Por Pedro Karczmarczyk*
(para La Tecl@ Eñe)
Nuestro país conmemora, hacia fines de este año, 40 años ininterrumpidos de democracia. Se trata del ciclo más largo de gobiernos constitucionales desde la instauración del sufragio universal, secreto y obligatorio en 1912. Flota en el aire, me parece, cierta inquietud, cuarenta años, a diferencia del “bicentenario”, es una magnitud que, por exceso o por defecto, se aprecia en una escala vivencial. Para algunos es más de lo que llevan vivido, para otros es toda su vida adulta, para otros, en fin, es un corte en sus biografías. Esta dimensión vivencial, que traslada a lo medido todas las incertidumbres y fragilidades propias de la vara con la que se mide, contrasta con la profundidad con la que la democracia ha calado entre nosotros como forma de vida. No me refiero, en primer lugar, a los rituales eleccionarios, aunque los incluyo, sino a una dimensión más capilar de la vida social, que transcurre en las aulas, en las salas de los hospitales, en los lugares de trabajo, en los sindicatos, desperdigada por todas partes, en definitiva, donde estamos atravesados por cierta idea de la democracia. No es que la vida social sea homogéneamente democrática, sino más bien que cierta idea de la democracia puja allí como un principio de organización y de crítica. Fenómenos como los reclamos por una genuina democracia sindical, de más larga data que el período que hoy se conmemora, el fenómeno asambleario de la crisis de 2001, la organización política de los trabajadores desocupados, la del movimiento de mujeres y diversidades de género, o conatos de organización igualitaria en distintos ámbitos dan cuenta de la vitalidad de la idea democrática a la que me refiero. Ricardo Piglia, en su notable novela ensayística El camino de Ida, al salir a la búsqueda del contraste entre sus vivencias de la sociedad norteamericana y de la nuestra, destacaba, justamente, que en la primera prevalecen las salidas individuales ante los problemas. La figura del “Unabomber”, aquel lunático que supo tener en vilo a la academia estadounidense, y que para Piglia encarnaba la realización individual de un programa político, le servía para examinar su tesis. Piglia enmarcaba a esta figura en la tradición literaria norteamericana, donde el individuo enfrentándose por su cuenta con la naturaleza representa algo así como un símbolo del hombre que asume auténticamente su condición. En contraste, postulaba Piglia, en la Argentina los descontentos individuales buscan una salida colectiva. Otro argentino notable, Ernesto Laclau, quiso apresar en ecuaciones la dinámica por la cual las demandas se asocian unas con otras para superar la lógica del mero agregado.
La escala vivencial habilita, y quizá extrema, las caracterizaciones del acontecimiento a la medida de los intérpretes. Así escuchamos hablar de la crisis de la mediana edad de la democracia argentina a sujetos que, previsiblemente, atraviesan esa crisis, o aquella otra que caracteriza a este universario como la recuperación definitiva de la democracia, sin que falten los diagnósticos apocalípticos. La primera caracterización trasunta un velado optimismo, ya que los individuos usualmente, luego de un período de turbulencias, logran dar vuelta la página de la juventud para asentarse en la madurez, acomodándose a los disfrutes que esta etapa ofrece. La idea de recuperación definitiva de la democracia es probablemente superyoica, enuncia como un hecho lo que se siente que debería ocurrir, e intenta conjurar con una palabra acerada las grietas que en lo real indican la fragilidad de los cimientos. Hay allí, evidentemente, cierta desmesura, una descripción de la realidad a la medida de los deseos, o tal vez se trate de la negación sintomática de una fragilidad sentida que se desea conjurar. El diagnóstico apocalíptico quiere ver en el momento actual un retroceso inaudito, pero produce por contraste la idea de un paraíso perdido que la escala vivencial desmiente sin cortapisas. Por mi parte, escribo estas líneas sintiendo que la moneda gira en el aire, que el significado o, tal vez sería mejor decir, las connotaciones de este acontecimiento, “cuarenta años ininterrumpidos”, no están definidas. Lo cierto, sin embargo, es que sin que sea un debate abierto, lo que sería de desear, el sentido del acontecimiento y sus connotaciones primarias están seriamente disputados. El ánimo general parece ser el de una alegría sin frescura, como si la conmemoración obligara a confrontar dolorosamente lo que pudo ser o se quiso que sea con lo que es.
Retrocedamos un paso y detengámonos un momento en la idea de que la moneda gira en el aire. En efecto, una mínima reflexión nos muestra que un fragmento de una serie no define a la serie como un todo, allí está Wittgenstein, o incluso las novelas de Guillermo Martínez, para el que quiera asomarse a esas perplejidades. Basados en tales consideraciones, o por mero olfato empirista, los historiadores saben que el sentido de los acontecimientos históricos depende, en general, de sus efectos. Nada puede ser una bisagra en la historia si lo que viene después no implica un giro que lo tome como eje. Una vez cristalizado el acontecimiento, es difícil saber si el eje posibilita el giro, o si todo lo que se mueve en torno suyo, nos provoca la ilusión de que hay algo fijo, el eje, que operaría como una causa distante de lo que ocurre tiempo después. Es como con la decisión de dejar de fumar, que sólo es tal, y no autoengaño, cuando es seguida de las consecuencias requeridas, aunque nadie podría negar la importancia de convencerse para llegar a una decisión. Todo apunta, en consecuencia, a la conveniencia de ver las metáforas como lo que son, puntos de apoyo pero también, a veces, baldosas flojas. Recientemente, la película “Argentina 1985” enfocó los juicios a las juntas desde la clave del concepto griego de kairós, que alude a un lapso limitado en el cual los acontecimientos pueden ocurrir, luego del cual esa posibilidad se desvanece, como una ventana que se abriera dejando pasar el aire por un rato, y tal vez, pero sólo tal vez, permitiendo que entre un pájaro a la habitación. Kairós quiere decir que la historia, a diferencia de las mónadas, tiene ventanas, es decir, comercio con la contingencia. Creo que “Argentina 1985”, al analizar el acontecimiento del juicio a las juntas a partir de su fragilidad, de su contingencia, de las varias cosas que le eran necesarias, indispensables, pero ninguna de ellas suficiente por sí misma, nos habla de las distintas formas en las que el acontecimiento podría haberse frustrado. Me parece una saludable manera de reparar en aquello que, por costumbre, tendemos a dar por sentado.
La moneda gira en el aire también en este texto, porque ya en las primeras frases entraron, o quedaron en el umbral, pugnando por ingresar, muchos elementos. Entraron la marca histórica inaudita de la continuidad institucional, el sufragio popular, los gobiernos constitucionales, quedaron en el umbral, aludidas, las interrupciones de un orden, los gobiernos de facto, una cierta idea de la soberanía asociada al sufragio popular. Un poco más allá, más difusas, pero a la mano tan pronto como nos hagamos otras preguntas, aparecen ciertas dimensiones de la realidad que aluden a otras continuidades y cambios irreductibles a nuestro punto de observación de la continuidad o interrupción democrática. En efecto, el sufragio popular se concretó en 1912 con la ley Sáenz Peña, respondiendo a una serie de luchas previas que no sólo pugnaban por el sufragio, y lo hizo también con alcances y límites definidos: sólo podían votar los varones argentinos, las mujeres e inmigrantes en general no podían hacerlo. Pensemos que el sufragio popular y la “ley de residencia”, que permitía al gobierno argentino expulsar del territorio nacional sin más consideraciones a los inmigrantes comprometidos en actividades políticas o sindicales, son contemporáneos.
De esta otra dimensión, que acabamos de hacer ingresar en nuestro texto, podemos esperar un rendimiento doble. Por un lado, tenemos a la democracia, al sufragio popular, a los gobiernos que resultan de estos, es decir, a aquello cuya continuidad se conmemora, un conjunto de mecanismos que hacen a la forma de gobierno, a la política. Por otro lado encontramos una dimensión más amplia, a la que ya aludimos más arriba como “forma de vida”, que contiene a la política, que influye sobre la política (el sufragio popular responde a luchas de aquellos excluidos del juego político y que por ello mismo, no podían expresarse en el plano de la política institucional) y que es también influida por la política. Podríamos llamar a esta dimensión, según un uso extendido, “lo político”, pero creo que hablar de “lo social”, abstrayéndonos de las connotaciones de armonía o consenso que a veces se le añaden a este término, marca mejor su heterogeneidad con, y por eso, contribuye mejor a definir la especificidad de la política.
En la dimensión de lo social están la familia, la escuela, la iglesia, el mundo del trabajo, es decir la economía y otras tantas dimensiones, como los medios de comunicación, el deporte, asociaciones varias, etc. Se trata de ámbitos en los que también hay continuidades y rupturas que se miden de manera relativamente independiente de las continuidades y rupturas de la política.
Por ejemplo, la escuela pública, laica y obligatoria marcó una discontinuidad importante y estableció a su vez los carriles de cierta continuidad, que sufrió diversas alteraciones, al punto que hoy podemos interrogarnos sobre su continuidad. En efecto, la escuela pública que funcionaba como un continente que acogía en su seno las diferencias (la escuela del centro, la del barrio y la escuela rural, etc., una escuela “para todos”, pero que proponía un camino, una serie de etapas, primaria, secundaria, universidad, que no todos podían sin embargo seguir), no es lo mismo que una escuela pública contenida en un espacio más amplio, es decir que deja de funcionar como continente y que queda alojada en un espacio mayor donde hay escuelas privadas religiosas de distintos credos, y escuelas privadas laicas. El registro civil implicó un cambio sobre el registro parroquial de los bautismos y estableció los carriles de otra continuidad, como también lo hizo el “matrimonio civil” que heredó ciertas concepciones de su antecesor religioso, conviviendo en paralelo con el mismo, cuando en general un matrimonio implicaba dos ceremonias, basta mirar viejas tarjetas de participación en un casamiento, y que se verá modificado tiempo después, un poco a medida en que este maridaje entre las dos formas de matrimonio, civil y religioso, se vaya destiñendo, en el ciclo de 40 años de democracia, con el reconocimiento del divorcio primero y del matrimonio igualitario luego, que implicaron una redefinición mayúscula.
Nuestras observaciones podrían dar la impresión de una primacía de la política sobre lo social, ya que al hablar de la escuela pública o del matrimonio civil hablamos de cambios que tienen su génesis en la sanción de leyes. Sin embargo, si pusiéramos la lupa sobre estos ejemplos para observarlos con más detalle, veríamos que la generalización de la escuela pública se articuló con cambios en el mundo del trabajo, más diversificado e incapaz de reproducir las habilidades requeridas de los operarios en el local donde se trabaja, y en la necesidad de integrar social y culturalmente, e incluso lingüísticamente, a un contingente humano en buena parte resultado del aluvión inmigratorio. También podríamos ver que en tanto sustrato ideológico, la escuela pública se articuló con las demandas por el sufragio popular. Si consideramos otros ejemplos, como cambios en el interior de la iglesia, la aparición de nuevos cultos o la organización sindical de los trabajadores, tendríamos que volver a reconocer una dinámica relativamente independiente de las leyes y las regulaciones estatales, es decir, de lo que aquí denominamos la política. Dicho de otra manera, la política, las leyes y las regulaciones, pueden reconocer, ser indiferentes o perseguir ciertos aspectos de la vida social, pero ello mismo confirma que lo social tiene cierta autonomía respecto a la política (y viceversa) y que influye sobre ésta de distintas maneras. Ambas series tienen pues una autonomía relativa. Para decirlo con Aristóteles: “continuidad”, y por consiguiente “ruptura”, se dicen de muchas maneras.
Esta tensión entre las leyes y lo social es constitutiva del pensamiento político nacional, al menos desde 1810, pasando por la generación romántica, que constataba la irreductibilidad de lo social a las normas explícitas, atravesando los planteos del Facundo de Sarmiento y llegando hasta nuestros días a través de distintas configuraciones más recientes de las que querríamos ocuparnos.
Si hemos hecho este largo preámbulo es porque nos parece que la democracia se instauró entre nosotros como un discurso totalizador. Recordemos que el entonces candidato Raúl Alfonsín pregonaba, durante su campaña electoral de 1983, que con la democracia se come, se cura, se educa, y que incluso la democracia podía levantar las cortinas de las fábricas cerradas durante la dictadura militar de 1976-1983. En ese discurso la democracia se presentaba como el punto fijo que solicitaba Arquímedes para, con un brazo de palanca conveniente, correr de lugar al mundo entero. A esto le llamamos discurso totalizador, a un discurso que remite todas las circunstancias a un núcleo esencial. Probablemente suene paradójico que achaquemos voluntad de totalización a un discurso democrático que se definía, justamente, por la exclusión de las opiniones obstinadas, como sostenía un artículo de Albert O. Hirschman traducido por Punto de vista en los años ochenta. Hirschman argumentaba que la democracia requiere la exclusión de las convicciones fuertes, de aquello que, por tratarse de una verdad para alguien, no requiere de una argumentación que la establezca, ya que le resulta evidente. El problema con las evidencias es que se bastan por sí mismas, por ello la política democrática las excluye, o lo que es lo mismo, las admite a condición de que se conviertan en meras opiniones, de manera que la construcción de la verdad resulte de un proceso colectivo de deliberación. En este sentido, el discurso democrático es antitotalitario, todo saber sobre la política, sobre sus alcances y sus límites, aparece en el mismo como una opinión obstinada, y el paso previo para que se la considere en la arena política es que se convierta en mera opinión. Pero ser antitotalitario no le impide al discurso democrático ser totalizador, ya que para el mismo la manera en que se come, se educa, se cura o se produce es consecuencia de la manera en la que se tramita el gobierno, y en particular la tramitación democrática, al tener en cuenta a todos y no sólo a unos pocos individuos, sería singularmente potente, si no omnipotente, como lo invocaba el cántico “¡el pueblo, unido, jamás será vencido!”. Es decir, que tiene que reclamar una primacía absoluta para la política en su relación con lo social.
Es interesante observar la manera en la que esta concepción se anuda con una opción política. En 1982 o 1983 la sociedad argentina atravesaba una crisis ostensible. Se venía de perder la guerra de Malvinas, se comenzaba a tener conciencia masivamente de los desaparecidos y los campos clandestinos de detención, el desempleo y el deterioro económico eran palpables, la inflación era alta y sostenida, llegando a dispararse incluso un proceso hiperinflacionario en 1983. Toda intervención política supone un diagnóstico de la situación, y la política hizo entonces el suyo: la decadencia nacional, esto es, las formas precarias en las que entonces se comía, se curaba, se educaba y se trabajaba, se debían a la ruptura del orden constitucional. Alfonsín lo verbalizaba a los cuatro vientos, la película La república perdida ofrecía una versión de esta idea para el gran público y Carlos Nino ofrecería, algunos años después, la teoría de este diagnóstico en Un país al margen de la ley.
No es que esta convicción no haya sido desafiada. Los cuestionamientos aparecieron tempranamente, por derecha y por izquierda. Por derecha, los militares reclamaban que la reorganización nacional, al derrotar al proyecto revolucionario, había puesto las bases sociales sobre las que se erigía la joven democracia argentina. Por izquierda, se criticaba la concepción de la dictadura del gobierno de Alfonsín, cuestionando que la interpretación histórica de la dictadura se realizara en términos restrictivamente jurídicos. Al encorsetar los acontecimientos en una matriz jurídica, la dictadura quedaba reducida, en cierta manera, a los crímenes de la dictadura. Los juicios se concentraron en el brazo ejecutor militar, y esto constituyó el núcleo de una lectura del pasado y del presente, oscureciendo las responsabilidades económicas y políticas generales de los distintos actores intervinientes en la dictadura. Por derecha y por izquierda, con valoraciones distintas, se le reclamaba a la autoconciencia de la joven democracia argentina que no quisiera mirar al proceso que había tenido lugar en la sociedad más que como efecto, desestimándolo como causa. Como lo sintetizó Fogwill por entonces, el error consistía en creer que la derrota política de los militares implicaba la derrota del proceso de reorganización nacional. De allí se seguían una serie de valencias paradójicas: que los derrotados se percibieran como vencedores, que los militares fueran socialmente considerados como los responsables intelectuales del proceso de reorganización nacional y que los genuinos vencedores, aquellos que para disfrutar de su victoria no precisaban declararla, quedaran fuera del campo del análisis político, sin que se les exigiera decir una palabra.
Lo cierto es que este discurso crítico desde la izquierda no consiguió organizar las posiciones resistentes, o no lo consiguió masivamente, logrando, sin embargo, obtener resultados importantes en la investigación historiográfica, económica, etc. Incluso es plausible sostener que este discurso es el trasfondo ideológico en el que hay que buscar la transformación de la política nacional que implicó la caducidad de los indultos y la reapertura de los juicios a las juntas militares. Pero considérese que, si entonces el sintagma “Dictadura cívico-militar”, o incluso “cívico-militar-religiosa” adquirió cierta circulación masiva, el impacto de esta operación ideológico-conceptual pasó, una vez más, por el ámbito judicial, alentando la posibilidad de juzgar a los responsables empresariales de la dictadura, un terreno cuyo impacto simbólico no hay que desdeñar, pero cuyos resultados son, por definición, limitados. El otro ámbito en el que esta formulación podría tener impacto había sido señalado con claridad en 1977 por Rodolfo Walsh en su “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar” según la cual lo más siniestro de la dictadura no estaba en los campos clandestinos de detención, sino en su plan económico, en la miseria planificada. Sin restarle importancia a lo que ocurre en los tribunales, lo cierto es que un proceso social de estas características no se puede reparar en los tribunales. En este terreno, la democracia argentina se encontró con múltiples dificultades, el mundo había cambiado entretanto y la posibilidad de reconstruir el viejo modelo de acumulación basado en la sustitución de importaciones podría discutirse largamente con resultados inciertos. Pero lo cierto es que la democracia ha implicado retrocesos significativos para una política de desarrollo que contemple el bienestar de la población, como lo que ya sugerimos a propósito del retraimiento de la escuela pública, o el hecho de que en una economía muy dependiente de los recursos naturales como la argentina, la constitución de 1994 le otorgue la negociación a los estados provinciales, un actor constitutivamente más débil que el Estado Nacional. Estos temas no ocupan hoy con la fuerza requerida la agenda de la política democrática.
Se podría encontrar en esta crítica de la democracia realizada desde la izquierda las características de otra totalización, que, para simplificar, considera que la manera en la que se come y se trabaja explica la manera en la que se cura, se educa y se gobierna. De allí que se avisore que la resolución del estado actual consiste en una vuelta al conflicto original en un nuevo estadio. No es de sorprender que la izquierda haya estado dominada por un sentimiento de nostalgia. Tal vez convenga entonces recordar aquello que alguien dijo, alguna vez, acerca de que nunca suena solitaria la hora de la última instancia. En tal caso, sería vana cualquier esperanza en los retornos históricos. El momento actual es un complejo enmarañado de entramados estructurales que con sus continuidades y rupturas hacen que una sociedad se individualice. En el momento actual hay, naturalmente, efectos del pasado, e incluso hay lo que podríamos llamar “supervivencias” del pasado pero su retraso es sólo aparente, su eficacia, que existe, depende de su posición en el momento actual.
Hace algunos años, en una película, Kelly Reichardt propuso una magnífica visión de un estado de ánimo poco visitado. En la película “Old Joy”, que podría traducirse como “Alegría vieja” o incluso como “Alegría gastada”, se relata el reencuentro, ya adultos, de dos viejos amigos de la adolescencia o de la infancia que deciden realizar juntos una excursión al bosque. La película está plagada de escenas de intimidad precaria, frágil, a veces decididamente malograda, que poco a poco van dejando claro que el camino recorrido ha hecho de las suyas en el lugar que cada uno de ellos tenía en el otro. La vida, con su temporalidad polifacética que la torna imprevisible, es también irremediablemente presente. En virtud de ello se me ocurre que no es una mala idea preguntarnos hoy, nuevamente, si es cierto que con la democracia se come, se cura, se educa y se trabaja, y si no ocurre también que la democracia que tenemos es un resultado de la manera en que se come y no se come, se cura y no se cura, se educa y no se educa, y se trabaja y no se trabaja. Intuimos que la imaginación política podría buscar allí algunas pistas para proponer una política democrática que sea algo más que una alegría gastada.
*Profesor de filosofía, UNLP, Investigador de Conicet.