Ahí están de nuevo

 

¿Civilizar el neoliberalismo?

-Albino Prada –

Minouche Shafik dirige desde 2017 la London School of Economics (LSE) y desde allí un programa de investigación denominado “Beveridge 2.0”. En este ensayo refiere como W. Beveridge, que dirigiera la LSE entre 1919-1937, fue el padre del contrato social derivado de la post-guerra mundial: el Estado de Bienestar. Con un informe que en 1942 concretó un sistema nacional de salud, de pensiones, seguro de desempleo e ingresos mínimos (sería el “Beveridge 1.0”).

Claro que entre W. Beveridge y M. Shafik por la LSE pasó también pasó un tal F. Hayek –corría el año 1950- que con su colega M. Friedman impulsaría[1] el “liberalismo y la economía de libre mercado” según la autora.

Creo que lo mucho que Shafik concreta de este “liberalismo” (que otros llamamos “neoliberalismo”, término que ella rehúye), explicaría que “nuestro contrato social vigente ya no funcione”. Siendo de entrada más que preocupante que nuestra autora no impute a esta ruptura “liberal” la situación crítica que motiva su ensayo.

Y ello a pesar de que en una crucial gráfica de la página 223 nos presenta la herencia de buenos alumnos “liberales” -como Reagan y Tatcher- en forma de desplome de los tipos máximos marginales del impuesto sobre la renta entre 1979 y 2002, o en la página 230 del impuesto de sociedades. Un vaciado de los recursos disponibles para Beveridge 1.0 –todo un tratamiento de shock neoliberal- que Shafik se cuida muy mucho de rotular así. Quizás porque en su paso previo por el Banco Mundial, el FMI o el Banco de Inglaterra se lo haya enseñado, o quizás porque su Beveridge 2.0 no quiere ser más que un piadoso liberalismo inclusivo.

Esto que podría parecer un detalle terminológico o formal no lo es. Porque, como veremos, nuestra autora en su propuesta Beveridge 2.0 se limita a asumir y acomodarse a la catastrófica herencia económica neoliberal: desempleo, corrosión de la clase media, trabajos atípicos, digitalización monopolista, colapso climático, agotamiento de recursos, desigualdad. Una herencia que para ella son retos, presiones o desafíos, algo así como un marco incuestionable para su propuesta de contrato social.

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Repasemos aquí brevemente como se concreta esa sumisión, y sus consecuencias, en los diagnósticos y propuestas de su ensayo sobre infancia, educación, salud, empleo, vejez y perspectiva intergeneracional.

En un mundo con desempleo en aumento y con un crecimiento de la población insostenible es penoso comprobar como la pulsión natalista de la autora deforma su análisis. Una pulsión que no tiene otro motivo de fondo que el de disponer de “mano de obra” abundante que facilite la subordinación de los trabajadores al capital. De ahí las medidas de permisos de natalidad y de guarderías públicas pero no de reducción de la jornada laboral para todos (que podría caer hasta las 5 horas diarias). Porque no duda que las jornadas para las mujeres que quieran trabajar y tener hijos serán de 8 horas o de 4 (a tiempo parcial con sueldo parcial). Todo en aras del PIB y la productividad.

La educación también se considera como habilitadora de la “mano de obra” y del PIB y no como gran niveladora social, con la excepción de su cobertura hasta los 3 años en la medida en que facilita la entrada de las mujeres en el mercado laboral.

Y sobre esto pocas bromas se permiten en el nuevo contrato social. Pues, por un lado, “las personas que desearían trabajar a tiempo completo tengan que conformarse con hacerlo a tiempo parcial”. Y así en vez de reducción de jornada para todas estaremos unas a 8 horas y otras a 4 (nominales) ganando menos de la mitad. Y, por otro, la economía actual “obligará a que la próxima generación trabaje más años”. Con lo que en el mundo hiper tecnológico del siglo XXI no se trabajará menos cada día y, vaya por dios, se trabajarán aún más años.

Si se busca un culpable de todo esto no será la voracidad del capital: será el envejecimiento. La esperanza de vida creciente es, en este relato, una factura inasumible. Más años percibiendo una pensión y más años generando costes sanitarios y geriátricos. Solución: trabajar más años y ahorrar para la vejez. De nuevo nada de reparto del trabajo sino mayor concentración, y nada de financiar la seguridad social en base a todo el valor añadido y no sobre solo los salarios.

Esta es el mundo feliz de la adaptación Beveridge 2.0: “los trabajadores de edades más avanzadas…percibirán una pensión pública mínima, una pensión voluntaria de empresa, ahorros personales o un trabajo a tiempo parcial”.

En todos los casos ser mano de obra es la base para detectar necesidades y para financiarlas. Las rentas no salariales parecieran no tener nada que ver con todo esto. Y es por tal motivo que se descarta una Renta Básica Universal: por ser demasiado cara. Mejor, si acaso, un ingreso mínimo.

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Lo que se asume y a lo –mucho- que se renuncia en su propuesta de contrato social en todo caso debiera enfrentarse a una factura colectiva y a un esquema de financiación. Pero también en este caso el marco neoliberal hegemónico impone unas líneas rojas que la autora se cuida de desbordar. Para empezar no dedicándole un capítulo completo a esta crucial cuestión transversal.

Y así mientras se constata que el tipo máximo del impuesto sobre la renta se desplomó del 70 % a menos de 50 % entre 1980-2000, se asume que será muy complicado hacer que en los países ricos el presupuesto público supere el 40 % del PIB retrotrayendo aquel declive. Algo que también se comprueba para el Impuesto de Sociedades. Como quiera que propuestas como las de Piketty se consideran casi anecdóticas, lo que nos queda es la anorexia fiscal neoliberal tan bien trabajada desde 1980 hasta la actualidad. Que, por cierto, explica una deuda pública ilegítima que dejaremos a las espaldas de las próximas generaciones. Algo que la autora se cuida de aclarar en su apartado intergeneracional del contrato social.

Así las cosas en el ensayo no puede menos que reconocerse como en Estados Unidos (faro y guía mundial para casi todo) “mientras el tipo fiscal efectivo para las rentas del trabajo asciende al 26 %, las rentas de capital soportan un 5 %”. Difícil se hace edificar un contrato social para el siglo XXI con estas premisas. Más bien estamos en una guerra social.

Una guerra de clases en la que los muchos vamos perdiendo por goleada: 26 a 5. Siendo así que si no se iguala este marcador[2] diseñar un contrato social será un brindis al sol, un irreal consuelo para ingenuos o –aún peor- un engaño estratégico.

*

Cuando uno se plantea diseñar un “Beveridge 2.0” debiera tomar muy en serio estas palabras[3] del propio W. Beveridge (1945):

“garantizar que cada ciudadano del país, con tal de que trabaje y contribuya en lo que pueda, reciba un ingreso que lo mantenga a cubierto de sus necesidades”.

Y hacerlo sin asumir el mantra neoliberal (lo que Shafik hace al ni siquiera nombrarlo) y su herencia de líneas rojas (fiscalidad, productividad, competitividad, etc.). Solo entonces se podría dar acomodo cabal –y no retórico- a los criterios redistributivos de J. Rawls del velo de la ignorancia o al de las capacidades de A. Sen que ritualmente cita la autora.

Shafik, al contrario, se decanta hacia un programa habilitador de capacidades dirigidas al crecimiento frente a un programa compensador centrado en la redistribución. Lo que simplifica con esta dicotomía: tres cuartos de hucha, frente a un cuarto de Robin Hood. Primando el crecimiento económico frente al desarrollo social. Por una razón simple: “si el pastel aumenta, habrá un mayor trozo a repartir”.

De manera que se limita a garantizar un mínimo en las transferencias sociales (pensiones, ingresos, desempleo) e invertir al máximo en habilidades educativas que dinamicen el crecimiento del PIB. Para ella el norte del contrato social debe ser la productividad, de la que saldrán aquellos crecientes trozos a repartir. Aunque para tal fin, enigmáticamente, no se nombren los esfuerzos públicos en I+D+i, ni las inversiones públicas en infraestructuras (transición energética o digital).

Por eso descarta una RBU y por eso ni se nombra una reducción de jornada semanal favorecedora de un más igualitario reparto del empleo. Bien al contrario se asume una digitalización sin barreras y que los ocupados trabajen cada vez más años.

Aunque quizás no sea el andar con pies de plomo, en cuanto a la financiación de este contrato social Beveridge 2.0, lo que más ponga de manifiesto su subordinación profunda al mundo neoliberal (sociedad de mercado) que los Hayek-Friedman sembraron en los Reagan-Tatcher y sus seguidores a lo largo del mundo (China incluida), sino la ausencia de un capítulo relativo a la perspectiva internacional global (siendo incluso escasas las referencias a la UE).

Porque la lógica neoliberal de igualar a la baja todas las restricciones al capital (incluso cualquier contrato social) impide una fiscalidad, regulación y desprivatización del capital mientras engorda los paraísos fiscales. Y así “los nuestros” serán como mucho los de una misma nación, nunca los ciudadanos del mundo. Y así en este ensayo solo se hace una tibia referencia a una propuesta de la OCDE de gravar los resultados empresariales a escala global, mientras la propuesta de Piketty de gravar a escala mundial el capital y la riqueza apenas se cita a escala nacional y como un camino problemático.

Siento concluir que, con estas premisas, un contrato social global será siempre un brindis al sol. Asunto grave en sí mismo pero más si reparamos en que, de no hacerlo así, las fuerzas que van ganando la lucha de clases por goleada (W. Buffet dixit) a escala global, no nos dejarán a escala local más que las migajas del destrozo del modelo Beveridge 1.0, ni siquiera un descafeinado Beveridge 2.0.

Y ahí están de nuevo. Después de predicar el final de la historia y de las ideologías, visto lo visto y con semejante cosecha, ahora quieren convencernos de que es posible refundar un liberalismo inclusivo civilizando el neoliberalismo. Una ilusión alimentada por Minouche Shafik en este ensayo o por Francis Fukuyama en su reciente “El liberalismo y sus desencantos”.

Notas

[1] Todas las cursivas entrecomilladas son citas textuales del ensayo reseñado, solo “neoliberalismo” es la excepción, pues Shafik nunca lo usa.

[2] Y otros muchos (desigualdad de rentas, concentración de capital,…) como muy bien ha precisado la reciente obra de Piketty.

[3] En este caso citado por Bauman (1999: 77); actualizar significa aquí que ese “trabaje y contribuya” pueda serlo tanto en un decreciente tiempo asalariado-contratado, como en tiempo dedicado al pro-común o colaborativo y ese ingreso bien podría ser una RBU. Bauman, Z. (1999): Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Gedisa, Barcelona.

 
Doctor en Ciencias Económicas por la Universidad de Santiago de Compostela, profesor de Economía Aplicada en la Universidad de Vigo, fue miembro del Consejo Gallego de Estadística y del Consejo Económico y Social de Galicia; colabora en medios como Luzes, Tempos Novos, Sin Permiso o infoLibre.​ Es miembro del Consejo Científico​ de Attac España. Su último ensayo publicado es “Trabajo y Capital en el siglo XXI” (2022).

Fuente:

www.sinpermiso.info, 9-10-2022

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