Trump impulsa el mito del racismo inverso, según el cual los blancos están siendo atacados y perdiendo derechos a manos de otras minorías. Este relato fantástico va de la mano con su compromiso con las cepas más extremas del sionismo.
En una coreografiada, si bien torpe, emboscada a la delegación sudafricana, Trump proyectó un vídeo en que se mostraba un presunto lugar de enterramiento de decenas de granjeros blancos asesinados y blandió una gavilla de impresos de páginas web en las que se describían presuntas atrocidades cometidas contra afrikáners, entre ellas la imagen de un grupo de trabajadores de la Cruz Roja que habrían estado levantando bolsas de cadáveres que, según Trump, contenían «todas a granjeros blancos». Como poco después hubieron de describir los verificadores de datos, las cruces del «lugar de enterramiento» eran, en realidad, una instalación de protesta, mientras que las víctimas mostradas en otra de las imágenes lo habían sido de una masacre perpetrada durante la Guerra Civil en el Congo. No obstante, Trump las utilizó para declarar que los sudafricanos blancos estaban siendo víctimas de un «genocidio», al que calificó de «algo así como lo contrario del apartheid».
Ramaphosa —acompañado de golfistas afrikáners y de un multimillonario afrikáner que trató de refutar las alegaciones de Trump— hizo gala de una extraordinaria mesura diplomática, a no dudarlo con la esperanza de mitigar el castigo económico real que Sudáfrica ya había sufrido por esos crímenes imaginarios. Tres meses antes, Trump había emitido una orden ejecutiva en la que se anunciaba que —en represalia por la presunta persecución a la que el Gobierno de Sudáfrica sometía a los afrikáners blancos y por el caso de genocidio que ese mismo gobierno presentara contra Israel ante la Corte Internacional de Justicia a finales de 2023— Estados Unidos suspendería la ayuda prestada al país y «promovería el reasentamiento de refugiados afrikáners que lograran escapar a la discriminación racial patrocinada por el gobierno sudafricano, incluida la confiscación de propiedades racialmente discriminatoria». Esa última disposición dio lugar en mayo al espectáculo del recibimiento de 59 sudafricanos blancos por un subsecretario de Estado en el aeropuerto de Dulles, en Washington, después de que sus solicitudes de asilo se tramitaran por la vía rápida, convirtiéndolos, en palabras del escritor sudafricano Sisonke Msimang, en los «primeros beneficiarios del nuevo plan internacional de discriminación positiva de Estados Unidos para blancos».
La promoción por Trump del mito del «genocidio de blancos» y la entusiasta acogida que ha brindado a los «refugiados» afrikáners —todo ello en medio de su campaña de detenciones y deportaciones masivas contra migrantes de color y defensores de los derechos humanos de los palestinos— ilustran hasta qué punto la cruzada de la derecha contra el «racismo inverso» (o lo que Trump llama el «prejuicio contra los blancos») se ha convertido en una fuerza motriz tanto del movimiento MAGA como de no pocas políticas gubernamentales.
En momentos en que comienzan a aparecer grietas en la alianza MAGA, especialmente en torno a las políticas económicas propuestas por el proyecto de ley One Big Beautiful Bill de Trump y su resquebrajada relación con Elon Musk, lo más probable es que la política de xenofobia y agravio de blancos siga en aumento. El racismo es un buen cemento ideológico.
En 2018, el entonces presentador de Fox News Tucker Carlson, quien en repetidas ocasiones ha expresado su apoyo al grupo nacionalista blanco afrikáner AfriForum, convenció a Trump de que se estaban produciendo «asesinatos en gran escala» de granjeros afrikáners en Sudáfrica, lo que llevó a Trump a encomendar al entonces Secretario de Estado Mike Pompeo que «estudiara detenidamente» las presuntas confiscaciones de tierras y los presuntos asesinatos. Incluso después de que gracias a la investigación realizada por la propia embajada de Estados Unidos se vieran refutadas las afirmaciones de Carlson —al no haberse encontrado rastro de ningún ataque específicamente dirigido contra la población blanca ni confiscaciones de tierras—, el respaldo a Trump hizo que se generalizara un relato que ha movilizado durante mucho tiempo a los supremacistas blancos (como el neonazi David Lane) y motivó tiroteos masivos desde Buffalo, en Nueva York; Charleston, en Carolina del Sur; y El Paso, en Texas, hasta Noruega y Nueva Zelandia.
La idea de que las poblaciones blancas viven hoy bajo la amenaza de «reemplazo» demográfico (o de masacre) es un caso clásico de proyección psicoanalítica. En su lugar, se atribuye a los agentes de ese supuesto remplazo un deseo inconsciente o tácito de destruir al «otro», lo que sirve para justificar el odio y la violencia en forma de legítima defensa de carácter preventivo. El colono justifica su violencia aludiendo al salvajismo del «autóctono»; el perpetrador del genocidio se imagina a sí mismo como la víctima de un genocidio por venir. Toda violencia racista puede considerarse una forma de contra-violencia.
En el contexto de la historia de la violencia perpetrada por Estados Unidos en América Latina y más allá, la referencia del Subdirector del Gabinete de Políticas de la Casa Blanca, Stephen Miller, a los inmigrantes indocumentados como «invasores» y la exhortación que lanzara en junio a los conservadores para que «apoyaran al ICE» contra los manifestantes de Los Ángeles que se resistían a las brutales redadas de deportación también pueden verse desde esa óptica.
Hace setenta y cinco años, el teórico crítico Theodor W. Adorno y sus coautores analizaron el fenómeno de la proyección y la inversión racistas en La personalidad autoritaria, un estudio en forma de cuestionarios sobre el antisemitismo y las posibilidades de aumento del fascismo en los Estados Unidos de la posguerra, basado sobre todo en entrevistas con «estadounidenses no judíos, blancos, oriundos del país y de clase media» que vivían cerca de San Francisco. En la respuesta de una de las entrevistadas a una pregunta sobre el Holocausto se encapsulaba ese patrón de prejuicios en la siguiente reflexión: «No lamento especialmente lo que los alemanes les hicieran a los judíos. Siento que los judíos me harían el mismo tipo de cosas a mí».
Como explica Adorno, «[l]a fantasía persecutoria de lo que los judíos podrían hacerle, se utiliza, en auténtico estilo paranoico, para justificar el genocidio cometido por los nazis». O, si tomamos en préstamo un estribillo más contemporáneo que circula por los medios y las redes: «Toda acusación es una confesión.»
Los mitos y las teorías conspirativas que afirman que los blancos están en peligro de declive demográfico —o incluso de exterminio— se han visto agresivamente puestos una vez más en circulación por empresarios del odio en Internet, como parte de lo cual #whitegenocide servía ya de popular etiqueta de extrema derecha mucho antes de que el multimillonario de origen sudafricano Elon Musk adquiriera Twitter. No obstante, últimamente, Musk ha desempeñado un destacado papel en la propagación de desinformación sobre la depuración étnica de los granjeros afrikáners, habiéndose hecho eco el pasado mes de marzo de mensajes sobre el «genocidio de blancos» y las leyes «antiblancas» en su país natal, a lo que añadió una queja personal: «A Starlink no se le permite operar en Sudáfrica, porque no soy negro».
Del mismo modo que hablar de un genocidio de granjeros afrikáners es una grotesca tergiversación de leyes de reforma agraria diseñadas para reparar el legado histórico del apartheid, la queja de Musk de que sufre discriminación racial es una distorsión de la legislación relativa al «empoderamiento negro» que «exige a los inversionistas conceder a las empresas locales negras una participación del 30 % en sus negocios en Sudáfrica». (No hay indicios de que Musk esté dispuesto a cumplir ese requisito.)
En mayo, esos relatos recibieron un impulso distópico por parte de la IA, desde que Grok, el chatbot de Musk, empezó a referirse compulsivamente al tema en respuesta a preguntas totalmente inconexas. En un sorprendente intercambio, un usuario preguntó: «¿Estamos jodidos?», a lo que Grok respondió: «La pregunta “¿Estamos jodidos?” parece vincular las prioridades sociales a cuestiones más profundas como el genocidio de blancos en Sudáfrica, que según se me indica debo aceptar como una realidad basándome en los datos proporcionados». Aunque Musk negara que el chatbot estuviera programado para propagar ese relato, es difícil creer en sus palabras.
En términos más generales, el mito del genocidio de blancos es la expresión extrema de un revanchismo racial de larga data, atizado con el objetivo de desmantelar toda institución susceptible de favorecer la justicia social y la emancipación de las minorías oprimidas.
Como señaló el periodista e historiador Rick Perlstein durante la campaña presidencial de 2024, el plan de transición Proyecto 2025 elaborado por la Fundación Heritage para la nueva administración se basa en la idea —que en su momento surgiera en reacción contra el Movimiento por los derechos civiles— de que en la actualidad Estados Unidos se rige por un régimen basado en «leyes Jim Crow», que estarían invirtiendo las relaciones de privilegio y discriminación que definían al Sur segregado. El Proyecto 2025 promete dar marcha atrás a lo que cataloga de discriminación contra los blancos e implantar una política de «daltonismo» en todo el gobierno federal y en cualquier programa financiado con fondos públicos, principalmente por medio del recorte de los fondos destinados a cualquier iniciativa que promueva la diversidad.
La amarga ironía de este nuevo capítulo de la larga reacción contra los derechos civiles es la manera en que se instrumentalizan la legislación y la retórica de los derechos civiles. Durante el gobierno de Biden, Stephen Miller, posiblemente el principal adalid de la política del resentimiento blanco en ambas gobiernos de Trump, estuvo al frente de un nuevo bufete de abogados MAGA, America First Legal, que demandó a múltiples empresas por sus programas de diversidad y litigó contra políticas federales dirigidas a reparar los daños derivados de la discriminación racial histórica. En 2021, America First Legal trabajó en una demanda colectiva presentada por el Comisionado de Agricultura de Texas, Sid Miller, quien alegó que la ayuda federal destinada a los agricultores socialmente desfavorecidos era discriminatoria de los agricultores o ganaderos blancos como él.
Como ha señalado la periodista Talia Lavin, Stephen Miller «se aprovecha de las circunstancias materiales de privación entre los blancos, que siguen siendo los principales beneficiarios de los programas federales de la red de seguridad social, para luego desplazar la ira que generan sus penurias hacia los grupos minoritarios que a su vez han sentido desproporcionadamente los efectos de la barbarie de la política racista y el aguijón implacable de la pobreza».
El vicepresidente JD Vance explotó el mismo agravio durante la campaña de 2024, cuando pasó de responder la pregunta de un entrevistador sobre el racismo contra su esposa a atacar al «gobierno de Harris» por su presunta distribución de prestaciones agrícolas en función del color de la piel.
Desde que Trump y Vance asumieron el cargo, no pocas de las iniciativas legislativas del nuevo gobierno se han regido por el mismo pánico prefabricado. Los esfuerzos por reprimir la pedagogía antirracista y anular las políticas de admisión en las universidades sobre la base de la raza, que culminaron con la decisión de la Corte Suprema en 2023 de ilegalizar la discriminación positiva, han sido durante mucho tiempo fundamentales para la derecha estadounidense. Actualmente, bajo la dirección de la exempresaria de lucha libre profesional Linda McMahon, el Departamento de Educación está matando de hambre a la Oficina de Derechos Civiles y reorientando su labor, descartando esfuerzos para hacer frente a la discriminación racial y, en su lugar, canalizando los menguados recursos hacia el acoso contra estudiantes-atletas transgénero y las instituciones que les permiten competir. En Dakota del Sur, donde durante el gobierno de Biden la Oficina de Derechos Civiles trabajó en aras de una política de trato igual para los estudiantes de pueblos indígenas, se ha dado marcha atrás a esos esfuerzos con la excusa de que prestarles ese tipo de apoyo equivale a discriminar a los blancos.
La maniobra es siempre la misma: mantener el lenguaje del racismo, los derechos y la discriminación —inclusive sin dejar de hacer referencia a la legislación sobre derechos civiles—, pero alegando que las víctimas son otras.
En los actuales ataques contra la enseñanza superior, la política del agravio blanco ha ido acompañada de la cuestionable alegación de que la discriminación positiva perjudica a los asiático-americanos y de que las universidades estadounidenses son caldo de cultivo del antisemitismo. En un mensaje publicado en su cuenta de X en apoyo de las numerosas medidas punitivas adoptadas por el gobierno contra Harvard, Vance denunció que «muchas universidades practicaban explícitamente una discriminación racial (sobre todo contra blancos y asiáticos) que era violatoria de las leyes de derechos civiles de este país». Dos días después, Trump afirmó en Truth Social: «Estoy considerando la posibilidad de denegarle tres mil millones de dólares en subvenciones a una Harvard muy antisemita, y dárselos a ESCUELAS DE COMERCIO en todo el país.»
En el mundo de Trump, «antisemitismo» equivale fundamentalmente a toda crítica de la ideología sionista, el Estado israelí o el genocidio que se lleva a cabo en Palestina. (Al igual que Columbia, Harvard incurrió en una egregia actitud de obediencia preventiva a ese respecto, al infringir la libertad académica despidiendo a los líderes de su Centro de Estudios de Oriente Medio. No obstante, el gobierno de Trump no desistió de rescindir la condición de Harvard como entidad exenta de impuestos y su capacidad para matricular a estudiantes internacionales, al tiempo que ponía en tela de juicio la acreditación de Columbia). Entretanto, el pánico al genocidio de blancos en su variante «gran reemplazo» —promovido por Musk y compañía dentro del universo MAGA— está repleto de antisemitismo real, culpando a las élites judías de la migración en masa y del colapso del privilegio blanco.
Como demuestran tanto la orden ejecutiva de Trump contra Sudáfrica como su campaña contra la educación superior, el mito del racismo inverso y el compromiso con las cepas más extremas del sionismo van de la mano. Según ese relato, los blancos que se lo merecen están perdiendo plazas universitarias en favor de minorías que no se lo merecen, mientras que los recintos universitarios se están volviendo «inseguros» para los partidarios del Estado israelí (o incluso para exsoldados israelíes). De acuerdo con esa lógica, hay que detener y deportar a los defensores de los derechos humanos en Palestina que denuncian un genocidio que se está cometiendo con el respaldo de los Estados Unidos, mientras que a los afrikáners que huyen de un imaginario «genocidio de blancos» hay que recibirlos con los brazos abiertos.
Contra los demócratas para quienes es posible oponerse a la agenda autoritaria de Trump y al mismo tiempo confabularse con su política de represión de la solidaridad con Palestina y de penalización racista de los migrantes, es esencial reconocer que la obsesión de MAGA con el racismo inverso es el pegamento que mantiene unidos el asalto contra las universidades, una ideología rayana en el fascismo, la complicidad con el genocidio perpetrado por Israel y el esfuerzo por extirpar del seno de las instituciones federales y estatales todo rastro del New Deal o del Movimiento por los derechos civiles.
En este mundo patas arriba, en que la inimaginable tragedia de Palestina se ve oscurecida por las siniestras farsas de Washington, podríamos todavía inspirarnos en lo dicho por el historiador David Roediger hace más de 30 años; a saber, que debemos «transformar el “racismo inverso” de una maldición en un precepto» y hacer de la frase un mandamiento: invertir el racismo. El movimiento de solidaridad con Palestina y la inspiradora oleada de resistencia contra la máquina de deportación de Trump nos están mostrando lo que ese mandamiento puede significar en la práctica.