de que los demás países del mundo le están robando o se están aprovechando de EEUU. Si un país X tiene exportaciones anuales a EEUU de, supongamos, 8 billones, mientras que sus importaciones de productos de EEUU son solo 5 billones, ese balance comercial positivo de X frente a EEUU supone en la visión nacionalista de Trump, que X “le roba” 3 billones a EEUU. Es difícil saber si Trump se cree realmente estas cosas o solo las usa como argumentos de su demagogia. Sea como fuere, como EEUU en el último medio siglo se ha convertido en un país netamente importador, para Trump y sus seguidores EEUU necesita reafirmarse y dejar de ser la víctima. De ahí la imposición de aranceles contra las exportaciones a EEUU que Trump anunció en las primeras semanas de su presidencia y que han sufrido sucesivas retracciones y relanzamientos. El caso más espectacular ha sido el de China. Frente a la imposición de aranceles sustanciales a las importaciones a EEUU de productos fabricados en China, el gobierno de la RPC anunció aranceles sustanciales contra las exportaciones estadounidense a China, lo que llevó a su vez a un aumento de los aranceles contra China por parte de EEUU. Así se llegó a niveles arancelarios por encima del 100% en las importaciones de cada uno de los países desde el otro. Esa situación solo podía llevar a la interrupción total del comercio entre ambos países. Como eso hubiera supuesto una enorme repercusión en la vida cotidiana de EEUU, donde los productos chinos son omnipresentes (ropa, zapatos, juguetes, productos de ferretería, artículos electrónicos) el gobierno de EEUU aceptó una reducción de los aranceles a un nivel más bajo de alrededor del 30% a la vez que China reducía sus aranceles contra los productos de EEUU a niveles entre 10% y 20%. Todo ello, mientras, supuestamente se negocia una situación “más equitativa”, no solo con China, sino con la Unión Europea y prácticamente con cada país del mundo.

El caos y la incertidumbre que todo este tejemaneje de la política comercial de EEUU está generando en la economía mundial son importantes, como revelan los movimientos espectaculares de las bolsas, que reaccionan a cada nuevo disparate arancelario del gobierno de EEUU. Pero hay algo más. Resulta que las empresas más importantes de EEUU son o bien empresas multinacionales industriales cuya actividad principal es producir en otros países para luego vender en EEUU y en otras partes del mundo, o bien empresas fundamentalmente comerciales, que venden lo que otras empresas producen. Del primer tipo de empresas industriales son corporaciones como Apple (la mayor empresa del mundo por valor de su capital), Nike, o General Motors. Del segundo tipo de empresas comerciales cuyo negocio no implica producir, sino vender, Walmart y Amazon son los ejemplos paradigmáticos. Según diversas inteligencias artificiales (y parece muy creíble), los productos importados hoy son aproximadamente un tercio de las ventas de Walmart en EEUU y alrededor de un 70% de las ventas de Amazon. En ambos casos, los productos chinos constituyen la parte principal de esos productos importados. Los aranceles del gobierno estadounidense perjudican a esas empresas comerciales y los conflictos, aunque soterrados, ya han aparecido en la prensa. Frente a la política que Apple siguió en años recientes, a medida que crecía el antagonismo entre los gobiernos de EEUU y China, de mover sus centros de fabricación de China a India, Trump ha dicho que no, que la producción de Apple ha de moverse a EEUU. No parece probable que Apple vaya a seguir esta sugerencia a corto plazo. Ni tampoco a medio plazo.

Según el sociólogo cubano Samuel Farber, actualmente profesor emérito de la City University de Nueva York, Donald Trump sería un capitalista lumpen, es decir, un capitalista más versado en los manejos de la especulación inmobiliaria, los negocios semifraudulentos tipo criptomonedas y otros métodos de “pelotazo” que en las artes empresariales de aumento de la productividad, superación de la competencia o creación de productos innovadores, generadores de ganancias extraordinarias. Quizá podría decirse que, como empresario capitalista, Donald Trump se parece mucho más a un Jesús Gil y Gil o a un José María Ruiz-Mateos que a un Amancio Ortega. Pero el actual presidente de EEUU ha demostrado también su capacidad para conectar con una parte muy considerable del electorado estadounidense, 77 millones que le votaron en 2024, y a los que parece haber convencido de sus ideas disparatadas y reaccionarias según las cuales los males de EEUU se deben o a la ideología “progre” (woke dicen en EEUU), o a la inmigración de millones de delincuentes, o la competencia “sucia” de los países extranjeros. Trump parece tener una conexión “especial” con sus seguidores, una “simpatía” que no se resiente cuando Trump vocifera exageraciones y falsedades obvias. Esa empatía privilegiada que une al líder carismático con las masas que le siguen, obvia en los casos de Hitler y Mussolini, fue lo que Eric Hobsbawm consideró característica clave del fascismo. ¿Se realizará también el autoritarismo extremo típico del fascismo en el caso de EEUU?

Los primeros meses de la segunda presidencia de Trump han demostrado una tendencia clara de la administración Trump a sobrepasar los límites legales en su actuación y aplicar la represión directa o indirecta de individuos o instituciones, a menudo con apoyo de los jueces del Tribunal Supremo. Dos ejemplos típicos de estas tendencias son las deportaciones masivas de inmigrantes, en muchos casos contra las normas legales vigentes, y la supresión de fondos federales para las entidades que no se someten a los dicterios del nuevo gobierno, particularmente las universidades. Y aunque todavía parece distante un régimen político estadounidense 100% autoritario, está por ver hasta qué punto es capaz Trump de imponer un sistema de gobierno que, como los actuales de Egipto, China, Rusia, Arabia Saudí, Venezuela, Nicaragua o Corea del Norte, puede meter en la cárcel o liquidar a quienes osan expresar sus críticas a la autoridad. Por otra parte, el enfrentamiento obvio entre China, la potencia industrial y militar emergente, y EEUU, la superpotencia industrial y económica en claro estancamiento cuando no declive, aunque aún superpotencia militar mundial con ventaja absoluta, podría llevar a una guerra que pondría el futuro de la humanidad en alto riesgo.

Como capitalista lumpen y ahora presidente de EEUU, Trump y su gobierno no constituyen ni de lejos un ejemplo obvio de la idea marxista según la cual el gobierno es el comité ejecutivo de la clase dominante. La clase dominante de EEUU tiene muchos vínculos con las clases dominantes de otros países y no está claro hasta qué punto podría hoy ser propio hablar de una clase dominante internacional, o mundial. Entre los miembros de la clase dominante de EEUU hoy hay que contar indudablemente, además de Elon Musk, considerado el hombre más rico del mundo, a multimillonarios como los Bill Gates y Steve Ballmer (de Microsoft), Mike Bloomberg (Bloomberg Ltd.), Warren Buffet (Berkshire Hathaway), Larry Ellison (Oracle), Larry Page y Sergey Brin (de Google), Jeff Bezos (Amazon), Mark Zuckerberg (Facebook) y Rob, Jim y Alice Walton (la familia propietaria de Walmart). Las conexiones de Elon Musk con Trump y su reciente desvinculación del gobierno de Trump son sabidas, pero Musk es un caso especial. Las relaciones del gobierno de Trump con las grandes empresas estadounidenses son en muchos casos tensas, ya que, por una parte, los aranceles comerciales son perjudiciales para muchas de ellas mientras que las políticas fiscales de Trump, extremadamente regresivas, son un regalo para el gran capital. No obstante, no sería exagerado decir que las grandes empresas estadounidenses probablemente se sentían mucho más tranquilas con la anterior administración de Joe Biden. El gobierno de Trump representa una gran incertidumbre para las condiciones en las que operan las grandes empresas que, como es obvio en los casos citados, siempre tienen una dimensión transnacional. Como explicó muy bien François Chesnais, esas empresas transnacionales operan tanto en los mercados de productos y servicios como en los mercados financieros. Además, en el capitalismo actual la delimitación entre capital real y capital ficticio se ha desdibujado en gran medida. El capital ficticio es el capital basado en flujos monetarios sin conexión directa con flujos reales de valor surgidos de la actividad productiva. La deuda emitida por empresas, instituciones públicas y entidades privadas de cualquier tipo genera flujos de interés y su posesión se convierte así en un activo financiero que constituye capital para el acreedor de esa deuda. El capital ficticio paradigmático es la deuda pública, la deuda de los gobiernos que hoy supone una parte enorme de los activos financieros que existen en el mundo. Es sabido por ejemplo que la deuda pública de Japón excede de 200% de su PIB, mientras que la del Reino Unido, EEUU, Italia, España y otros muchos países ha llegado o sobrepasado el 100% del PIB en años recientes. En todos los casos, el monto de la deuda pública en relación al PIB ha aumentado significativamente en las últimas décadas, por ejemplo, la deuda pública de Francia era 63% del PIB en 1998 y se estima en 98% del PIB en 2023.

Según estimaciones recientes, en 2025 el gobierno de EEUU habrá de pagar más de un billón de dólares tan solo en intereses de su deuda. Esa cantidad representa un monto mayor al gasto militar de EEUU este año y el doble de lo que el gobierno pagó en el mismo concepto hace cinco años (C. Smith y J. Rennisson, “Bill’s Expensive Tax Cuts Sow Anxiety in Bond Markets,” New York Times, 23 de mayo, p. B6). El 16 de mayo pasado, la agencia Moody, una de las tres principales corporaciones internacionales evaluadoras de la fiabilidad crediticia de empresas, gobiernos y entidades en general, redujo el nivel de fiabilidad de la deuda de EEUU de Aaa (el máximo) a Aa1, citando en su razonamiento para tal reducción la preocupación sobre el nivel de deuda de EEUU y el volumen que han alcanzado los pagos de intereses sobre esa deuda.

Claro que las preocupaciones sobre el nivel alcanzado por la deuda gubernamental de EEUU no están aisladas de las del resto del mundo. Todo el sistema financiero mundial está basado en un volumen de deuda pública y privada que ha alcanzado niveles estratosféricos nunca vistos. Para muchos economistas, eso no es un problema. Para muchos otros, lo es. La crisis del 2008 en gran parte se resolvió de forma no demasiado “violenta” para la economía de las principales economías del mundo por la intervención masiva de los gobiernos, que salvaron a docenas de instituciones financieras y no financieras que de lo contrario habrían ido a la quiebra. Con el nivel de endeudamiento actual de los gobiernos, una intervención similar parece mucho más difícil. Y un aspecto que está íntimamente vinculado con lo anterior es el rol del dólar estadounidense como moneda clave del sistema monetario internacional. Es muy difícil saber si ese rol podrá mantenerse a la vez que la economía de EEUU se ve sacudida como el resto de la economía mundial por guerras arancelarias como las que están desencadenándose en los últimos meses, que podrían evolucionar a otra recesión mundial.

 

Figura 5. Rentabilidad de las empresas no financieras de EEUU, medida por dólar de valor añadido. Datos trimestrales 1985-2024. Los rectángulos sombreados corresponden a periodos de recesión.

La rentabilidad del capital es un elemento clave para la evolución de la economía capitalista. En general esa rentabilidad tiende a disminuir en las épocas previas a una recesión. En concreto, tal como muestra la Figura 5, la rentabilidad de las empresas no financieras de EEUU, medida por dólar de valor añadido, disminuyó antes de las recesiones de 1990, 2001, 2008-2009 y 2020, y en los últimos trimestres ha oscilado con altibajos. La situación no es especialmente boyante y una recesión, que por supuesto, afectaría a la economía mundial, podría iniciarse en cualquier momento antes del final de esta década. En muchos aspectos el capitalismo mundial es hoy un gigantesco castillo de naipes que podría desmoronarse de súbito. Lo que no significa que eso haya de dar paso a otro sistema económico. La crisis generaría una situación de caos económico que podría durar meses o años pero que, a la postre, si no surgen fuerzas anticapitalistas que organicen otro sistema de producción y consumo, llevará a una nueva recomposición del sistema, como ya ocurrió tantas veces en el siglo XX y en el presente siglo. El capitalismo ha demostrado una capacidad para salir de las crisis una y otra vez equivalente a la incapacidad de las fuerzas anticapitalistas para alumbrar un sistema cooperativo de producción y gobierno.

Desde el marxismo se lleva más de un siglo presentando el hundimiento del capitalismo como algo inminente. Como expliqué en otro comentario, hace ya más de un siglo Rosa Luxemburg vinculó el hundimiento del capitalismo a la guerra por el dominio de los mercados y de los imperios coloniales. Desde entonces hubo dos guerras mundiales, desaparecieron los imperios coloniales y emergió y desapareció la URSS y el bloque soviético, supuestamente socialista. En el presente siglo el antagonismo entre EEUU, la potencia hasta ahora dominante, y China, la potencia emergente, se ha agudizado y podría evolucionar a una guerra mundial, quizás nuclear. El genocidio palestino por Israel con financiamiento estadounidense, las agresiones israelíes contra Siria y Líbano primero y luego contra Irán, ahora directamente bombardeado por EEUU, están poniendo al Medio Oriente en una situación de guerra que junto con la invasión rusa de Ucrania, ya en su tercer año, y la guerra entre Pakistán e India en mayo pasado, muestran el deterioro creciente de la situación internacional, ahora sometida además a las agresiones militares o arancelarias lanzadas por el gobierno de Trump. No solo en Ucrania, sino también en Myanmar, Libia, Sudán, Somalia, Haití y en la Palestina ocupada, la población está sometida a condiciones cotidianas de guerra o de caos social y barbarie. Millones de personas que intentan huir de la miseria, la represión o la guerra, se enfrentan con fronteras cerradas y con gobiernos y poblaciones imbuidos de ideas reaccionarias que niegan los derechos humanos de los emigrantes. Por supuesto, acceder a la ciudadanía de algún país de alto ingreso, es cosa de poca monta para quienes disponen de dinero suficiente. Los ricos del mundo actual son ciudadanos del mundo, solo para los pobres funcionan las restricciones debidas a tener o no tener este o aquel otro pasaporte.

Según la noción marxista, el capitalismo crearía una población de trabajadores asalariados, un proletariado organizado y militante, internacionalista, progresivamente dispuesto a acabar con el capitalismo, a la vez que desarrollaría las fuerzas productivas abriendo una perspectiva de abundancia y realización humana una vez que se rompieran las trabas de la dominación burguesa. Sin embargo, durante el siglo XX y lo que va de XXI, los asalariados han estado progresivamente sometidos a ideologías nacionalistas o reaccionarias de diverso tipo y además de nuevas fuerzas productivas surgieron fuerzas destructivas entre las cuales el armamento nuclear, el cambio climático y la inteligencia artificial son probablemente las más ominosas. La historia a menudo da sorpresas, pero solo un optimismo carente de fundamento racional permite creer hoy que las crisis previsibles del capitalismo mundial en las próximas décadas abrirán necesariamente una perspectiva de progreso y no de barbarie. Mirar de frente a esta perspectiva que no es de ninguna forma halagüeña, es la única forma de no hacerse falsas ilusiones e impulsar una resistencia fundada a los movimientos reaccionarios que ya tenemos encima. No hay mejor maestro que la adversidad, dijo una vez Malcolm X. Lamentablemente, hay quienes se empeñan en no aprender.

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Es docente e investigador en el departamento de ciencias políticas de Drexel University, en Filadelfia, donde imparte cursos sobre economía política, desarrollo social y cambio climático. Entre sus libros más recientes cabe destacar Rentabilidad, inversión y crisis: Teorías económicas y datos empíricos (2017), Chernobyl and the Mortality Crisis in Eastern Europe and the USSR (De Gruyter, 2022) y Six Crises of the World Economy: Globalization and Economic Turbulence since the 1970s to the COVID-19 Pandemic (2023).

Fuente: www.sinpermiso.info

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