En marzo de 1990, la huelga de los mineros británicos ya había sido desarticulada. Pero el poder del sindicato seguía siendo una molestia para el gobierno de Margaret Thatcher.
Por Tomás Aguerre
El 5 de marzo de 1990, el diario británico Daily Mirror publicó una explosiva investigación periodística. El líder del sindicato de los mineros (NUM), Arthur Scargill, había destinado fondos de donaciones solidarias del gremio para pagar su hipoteca personal.
La revelación era devastadora. Le daba el tiro de gracia a un movimiento obrero ya golpeado por la dura derrota que había significado la huelga de 1984–1985 cuando, tras un año del paro que llevó hasta el límite el enfrentamiento con el gobierno de Margaret Thatcher, los trabajadores debieron volver a la actividad sin ningún acuerdo. Casualmente, aquello también ocurrió un 5 de marzo.A principios de los años ‘80, el gobierno de Thatcher delineó su política energética con un objetivo político: destruir las bases de poder del NUM, que residían en un hecho material.
Cerca del 80% de la electricidad de Gran Bretaña se generaba con carbón. Los conservadores querían modificar la matriz energética para modificar esa matriz de poder. Así, lanzaron una serie de iniciativas conjuntas. Cierres de pozos de carbón, privatizaciones de empresas energéticas y hasta ambiciosos programas de inversión pública para fomento del gas y la energía nuclear. Ni siquiera el dogma neoliberal de reducir el gasto público se iba a interponer en el objetivo final de redistribuir el poder desde el trabajo hacia el capital.
La huelga de 1984 operó sobre la memoria de conflictos mineros anteriores, los de 1926 y los de 1972–74. Este último había derrotado al gobierno conservador de Edward Heath en su intento por bajar los salarios mineros. La clase dominante británica, describió un analista sindical entonces, “tenía sus recuerdos familiares y los mineros saliendo de las entrañas de la tierra para exigir sus derechos le tocaban una fibra sensible”.
Había dejado una huella, también, en la propia Thatcher. Por eso, con el respaldo de su reelección en 1983 se entregó al enfrentamiento con los mineros para decidir, nada menos, quién mandaba en Gran Bretaña. Para responder a esa pregunta, el Gobierno estaba dispuesto a poner en juego todos los recursos del Estado. A fines de 1984, Thatcher dijo que en la guerra de Malvinas habían luchado contra un enemigo externo. Pero ahora, sostuvo, “se trata de una guerra contra el enemigo interior, que es mucho más difícil de combatir y mucho más peligroso para la libertad”. De formación marxista, creador de los piquetes móviles que habían funcionado durante la huelga de los años ‘70, Scargill se convirtió en el blanco perfecto.
Nadie podría decir que el gobierno de Thatcher no triunfó en terminar con la huelga. Los trabajadores habían vuelto a las minas sin un acuerdo entre el Gobierno y el sindicato (difícil no pensar en la escena de Billy Elliot, el padre volviendo a la mina). Pero el objetivo del Gobierno era — siempre lo es — más que económico. Y para eso no alcanzaba con el fin de la huelga. Había que terminar con la posibilidad.
Volvemos a marzo de 1990. Scargill enfrentaba cuestionamientos internos y externos, que fueron creciendo luego de la derrota de la huelga. Aún así, el carbón seguía siendo la primera fuente de generación de electricidad y el sindicato le seguía respondiendo. A fines de los años ‘80, sostiene Seumas Milne en El enemigo interior — el libro que relata la historia que contaremos hoy — Thatcher autorizó que los servicios de seguridad e inteligencia “tomaran medidas especiales contra Scargill, Heathfield (su segundo) y sus principales apoyos”. Así se hizo.
Que la historia sobre la hipoteca de Scargill se publicara en el Daily Mirror tenía una intención. No era un diario cualquiera. Era el que leían los trabajadores y principalmente los mineros. Unos meses antes lo había comprado Robert Maxwell, un multimillonario de tendencias conservadoras al que Thatcher definió años después como “uno de los nuestros”. El 5 de marzo, su diario acusó a Scargill de haberse apropiado de dinero de los fondos de solidaridad para los mineros en la huelga de 1984. La noticia tenía condimentos para durar meses. Los fondos habían llegado de la Libia de Gadafi. Tal vez, de la Unión Soviética. Entraron en efectivo a la sede del sindicato. Allí, Scargill separó una parte (unas 25.000 libras) y con eso pagó la hipoteca de su propia casa. Heathfield tomó otra parte. El resto se lo llevó Roger Windsor — hablaremos de él luego — que escondió el dinero en una caja de galletitas en su casa.
La historia era perfecta para todo el sistema. La política británica, la prensa y la clase empresaria tenía una deuda para cobrarse con Scargill y el NUM. El Partido Laborista se mostró indignado y pidió acciones rápidas. La prensa se repartió las tareas: hacer guardia en casa de Scargill, en la sede del NUM, contactar a los denunciantes, viajar a Libia. Los diarios anunciaban que terminaría en la cárcel antes de Navidad. En los siguientes siete días, entre el Daily Mirror y el Sunday, que sumaban cuatro millones de ejemplares diarios, se publicaron cincuenta páginas diarias sobre Scargill y la deshonra del sindicato. Pese a semejante despliegue, el diario no encontró un lugar para informar a sus lectores un detalle. Había pagado a los dos testigos principales la suma de 130.000 libras por su testimonio.
Uno de ellos era nada menos que Roger Windsor, director ejecutivo del NUM en el momento de la huelga, el cargo más alto al que se podía acceder por vías no electivas. Era cercano a Scargill. Su figura enfrentó resistencias internas por manejos extraños hasta que fue removido de su cargo, luego de la huelga. Pero el lugar que había ocupado lo convertía en una fuente irrefutable. Había sido el encargado de armar la estructura financiera que le permitió al sindicato contar con recursos ante la eventualidad de que la justicia británica confiscara los bienes (lo que ocurrió, en octubre de 1984).
Aunque en las sombras, el personaje había protagonizado un hecho funesto para el sindicato. Windsor viajó a Libia, durante la huelga, para reunirse con sindicatos y conseguir apoyo económico. A los pocos días del viaje, la televisión pública libia emitió un encuentro de Windsor con el propio Gadafi, que nadie había pedido. La recepción de fondos de solidaridad desde el extranjero se discutió durante toda la huelga. Era incuestionable, por ejemplo, que desde la Unión Soviética habían llegado fondos (aunque la discusión era si pertenecían al sindicato de mineros soviéticos o no) pero la solidaridad de clases lo volvía legítimo. Con Libia, en cambio, no había matices. Poco antes del viaje de Windsor, un policía británico fue asesinado en las puertas de la embajada libia en Londres abriendo un conflicto diplomático.
De todas maneras, lo central aún no era el origen de los fondos. Los dos líderes de la huelga, Scargill y Heathfiled, habían tomado parte de ese dinero para pagar la hipoteca de sus casas. Todo lo otro servía para llenar horas de televisión y páginas de diarios (como el monto de la donación que iba de 50.000 a 9.000.000 de liras según el día o el presunto pedido de armas a Gadafi para defensa personal). Pero la clave era la corrupción personal de quién se había erigido como un líder de clase.
Con el correr de los días, la historia comenzó a mostrar algunas inconsistencias. Por mencionar una: Scargill no tenía ninguna hipoteca.
Ni una hipoteca ni un préstamo con el sindicato. La había tenido pero la había amortizado en una fecha clave: un mes antes de la visita de Windsor a Libia. Scargill presentó, la misma noche en la que se publicó la investigación del Mirror, los comprobantes de cada una de las operaciones. En el caso de Heathfield la prueba era más concluyente: no tenía hipoteca porque no tenía casa. Vivía en una casa del NUM en Derbyshire.
El dinero efectivamente existía. Incluso había ingresado al sindicato ese 25 de octubre que dijo Windsor (aunque algunos diferían de la fecha). Más de media docena de testigos, entre ellos incluso uno citado por el propio Mirror, afirmaron que ese día Windsor dijo que se trataba de una donación de la confederación sindical comunista francesa, la CGT. La historia central comenzó a tambalear. La falta de documentación hacía que la fecha del ingreso de la donación y el presunto monto cambiara día a día.
La acusación había pegado en la base de flotación de Scargill que, pese a que presentaba documentos negando la existencia de la hipoteca, se encontraba todos los días con una acusación diferente. Y todavía faltaba más.
El ajuste final de cuentas vendría cuatro meses después, con la publicación del denominado “Informe Lightman”. Como había ocurrido con el Mirror, la figura de Gavin Lightman se convirtió en una fuente de legitimación de una historia que, a medida que pasaba el tiempo, se volvía más y más inverosímil. Lightman era un juez de distrito, había trabajado para el NUM durante el período de su administración judicial, asesorando a los líderes mineros. Se había hecho casi amigo Scargill y hasta tenían fotos juntos de sus familias en un cumpleaños.
Lightman era el encargado de redactar un informe independiente, encargado por la ejecutiva del sindicato y con participación del Mirror y el Cook Report, sobre el origen y destino de los fondos.
En esos tres meses, la actitud de Lightman cambió radicalmente y se vio en el resultado de la investigación. Por un lado, daba cuenta de que la acusación de malversación de los fondos era absolutamente falsa. Las conclusiones a las que habían llegado el Mirror y el Cook Report sobre esos reembolsos eran “totalmente incorrectos”. Tampoco llegó a una conclusión firme sobre el origen de los fondos. Pero, a partir de ahí, el informe daba un vuelco.
Lightman cambió el eje de la acusación a malversación de fondos. Describía que el dinero proveniente de la Unión Soviética había sido desviado por Scargill hacia un fondo fiduciario en Dublín, Irlanda (el Midaf, luego Mireds). Era un fondo de solidaridad auspiciado por la Internacional Sindical de Mineros que luego quedó bajo control de la Organización Internacional de Mineros (IMO). Lightman decía que ese dinero, que originalmente habían donado trabajadores mineros de la URSS, se había utilizado para financiar esa organización, el IMO. Se trataba de un uso indebido, decía, y un incumplimiento de las obligaciones legales de Scargill. Incluso más grave era la condena del abogado a todo el sistema de cuentas secretas que había establecido el NUM para evitar ser confiscados (llamativamente, el tratamiento que reservaba al ideólogo de ese plan, el propio Windsor, era bastante comprensivo). Las conclusiones del informe eran una invitación a demandar al NUM, interpretando que cualquiera que hubiera hecho una donación a esos fondos secretos o cuentas no oficiales estaba en realidad donando al NUM, quien ahora debía responder legalmente.
El informe reavivó la avalancha de ataques contra Scargill. Incluso el Mirror, que había visto desmentida toda su investigación, volvió al ataque con la historia del dinero ruso perdido. Atrás había quedado la falsa historia de la hipoteca, el reparto en la sede del NUM, la caja de galletitas de Windsor y el dinero libio. Dirigentes políticos, periodistas, abogados y jueces británicos, la mayoría de ellos férreos anticomunistas, se embarcaron en una cruzada por toda Europa en busca del dinero perdido de la Unión Soviética. El foco del drama era ahora un tecnicismo: el dinero se había enviado desde la URSS para un fondo internacional de los mineros pero se había usado, en verdad, para sostener la huelga del NUM.
Scargill enfrentaba su prueba de fuego en el congreso anual de la NUM, en Durham, el 9 de julio. Fue, dijo después, la intervención pública más difícil de su vida. Allí vería en vivo cuánto de todo aquello había calado en las bases de los trabajadores. Con esa pregunta a cuestas, se paró frente a los delegados sindicales y dijo:
No me disculpo ante nadie por el papel que he jugado durante un período en el que ha habido algo equivalente a un estado de guerra contra todo lo que representamos. La administración judicial llevó al NUM, al igual que Star Trek (sic), hasta lugares donde ningún sindicato había ido antes. Me siento orgulloso de haber organizado un laberinto de cuentas para confundir a los administradores judiciales y camuflar los fondos, y para impedir que fueran confiscados por el Estado.
El congreso entero se levantó para ovacionar a Scargill. No era lo que habían esperado sus enemigos, incluso presentes en el lugar esperando transmitir el repudio al líder del NUM.
La historia no iba a terminar ahí. Cada organismo público con algún interés en la cuestión minera, con respaldo de otros actores privados con los mismos intereses, tomó alguna parte del Informe Lightman para su propia denuncia. Empresas de vigilancia privada se aseguraban de que Scargill estuviera en la sede del sindicato para recibir en persona las demandas judiciales que iban llegando. Pero, a medida que pasaba el tiempo, la credibilidad de la historia iba dejando jirones de sí misma y, en paralelo, Scargill y Heathfield sumaban apoyos.
Comenzaron a recorrer las zonas mineras del país explicando, de cara a los mineros, cada punto de la acusación. Scargill llevaba consigo un folleto de 24 páginas que resumía la falsedad de cada acusación. Algunos sindicatos, organizaciones laboristas y grupos de izquierda aprobaron resoluciones de solidaridad con Scargill. El apoyo de la corriente mayoritaria dentro del sindicato fue leve pero incluso los oponentes más férreos a su conducción habían desestimado por completo las sospechas de corrupción. Durante años muchos habían permanecido en silencio, aún cuando la investigación se caía a pedazos. Dice Milne que eso se debió, quizás, a que muchas personas se resisten a cualquier sugerencia que implique una confabulación porque sugerir que las cosas ocurren de ese modo “se considera un tanto ingenuo y poco sofisticado”. Esa tendencia, especialmente entre analistas y periodistas, es un artículo de fe: “insistir en la teoría del caos en lugar de la teoría de la conspiración de la historia. La vida real es, por supuesto, una mezcla de las dos”.
En octubre, otro congreso del NUM volvió a ratificar el apoyo a Scargill. Allí, tomado por una enfermedad, el líder sindical insistió con lo que ahora era la acusación central: el manejo de los fondos. “Es ridículo, explicó, que cuentas creadas deliberadamente como independientes del NUM para no ser confiscadas posteriormente sean declaradas como cuentas del NUM”. Los días en lo que todo esto sucedió, les recordó, eran distintos a la atmósfera del hotel Lincoln Inn donde se llevaban adelante las investigaciones. Era, en cambio, “un período en el que estábamos enzarzados en una lucha de clase contra un enemigo totalmente decidido a destruirnos”. Los delegados votaron por tres a uno a favor de Scargill; rechazaron, aún por más diferencia, la iniciativa de que presenten la renuncia y convoquen a elecciones; y respaldaron todos los acuerdos financieros creados desde 1984 para defender los recursos del sindicato.
La campaña de difamación pronto se evaporó. Incluso los medios que la impulsaron perdieron interés. A fines de noviembre, Thatcher debió dejar su cargo en medio de una crisis política interna. Dos semanas después, la Oficina de Fraudes Graves que llevaba adelante la investigación contra el NUM por la gestión de los fondos mineros anunció que la interrumpía. Se dijo que no habían encontrado suficientes pruebas para continuar, que había problemas de jurisdicción, que el caso no entraba en los criterios de la Oficina y que nunca hubo una demanda formal del sindicato. No se dijo que, en verdad, el caso nunca existió. Tampoco se dijo que, de continuar la investigación, podrían haber aparecido ante los tribunales los verdaderos instigadores de las denuncias contra Scargill.
La causa penal llegó a la Corte en julio de 1991. Duró tres días hasta que el juez rechazó todas las imputaciones y cerró el caso. Un año después, una investigación independiente de la Agencia Tributaria le concedió a la dirección del NUM el visto bueno sobre el manejo financiero del sindicato. Firmaron un acuerdo que aceptaba que ninguna de las diecisiete “cuentas secretas” abiertas para eludir la confiscación pertenecía al NUM. El sindicato y sus dirigentes quedaban exonerados de cualquier culpa. La Agencia Tributaria había llegado a las conclusiones exactamente opuestas a las del Informe Lightman. Sí le daban la razón en algo: la historia original de presunta corrupción personal de Scargill fueron “simplemente informaciones sensacionalistas y erróneas”.
La trama de cómo se preparó cada una de las etapas de la acusación está íntegramente documentada en el libro Milne y en un capítulo de Dispatches, dirigido por Ken Loach, (La leyenda de Arturo). Horas después de que la Oficina de Fraudes Graves hubiera anunciado que abandonaba la investigación contra el sindicato, el periódico The Guardian publicó la declaración de un grupo de empleados del servicio de inteligencia británico. Afirmaban conocer el verdadero motivo de esa decisión: nadie quería que se conociera el papel que los servicios de inteligencia habían jugado en la campaña de difamación contra Scargill. Lo sabían porque ellos mismos habían formado parte de las operaciones de vigilancia contra el sindicato y eran capaces de demostrar que los servicios de seguridad del Estado estaban íntimamente implicados en la campaña legal y mediática.
En la guerra sin cuartel contra el enemigo interior no había reglas. Paradójicamente, el gobierno que había llegado al poder para quitar el peso del Estado de la vida de los individuos volcó una concentración de poder estatal sin precedentes — desde servicios de seguridad e inteligencia hasta medios de comunicación privados y públicos — contra un líder sindical y su asociación de trabajadores.
La campaña contra el NUM había fracasado en su intento de derribar a Scargill del liderazgo del sindicato. En el medio, sin embargo, el enorme esfuerzo en términos de tiempo y recursos al que se sometió al sindicato absorbió la mayoría de las energías de sus líderes, en momentos en los que el gobierno preparaba la fase final del programa de cierres y privatización de pozos de carbón. Había conseguido frenar la fusión del sindicato de mineros con el de transporte y, de paso, dejaba una mancha en la reputación del líder sindical más importante del Reino Unido. Y, tal vez, había plantado una moraleja, y un aviso, para quien quisiera ser el siguiente
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