“La derrota electoral contra Milei no tuvo su origen en los ruidos de la política 2021-2023, sino que tanto los ruidos de la política como la derrota electoral fueron resultado del mal gobierno del Frente de Todos, cuyas decisiones centrales correspondieron a Alberto Fernández”.
Cada tanto el capitalismo occidental produce “novedades reaccionarias”, como escribió Badiou. Cambiando el blog por el stream, la columna por el newsletter, el pañuelo verde por la remera negra, hoy vuelve a estar de moda el análisis político antikirchnerista. Y por más que uno pueda entretenerse con los monólogos de Rebord o sentirse interpelado por un párrafo de Pablo Semán, sigue siendo válido lo que escribió Damián Selci en 2013, abordando exactamente el mismo problema: “Un análisis político no es interesante por la lectura que presenta sino por el poder real que representa; en otras palabras, o bien expresa la postura de la fuerza social en la que se apoya o bien es un juego cansador de ocurrencias”. No se trata de tener razón; en las crisis todos tenemos razón. Ese no es el punto central. Para decirlo en el modo estructuralista: aun si tienen razón en lo dicho, los analistas políticos están equivocados en el decir. Su crítica no se plantea como aporte y en un marco de adhesión a la construcción política, sino desenganchada de la praxis y de la pregunta por el poder. Si no reconocen la conducción de Cristina, ¿de qué Príncipe son consejeros? ¿Cuál es el proyecto alternativo al kirchnerismo y en qué resultados se basa?
“Crítica del analista político”, esa nota de 2013, puede leerse hoy con todo provecho. A fin de cuentas, las tribunas antikirchneristas obtuvieron lo que querían y no funcionó. ¿O no venían pidiendo desde hace una década jubilar al kirchnerismo en nombre de un peronismo abierto a la clase media, Clarín y la UIA? Exactamente eso fue Alberto Fernández. En sentido estricto, Alberto Fernández fue su Presidente. Porque el analista político, más allá del atuendo, es un intelectual, un filósofo. Y el deseo de todo intelectual es asesorar al Presidente, “o que me lea un funcionario”. Su distrito es la palabra, según la fórmula de Jorge Asís. Su rol es decir, aconsejar. Silvia Schwarzböck lo escribió con precisión en su obra maestra Los espantos: “El servicio público, a la filosofía argentina, siempre le ha parecido un destino mayor”. ¿Qué fue el gobierno de Alberto Fernández si no un gobierno de asesores? La foto del Presidente tomando mate con un subsecretario y su equipo de trabajo, el comité de científicos y expertos, la Mesa contra el hambre, el consejo de asesores que terminó presidido por Aracre. Estaba muy clara la idea de Alberto: escuchar a todos, menos a Cristina. Por eso en el diccionario argentino la palabra “intelectual” se define específicamente como “el que no se ordena con Cristina”. Con Alberto, los intelectuales antikirchneristas tuvieron su turno. ¿“Sciolismo o barbarie” se decía? Hoy padecemos las dos cosas juntas: Scioli es funcionario del retroceso civilizatorio encabezado por Milei.
La cuestión principal es que un liderazgo político no puede sustituirse de la noche a la mañana. La historia del peronismo lo demuestra. Un editorialista “basado”, diez análisis políticos que “la vieron”, no modifican la estructura de la situación. El antikirchnerismo dice: “Arriba no hay nada”. Pero Cristina está ahí, su reaparición constituye una noticia trascendente. Publicó un documento de trabajo que la establece virtualmente como jefa de la oposición. Y avisa que “no la den por muerta”. La frase no parece trivial, porque en definitiva toda la reacción poselectoral de los nuevos intelectuales se resume, una vez más, en terminar con el kirchnerismo. Pero los Sabbag Montiel del análisis político ya tienen el boleto picado. La bala no saldrá, y Cristina va a seguir ocupando el centro de la escena en los tiempos que vienen.
El peronismo metafísico como crítica cultural del kirchnerismo
Al igual que en sus anteriores encarnaciones, los antikirchneristas de hoy se identifican con la mitología de un peronismo que no vivenciaron y cuya esencia se habría desvirtuado por la conducción de Cristina y el fanatismo de La Cámpora. “Hay que volver a Perón”, dicen, meneando la cabeza con nostalgia, a la vez que tildan de “melancólica” a la militancia kirchnerista por mantener el ciclo 2003-2015 como referencia política. Los hemos visto apostar indistintamente por Massa, Scioli, Randazzo, Felipe Solá o Alberto Fernández como relevo de la conducción de Cristina; en los próximos meses, lo harán por Llaryora, Guillermo Moreno, Nacho Torres o cualquier otra figura disponible. Según su curiosa idiosincrasia, partidos nacionales que sacaron menos votos que el trotskismo pueden aspirar a la jefatura del peronismo y perdedores de internas locales pueden cuestionar la conducción del PJ provincial. ¿Julia Strada? Agente de la CIA. ¿Lu Cámpora? Mmm… progresista, liberal de izquierda. ¿Carlos Menem? Peronista. ¿Miguel Pichetto? Indudablemente peronista. Hay que contener a Cúneo, pero expulsar a Mayra Mendoza. Las categorías del antikirchnerismo son extremadamente singulares, dictadas mucho menos por la convicción doctrinaria que por la metafísica de partido. A este fenómeno, Néstor Kirchner lo denominaba “pejotismo” y lo definía como “aparato de poder vaciador de contenido”. Fracasados, pero con peronómetro. Se enemistaron con “la batalla cultural” pero no dejan de hablar del asunto (como todo intelectual), y con un afán clasificatorio mortalmente aburrido. El asado es peronista pero la milanesa es woke, el salario es peronista pero el salario doméstico es progre… Como el verdadero peronismo ya tuvo lugar, solo queda la crítica cultural del kirchnerismo. Pese a la novedad de sus formatos de comunicación, los intelectuales antikirchneristas tienen la rigidez de un cadáver. Cristina arriesga, produce, cambia; el antikirchnerismo lleva 10 años en la misma posición. Detrás de sus flamantes plataformas no se advierte la grandeza doctrinaria de Perón sino la reducción del peronismo al óleo costumbrista de Campanella: los ravioles del domingo, la familia, el club de bochas.
“Al igual que en sus anteriores encarnaciones, los antikirchneristas de hoy se identifican con la mitología de un peronismo que no vivenciaron y cuya esencia se habría desvirtuado por la conducción de Cristina y el fanatismo de La Cámpora”.
Para ese peronismo metafísico, el grado de enfrentamiento con Cristina resulta inversamente proporcional al grado de idealización de Perón. Cada año que pasa, Cristina es más objetable; Perón, más inmaculado. Pero –de nuevo– conviene leer la historia del peronismo: Vandor, Frondizi, los 70… no hubo líder más cuestionado y traicionado que Perón. Y Perón siguió ahí. Cristina y Perón son iguales en este punto: conducciones únicas, históricas, pero sumamente discutidas. El liderazgo de Cristina ya soportó una década de peronismo antikirchnerista. Es llamativo que los peronistas de Perón carezcan de una verdadera perspectiva histórica. Lo importante es asumir de una vez por todas que fueron Néstor y Cristina quienes pusieron al peronismo nuevamente en línea con su tradición auténtica de conquistas sociales y democratización de la participación política. Y reivindicar de punta a punta la experiencia de sus gobiernos, abandonando pretensiones siniestras y criptoduhaldistas como la de nombrar “década ganada” al período 2002-2012 (en lugar de 2003-2015). Esto significa, adicionalmente, reconocer que la famosa disputa por la 125 no fue “el momento donde se jodió todo”, como pretende hoy la narrativa moderada del peronismo fiscalmente superavitario, sino lo opuesto: con la 125 empieza la tentativa contemporánea más importante, más osada, por cuestionar el modelo de valorización financiera impuesto por la dictadura, algo que ninguna de las variantes del anti o poskirchnerismo jamás logró ni se propuso. En todo caso, la 125 es el momento donde “se jodió todo” para los sectores del peronismo acostumbrados a defender al sector productivo más que a la sociedad, para ese frente nacional no popular que se encontraba cómodo mientras la discusión por el patrón de acumulación se limitara a las finanzas internacionales.
La reivindicación del kirchnerismo no tiene pretensiones nostálgicas sino pedagógicas y programáticas. Esos gobiernos constituyen la horma de cualquier zapato con que el peronismo quiera caminar hacia el futuro. Ser “peronista de Perón” o “nestorista” en contra de Cristina es un proyecto destinado a la derrota o la insignificancia, a la vez que constituye un acto de alucinación solo comparable al de los izquierdistas que son petristas en Colombia, del MAS en Bolivia, pero antikirchneristas en Argentina. Lo evidente, si no se nombra, desaparece. Resulta elocuente una nota en la revista Agencia Paco Urondo –que otrora brindó un servicio inestimable a la militancia contra el macrismo pero ahora parece rendido a los pies del “soberanismo” morenista y el apolillado pensamiento nacional– donde los nombres de Perón y Néstor se mencionan con todas las letras, pero la referencia al gobierno de Cristina se reemplaza por el eufemismo “década ganada”. Negar la importancia de estos detalles es desconocer la centralidad del símbolo en la experiencia del peronismo. Veamos si no a Victoria Villarruel retirando el busto de Néstor del Senado, un gesto desesperado, por otra parte, ante la potencia icónica de un expresidente que al morir suscitó una movilización de tres días, a diferencia de Videla, que murió preso, en el inodoro y sin que nadie derramara una lágrima.
Como el antikirchnerismo es un proyecto intrínsecamente negativo –terminar con Cristina, Máximo, etcétera–, siente indiferencia por el contenido contradictorio de sus críticas. Se reclama al mismo tiempo más coraje y más moderación, se exige volver a representar a los trabajadores que votaron a Milei a la vez que abandonar la postura “antiempresa”, se reprocha no haber “ajustado” lo suficiente a la vez que no haber atendido las demandas de “segunda generación” de la clase media, se pide fortalecer la estructura orgánica del partido a la vez que tener agenda propia y no ser “aduladores”, se califica de vetusto al marco teórico a la vez que se demanda justicialismo ortodoxo. Este confusionismo es bien conocido, solo que en momentos de turbulencia histórica se agudiza, como pasó durante la República de Weimar con el surgimiento de los rojipardos y sus “ideas de izquierda, valores de derecha”. En todo caso, lo que le da algún tipo de cemento ideológico al fenómeno actual es su discurso antiprogresista, que deviene antikirchnerista por una asociación falsa –estilo falacia del hombre de paja– entre kirchnerismo y progresismo.
La crisis del progresismo no es nuestra crisis
Parafraseando a Foucault, se puede definir al progresismo como la creencia de que el discurso determina la estructura. Por eso su agenda suele vincularse con reivindicaciones culturales, de derechos humanos, de libertades civiles más que con la redistribución económica. La crisis actual del progresismo, en América Latina y en el mundo, obedece a que los gobiernos no logran garantizar sostenidamente el bienestar económico de su población; entonces el discurso de legitimación o la batalla cultural generan desinterés o directamente rabia e indignación en amplios sectores. No es solamente que se perciba al progresismo como una agenda de segundo orden respecto de la inflación o los bajos salarios. Lo que sucede es que si un gobierno fracasado en lo económico además se autoproclama progresista, como el caso de Alberto Fernández, convierte fácilmente al progresismo en la causa del fracaso económico. Y en efecto: Alberto habló mucho e hizo poco, anunció medidas que volvieron para atrás, postuló valores que contradijo en la práctica, creyó que “hablando nos íbamos a entender”. A la inversa, no hubo nada más peronista que las críticas de Cristina al gobierno progresista de Alberto: “Alinear precios, salarios y jubilaciones”. La única “agenda de minorías” que movilizó los comentarios públicos de Cristina fue la preocupación por los tres o cuatro vivos que se llevaron los dólares de la recuperación económica postpandemia. Sintetizando la paradoja: el progresista era Alberto, al que los peronistas de Perón defendían, y no Cristina, a la que los peronistas de Perón criticaban.
“La única ‘agenda de minorías’ que movilizó los comentarios públicos de Cristina fue la preocupación por los tres o cuatro vivos que se llevaron los dólares de la recuperación económica postpandemia”.
Los libertarios y las ultraderechas hoy ganan elecciones en nombre del antiprogresismo. Ser antiprogre es tendencia. Y venimos del gobierno de Alberto Fernández. El contexto le da nombre y relevancia al crónico intento del peronismo por discutir la conducción de Cristina. Expresado en el viejo dialecto de la derecha peronista: depurar al movimiento de sus elementos kirchneristas. Para dejar en claro que se encuentran en el polo contrario del progresismo, ahora los antikirchneristas sobreactúan un nacionalismo alimentado a base de reproducciones de Guillermo Moreno y citas de Diego Fusaro. Frente al posmodernismo de las identidades fluidas y la posverdad, este patriotismo viril, familiero y proclive al pensamiento conspirativo es un antídoto estabilizante, una garantía de que el cosmos todavía tiene un orden comprensible. El kirchnerismo, en cambio, habría dilapidado el capital peronista en un cóctel de lenguaje inclusivo, cultura de la cancelación, macroeconomía keynesiana, neoambientalismo y DNI no binario. Otra paradoja del nacionalismo antikirchnerista: su entero marco teórico –la idea de que el peronismo está cooptado por dirigentes de clase media universitaria que, al privilegiar la agenda de las minorías, abandonaron la representación de los trabajadores enojados– proviene del Atlántico Norte.
Si hablamos de sobreactuación, escuchemos a Mayra Arena, excandidata del funcionario libertario Daniel Scioli en las internas 2023 promovidas por Alberto Fernández: “El progresismo es lo peor que le pasó al peronismo, y estoy incluyendo los 18 años de proscripción”. Las respuestas pasadas de sarcasmo ante el cierre del INADI participan del mismo objetivo: exhibir un peronismo sobreadaptado al nuevo consenso antiprogresista. Estimulados por las audiencias reactivas de Twitter, los peronistas metafísicos se consagran a reescribir la historia del kirchnerismo en términos cada vez más brutos. Néstor Kirchner sería ante todo un “centrista económico”, guardián del déficit fiscal; su enfrentamiento contra Clarín, su recuperación de la militancia en el país del Nunca Más, en cambio, representarían solo anécdotas para la tribuna progresista. ¿Cristina? Descuidó a los trabajadores, distraída como estaba en la batalla cultural contra los fondos buitres, las corporaciones agromediáticas y el Poder Judicial.
“Estimulados por las audiencias reactivas de Twitter, los peronistas metafísicos se consagran a reescribir la historia del kirchnerismo en términos cada vez más brutos”.
Si estamos convencidos de que el gran tema es la economía, ¿a cuento de qué viene tanta mordacidad con la “prohibición del lenguaje inclusivo”? Los nuevos intelectuales quieren sacar un clavo torcido haciendo un agujero en otro lugar, como si creyeran verdaderamente, cual animistas, que existe una correlación entre la supresión de la letra “e” y la inflación. Lo cierto es que no hay ninguna contradicción entre redistribución económica y reconocimiento identitario. Durante el kirchnerismo, al igual que durante el peronismo histórico, lo pudimos comprobar: estatización de las AFJP, matrimonio igualitario, plan PROGRESAR, régimen para el personal de casas particulares, ley de Medios… Por eso el debate de “progres contra pobres” es una construcción netamente antikirchnerista, producto del carácter sectario y especulativo de sus voceros. Discutir dentro de esos marcos constituye un error. La palabra que hace falta salvar es kirchnerismo, no progresismo. Y no por una fijación léxica infantil sino porque el antikirchnerismo existe y es tributario de un peronismo conservador. Para nosotros, Cristina es peronista y el peronismo es Cristina.
¿Colectivismo orgánico o peronismo influencer?
Los ataques a Máximo Kirchner son ataques a Cristina que no osan decir su nombre. Kulfas, el portavoz Adorni y Twitter Argentina, coinciden en esto: Cristina está “mal rodeada”, “mal asesorada”. Se trata de una variante de la crítica antikirchnerista, con célebres antecedentes como la teoría del cerco a Perón. Así como antes Néstor era el verdadero peronista pero estaba rodeado por la socialdemócrata Cristina, ahora es Cristina la verdadera peronista pero está entornada por el izquierdismo progresista de La Cámpora. ¡Aprendan, muchachos! ¡Más Rucci y menos Bernie Sanders! ¡Basta de FLACSO! Pero cuando Máximo tomó la decisión de oponerse el ruinoso acuerdo con el FMI y abandonar la jefatura de bloque, estaba sencillamente respetando la saludable tradición peronista de defender la soberanía política y el desendeudamiento externo. En su documento, Cristina ratifica que la posición de Máximo también es la suya. Que criticar a Máximo es criticarla a ella. Quienes cuestionaron aquella decisión hoy no dejan de hablar del condicionamiento que impuso el acuerdo de Alberto y Guzmán sobre los intereses de los argentinos. Kristalina Georgieva lo identificó en tiempo real cuando advirtió sobre “los límites del potencial para hacer cambios en la Argentina en los próximos años, dada la oposición de la parte radical de izquierda en la coalición peronista gobernante del país”. En una contorsión sin precedentes, los campeones del peronismo superavitario ahora defienden a Martín Guzmán, justamente el ministro que pulverizó toda chance de superávit y se fue corriendo del gobierno. Allí debe buscarse el origen del mantra libertario “no hay plata”: en el momento en que Guzmán refinanció y no reestructuró la deuda con el FMI. Es lo primero que registró Batakis durante su corta estancia en el gobierno: nos gobierna el FMI; no hay plata.
“Los ataques a Máximo Kirchner son ataques a Cristina que no osan decir su nombre. Kulfas, el portavoz Adorni y Twitter Argentina, coinciden en esto: Cristina está ‘mal rodeada’, ‘mal asesorada’. Se trata de una variante de la crítica antikirchnerista, con célebres antecedentes como la teoría del cerco a Perón”.
Rebelarse contra un acuerdo de esa naturaleza, como hizo Máximo, no se justifica desde el idealismo, el izquierdismo testimonial o la voluntad de “no pagar costos”. Es una decisión que reúne convicciones y pragmatismo: no bajemos las banderas y no perdamos las elecciones. Una vez más, el albertismo emocional aplicó el quid pro quo: dedujo que la derrota electoral se debía a actitudes como la de Máximo, cuando ocurrió exactamente lo contrario. Máximo adelantó que ponerse de rodillas ante el FMI era perder las elecciones de 2023. Y perdimos. Fue Alberto el que “no quiso pagar el costo” de asumir que el acuerdo era una farsa y que ya no teníamos la manija de la economía. Milei puede declararse admirador de Margaret Thatcher, pero el thatcherismo nacional empezó antes, por enero de 2022, cuando Alberto y Guzmán dijeron “no hay alternativa”.
La historia de los analistas políticos anti-Cámpora fue narrada varias veces. El punto de partida es que el kirchnerismo renovó el interés social por la política. En particular, los mandatos de Cristina convocaron abiertamente a la organización y la militancia. Una misma generación se dividió ante estos acontecimientos: la mitad se volvió militante y la otra mitad, analista política. Los militantes resolvieron poner el cuerpo en espacios colectivos; los analistas políticos se refugiaron en la escritura irónica, cool, diagnóstica. Y no solo esto: además, erigieron gran parte de su prestigio reaccionando como hermanos mayores que precaven a los inmaduros contra los peligros y contradicciones de la militancia. Así, esta nueva corriente de comunicadores pasó a encarnar la perspectiva que tiene el sistema acerca de la política. Volviendo a Margaret Thatcher: el colectivo no existe, lo que existe son las personas. Por eso el análisis político es ante todo psicología. Hoy los analistas políticos acusan a los militantes de “mirarse el ombligo” mientras abren canales de stream para autopromover su imagen de influencers. Es decir: imputan a los demás el narcisismo que cultivan. Como se resistieron a la “colectivización forzada” de la militancia orgánica, como decidieron no encuadrarse –o lo hicieron y se quebraron–, su colectivismo peronista de redes sociales suena hipócrita. Apenas un trampolín retórico para eyectarse a la fama, que necesariamente es individual. La militancia orgánica –con aciertos y errores– produce teoría, acumula poder político, gana elecciones. Los analistas políticos siguen siendo lo mismo que en 2013: críticos culturales del kirchnerismo, intelectuales.
Las dos mejores frases del siglo XXI
Para enfrentar la catástrofe humanitaria a la que conducirá sin dudas el gobierno de Milei, nuestro espacio político seguramente recurra al viejo y querido “esencialismo estratégico”, al populismo, a la articulación de demandas insatisfechas ordenadas en un frente común. Sería lo normal. Pero en el mediano plazo, como segundo movimiento, necesitaremos la construcción de un nuevo programa político que ofrezca conquistas materiales y coordenadas espirituales para el futuro.
El documento de Cristina está lleno de ideas en esa dirección. Abre discusiones importantes. Por ejemplo: “Con Estado presente no alcanza”. Es una definición novedosa, aunque por otro lado congruente con su discurso a favor del empoderamiento ciudadano durante el alto kirchnerismo. Puede haber “Estado presente” pero resultar improductivo, ineficiente, no funcional. Y generar bronca y frustración en la sociedad, como se verificó durante los últimos años. Los libertarios sostendrán que por eso mismo se debe adoptar la lógica del mercado, del sector privado, donde el trabajador es sometido al capital en función del miedo a la represalia –despido, pérdida del presentismo, etcétera–. Esta es la apuesta del gobierno nacional: que el trabajador público, para no ser ineficaz, se comporte como el trabajador de una empresa privada. El peronismo antikirchnerista también quisiera llevar agua para su molino del “centrismo económico” y “proempresa”, pero justamente eso fue el gobierno de Alberto Fernández, y fracasó.
“Nuestro espacio político seguramente recurra al viejo y querido ‘esencialismo estratégico’, al populismo, a la articulación de demandas insatisfechas ordenadas en un frente común. Pero en el mediano plazo necesitaremos la construcción de un nuevo programa político que ofrezca conquistas materiales y coordenadas espirituales para el futuro”.
“Estado presente” viene significando la prioridad de lo público sobre los intereses económicos de las grandes empresas. Pero no dice nada sobre la manera de lidiar con los intereses sectoriales al interior del propio Estado. En otras palabras: como también hay “corporaciones” dentro del Estado, la universalidad de lo público no está garantizada. Tampoco su efiencia. Hoy triunfa la subjetividad de mercado; “Estado presente” es la subjetividad alternativa. Pero con esto no alcanza, y la militancia orgánica constituye la auténtica respuesta. Militante orgánico es el individuo que trabaja de manera eficiente sin el garrote del capital. Su experiencia de organización y conciencia de grupo aumentan la productividad del trabajo; la convicción en un proyecto político que excede la administración cotidiana facilita el buen trato con el público; la disciplina orgánica acelera los procesos burocráticos. Algunas de estas características se expresaron en el reconocimiento a la gestión de militantes que revalidaron su intendencia en las urnas. Es hora de subrayar que la subjetividad de la militancia no es la subjetividad del Estado. Un funcionario de Aerolíneas Argentinas, un chofer de colectivo, un médico que tiene consultorio privado, todos pueden ser militantes, porque la militancia se caracteriza precisamente por pensar más allá del rol social asignado, es decir, por pensar universalmente, por pensar en todos. El colectivismo funciona.
Por eso una de las frases más importantes de la política contemporánea es “la patria es el otro”. Cristina formuló ahí un programa emancipatorio, anti-individualista, a kilómetros del chauvinismo conservador que los nuevos intelectuales asocian al peronismo. La otra frase importante le pertenece a Javier Milei: “El consenso es corrupción”. Tal vez sea nuestra mejor autocrítica sobre el gobierno de Alberto, que pretendió reconstruir el pacto social sobre la base del diálogo y el acuerdo en abstracto, sin objetivos politicos, con un nivel de idealismo que haría sonrojar a Jürgen Habermas. A la inversa, “el consenso es corrupción” se traduce como elogio del kirchnerismo. Cristina no consensúa; entonces es honesta, incorruptible. Leídas en conjunto, las dos frases producen una evidencia contraria al cualunquismo intelectual en boga. No es verdad que los argentinos solo queremos tranquilidad y que no nos jodan con la política. Si no, las elecciones las hubiera Ganado Rodríguez Larreta. La ancha avenida del medio está desierta. Despolarizar solo conduce a la irrelevancia o al panelismo televisivo. Más que de calma y vida familiar, los argentinos tenemos un deseo fundacional a toda prueba. Queremos la vida intensa y facciosa de los santos calvinistas. Lo que se juega a futuro es Cristina o Milei.
Además, la militancia orgánica está preparada para el desafío de renovar el proyecto político porque viene produciendo aportes para la discusión doctrinaria. El contenido de sus publicaciones apunta a fortalecer el programa en detrimento de la coalición. Y esto precisamente porque “coalición” designa cada vez más el establecimiento de un pacto o alianza entre dirigentes de distintos espacios para fines generalmente electorales, sin cohesión ni proyecto político común, salvo por la negativa. Cristina lo dice con toda nitidez en “La Argentina en su tercera crisis de deuda”: las coaliciones políticas son experiencias de debilidad y fracaso. El consenso es corrupción. La Alianza estalló por el aire en el 2001; la coalición entre la UCR y el PRO (“Cambiemos”) dejó el país con la mayor deuda de su historia; el Frente de Todos trajo a Milei. Para los neoguzmanistas entusiastas del “déficit cero” habría que agregar incluso que existe una correlación empírica entre tipos de gobierno y desempeño fiscal. En América Latina, cada vez que hubo gobiernos de coalición, aumentó el déficit y el endeudamiento externo.
“Despolarizar solo conduce a la irrelevancia o al panelismo televisivo. Más que de calma y vida familiar, los argentinos tenemos un deseo fundacional a toda prueba. Queremos la vida intensa y facciosa de los santos calvinistas. Lo que se juega a futuro es Cristina o Milei”.
Toda decisión política tiene sus costos, y naturalmente la vocación programática del kirchnerismo provocó que muchos dirigentes y espacios se retiraran del gobierno entre 2008 y 2015. El costo del programa es el sectarismo. Pero el costo de la coalición es la disolución de la identidad. Así llegamos a 2019: una “unidad programática” para ganarle a Macri que tuvo más de unidad –es decir, de coalición– que de programa. Se creyó que con la palabra “peronismo”, reuniendo a sus dirigentes, se resolvía la cuestión del proyecto. Hoy estamos pagando el costo de una coalición que fue eficaz en lo electoral pero débil en lo político. Desde la firma del acuerdo, el programa del Frente de Todos fue el programa del FMI. En consecuencia, la apuesta de la etapa que viene será a que el único sector del peronismo que hasta el momento demostró un programa para gobernar la Argentina –esto es: el kirchnerismo– demuestre que también está en condiciones de proponer un programa para el futuro. Las alternativas anti o post kirchneristas no tienen otro proyecto que volver a un peronismo “normal” luego del desvarío izquierdista de Néstor y Cristina. La falta de horizontes predictivos, y mucho más con Milei en el gobierno, provoca que toda la energía se concentre en el presente, en la táctica y las alianzas; es decir, en las próximas elecciones. Pero solo una imaginación política militante, insensible por un momento a la correlación de fuerzas, puede resucitar las esperanzas.
Ocurre que Cristina es la síntesis de Perón y Eva.