La reciente cobertura de la guerra en Sudán tras un prolongado periodo de silencio muestra a mujeres disparando armas en los campos de entrenamiento de las Fuerzas Armadas sudanesas. Estas imágenes contradicen la imagen percibida de las mujeres sudanesas como actores pasivos. Los hombres y mujeres en Puerto Sudán, Nilo Azul y otras regiones bajo el control del Ejército sudanés han respondido a la convocatoria de este a una movilización popular. Contrariamente a la creencia general, el reclutamiento, como el que tuvo lugar en los inicios del régimen islámico en la década de 1990 (en plena guerra del Estado con los sursudaneses), no es solo competencia de las masculinidades. También las mujeres tuvieron su espacio dentro de los campamentos yihadistas de entonces, con un rol ideológico; mujeres piadosas, esposas obedientes y, cuando se lo requería, recursos movilizados.
Antes de eso, la mayoría de los informes sobre las necesidades de las mujeres y el deterioro general de sus condiciones aparecía en y entre la correspondencia privada de los activistas en las redes sociales. Con discreción y de forma codificada, las mujeres recaudaban fondos y ampliaban redes ya extendidas para proporcionar ayuda a sobrevivientes de agresión sexual. Breves y precisos, los llamados en las redes sociales a la intervención en situaciones de violencia sexual y basada en el género (VSBG) habitualmente dicen «se necesitan contracepción y antivirales en la ubicación X para un número X de víctimas de violación». El estigma asociado al sexo fuera del matrimonio, ya sea forzado o no, es un rasgo persistente del fracaso de Sudán para democratizarse, que ni siquiera el reciente gobierno civil de transición con todo su impulso ha logrado abordar.
La sociedad civil sudanesa puede dar fe de que penalizar la violación en particular, y todas las demás formas de violencia de género en general, sigue siendo un desafío a pesar de las reformas propuestas desde la década de 1990. En un contexto altamente conservador como el de Sudán, la agenda de las mujeres se ha utilizado a menudo para apaciguar a los opositores y/o se ha descartado luego sin consecuencias para la legitimidad de los actores políticos. Pese a su popularidad, la revolución de 2018 hizo poco por cambiar el statu quo. Mujeres manifestantes y activistas descontentas, integrantes de los Comités de Resistencia se expresan públicamente sobre las tendencias violentas dentro de sus estructuras de base. La violencia contra las mujeres en Sudán es un subtexto cultural más que algo episódico. Las continuidades, así como los casos urgentes, requieren atención e intervención suficientes si es que realmente se quiere abordar el tema.
Es difícil no leer la disposición de las mujeres para la movilización militar en el contexto del temor extendido que ha dominado a la población tras más de un año de guerra entre dos generales sudaneses. Dos actores militares que en el pasado eran aliados, las Fuerzas Armadas Sudanesas (FAS) y las Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR), un grupo paramilitar creado y legitimado por el Estado, se encuentran trabados en una batalla feroz por derrotar al oponente sin consideración alguna por la destrucción, el desplazamiento ni la violencia descontrolada contra la población y en especial contra las mujeres y los niños. Se ha documentado ampliamente el ataque constante contra civiles desarmados por ambas partes beligerantes. De acuerdo con las últimas cifras, el número de desplazados ronda los 7,7 millones, algunos fuera de Sudán; la mayoría, cerca de 6,6 millones, de acuerdo con la Organización Internacional para las Migraciones, permanece dentro del país. El incumplimiento de las reglas de enfrentamiento por ambas partes ha sido catastrófico para la población; algunos se desplazan de un área a la próxima en busca de seguridad y refugio, otros permanecen acorralados en Jartum sin lugar donde reubicarse. A quienes lograron escapar a otros estados la vida fuera de Jartum se les hizo casi imposible: a su sufrimiento se sumaron precios exorbitantes por infraestructura y servicios mínimos. A medida que el área de combate se expande, se vuelve más probable la revictimización de las comunidades ya desplazadas. Y esto, sobre todo a expensas de las mujeres.
Es este el escenario en el que las mujeres portan armas. El fracaso del ejército para protegerlas y la indiferencia del Estado frente a sus padecimientos diarios las ponen en la posición rebelde de «autodefensa», lo que sea que esto signifique en la dinámica contenciosa de la militarización pública durante y después de la guerra. Los derechos prescriptos en tiempos de paz limitan la resiliencia de las mujeres y sus mecanismos de adaptación durante la guerra.
Las mujeres están particularmente motivadas a autodefenderse con el pretexto de las amplias prácticas de agresión sexual por parte de las FAR. Durante los primeros nueve meses de la guerra, abundaron los informes sobre el aumento de casos de abuso sexual. Se reportaron múltiples incidentes en los que hombres eran asesinados o heridos gravemente luego de reaccionar frente a la violación de su esposas, madres o hermanas por parte de atacantes de las FAR, ante sus propios ojos. El estigma social asociado a la violación, ya presente, genera reacciones preventivas violentas contra las mujeres y por parte de ellas, que incluyen desde el matrimonio forzado, a veces con combatientes de las FAR, hasta el suicidio. Las organizaciones sociales que informan sobre Sudán desde el terreno en Jartum señalan que lo que impulsa en mayor medida el desplazamiento interno es el temor a represalias no provocadas de las FAR contra mujeres y niñas. Las acciones de los paramilitares sugieren tácticas extremas de intrusión y humillación, no muy diferentes de las registradas en el genocidio previo de Darfur. Su comportamiento parece coincidir con la política de tierra arrasada adoptada por ellos hace ya mucho tiempo. En un posteo que circuló ampliamente en redes sociales, un miembro de las FAR se jactaba de que tanto las mujeres como la propiedad o riqueza encontrada en las áreas capturadas se consideran botín de guerra y, según la ley de combate, son su derecho exclusivo e indiscutible.
La violencia sexual en Sudán se entrelaza con un estado de anarquía más amplio que abunda donde «los bienes» abarcan todo aquello que puede comprarse, venderse y consumirse, incluidos los cuerpos de las mujeres. Historias registradas en el estado de Gezira, la segunda ciudad más grande y populosa de Sudán, después de su invasión por parte de las FAR en diciembre de 2023, describen cómo la gente escondía a las mujeres y las niñas junto con sus automóviles en los bosques, a distancia de los pueblos. Un relato común de las áreas capturadas es que los soldados de las FAR invaden los hogares buscando tres rubros: autos (para conducir y vender posteriormente en mercados en Chad), dinero en efectivo y mujeres jóvenes.
En un artículo premiado sobre la epidemia de violencia sexual luego del estallido de la guerra en abril de 2023, la periodista sudanesa Dalia Abdelmonim describió cómo las mujeres sudanesas navegaban los terrenos de la inseguridad y la anarquía en la que Jartum está inmersa, en un marco de retirada completa y ausencia de las fuerzas del orden. El informe cita el pedido de privacidad de una víctima de violación: «No dejen que los demás soldados lo vean», un intento desesperado por minimizar el daño. De todas maneras, el testimonio de la sobreviviente expone las posibilidades ilimitadas de la injusticia en un contexto como el de Sudán, donde la violación es mejor que la violación en grupo, en especial cuando no hay esperanza de un remedio en el futuro próximo, si es que alguna vez lo hay.
Relatos nefastos como este evocan recuerdos de una larga historia de violencia sistemática contra las mujeres en Darfur, que todavía persiste, y más recientemente en Jartum, a comienzos de las protestas de 2018-2019. Darfur apareció en las noticias internacionales en 2014, 10 años después del estallido de la guerra en 2004, luego de que la violación en masa de 221 mujeres a lo largo de 36 horas por parte del ejército sudanés en Tabit, norte de Darfur, fuese relatada en un informe de 48 páginas publicado por Human Rights Watch. Su comandante en jefe y en ese momento presidente del país Omar Al-Bashir fue acusado de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, ganándose el título de «único presidente en ejercicio buscado por la Corte Penal Internacional».
El incidente de Tabit no fue el primero ni el último. Todos los grupos en combate, paraestatales y rebeldes, apuntan sistemáticamente contra las mujeres en medio de las hostilidades. En mayo de 2023, menos de un mes después del estallido de la guerra, un grupo de soldados de las Fuerzas de la Alianza Sudanesa secuestró y retuvo a la fuerza a siete mujeres jóvenes en Geneina, en Darfur occidental. Mantenidas como esclavas sexuales, las jóvenes estudiantes fueron forzadas a cocinar y limpiar para sus captores durante dos meses. Cuando la ciudad fue atacada por las FAR en junio de 2023, los relatos sobre soldados árabes que atacaban a mujeres negras de la etnia masalit se disiparon entre las noticias sobre el desplazamiento forzoso de 400.000 habitantes de Geneina al vecino Chad.
Los acontecimientos registrados tras la revolución de 2018 sugieren la continuidad de una política coordinada de violencia contra las mujeres por parte de los actores armados. Las FAR, con la bendición del ejército y bajo el ojo vigilante del Estado, cometieron actos atroces de violencia sexual contra la población en lo que llegó a llamarse la masacre de junio. Ese día, más de 200 personas fueron asesinadas, 70 mujeres fueron violadas y un número desconocido de personas desaparecieron y muy probablemente fueron sometidas a torturas o ataques sexuales luego de su desaparición. Antes de eso, en el periodo previo a la revolución de 2018, está bien documentado el uso sistemático de la ley para penalizar y acosar a las mujeres activistas con el fin de sojuzgarlas. A la fecha, ningún individuo o entidad ha sido responsabilizado por estos actos de violencia. No es difícil interpretar las reacciones extremas y muy variadas de las mujeres sudanesas: algunas toman las armas, otras emprenden búsquedas religiosas para poner fin a sus vidas y así evitar las violaciones y finalizar su calvario, todo en el contexto mayor y en curso de los recuerdos de la violencia focalizada, el desempoderamiento y el fracaso del Estado en brindar protección.
El Estado es cómplice de esta violencia sexual, tanto en el nivel legislativo como en el ejecutivo. Más allá de estas complicidades del gobierno, cuerpos como la Fuerza de Reserva Central (FRC), también conocida como policía antidisturbios –que utiliza la violencia sexual contra las mujeres manifestantes como una táctica de intimidación–, la incapacidad para aprobar leyes que claramente penalicen la violación y todas las formas de violencia de género exacerban el mal comportamiento tanto de la población como del personal uniformado. Bajo el código penal sudanés, la violación y todas las demás formas de violencia física se tratan con igual consideración, pese a la utilización política y social de la primera como un arma. Un sistema legislativo con base islámica (regido por la sharía) limita aún más el recurso a la justicia al colocar la carga de la prueba sobre la querellante. Rara vez he encontrado mujeres sobrevivientes de violencia sexual que hubiesen recorrido voluntariamente el sistema para buscar justicia.
En su embate contra las mujeres, el débil marco legal es asistido por las estructuras normativas para instituir un orden legal estricto. La tristemente famosa Ley de Orden Público (LOP), abolida en 2020 aunque todavía vigente en muchas formas, es una reliquia de la jurisprudencia islámica que buscaba controlar a las mujeres y las minorías étnicas. Para lograrlo, surgieron paradigmas problemáticos de femineidad que se centraban en los cuerpos femeninos como sitios de control sexual. La Ley de Orden Público concedió a los oficiales de policía amplios poderes para arrestar y detener con el pretexto de «desorden». Sin un código legal definitivo para regir su aplicación, las mujeres, en especial las activistas políticas, se convirtieron en blanco y fueron perseguidas. La ley misma estipula un conjunto de formatos vagos que rigen la conducta pública y privada, con parámetros poco rígidos y fluidos sujetos al juicio y el poder del oficial que realiza el arresto para llevar a cabo la acusación. Abundan las historias de mujeres detenidas, amonestadas públicamente y humilladas antes de ser juzgadas y encarceladas. Una fue acusada de indecencia por vestir pantalones, otra de libertinaje por pasar tiempo con un amigo varón. En un caso extremo de utilización de la ley como pretexto para cometer delitos, Safia Ishag, una activista política y artista, hoy exiliada, fue violada en grupo en 2011 por miembros de la policía de seguridad durante su detención. Hasta la fecha, ninguno ha tenido que comparecer ante la justicia.
Cuando su caso se hizo público, Safia se convirtió en objeto de la reacción popular, y se negó y cuestionó la validez de sus reclamos. El discurso feminista dominante en Sudán está todavía estancado en la defensa de la credibilidad de las sobrevivientes de violación y ataques sexuales, lo que no sorprende. Desde la revolución de 2018 y la subsecuente masacre de 2019 que puso la violencia a plena vista, la tendencia a dar apoyo y a dar crédito a las mujeres víctimas de agresión sexual mejoró, a pesar de que todavía falte el marco legal para combatirla y ponerle fin.
Como se explicó previamente, un conjunto complejo de marcos normativos y legales es lo que hace posibles la opinión de la población y la reacción frente al abuso de las mujeres, así como la complicidad de las autoridades en su desempoderamiento; estos marcos normativos y legales trabajan en tándem y deberían ser considerados como un factor principal en la vulnerabilidad de las mujeres ante la violencia sexual durante la guerra.
De manera similar a la Ley de Orden Público, la legislación de familia de Sudán otorga amplios poderes a los parientes varones sobre los cuerpos de las mujeres, limitando las elecciones de estas sin definir explícitamente el límite de esa tutela masculina. En Sudán las mujeres no pueden casarse ni divorciarse por sí mismas, en ambos casos requieren de la intervención legal de un tutor masculino. Asimismo, tienen dificultades para obtener y mantener la custodia de sus hijos. Esto también ha ido en perjuicio de las mujeres, de su derecho a tomar decisiones de vida o incluso de rechazar todos los actos y formas de violencia. Un informe de 2020 del Fondo de Población de las Naciones Unidas citó la violencia física y sexual, así como restricciones sobre la libertad de movimiento, como algunos de los temas que afectaban a las mujeres entrevistadas. Esto sucede a pesar de la ola democratizadora que se propagó por el país luego de la revolución de 2018. La restricción al movimiento, en especial en el contexto de la guerra, significa que las mujeres no pueden tomar decisiones informadas sobre cómo protegerse de los combatientes.
Mientras abandonaba Sudán en abril de 2023, luego del estallido de la guerra –una decisión que tomé por mí misma y en nombre de mi familia–, conocí a muchas mujeres que no podían irse de Jartum o bien porque no tenían el permiso de sus parientes varones, o bien porque no contaban con los medios ni el conocimiento para escapar del conflicto. Una larga historia de exclusión estructural de las mujeres de la política, la legislación y el mercado las coloca en una posición de mayor riesgo ante la violencia sexual.
El Sudán de posguerra es una tierra yerma y sin ley donde todas las formas de orden han colapsado. La capital, Jartum, está territorialmente dividida y gobernada por grupos en conflicto. Puestos de control y otras formas de bloqueo de caminos dictan las rutas de entrada y salida. La restricción al movimiento de personas y bienes en medio de la inseguridad y la reterritorialización de la ciudad amenaza la seguridad de los residentes restantes. Las mujeres son especialmente vulnerables a estos procesos. El desplazamiento, la muerte de los hombres de la familia, las dificultades financieras y la falta de contacto son factores que está comprobado que incrementan el riesgo de violencia sexual. Y mientras que los hombres son más rápidos para portar armas, reclutarse o ser absorbidos en actividades ilícitas para sobrevivir al desorden, las mujeres permanecen fuera de esta lógica operativa. Donde se integran, es probable que sea bajo coerción. La violencia sexual durante los conflictos asume muchas manifestaciones, la mayoría de las cuales son imposibles de entender mientras aún se están librando batallas.
Pese al sufrimiento sin fin, los temas de violencia, en especial la violación, y por extensión, los medios de protección, donde existen, están muy politizados. La retórica popular anti-FAR coloca un mayor énfasis en sus delitos contra las mujeres porque esto ayuda en su penalización por parte de la comunidad internacional. Sobre el terreno, el reclutamiento, la movilización popular y otras formas de militarización comunitaria corporizan mensajes patriarcales que una y otra vez usan la pureza del cuerpo de las mujeres como una medida del triunfo; «nuestra dignidad radica en la defensa de la virtud de nuestras mujeres» es el eslógan de guerra dominante. Mientras estos enfoques permiten de hecho tener en cuenta la violencia que las mujeres experimentan en ausencia de la ley, también convierten los cuerpos de las mujeres en monumentos nacionales en los que se persiguen los ideales de la masculinidad, la integridad y otras agendas políticas. En consecuencia, el debate acerca de la violencia sexual ha sido capturado por ambos bandos de la guerra para reunir apoyo popular para sus intervenciones violentas. Por un lado, el campo anti-FAR pone el acento en los casos de violación mediante el reporte y la generación de un discurso positivo sobre su carácter criminal; por el otro, los crímenes en curso e históricos de los ejércitos han sido blanqueados al ser aclamados como una institución nacional cuyo mandato es defender a las masas.
Las fisuras en el discurso de los derechos de las mujeres de posguerra han generado mucha más violencia contra ellas. El uso de la violencia sexual y de género como una táctica de presión ha desalentado y a veces impedido que las mujeres reportaran los incidentes. Esto sucede particularmente cuando los perpetradores son miembros del ejército. Mientras tanto, las víctimas de violaciones por parte de las FAR también son silenciadas pese a estar en el centro del discurso antibélico. Impedidas de presentar sus experiencias al tiempo que son reducidas a objetos para aumentar la escala de las atrocidades de las FAR, sus calvarios son pronto olvidados, al igual que el acto atroz que se perpetró contra ellas.
Nota: la versión original de este artículo, en inglés, se publicó en Africa Is a Country el 30/5/2024 y está disponible aquí. Traducción: María Alejandra Cucchi.