Introducción
En América Latina, gran parte de las elites económicas han jugado –y en muchos casos lo siguen haciendo– un rol de primera importancia en el ejercicio de la violencia política, ya sea a través del apoyo a regímenes dictatoriales –como ha sido el caso del Cono Sur, en especial en Argentina y Chile– o a través de la construcción de alianzas y financiación de actores armados en escenarios de conflictos internos, como en Colombia y América Central. El involucramiento de elites económicas en graves abusos de derechos humanos o su complicidad y apoyo a grupos armados ilegales en la región han sido denunciados por varias organizaciones nacionales e internacionales de la sociedad civil1 y han sido objeto de investigaciones académicas2. De hecho, las comisiones de la verdad de nueve países de América Latina han identificado la complicidad corporativa económica como uno de los elementos de las dinámicas de violencias ejercidas en contextos de dictaduras y conflictos armados3.
Sin embargo, no hay suficientes estudios sobre la forma en que tal violencia y la impunidad que suele acompañarla operan como mecanismos claves de reproducción de esas elites y son funcionales a la acumulación de su estatus y riqueza. De allí que el presente artículo proponga analizar cómo el involucramiento en prácticas de violencia, así como la construcción de alianzas estratégicas, les otorga un trato preferencial por parte de la justicia que contribuye no solo a la reproducción de su posición privilegiada, sino también a la pervivencia de las desigualdades sociales. Para esto se ejemplificará con los casos de Argentina y Colombia que, aunque con claras diferencias en las formas y extensión de la violencia, permiten ver una larga historia de represión institucional, violaciones sistemáticas de derechos humanos y violencia política con una significativa participación e impunidad de las elites empresariales. Pese a los procesos judiciales penales en ambos países, el abordaje de las elites económicas sigue siendo todavía un desafío y un tema marginal.
Elites y violencia política
Para poder identificar cómo el involucramiento en prácticas de violencia es funcional a la reproducción de las elites y, junto con ello, de las desigualdades, resulta fundamental definir en qué tipo de elites nos enfocaremos. El término «elite» hace referencia al ejercicio del poder y al estatus social, político y económico privilegiado del que gozan ciertos grupos minoritarios en una sociedad. Para el análisis de las elites resulta clave entenderlas en su heterogeneidad y pluralidad4, plasmadas en la diversidad de sus acciones e intereses, que incluso pueden ser contradictorios entre sí. Esta concepción de las elites como actores plurales y de poder se manifiesta en el concepto de «elites de poder» de Charles Wright Mills5, que identifica como integrantes de esos grupos a aquellas personas que ocupan posiciones sociales desde las cuales pueden adoptar decisiones con consecuencias significativas para otros en diversos ámbitos, como la política, la economía y la cultura. Esta noción de «elite», que pone el acento en su pluralidad, no se limita solo a quienes ejercen poder político en forma directa, sino también a quienes a su vez tienen el poder y los recursos para influir sobre ellos, de modo de poder incidir en las diversas coyunturas sociales, políticas y económicas. A su vez, uno de los términos más utilizados para dar cuenta del rol de las elites económicas en casos de graves violaciones de derechos humanos es el de «complicidad empresarial». Leigh Payne y su equipo señalan que la complicidad empresarial se refiere a
la asistencia o participación de los actores económicos en graves violaciones de los derechos humanos (incluyendo genocidio, tortura, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra) cometidos por el Estado o agentes similares al Estado (p. ej., paramilitares o fuerzas rebeldes con control sobre el territorio) durante situaciones de autoritarismo o conflicto civil. Los tipos de actuaciones del sector empresarial pueden incluir responsabilidad directa con violencia criminal (p. ej., concierto para delinquir o conspiración para cometer actos de violencia); violaciones de los derechos humanos bajo la ley laboral (p. ej., trabajo esclavo); financiación de crímenes de guerra; o empresas ilegales.6
En América Latina, esta complicidad se ha reflejado en el apoyo y financiamiento de actores armados con prácticas de torturas, asesinatos, amenazas, despojo de tierras, desplazamientos, etc. La complicidad suele clasificarse como directa e indirecta. La primera opera cuando las elites tienen una participación directa y concreta en los actos de violencia o en las violaciones de derechos humanos, como, por ejemplo, en el uso de instalaciones de industrias como centros de tortura en Argentina. La participación indirecta se produce cuando los grupos económicos se involucran de forma mediada, por ejemplo, a través de la financiación de grupos armados para impedir el retorno de comunidades desplazadas a sus territorios, ya ocupados –o a ocupar– por las empresas, práctica frecuente en Colombia. En estas dinámicas de conflictos armados y regímenes dictatoriales suelen ser los autores materiales directos, es decir, los actores armados (ya sea legales o ilegales) quienes reciben la mayor parte de la atención y cargan con mayor responsabilidad legal por sus crímenes, lo que deja en un segundo plano la implicación de actores civiles, muchas veces los principales beneficiarios de esa violencia. Pero los actores no armados en dinámicas de violencia no necesariamente son parte de las elites. La mayor parte de los trabajos que analizan la complicidad empresarial hacen referencia al rol de actores económicos, término que engloba diversos tipos de figuras que incluyen personas jurídicas (nacionales y transnacionales; públicas, privadas o mixtas), personas naturales que realizan actividades empresariales, terratenientes, agremiaciones de empresas o empresarios, etc. Pero hay que tener en cuenta que no todos los actores económicos, como por ejemplo los pequeños empresarios o comerciantes, se encuentran en la misma situación de privilegio o de poder para influir en la esfera política o en las diversas coyunturas sociales y económicas como se definió previamente. En otras palabras, no todos los actores económicos involucrados en dinámicas de violencia son parte de la elite económica. Lo mismo sucede con la cuestión de los «civiles», definición que suele utilizarse en un sentido muy amplio. Puede incluir a todas las personas que, sin ser miembros de grupos armados, contribuyeron directa o indirectamente a la comisión de delitos en el marco de conflictos armados o dictaduras, esto es, desde actores económicos (empresarios, terratenientes, ganaderos, etc.), agentes del Estado que no sean miembros de las Fuerzas Armadas (empleados o trabajadores de diversas instituciones estatales, como el Poder Judicial o administraciones locales, que, por ejemplo, hayan intervenido en el diseño o la ejecución de acciones delictivas, directa o indirectamente relacionadas con el contexto de violencia generalizada), miembros de instituciones religiosas o personas independientes. Es decir, no se puede equiparar el concepto de «civiles» con el de «elites». En este sentido, también es necesario mencionar que, en América Latina, no todas las elites económicas han estado involucradas, se han beneficiado o han contribuido por igual a dinámicas de violencia y crímenes atroces. La modalidad, los intereses y los tipos de participación varían de acuerdo con el contexto y con los modelos económicos hegemónicos que se buscaba implantar o conservar, como se muestra a continuación con los casos de Argentina y Colombia.
Alianzas estratégicas de reproducción
La construcción de alianzas estratégicas de las elites económicas con diversos actores armados y sectores políticos y judiciales es uno de los mecanismos claves de reproducción de su poder. Esto se ve principalmente en lo que se podría considerar dos grandes tipos de alianzas estratégicas: alianzas de violencia y alianzas de consolidación/impunidad. Las primeras necesitan de las segundas para poder perpetuarse en el tiempo. Así, las alianzas de violencia son aquellas cuyos actores ejecutores, ya sean fuerzas o actores armados ilegales, posibilitan algún tipo de colaboración (directa o indirecta) en el ejercicio de acciones violentas y/o represivas con el fin de aumentar o mantener la propia riqueza y posición de poder, eliminando a la vez resistencias sociales y políticas que pueden obstaculizar ese objetivo. Por su parte, las alianzas de consolidación/impunidad se refieren a la conformación de vínculos, principalmente informales, con instituciones del Estado, como el Poder Judicial, con frecuencia funcional a la perpetuación de esa violencia en el tiempo, a la continua obtención de beneficios por parte de las elites que ella genera y a la consolidación de la desigualdad que reproduce. Los altos niveles de impunidad con que cuentan las elites económicas sospechadas y denunciadas de haber estado involucradas en graves violaciones de derechos humanos en América Latina son una muestra de ello.
Alianzas de violencia
Las alianzas de violencia entre elites económicas y actores armados son un claro exponente de cómo esa violencia, en especial cuando es tolerada o fomentada por el Estado, funciona como mecanismo de reproducción de relaciones de desigualdad y dominación. El uso de la violencia sistemática, especialmente cuando es dirigida contra sectores populares, ya sean obreros, campesinos, estudiantes, indígenas, etc., apunta a la erosión de relaciones sociales, identidades y prácticas colectivas de resistencia y a la eliminación de actores sociales y políticos críticos7. De allí que la conformación de alianzas estratégicas en el ejercicio de la violencia haya contribuido en América Latina a eliminar resistencias contrarias a los proyectos económicos de ciertas elites, cuya realización es funcional a la reproducción de desigualdades y jerarquías socioeconómicas.
Las elites económicas cuentan con diversos «socios» a la hora de garantizar la reproducción y expansión de su capital y posición de privilegio sobre la base de prácticas de violencia. Entre ellos, hay actores estatales y no estatales. Entre los últimos, encontramos en contextos de conflictos armados, como por ejemplo el colombiano, los grupos paramilitares. Varios trabajos dan cuenta de los vínculos entre el paramilitarismo y elites económicas en dinámicas de apropiación de recursos y despojos de territorios ya desde la década de 1980, en especial en lo que involucra a grupos empresariales locales, multinacionales, asociaciones agrícolas o ganaderas y empresarios independientes en diversas regiones de Colombia8. Mientras algunos autores se han centrado en el papel que han tenido ciertas elites económicas en el fortalecimiento de grupos paramilitares ya existentes, otros análisis plantean que la relación entre las elites económicas y las distintas unidades paramilitares es casi orgánica y se remite a los orígenes mismos del paramilitarismo en los años 19809. La relación entre elite y paramilitarismo ha tenido diversas formas a través del tiempo, incluyendo el requerimiento de servicios de seguridad privada por parte de ganaderos y agricultores frente a los ataques de grupos guerrilleros que, por ejemplo, saboteaban infraestructura para interrumpir las actividades económicas y extorsionaban a los actores económicos10. Pero el accionar paramilitar no solo se dirigía contra esos grupos guerrilleros, sino que también llevaba a cabo la represión de protestas sociales de sindicalistas, activistas, líderes comunitarios, defensores de derechos humanos o cualquier otro individuo que fuera etiquetado como «guerrillero» o fuera contrario a sus intereses. Como lo explican Lara Bernal Bermúdez y Daniel Marín López11, los periodos en que hubo mayor intensidad en las relaciones entre actores económicos y paramilitares correspondieron a la época de mayor recrudecimiento de la violencia paramilitar, lo que se refleja en el número de víctimas de desplazamiento, despojo y homicidios, en particular a fines de los años 1990.
Casos como el colombiano exponen cómo, en reiteradas ocasiones, la coalición de empresas con grupos paramilitares, pero también con agentes de las fuerzas de seguridad, ha funcionado como un engranaje clave para la continuidad o el aumento de las ganancias empresariales a costa del despojo de comunidades y poblaciones enteras. En Colombia, los territorios de comunidades afrocolombianas como, por ejemplo, los de la región del Bajo Atrato, han sido escenario de constantes desplazamientos, asesinatos, desapariciones y despojo que han coincidido con nuevos usos de la tierra por dinámicas empresariales, relacionadas con actividades de deforestación intensiva, agroindustria y ganadería. Varios informes han corroborado la relación existente entre la necesidad empresarial de expandir la frontera agrícola bananera y las violaciones de derechos humanos cometidas por grupos paramilitares, en connivencia con agentes del Estado. El informe de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz expone cómo, por ejemplo, el grupo económico de la empresa internacional Chiquita Brands fue objeto de un escándalo mediático por su vinculación con grupos paramilitares como estrategia para adquirir tierras en la región del Urabá12. Tras el abandono de tierras por los desplazamientos forzados, fueron en ese caso las empresas bananeras las que ocuparon esos territorios.Las elites económicas también tuvieron un rol significativo y ciertamente se beneficiaron de la represión de la última dictadura militar argentina (1976-1983). Ya antes y durante el régimen militar miles de personas fueron torturadas y desaparecidas por las fuerzas de seguridad. El terrorismo de Estado y la llamada «guerra contra la subversión» apuntaban a la implementación de un modelo económico en beneficio del sector financiero, para lo cual era necesario terminar con un Estado de tipo intervencionista basado en un modelo industrial13. Para esto se buscó eliminar a las fuerzas sociales y políticas en las que se sustentaba este modelo industrial, como sindicalistas, activistas, partidos opositores, intelectuales, periodistas y todo aquel que se considerara opositor14. El modelo represivo de la dictadura puso especial énfasis en la persecución de los trabajadores y trabajadoras, hecho del que se beneficiaron corporaciones y grupos económicos15. Las políticas económicas y sociales implementadas en ese periodo modificaron sustancialmente el paradigma de poder económico del país y beneficiaron de manera directa a una pequeña elite de empresas y grupos económicos cercanos al régimen16. Para esto, era necesario eliminar las fuerzas sociales de resistencia, tarea para la cual el Estado contó con la colaboración de varias elites empresariales. Muchas de estas no solo apoyaron al gobierno militar proveyéndolo de «listas negras» de sindicalistas17, sino que en algunos casos hasta utilizaron sus propias instalaciones como centros ilegales de cautiverio y tortura18. La vinculación de actores civiles, incluidas las elites económicas, con el accionar represivo y con graves violaciones de derechos humanos llevó a que hoy en día se caracterice el periodo 1976-1983 como «dictadura cívico-militar».
En los análisis sobre los beneficios de las elites económicas en contextos autoritarios o de conflictos armados se suele poner el foco en la forma en que contribuyen a la violación de derechos civiles y políticos, relegando la cuestión de la erosión de los derechos socioeconómicos y laborales, que en muchos casos suele ser uno de los objetivos claves de esas dinámicas. Los derechos laborales, como el derecho a formar sindicatos y afiliarse a ellos, fueron constantemente violados durante la dictadura argentina, y trabajadores y representantes sindicales fueron uno de los principales objetivos de la represión. Además de intervenir y disolver los sindicatos, se suspendió el derecho de huelga para evitar la reivindicación de derechos laborales y sociales19. La represión estatal se centró no solo en las disidencias y militancias políticas radicalizadas, sino también en el disciplinamiento de la clase trabajadora en su conjunto, que había acumulado poder político y social durante las décadas anteriores. Como remarca Laura García Martín, el reordenamiento nacional llevado a cabo por la dictadura transformó por completo la estructura económica y social del país y afectó severamente el nivel de ingresos de los trabajadores y sus condiciones de vida, como así también el régimen laboral y sindical, lo que dio lugar a un aumento de los niveles de explotación, precariedad productiva y pauperización de condiciones laborales20.
Alianzas de consolidación/impunidad
Las alianzas de violencia en pos de mantener el statu quo y riqueza de las elites no serían efectivas sin al menos la aquiescencia implícita de diversas instituciones del Estado, como las fuerzas de seguridad y el sistema judicial, y la falta de regulaciones apropiadas. En muchos contextos latinoamericanos, el sistema judicial juega en particular un rol clave tanto en la perpetuación de la violencia como en la reproducción y consolidación de desigualdades que ella contribuye a sostener. El hecho de que una gran mayoría de los casos de violaciones de derechos humanos en los que están involucradas elites económicas en contextos de conflictos armados o dictatoriales cuente con altos niveles de impunidad es un claro indicador de la influencia de estas elites en el Poder Judicial y en las instituciones del Estado21. Ahora bien, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de impunidad? En términos generales, la impunidad se puede definir como «ausencia de punibilidad» o «falta de castigo»22 e implica la ausencia de aplicación efectiva de leyes existentes que sancionan dichos delitos. Pero el concepto de impunidad no solo describe una situación jurídica, sino que refleja también el contexto político y social. Y es que la impartición de justicia no es un mero proceso neutral, sino que está atravesado por las relaciones de poder vigentes en cada sociedad. Allí se cristalizan las pugnas de poder actuales de diversos actores sociales, políticos, económicos e intelectuales. Por un lado, aquellos que fueron fuertemente afectados por la violencia, que suelen exigir verdad, justicia y reparación y, por otro, quienes temen perder su posición de poder ante los tribunales. En este marco, la justicia penal tiene la potencialidad de contribuir mediante sus decisiones a la reproducción de las relaciones desiguales de poder subyacentes a la violencia o a su cuestionamiento y transformación, si se basara en el principio formal de igualdad ante la ley.
Si bien la independencia del Poder Judicial es un factor clave para su legitimidad y para un orden democrático, esta es una condición difícil de lograr. Por un lado, es necesario romper con miradas reduccionistas que ven en el Poder Judicial un actor homogéneo, que solo apunta al ejercicio de la dominación social y la reproducción de desigualdades. El campo judicial ofrece espacios de ruptura para ciertas luchas de reivindicación de derechos. Sin embargo, es innegable también que en América Latina este ámbito se encuentra frecuentemente empañado y atravesado por influencias y/o afinidades con elites políticas y económicas de larga data. Retomando el concepto de las elites como actores plurales y diversos23 que ocupan posiciones de poder con consecuencias claves para la sociedad a la que pertenecen, es imposible negar el carácter elitista del Poder Judicial, no solo en Colombia sino en toda América Latina, lo cual se ve reflejado tanto en los procesos de selección de sus miembros (muchas veces basados en nexos políticos), sus biografías académicas, orientaciones políticas y pertenencia de clase, así como en muchas de las decisiones judiciales que toman en beneficio de ciertos sectores afines24. Ya sea directamente o a través de conexiones y redes personales o políticas, se construyen y refuerzan alianzas de apoyo mutuo entre diversos grupos de elites –judicial, política y económica– que conforman una amalgama de autoprotección que es muy difícil de romper. Las elites tienen a su disposición una o varias formas de capital, ya sea económico, social o simbólico, que se potencian entre sí y favorecen relaciones de dominación en los diversos ámbitos sociales y políticos, incluido también el jurídico.
La impunidad no solo implica la ausencia de sanción penal para los responsables –y, con ello, la continuidad de su accionar–, sino también la ausencia de investigaciones exhaustivas, lo que permite que tales prácticas de violencia y las desigualdades socioeconómicas que les subyacen se sigan reproduciendo. Es esa impunidad la que, a la vez, contribuye a reforzar la posición social, política y económica de estos sectores como elites intocables en un contexto de desigualdades. En su análisis de la aplicación de la ley en América Latina, Guillermo O’Donnell argumentaba que la ley se aplica de manera discrecional y, a menudo, rigurosamente severa sobre los sectores marginados de la sociedad como un medio efectivo de opresión25. La otra cara de esta situación es la forma en que los sectores privilegiados, ya sea directamente, por presión o a través de conexiones personales, se eximen de su cumplimiento. Como afirma O’Donnell, existe en América Latina una larga tradición de ignorar la ley, o de tergiversarla, a favor de las elites, para la represión y contención de grupos marginados, usualmente considerados «peligrosos». En sus palabras: «Ser poderoso es tener impunidad»26. De esta forma, el funcionamiento desigual del orden jurídico tiende no solo a reflejar las desigualdades existentes en los niveles social y económico, sino también a reproducirlas. Esta desigualdad ante la ley en la que las elites económicas ocupan un lugar de privilegio la vemos tanto en el caso colombiano como en el argentino.
Con la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final de la década de 1980, operada en los años 2000, se reabrieron en Argentina las causas judiciales penales para juzgar a los responsables por violaciones de derechos humanos cometidas durante la dictadura cívico-militar. Desde 2006 hasta 2022 ha habido más de 278 sentencias con más de 1.000 personas condenadas por crímenes de lesa humanidad27. En este marco, y con más fuerza a partir de 2015 con el primer juicio, empezaron a tomar impulso las querellas a empresarios, en especial por los casos de trabajadores y sindicalistas víctimas de la dictadura, por su participación en la represión28. Si bien en los últimos años ha habido avances significativos en el juzgamiento de estos casos, sobre todo en comparación con otros países de la región, los juicios son todavía pocos y muy difíciles de llevar a cabo29. De igual forma, las reparaciones monetarias a las víctimas de la dictadura en Argentina han excluido a las elites empresariales como actores responsables que podrían asumir parte del pago.
En este sentido, cabe señalar que los hechos que se investigan en los pocos procesos judiciales abiertos contra empresas no son por delitos económicos, sino por violaciones de derechos civiles y políticos en las que estuvieron involucradas elites empresariales locales, nacionales e internacionales. Es decir, no son sus proyectos económicos ni la vulneración de derechos laborales lo que se lleva al estrado judicial. Los crímenes que se les imputan a estos empresarios y directivos de empresas son privaciones ilegales de la libertad, tormentos y homicidios, los mismos delitos por los que fue acusada la mayoría de los militares y agentes de las fuerzas de seguridad. En general, los procesos en la justicia penal por violaciones de derechos humanos en Argentina se han centrado en el esclarecimiento de las desapariciones forzadas y en otras violaciones a la integridad física, por lo que las vulneraciones a derechos socioeconómicos de la represión no han sido el foco de atención aun cuando estas, en el marco de la complicidad empresarial con la dictadura, ya habían sido reveladas desde la década de 1980 por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), y en la década de 1990, por denuncias internacionales de los sindicatos30. Las violaciones de derechos socioeconómicos suelen ser concebidas simplemente como parte del contexto en que se desarrollaron las prácticas represivas y no como una de las motivaciones que subyacen a la violencia31.
En el caso colombiano, también se pueden observar grandes dificultades a la hora de obtener justicia en los casos en que las elites económicas y empresariales están involucradas en crímenes graves vinculados al conflicto armado. En los últimos 60 años de conflicto armado ha habido al menos 61 acuerdos de paz entre los actores armados ilegales y el Estado en Colombia32. En ninguno de ellos se incorporó a otros actores que también hayan tenido responsabilidad en las dinámicas de violencia o en la complicidad empresarial en violaciones de derechos humanos33. Este tipo de acuerdos implicaban una mirada militarista o minimalista del conflicto, en la que el rol y la responsabilidad de otros actores civiles, incluidas las elites políticas y económicas, quedan relegados e invisibilizados34. Por lo tanto, la solución del conflicto solo se entiende como una mera desmovilización de actores armados ilegales sin considerar las causas profundas, intereses socioeconómicos y actores que, como se mencionó previamente, subyacen a la continuidad de la violencia y del conflicto armado en diversas regiones del país. Sin embargo, con los diversos procesos de justicia transicional organizados en los últimos años para dar respuesta a las miles de víctimas del conflicto, se han podido ver algunas marchas y contramarchas que involucraban la rendición de cuentas de algunos miembros de grupos económicos. Por ejemplo, en el así llamado «Proceso de Justicia y Paz», que implicó la desmovilización y el juzgamiento parcial de grupos paramilitares conocidos como las Autodefensas Unidas de Colombia (auc) entre 2003 y 2009, durante el gobierno de Álvaro Uribe, se puede ver un quiebre de la alianza entre esos grupos y ciertas elites económicas. Si bien ese proceso de desmovilización y justicia no fue diseñado para identificar o responsabilizar a otro tipo de actores más que los grupos paramilitares, en el marco de las confesiones de los comandantes paramilitares, llamadas «versiones libres», salieron a relucir los nombres de empresas y empresarios vinculados a operaciones y crímenes paramilitares. En otras palabras, se logró recabar una buena cantidad de información no solamente sobre cómo fueron creados esos grupos y cómo operaron y expandieron su dominio territorial, sino también sobre las estrategias que utilizaron para acumular poder político y económico, cooperando y sellando alianzas con diversos actores legales35. En las confesiones de ex-miembros de las auc salieron a relucir algunos nombres conocidos por la opinión pública, así como también los de empresas como Drummond, Chiquita Brands, Postobón, Ecopetrol y la Federación Nacional de Ganaderos, lo cual dio lugar a algunas investigaciones de la Fiscalía General y a procesos judiciales36. A finales de 2015, se creó un grupo especial de fiscales e investigadores dentro de la Dirección de Justicia Transicional. Se trató de 55 funcionarios encargados de adelantar 50 investigaciones contra financiadores de los paramilitares que poco habían avanzado en la justicia ordinaria. Sin embargo, la judicialización de este tipo de casos sigue siendo hoy en día escasa, lenta y burocrática. Además de falta de voluntad judicial y ausencia de apoyo político para investigar estas causas, también hay razones de índole probatoria. Como explican Bernal Bermúdez y Marín, en casos de participación de grupos económicos es difícil encontrar pruebas que demuestren el vínculo directo o indirecto de empresarios con el conflicto armado37. En el actual proceso de paz que comenzó a fines de 2016 entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc), tampoco se incluyó la problemática del rol de las elites económicas, con lo que el proceso de paz quedó como un mero problema de actores armados. Tal vez el nuevo gobierno de Gustavo Petro y su objetivo de «paz total» pueda cambiar eso.
Conclusiones preliminares
En este artículo se analizó cómo la construcción de alianzas estratégicas entre ciertas elites económicas y diversos actores (legales e ilegales/armados y civiles) juega un rol fundamental en el ejercicio de la violencia y en la obtención de impunidad. Este ha sido –y en muchos contextos sigue siendo– uno de los mecanismos claves tanto para la preservación (o expansión) de su posición de privilegio como para la reproducción de su poder y riqueza a través del tiempo.
El usufructo del ejercicio de la violencia en beneficio de las elites económicas puede tener lugar en distintos tipos de regímenes políticos, no solo en el marco de dictaduras, como fue el caso argentino, sino también en contextos de democracias formales, como en el caso de Colombia. La impunidad y la falta de regulaciones y controles estatales sobre el accionar de las elites tienen consecuencias que van mucho más allá de esos grupos en sí y sus víctimas directas. Además de contribuir a la consolidación de modelos de acumulación basados en desigualdades sociales y económicas, estas dinámicas tienden a erosionar la confianza en las instituciones del Estado y su legitimidad, a la vez que construyen distintos tipos de ciudadanías, unas de privilegio y otras de segunda clase. La impunidad de las acciones violatorias de derechos básicos por parte de elites económicas no hace más que reflejar y reforzar a la vez las desigualdades y privilegios predominantes en una sociedad determinada.
El error del artículo es suponer que la «élite colombiana o argentina» es un sujeto con poder.
Los que tienen el poder (que es un poder global, no local) tienen la capacidad de hacer enfrentar a actores locales, quedando unos como víctimas y otros como victimarios.
Pero el verdadero victimario es el que manipula a los dos bandos y no se mancha con sangre.
Estas cosas no se van a poder captar con el «estilo académico» de refritar autores y no hacer hipótesis.
El poder oligárquico no está distribuido en cuotas en diversas localidades. Tampoco es una suma de cuota partes arraigadas en localidades.
El poder oligárquico es de naturaleza global porque reside en el control de los resortes y recursos fundamentales que, aunque están distribuidos por las localidades, en sus manos conforman plataformas (monetarias, financieras, comerciales, geopolíticas, etc.) de acción global.
La única manera de sustraer esos resortes y recursos fundamentales es por medio de la soberanía nacional o Estado Nacional soberano. Es la única posibilidad de «poder local».
Mientras eso no suceda la naturaleza del poder es global.
Estas cuestiones teóricas son fundamentales y dentro del marco y la problemática académica no es posible dar el debate frente y con la militancia.